El tiempo escondido (27 page)

Read El tiempo escondido Online

Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
13.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se calló. Miré a la cuidadora, que permanecía impasible.

—¿Y a los cerdos? Eso sí que era una barbaridad. Les asían con unos hierros terminados en ganchos, por debajo del cuello. El animal no dejaba de gruñir y de resistirse. Le clavaban un cuchillo para desangrarlo y aún pataleando lo echaban a unos calderos de hierro con agua hirviendo para el despellejado. Pero a veces, bien por cansancio, broma o simple crueldad, echaban al animal vivo directamente al caldero. Era atroz ver al cerdo gritando y revolviéndose hasta quedar quieto entre las risas de sus torturadores. Desde entonces no he vuelto a comer carne.

—¿Es la receta, quizá, para que se conserve usted tan bien?

—¿Qué receta?

—No comer carne y beber agua.

—No. Depende de la naturaleza. No a todo el mundo le van bien las mismas cosas.

Guardó silencio y entrecerró los ojos.

—¿Por dónde iban mis recuerdos? Ah, sí, el matadero. De una u otra forma muchos vivían de él. Los chicos iban a las cuadras de los cerdos y les robaban las bellotas, disputándoselas a golpes. Los más grandes robaban corderos pequeños. Los más golfos escarbaban la piedra y se llevaban las tuberías de plomo, que entonces estaba carísimo. En las madrugadas con luna los aspirantes a toreros saltaban los muros y seleccionaban toros, cambiándoles con habilidad de unas cuadras a otras. Todas las cuadras de toros tenían burladeros de hierro. Toreaban y toreaban. A veces aparecían los guardas jurados, la llamada
brigadilla
, un cuerpo de vigilancia de las instalaciones y del ganado. Disparaban con balas de sal. Bueno, eso decían. Hirieron a varios muchachos. Se decía que habían muerto algunos de esos maletillas. Nunca se supo si era o no verdad, porque ya sabe que la censura de la prensa era total.

—Antes se interesó por cómo vivíamos —prosiguió, los ojos esquivados hacia un pasado que mi presencia actualizaba—. Entonces nos conformábamos con poco. Los precios de las cosas, aunque ahora puedan parecer ridículos, eran prohibitivos para la mayoría. Casi todo el mundo compraba de fiado. Cuando se recibían las pagas, se cancelaban las deudas con los tenderos y vuelta a empezar. El cine costaba 50 céntimos. Pero a pesar de ser casi la única ventana a un universo de sueños, nuestra ínfima economía nos impedía disfrutar a menudo de ese lujo. Con los hijos hacíamos la excepción. Era de las pocas cosas buenas que podíamos darles, aunque supusiera un esfuerzo. Siempre había colas enormes para entrar, y eso que funcionaban muchos cines. Le diré. En el área del paseo de las Delicias, que siempre ha sido el eje comercial del distrito, y hasta Atocha, estaban: Legazpi, Montecarlo, Elcano, América, Candilejas, Lusarreta, Pizarro y Delicias. En menos de un kilómetro. Todos de sesión continua y proyección ininterrumpida. Dos películas en blanco y negro, el Nodo y algún que otro anuncio. El color vino mucho más tarde y ya la entrada era bastante más cara. Ninguno de esos cines ponía cintas de estreno. Los niños iban a la primera sesión y se estaban hasta que los recogíamos a las diez de la noche, incansables en ver las mismas películas una y otra vez… —Suspiró profundamente como si quisiera subrayar lo que narraba—. ¿Sabe cuántos cines quedan? Ninguno. La televisión acabó con ellos. En algunos cines daban, un día a la semana, y al final de la última sesión, un «Fin de fiesta». Alzaban la pantalla y el lugar se transformaba en un escenario, con decorados simples. Salían artistas conocidos y otros que buscaban la fama. Cantaban en directo, acompañados por una orquesta y silueteados por tres focos que cambiaban los colores de las luces. Allí actuaron Tomás de Antequera, Pedrito Rico, Margarita Sánchez, Estrellita de Palma, Antonio Machín y otros muchos. A la gente que atiborrábamos la sala, ellos nos dieron un poco de felicidad, capturada entre tanta sombra. Y todos recobrábamos la esperanza por un mundo más amable.

De repente me miró.

—Estoy abusando de usted. Es muy paciente y sabe escuchar. Es muy raro. ¿Cómo se llama?

—Corazón.

—¡Corazón! ¿Se llama así realmente? Conocí uno en la guerra, amigo de mi marido. Era de un pueblo de Toledo. Allí tienen nombres muy raros. Conocí hombres que se llamaban Amable, Loreto, Sensible, Rosario, Concepción y otros así. ¿Es usted de Toledo?

Negué con la cabeza.

—Tiene que perdonarme. ¿Sabe que hace años que no hablo tanto? Tengo hijos y nietos, pero vienen poco a verme. De vez en cuando llaman por teléfono. Pero casi todos los días estoy sola. Bueno, con Lucrecia. —Señaló a la cuidadora—. Es de Santo Domingo, ¿sabe? Está todo el día conmigo y por las noches se va a su casa. Me cuida, sí. Pero no es lo mismo. Los hijos… con su vida agitada. Los recuerdos me dañan. De cuando vivía mi mando y los hijos eran pequeños. Aquellos tiempos felices… Si usted es casado no debería morirse. No deje sola a su mujer como me dejó mi marido. ¿Qué es una mujer sin su hombre? No saben lo solas que nos dejan.

Permití que su discurso se diluyera. Un reloj carillón dio las doce campanadas y simultaneó sus acordes con los de otros relojes menores. Miré sus ojos. Volvía lentamente al presente.

—¿Se encuentra bien? —pregunté, enviándole una sonrisa.

—Bueno, sí. Pero le he ayudado muy poco, ¿verdad?

—No lo crea. Quizá necesitaría un esfuerzo suplementario de su memoria.

—Diga.

—¿Sobre qué año se fue Rosa?

—En el 43. No se me olvida. Recuerdo que recién las nieves se habían ido y que aún los alemanes estaban en guerra contra los ingleses.

—¿Nunca la escribió?

—Sí. Al año o así recibí una carta agradeciéndome los cuidados cuando su enfermedad. Decía que nunca olvidaría la ayuda que la presté.

—¿De dónde vino la carta?

—De los Estados Unidos. Miami.

—¿Miami?

—Sí. La tengo por algún cajón. Pero no le serviría, como a mí no me sirvió, porque vino sin remite. —Miró hacia el espacio y los tictac se abalanzaron sobre su silencio. Al cabo añadió—: Nunca volví a verla, pero conservo su imagen imborrable. La vi alejarse andando con sus tres hijos, una mañana de primavera, con su bata resaltando su alta figura. Todo cuanto poseía cabía en dos maletas de cartón. No se volvió. Hacía un pequeño viento y el pelo se le agitaba alrededor de la cabeza…

—No le dijo entonces dónde iba.

—No. La carta fue una sorpresa.

—¿Y esa amiga, la del pan?

—No lo sé. Supongo que se iría a Argentina con su marido. Esperaba ansiosa que la reclamaran desde allá… En aquellos tiempos sólo daban visados de salida a contadas personas. Una manera de obtenerlos era con una carta de un familiar y enseñando el pasaje pagado. Espero que lo haya conseguido. De ella tampoco volví a saber nada.

—¿Sabe dónde viven ese primo Manín y su amigo?

—No, ¿cómo iba a saberlo?

—¿Y los Ortiz?

—Los Ortiz, los Ortiz…, no recuerdo.

Apagué la grabadora. Ella me dijo:

—Quiero oírla. Es lo que prometió.

Rebobiné la cinta y la conecté. La escuchamos en silencio. A veces ella sonreía. Al final dijo:

—Está bien. Ha sido muy interesante escucharme la voz. Qué rara suena. No parezco yo.

—Tiene un timbre muy agradable. Podría haberse dedicado a doblar películas —dije, mientras me levantaba para despedirme.

Ella permaneció sentada.

—Deme un beso —pidió. Me incliné y la besé. Me abrazó durante unos largos segundos. Sus bellos ojos azules estaban húmedos cuando me alcé. Retuvo mi mano.

»Gracias por escucharme. Vuelva por aquí. Cuénteme si la encontró.

Lucrecia había abierto la puerta de entrada. La anciana dijo:

—Los Ortiz… Él tenía una hermana por la glorieta de Bilbao, en una pajarería. —Me miraba profundamente—. Vuelva.

Salí. Y me llevé sus ojos y sus recuerdos, ya míos para siempre.

8 de octubre de 1941

Despiértenme las aves

con su cantar suave no aprendido…

F
RAY
L
UIS
D
E
L
EÓN

La estación estaba como siempre, con la muchedumbre moviéndose en todas direcciones, cargada de bultos y maletas, saliendo y entrando en los andenes. El ferrocarril era el medio de locomoción más utilizado y diariamente los trenes partían y llegaban llenos. Había un rumor de conversaciones y ruidos que no permitían una audición sosegada. Ante las ventanillas, se alineaban largas colas de gente impaciente y esperanzada por conseguir los billetes antes de que las plazas quedaran cubiertas.

Rosa avanzó con sus dos hijos mayores, de seis y cinco años, niño y niña, y los colocó en sendas colas, situándose ella en una tercera. Inmediatamente fueron colocándose detrás otras personas. Las filas iban avanzando lentamente. Cuando faltaba poco para llegar a las taquillas, Rosa rogó al de detrás que le cuidara la vez y fue al final de la cola para ofrecer su puesto al que estaba en último lugar. El hombre aceptó encantado y le dio veinticinco céntimos, después de que Rosa le llevara al sitio que ocupaba. Esa forma de ganarse la vida pacientemente en esos años de penurias le había sido sugerida a Rosa por su vecina la señora María, que lo había oído hacer. Rosa fue a donde estaban sus hijos e hizo la misma operación, logrando otros dos clientes. Volvieron a ponerse en las colas. Pasó un tiempo. Repentinamente, Rosa sintió que la sacaban de la fila a la fuerza. Eran dos mujeres de aspecto duro y chulesco con rostros iracundos.

—Fuera de aquí. Esto es nuestro. Te vas o cobras.

—¿Por qué tengo que irme?

—¿Eres idiota o estás sorda? Aquí no tienes nada que hacer. Este trabajo es nuestro.

—Este trabajo es libre —dijo, poniéndose otra vez en la cola. Ellas volvieron a agarrarla. Rosa se desasió y les dio un empellón, tirándolas al suelo. Miró hacia sus hijos y vio que otras mujeres los echaban de sus sitios y se ponían ellas. Como una pantera se dirigió hacia una de ellas y la proyectó con fuerza, tirándola al suelo. En un momento, todas se le echaron encima y la golpearon mientras ella se defendía bravamente. Al oír la escandalera, dos uniformados grises aparecieron y las separaron sin contemplaciones. Uno de ellos cogió a Rosa de un brazo.

—¡Tú! ¿De qué grupo eres?

—No lo entiendo —inició Rosa.

—¡Es una intrusa! ¡No es de nosotras!

El gris no se anduvo por las ramas. Empujó a Rosa sin miramientos hacia la salida, por entre la gente, y le dio un vergajazo en las nalgas.

—¡No te quiero ver por aquí! ¡La próxima vez vas a comisaría!

La ira hizo que sus ojos se inundaran de lágrimas. Miró al guardia fieramente.

—¿Por qué me has pegado?

—Y más te daré si no te vas.

—Déjame recoger a mis hijos.

—Aquí no entras más. Y llámame de usted.

Rosa impulsó al guardia y entró de nuevo en la algarabía a buscar a los niños. Los encontró juntos, en un rincón, con sus caras llenas de susto. Al agacharse para cogerles, notó al policía armado encima de ella y atisbo su mano en alto con el vergajo. El chiquillo se cruzó ante su madre y recibió el porrazo en la endeble espalda, cayendo al suelo entre el estupor de la gente. Rosa se lanzó sobre el guardia y le clavó las uñas en los ojos. El agente se debatió, soltó la porra y se llevó las manos a la cara. Ella cogió el vergajo y empezó a golpear al gris con una furia desbordada. Luego sintió un golpe en la cabeza y se refugió en la nada. Cuando despertó, vio que estaba en un mohoso cuartito sin más mobiliario que el banco de madera corrido donde estaba tumbada. A su lado estaban sus hijos. Intentó levantarse y un dolor profundo en el cráneo le provocó náuseas y un semidesvanecimiento. Se recobró y se tocó la cabeza. Un bulto nacía con decisión en la parte cercana a la oreja derecha. Abrazó a los niños y los consoló.

—¿Cómo estás? —preguntó al niño.

—Me duele mucho.

—Déjame ver. —Le levantó el jersey y le miró la espalda. Un moratón alargado tomaba forma en la pálida piel.

—Iremos al médico —le dijo, para tranquilizarle. Miró en derredor y vio a un agente en la puerta que les contemplaba ceñudamente, por lo que supuso que estaban en una celda. Por un ventanal alto entraba un poco de luz diurna para ayudar al opaco resplandor de una moribunda bombilla.

—¿Qué hora es? —le preguntó.

—Las seis de la tarde.

—¿Qué hacemos aquí?

—Se te informará a su debido tiempo.

—Al niño debe verle un médico.

—Te aguantas hasta que te llamen.

La vergüenza, la frustración y la incomprensión la ahogaban. Hizo un esfuerzo y puso su mirada en imágenes interiores. El tiempo fue pasando y nadie apareció. Horas más tarde entró otro agente, que la ordenó seguirle. Por un desnudo pasillo apenas iluminado, fueron a una salita en la que había un mostrador. Tras él estaban un policía uniformado, sentado frente a una máquina de escribir, y un hombre de pie con un traje gris, ceñido como la funda de un paraguas. Ambos fumaban y el humo flotaba como algo sólido. El de paisano observó a Rosa fijamente durante un largo rato sin que ella arredrara su mirada. Tenía el pelo muy negro, peinado liso hacia atrás, con reflejos de brillantina. Era delgado, con aspecto de tísico, de media estatura y llevaba un bigotito fino y cuidado. A Rosa le recordó a los falangistas pandilleros de las algaradas previas al estallido civil. Tosía a intervalos, como si fuera un tic. En la pared, Franco la miraba desde una fotografía en sepia, mientras que José Antonio disimulaba en blanco y negro mirando hacia su derecha.

—¿Sabes lo que has hecho? —El hombre apuntó la boca hacia arriba y exhaló un chorro de humo que se elevó recto hacia el techo como si quisiera clavarse en él. Mantenía el cigarrillo como si fuera una jeringuilla.

—Defender a mis hijos.

—Has agredido a un agente de la autoridad. Eso es un delito.

—¿Autoridad? ¿Qué autoridad es esa que consiste en golpear a mujeres y niños?

—Estamos para mantener el orden. Lo alteraste.

—Sólo estaba ganándome la vida honradamente, sin meterme con nadie. Esa banda es la que organizó el escándalo. Parece que la policía lo consiente.

—No mejoras tu situación haciendo esas acusaciones —matizó el oficial, mirándola. Realmente no le era fácil quitarle los ojos de encima. No era frecuente ver a una mujer tan notablemente hermosa todos los días. Miró su vestido simple y su ajado jersey, que no conciliaban con su altiva presencia. Le pidió el nombre y otros datos, que el uniformado transmitió al papel. En él Rosa vertió su versión de los hechos. Después le hicieron firmar. Ella dijo:

Other books

Ocean: The Sea Warriors by Brian Herbert, Jan Herbert
Christian Mingle by Louisa Bacio
Prisoner by Megan Derr
His Royal Prize by Katherine Garbera
Love's First Bloom by Delia Parr
Dafne desvanecida by José Carlos Somoza
Her Baby Dreams by Clopton, Debra
Garden of Lies by Amanda Quick