—No entiendo por qué no se le ha hecho la operación al niño. Hay una gran infección —dijo, mirando a su madre. Y luego, llenando de simpatía su rostro aún joven, había añadido—: Traiga nuevas radiografías. Le operaremos lo antes posible.
Ella había mirado al hombre a los ojos, como siempre hacía, y notó que el médico se conturbaba. Sabía la reacción que provocaba en los hombres y procuró hacer sus formas menos ostensibles, buscando protección en la débil rebeca. Bajó los ojos y le dijo que no podría conseguirlas sin cargo, pues el asunto había dejado de ser de urgencia y el médico que le atendió gratuitamente, a instancias del marido de la señora María que le pagaba una cuota mensual, no le daría nuevas placas sin pagarlas. Los hombres se miraron y luego el catedrático decidió:
—Venga. Se las haremos aquí.
Habían entrado en una sala grande con máquinas raras y los mismos negros y complicados asientos. Le sentaron en uno de ellos. Le pusieron una pequeña placa por detrás de cada diente, Que sujetaron con un dedo, y aproximaron un brazo metálico en cuya punta había un ojo cuadrado de cristal negro. Les hicieron volver otro día para conocer lo que esas radiografías indicaban. El pronóstico médico reiteró que la fístula había crecido y la infección se extendía. Finalmente les dieron cita para un día concreto, que coincidía con una jornada de operaciones. Cuando oyó la noticia, ella se sentó y toda la tensión y desconsuelo de esos meses desbordaron su ánimo y estalló en un llanto silencioso e incontenible. Él sabía de ese desamparo y entendió el agotamiento que lo producía. Había pasado la mirada de ella a los hombres, que la contemplaban desconcertados sin decir palabra. Vio que el profesor levantaba una mano y la dejaba flotar encima de la agachada cabeza de ella, como si quisiera acariciar las blancas ondas. Luego la retiró, sin haber hecho contacto, adoptando un gesto confuso y evasivo. Su madre se levantó, pidió disculpas, les dio las gracias y se alejó con él de la mano, fuerte, protectora. Cuando iban a trasponer la puerta del final del pasillo, él se había vuelto a mirar. Ellos los estaban contemplando sin descomponer el grupo, igual que había pasado con los policías tiempo atrás. Siempre le llamaba la atención el interés y la forma en que la gente miraba a su madre. La miraban cuando llegaba y cuando se iba, como si fuera una de esas luces que en la noche hipnotizan a las mariposas e insectos voladores. Le habían dicho lo que le harían. Le abrirían la encía, levantando el labio superior y la nariz; le quitarían la bolsa de pus y el trozo de diente roto que la producía. Limpiarían todo y, luego, le coserían no con lañas metálicas, sino con un hilo que en curas siguientes le extraerían. Sólo sentiría los pinchazos de las inyecciones para la anestesia local.
Y al fin el día de la operación había llegado. Él no tenía miedo, porque a su lado estaría esa madre única. Ese día habían ido en metro y, por fin, habían montado en el
Pepe
desde Moncloa a la Universitaria. Había mirado abajo durante el corto trayecto y había visto los coches y personas empequeñecidos, y no tuvo miedo cuando cruzaron sobre el estrecho y frágil puentecito sobre una calle sin edificios y con verde en las laderas llamada Cea Bermúdez. Su madre llevaba en un talego limpio una toalla nueva que él nunca había visto. La habría comprado para tal fin a costa de otras necesidades. Se habían presentado temprano, pero el médico les había dicho que volvieran a media mañana. Y ahora esperaban paseando por el campo una vez más. Era primavera y todo estaba lleno de flores nuevas entre las espigas: amapolas, margaritas, pensamientos. Como otras veces, se entretuvieron cogiendo ramas y florecillas y siguieron el errático vuelo de las mariposas y de las mariquitas. Atraparon molinillos, esas esferas de finos pétalos, como minúsculos alfileres impalpables, que nunca supo de qué plantas venían, y las soplaron para ver quién los proyectaba más lejos. Las blancas flores despegaban de las palmas de sus manos, giraban en el aire, descendían y luego aterrizaban ingrávidamente sobre el manto verde hasta que suaves vientos volvían a hacerlas volar. Y su madre reía entonces y él no comprendía por qué no reía más a menudo con aquella dentadura tan blanca y perfecta que la transfiguraba y que él nunca podría llegar a tener. Él intentó coger una de esas esferas y vio que se deshacía entre sus dedos y fue como si una vida se hubiera extinguido. No entendió por qué esa flor era tan delicada. Miró a su madre y notó que ella también había guardado su sonrisa, como si la destrucción de aquella etérea criatura la hubiera afectado. Fue entonces cuando se fijó de forma plena en su madre. Alta, delgada, el pelo totalmente blanco recogido por detrás con una cinta, y similar al rostro que de perfil se veía en las
pesetas rubias
con las que jugaban y que no servían para comprar porque eran de la República y las habían invalidado. En realidad, esa imagen de la peseta, que decían era la representación de la República, parecía haberse obtenido del rostro de su madre. Una ligera brisa movía su simple bata, abotonada por delante, que dejaba al descubierto su cuello, brazos y piernas. La veía mirar a veces a lo lejos y él sabía ya que no miraba al paisaje cercano, sino al de Asturias, aquel sitio del que tanto hablaba, el lugar donde creció cuando era una niña, como él ahora. No comprendía por qué no iban a ese lugar tan mencionado, que debía de ser un sitio maravilloso. Ahora, a los siete años, había sabido de pronto el anhelo que esos recuerdos representaban para ella. Nunca la había mirado de esa manera, con tanta atención. Notó como un viento que le penetraba desde la vitalidad de ella haciéndole partícipe de un sentimiento indescriptible. Ella se volvió y puso en él sus ojos azules, donde se contenía un océano de lágrimas y paisajes. Nunca vio a una mujer tan bella. Supo entonces que estaría siempre a su lado y que lucharía por devolverle con creces todo lo que ella le daba y le había dado.
Aquellos seres cuya hermosura
admiramos un día. ¿Dónde están?
Caídos, manchados, vencidos, si no muertos.
¡Ah tiempo cruel, que para tentarnos
con la fresca rosa de hoy destruiste
la dulce Rosa de ayer!
L
UIS
C
ERNUDA
Coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.
G
ARCILASO
D
E
L
A
V
EGA
Desde el río de las Cabras, la sierra del Cuera se lanza con autoridad hacia el oriente de Asturias, para, kilómetros más adelante, acostarse plácidamente en el río Deva que, engrandecido por el Cares, se entrega al mar a un costado de Colombres. Al otro lado del Deva ya es Cantabria.
Desde Llanes, conduje por la carretera nacional N–634 que lleva a Santander, acompañado a la izquierda por el mar. Crucé el río Purón y un poco más adelante, a la derecha, tomé el desvío hacia la AS–343 y puse la sierra Plana de la Borbolla entre mi coche y el mar, mientras a la derecha los montes del Cuera me vigilaban. No había carteles indicadores, pero me habían informado del lugar exacto. Antes de llegar a Candamos, un camino pedregoso surgió a la derecha serpeando entre un cerrado bosque mixto de un verdor agobiante. La pista derivaba siempre a la derecha, como si quisiera volver hacia el oeste, y pude apreciar la masa de robles, fresnos, arces y castaños en una sinfonía de vegetal primario. De repente, un gran valle rodeado de bosques y, en medio de esa llanura verde, con todo su esplendor, la finca médico–geriátrica. Dentro de un espacio enorme, circundado por altos muros pintados de verde, un jardín boscoso con varios pabellones blancos no encimados. Descendiendo por la leve pendiente, traqueteando por la pedreguería y antes de que el muro me lo negara, percibí gentes desperdigadas deambulando por el espacio interior, algunas vestidas de blanco. Más allá el bosque trata de escalar las faldas del Cuera. Y, más allá aún, los Picos de Europa, con los altaneros Naranco de Bulnes, Peña Vieja y Pico Tesorero rascando el cielo. Llegué al portalón macizo que impedía ver nada al otro lado. En la parte izquierda del muro una placa metálica informaba: «LA ROSA DE PLATA – Centro Médico y Residencia». Hay una rosa dibujada y tanto la flor como las letras son plateadas y en relieve, destacando de un fondo negro. Estuve mirando el nombre un rato antes de pulsar el intercomunicador.
—¿Diga?
—Soy David Calvo —dije, mirando la doble cámara que vigilaba desde lo alto y volviendo a imitar ligeramente el acento de un argentino—. Me dieron visita para hoy.
Hubo una pausa y luego la cancela se deslizó hacia un lado. Un camino enlosado, con yerba en las junturas, me condujo hacia una limpia playa de estacionamiento llena de coches. El doble macizo del Cuera y de los Picos de Europa debían impresionar en invierno, pero era primavera y un sol adolescente deshacía las bolsas de niebla sujetas al vientre de los picachos, poniendo sosiego en las personas que paseaban y hacían juegos. Eran las once de la mañana. Las puertas de cristal del edificio de recepción se abrieron solas y me mostraron un vestíbulo con similitud de hotel de lujo. El embatado recepcionista me miró, mientras me acercaba, en su papel de perfecto anfitrión.
—Mucha cautela, ¿no?
—Es que tenemos todas las plazas ocupadas. Al que viene para pedir estancia le facilitamos un número al que puede llamar para informarse y hacer una futura reserva si lo desea. Es lo que habrá hecho usted, me imagino. Procuramos así que entren pocos curiosos para que los residentes tengan el mínimo de perturbación. No olvide que aquí lo que se busca fundamentalmente es tranquilidad. —Su sonrisa garantizaba su discurso. Añadió—: Pase por favor a esa salita. Un médico le atenderá enseguida.
La doctora era alta, muy delgada de rostro y figura. Llevaba el pelo largo recogido en cola de caballo, que le permitía aparentar menos edad que la que en realidad tendría. Su sonrisa era invitadora pero sus ojos desmentían la placidez de sus labios. Demasiado inquisitivos. Tenía los dientes tan blancos como la impoluta bata. El despacho era acogedor dentro de su ambiente profesional, con una gran librería en un extremo. La luz entraba a raudales por un ventanal que daba a una parte de los jardines. Encima de la mesa que nos separaba tenía un cuaderno de notas y un ordenador encendido. Me dio la mano y luego su nombre, antes de repetir el mío y los datos que por teléfono hube de darles al solicitar plaza.
—Señor Calvo, ¿cómo supo de nosotros?
—Estaba en Santillana del Mar, en casa de unos amigos argentinos —dije, intentando hacer cantar las palabras—. Me dijeron que aquí podría relajarme y, quizá, curarme.
—¿Cómo tiene ese acento argentino siendo español?
—Mi abuelo era argentino. Yo estuve unos años allá, en mi primera juventud, cuando pretendía hacerme colono en Patagonia.
—¿Y?
—Fue demasiado para mí. No hay sitio más bello en el mundo, pero tampoco más desolado e inhóspito. Algo menos que la
taiga
rusa, pero ¿sabes?, a veces pienso que debí haberme quedado. Quizá no tendría este baile de San Vito. ¿Conoces Patagonia?
—No, pero sí otras partes de Argentina.
—Un gran país, sí señor, un gran país. —Moví los ojos como si estuviera viendo una película de Bruce Lee.
—Director de ventas —dijo ella, los ojos rendidos a los datos—. ¿Qué vende?
—¿Vender? Es lo que quisiera. Vendo menos que un botijero en el polo Norte. Por eso estoy aquí.
Se echó a reír y llenó de blanco la habitación.
—He querido decir que qué vendía en condiciones normales.
—Máquinas para la industria del metal. Cizallas, prensas, equipos de soldadura. Cosas así.
Me hizo preguntas sobre mi estado físico, enfermedades padecidas, operaciones quirúrgicas tenidas, si era diabético, si tenía alergia a algo, si cargaba con afecciones hereditarias y todas esas cosas tan necesarias, parece ser, a un médico en la primera visita de un paciente y tan enervantes para el que necesita urgente atención. Me explicó luego lo que podían hacerme allí y la tarifa por estancia de dos semanas, que era el tiempo mínimo que ellos consideraban debía tratarse a un desquiciado como yo aparentaba, y el costo adicional de los distintos tratamientos. La verdad es que no es un lugar para gente que a mitad de mes tiene que pedir un anticipo del sueldo. Ella debió de apreciar que mis fingidos tics aumentaban y trató de justificar el servicio que daban.
—Puedo asegurarle que al término de su estancia aquí usted estará libre de los males que ahora le aquejan. Podrá volver a afrontar el agobio de su trabajo y, con nuestros consejos, evitará volver a caer en la depresión y en la insatisfacción. Pero entienda una cosa: esto es como las drogas. Es el propio enfermo quien debe poner el máximo esfuerzo para no volver a caer en el mal. En cualquier caso y desde la distancia, por teléfono o por Internet, tendrá continua comunicación con nosotros. Estaremos a su servicio mientras nos necesite.
Me informó luego sobre el centro, inaugurado en 1974 y sucesivamente ampliado en el tiempo hasta las 500 hectáreas de extensión actual. Funciona como un hospital con diversas unidades de intervención médica. Tienen facultativos a jornada completa y otros según necesidades. Hay cuerpo de guardia permanente y las especialidades incluyen Traumatología, Oftalmología, Urología, Aparato Digestivo, Otorrino, Medicina General, Psiquiatría, Reumatología, Neurología, Alergología y otras. Hay salas de radiodiagnóstico, análisis clínicos y rehabilitación, con su cuadro de fisioterapeutas, DUES, ayudantes de enfermería y celadores. Nada para el mundo del niño, del adolescente ni de la maternidad.
—Hay muchas
gías
, ¿no?
—A medida que fueron aumentando los residentes fueron llegándonos más necesidades médicas. Hubo que ir incorporando especialistas para el tratamiento aquí de algunos de los males que se nos presentaban, a veces repentinamente.
—¿Hay enfermos para tanta especialidad?
—Sí. Aunque entre los más solicitados están los psiquiatras y los psicólogos. Llegan muchos directivos como usted a relajarse y hacerse un chequeo completo, y también gente con desconcierto mental pasajero.
—¿Es una nueva enfermedad?