Newen levantó la cabeza, exhausto, y descubrió que Cordelia tenía los ojos cerrados y parecía dormida. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Podría haber sido media hora o más. En la casa de la playa estarían preocupados. Debería despertarla y llevarla hasta allá. Tendría que explicar por qué ambos estaban mojados hasta los huesos. Pero quería contemplarla un poco más. Quizá fuese la última vez que la viera. A pesar de lo que sugerían las palabras de Cordelia, él no era hombre para ella. Esa mancha en el pasado lo impedía, si es que no lo impedían también las convenciones sociales de la familia. El abuelo podría haber congeniado con él en un principio, pero Emilio se oponía rotundamente a una relación y él no podía culparlo, si bien el muchacho no lo hacía por su pecado sino por prejuicios raciales.
Qué hermosa se veía... Se puso de costado, con la cabeza apoyada en el brazo para disfrutar mejor de esa visión que se le ofrecía generosa. A la luz de la luna, Cordelia resplandecía como una joya marina. Dejó que su mano vagara suavemente por sus pechos, que esta vez no había alcanzado a ver en el arrebato de la pasión, y luego descendiera por su vientre hasta el lugar secreto que sólo a él pertenecía. La dejó reposar allí, posesiva, mientras sus ojos recorrían todos los rincones de esa muchacha mágica que, con malicia o no, los dioses le habían enviado. Abrió el escote del vestido para gozar de la vista de sus pechos. Se los veía voluptuosos, comparados con la primera vez que los descubrió. Cordelia era delgada y sus senos pequeños, adecuados a su esbeltez, pero ahora los sentía crecidos, como si desbordaran el corpiño que los contenía. Los tocó y sintió la tibieza en su palma. Ella respondió con un suspiro, sin despertarse del todo. Newen siguió observándola con más atención. También sus formas parecían más llenas. Una sirena de pechos hinchados y caderas redondeadas. Cuando la mano exploradora se detuvo otra vez sobre su vientre, un pensamiento lo atravesó de súbito: esos cambios en el cuerpo de Cordelia, imperceptibles para otro que no fuese su amante, sólo podían significar una cosa.
La realidad enfrió su ternura y le devolvió la lucidez. Cordelia embarazada. Un hijo suyo creciendo en su vientre. Las palabras que temerariamente había lanzado a la cara del abuelo Ducroix eran ahora una verdad irrefutable. No podía decir cómo, estaba seguro de eso. ¿Y Cordelia? ¿Habría notado ella lo mismo? ¿Estaría segura de esperar un hijo y no se lo había dicho? ¿Sería por eso que le había hecho preguntas tan raras unos momentos antes? ¿Querría estar segura de que él no se fuera? Por supuesto que no se iría. Un hijo lo cambiaba todo. Aunque él fuese indigno de tener a una mujer como Cordelia, ningún hijo suyo iba a ir por el mundo sin conocer a su padre.
Ese niño era su sangre, sangre puelche de la que ya quedaba poca. Mezclada con la sangre blanca de su madre, pero puelche al fin. Y Newen Cayuki, indio y asesino de otra mujer blanca, iba a quedarse con su hijo, lo quisiese la familia o no. Lo quisiese Cordelia o no. Este último pensamiento le produjo un angustioso temor, el de que Cordelia prefiriese dejar a su bebé en manos de su padre y marcharse antes que denigrarse conviviendo con un hombre como él. Y cuando supiese la verdad de su vida, eso sería lo que ocurriría. De pronto, la maravilla de aquella noche de amor se esfumó en medio de los temores y las consecuencias que podían sobrevenir.
Newen se puso de pie y tomó a Cordelia por los hombros para despertarla.
—¿Qué?
—Arriba, vamos, es muy tarde y deben estar esperándote. Además, estás toda mojada.
—Mmm... y tú también.
—Eso es algo que deberemos explicar.
—No me importaría.
—¿No? ¿Y qué otras cosas no te importarían?
—¿Qué quieres decir?
Newen la miró con furia.
—No ibas a decírmelo.
A Cordelia le pareció revivir el desasosiego de la primera vez, cuando el guardaparque la abandonó frente a la chimenea después de hacerle el amor. Siempre parecía acusarla de algo.
—¿Decir qué?
—No juegues conmigo, Cordelia. Te lo dije antes. ¿Cuánto hace que sabes que esperas un hijo?
Directo y rotundo. Newen nunca se había plegado al lenguaje diplomático. Tal vez fuera mejor así. Ella no sabía
cómo
encarar la situación y esto la obligaba a enfrentarse a todos de una vez.
—No estaba segura, pero no hace mucho.
—¿Ibas a decírmelo?
—Tampoco estaba segura.
Newen contuvo la respiración, sintiendo que la furia le impedía hablar con tranquilidad.
—¿Por qué? ¿Porque no querías admitir que tendrías un hijo medio indio? ¿Tan terrible es para ti?
—¡Claro que no! No es por eso.
—Ah, ¿no? ¿Y por qué, entonces?
—Porque no sabía cómo lo tomarían todos, incluyéndote a ti. Nunca sé lo que piensas y ni siquiera me dices lo que sientes cuando te lo pregunto. Además, es muy pronto para saber.
—Yo ya lo sé.
—¿Sí? ¿Y cómo? Ni siquiera un médico lo sabría tan pronto. Hasta yo dudo de que sea cierto.
—Estás esperando a mi hijo.
Cordelia sintió el impulso de refutarlo, pero la mirada entre decidida y angustiada de Newen la contuvo. Era cierto, ella también lo presentía, aunque a veces se mentía a sí misma, por la necesidad de no pensar en las complicaciones que surgirían. Sin embargo, ésa era la ocasión para definirlo todo, sus vidas dependerían de ese momento.
—¿Y qué piensas hacer al respecto? —lo desafió.
—Quiero a mi hijo.
—Pues yo también lo quiero.
Las palabras de Cordelia desestabilizaron a Newen por la dicha que le proporcionaron. ¡Ella lo quería! Quería al niño, no lo rechazaba ni lo despreciaba. Deseaba escuchar esas palabras, y había temido que no saliesen de su boca.
—¿Entonces, Newen? ¿Qué hacemos? —y al preguntar, Cordelia se tocó el vientre con la mano, como protegiendo a aquel ser que, sin forma todavía, ya era capaz de conmocionar a tanta gente en un momento.
—Vendrás conmigo.
La muchacha recibió esa sentencia con cautela. Primero, ella debía saber qué impulsaba a Newen. Si él quería al niño por el sentimiento egoísta de que era parte de su carne, no podría negarse a acompañarlo, pero le destrozaría el corazón. Necesitaba saber que los sentimientos de Newen se extendían hasta ella.
—Iré contigo, pero no viviré en tu casa, a menos que me jures una cosa.
—¿Jurar?
—Sí, sobre lo más querido que tengas. Quiero que me jures que querrás a este niño no sólo por ser tu hijo, sino también por ser mi hijo.
A Newen lo confundían los cuestionamientos de Cordelia. Él entendía de cosas concretas: un hijo es un hijo y debe tener a sus padres. Nada más importaba.
—Quiero a este niño. Aun antes de nacer, ya lo quiero.
—¿Pero lo quieres porque es tu sangre, Newen?
—Es mi sangre.
—¡Pero también es la mía! Y yo lo quiero igual que tú.
—No te llevarás a mi hijo.
¡Santo Dios, qué necio podía ser un hombre! Aun dentro de su desesperanza, Cordelia sentía pena por la angustia de Newen.
Tal vez, jamás hubiera tenido nada que pudiese llamar suyo. No le había hablado de su vida anterior, aunque, por lo que ella podía ver, Newen vivía en la soledad más absoluta. Sólo Dashe era su compañero permanente. Sin embargo, era menester aclarar ese punto para definir sus vidas.
—No, no me lo voy a llevar y tú tampoco te lo llevarás, a menos que quieras vivir perseguido por los Ducroix durante toda tu vida. Lo que quiero saber es si antes de conocer la existencia de este hijo me habrías invitado a vivir contigo, Newen. ¿Lo habrías hecho?
El guardaparque sabía que no debía admitirlo. Era su destino sufrir por haber tomado una vida. Ni siquiera entendía por qué el cielo le enviaba un niño, una vida nueva. Todo era tan confuso y él estaba tan cansado de padecer... Allí estaba esa mujer, a la que él había considerado una prueba más del infierno que merecía, que no solamente le daba un hijo sino, además, le exigía que le confesara su amor. Y él tenía las palabras trabadas, no podía, no debía...
—No puedo.
Cordelia sintió que su alma caía en picada, ahogándola.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué no puedes? ¿Acaso no sientes nada por mí, Newen? A veces creo que te importo, que me miras de modo especial... Cuando hicimos el amor aquella vez no estaba segura, porque... bueno, te fuiste y parecías enojado. Pero cuando estuvimos juntos en la liberación de los cóndores, me pareció que nos entendíamos... Además, fuiste a buscarme a la casa del abuelo. Todo ese viaje... ¿No sientes nada? Dices que nunca estuviste enamorado, pero algo debes sentir si viniste hasta aquí. Pues voy a decirte algo, Newen Cayuki. Yo tampoco sé lo que es estar enamorada. Jamás había estado con un hombre antes. No puedo decir que no sienta nada por ti, sin embargo. ¿No significan nada los días que pasamos juntos allá en la cabaña? ¿Ni tampoco esto que hemos hecho hoy aquí? Debes ser un hombre bien frío para no sentir nada por alguien que espera un hijo tuyo. Un hombre así no merece ni una lágrima de mujer. Y no voy a derramar ninguna por ti entonces. Iré contigo para que veas nacer a tu hijo, no me pidas que haga nada más. Y cuando el niño nazca, tal vez me instale en el pueblo de Los Notros para poner mi negocio de cosméticos. Quizá no sea tan mala idea. De ese modo, nuestro hijo verá qué clase de padre tiene, incapaz de sentir algo en ese corazón de piedra. Sólo espero que no herede ese defecto.
—¿Adónde vas? —rugió Newen al ver cómo Cordelia se componía la ropa y emprendía el regreso.
—A la casa, a explicarles a todos que espero un hijo y voy a vivir en un pueblo de la Patagonia.
Y la luna iluminó la marcha airosa de aquella mujer, seguida por un hombre recio que, pese a desear llevarla en brazos, mantenía cierta distancia, midiendo sus pasos.
—No te irás.
Las palabras de Emilio resonaron en el comedorcito de la casa de la playa que, de repente, había dejado de ser un lugar apacible.
Cordelia y Newen se encontraban sentados a la cabecera de la mesa donde, en el momento en que llegaron, la tía Jose estaba sirviendo una deliciosa tarta de calabaza y sopa de crema de cebollas, que ahora se enfriaba al igual que los ánimos en la discusión.
Emilio, con el semblante algo arrebatado a causa del sol y también de la rabia, había dejado la mesa y se había puesto de pie como un soldado, muy parecido en su porte al abuelo Ducroix, que fingía leer el periódico en un rincón de la habitación.
—No importa las razones que tengas, no te irás a vivir a un pueblito de mala muerte alejada de toda tu familia, para arruinar tu vida. Yo me opongo y todos aquí también.
Ninguna voz se alzó confirmando aquello. Sin embargo, Emilio prosiguió con énfasis, alentado tal vez por el silencio de Newen:
—¿Qué motivos puede tener una chica como tú, criada en la abundancia y enseñada de lo mejor, para abandonar todo y recluirse en medio de un territorio salvaje, en compañía de gente salvaje?
—Emilio... —terció la tía Jose, preocupada.
—¡Digo la verdad! Cordelia no sabe a lo que se enfrenta. Siempre fue muy impulsiva y eso parecía gracioso cuando se trataba sólo de travesuras. Ahora es una mujer hecha y derecha y no puede permitirse cometer errores tan graves.
—Ésa es la cuestión —se escuchó decir desde la cabecera.
Hasta el abuelo Ducroix alzó los ojos por encima del periódico detrás del cual, desde hacía un buen rato, se estaba escondiendo. El silencio fue ominoso.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo Emilio, con ese filo en la voz que Cordelia conocía tan bien.
Newen, aun sin conocer bien a Emilio, intuía que, detrás de la furia había temor, terror de perder a su hermana, la única persona que, siendo parte de él, era capaz de entenderlo profundamente. Y también admiraba a Cordelia por ser capaz de renunciar a su hermano gemelo. Pero nada de eso impediría que se la llevase a ella y a su hijo.
—Digo que es cierto que ahora Cordelia es toda una mujer.
Las palabras decían más de lo que parecía, y Emilio, que era sutil como ninguno, supo comprenderlas. El salvaje le estaba diciendo que había hecho el amor con su hermana.
Emilio sintió los amagues de un ataque, apretó los dedos sobre el borde de la mesa y respiró con lentitud. Golpearlo no serviría de nada. Insultarlo, tal vez tampoco. Debería encontrar el punto débil y apretar allí sin piedad. Nadie le arrebataría a su hermana y mucho menos un hombre de las pampas, inculto y brutal, que ni siquiera sabría entenderla cuando ella tuviera sus melancolías y sus berrinches.
—Quizá pueda usted explicarnos mejor que ella las razones de esta decisión precipitada. Yo no voy a dejar que mi hermana haga nada por obligación.
—Ella no está obligada —y Newen miró a Cordelia a los ojos para asegurarse una vez más de que seguía decidida a acompañarlo. La muchacha se veía algo pálida, pero había determinación en su boca.
—¿Y cómo puede ser que recién ahora sepamos de esa decisión, cuando hasta ayer ni siquiera nos había hablado de usted?
El punto débil. Lo había encontrado. El guardaparque no las tenía todas consigo cuando se trataba de Cordelia. No estaba seguro de ella, podía notarlo en la forma en que la miraba durante la discusión. Probablemente no la estuviese obligando, pero tampoco sabría qué hacer si ella se negaba. Decidió dar el golpe de gracia.
—Cordelia, ¿hay algo que te empuje a viajar tan lejos con este hombre, ya que nos dice que él no te está obligando?
La muchacha, callada hasta entonces, miró a su gemelo a los ojos y dijo con voz baja, aunque clara:
—Nuestro hijo.
"Nuestro." Otra sorpresa de Cordelia para él. Newen sintió tal emoción en el pecho que tuvo que contenerse para no tomarla en brazos allí mismo, delante de todos. La situación exigía compostura, sin embargo, la misma que le faltaba a Emilio en ese momento. El joven parecía haber perdido los estribos y la tía Jose luchaba por detenerlo en su avance hacia la cabecera de la mesa. Newen se levantó y permaneció de pie, dispuesto a recibir los golpes que el hermano de su amada quisiera darle. Estaba en su derecho. Y serviría para recordarle que nada que tuviese en la vida sería sin dolor.
—¡Desgraciado! ¡Se aprovechó de ella cuando estaba en su cabaña, reemplazándome a mí, porque sabía que nadie la respaldaba! Yo también soy culpable de esto. Jamás debí permitir... Cordelia, mírame. No importa lo que pase, nada te obliga a seguir a este hombre hasta su casa. Tendrás a tu hijo, pero será entre nosotros, donde pueda criarse con todo lo que necesita. No puede negarse la paternidad, pero el niño será un Ducroix y se educará como tal. Usted podrá visitarlo, nada más. Y si se le ocurre plantear un pedido judicial...