El tiempo escondido (56 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—Yo no sembré nada en tu vida.

—Ahora sé que alguien lo hizo hace ochenta años.

En la cafetería, la mujer me vio entrar.

—¿Eres tú? ¿Qué te ha pasado? Su rostro expresaba preocupación y sorpresa.

—Me di contra un árbol.

Enarcó una ceja y sonrió.

—Encontraste a los herederos, pero no les gustó el testamento.

—Sabes cómo son estas cosas. Algunos no están de acuerdo con la decisión del testador y la pagan con el emisario.

—¿Quién es esa familia?

—Secreto profesional. Pero te agradeceré unos datos —mentí—, ajenos al asunto que me trajo aquí. Pernocto en el hotel Verdes. Está muy bien, me gusta. ¿Sabes quién es el dueño?

—Pertenece a una cadena de establecimientos hoteleros. Llevan varios años por la zona. Están comprando caserones antiguos, palacios, conventos, cuarteles y los restauran, transformándolos en hoteles y refugios. Algo similar a la cadena Paradores, pero sólo en Asturias. El hotel Verdes es el único moderno de la cadena. Tienen también residencias para mayores y adultos. Hay una cerca de aquí, al pie del Cuera, hacia Ribadedeva, que dicen es una maravilla, con las mejores atenciones médicas. Parece que el grupo financiero que promueve esta iniciativa procede de Argentina.

La miré tan fijamente que ella se sonrojó.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Nunca estuve tan bien, a pesar de mis heridas. Pero tengo una duda. En el listado que el Principado distribuye de residencias para mayores, no aparece ninguna por donde dices. Hay una en Posada y otra en Llanes.

—Claro. No viene como residencia de ancianos, sino como centro médico, porque realmente es un establecimiento médico. No sólo hay ancianos, también hay gente de edad media, incluso jóvenes. Allí van ejecutivos a relajarse y poner el cuerpo al día. No hay niños ni adolescentes.

Me incliné y la besé en una mejilla.

—¿Cómo agradecerte tu paciencia con este peregrino?

—Ponte bien. Cúrate el rostro y vuelve para decirme si encontraste tu sueño.

25 de mayo de 1942

El sol y la luna quieren

que nunca nos separemos.

Nunca. Pero el tiempo.

¿Y de qué está el tiempo hecho

si no de soles y lunas?

Pero el tiempo… Nunca.

M
IGUEL
H
ERNÁNDEZ

Él había sentido el golpe tremendo en su boca y en su frente y había notado que algo se le había roto. A pesar del impacto, que le sumergió profundamente en la poza de agua turbia, no perdió el sentido. Próximo al llanto, no por el dolor, sino por la desdicha que llevaría a su abnegada madre, manoteó para salir a la superficie entre remolinos, burbujas de aire y cuerpos de otros. Pero sus fuerzas flaqueaban a medida que los pies ajenos le impedían los movimientos. Con el peso de una culpa infinita notó que se hundía más y más en las oscuras aguas. Próximo a la rendición, sintió unas fuertes manos. Era uno de los mayores sacándolo de un tirón de un destino que no hubiera sido justo. Ya arriba, vomitó y expulsó el agua, rodeado de rostros desconocidos y gritos insonoros, notando el sabor a sangre y pequeñas partículas en su boca. Sólo pensaba en sus zapatillas con puntas de cuero recién estrenadas, que había llevado sujetas a la cintura. Miró sobre el pozo de agua a través de un velo de sangre y de los chavales que se interesaban por su estado. Chicos en calzoncillos y algunos, menores, desnudos. Con urgencia apartó los cuerpos, buscando, medio cegado. Allá, rebotando sobre las piedras del lecho del agónico río Manzanares, sus zapatillas, como seres vivos, le llamaban mientras se alejaban desamparadas hacia la memoria sin olvido. Luego, soportando una congoja infinita en su ya larga vida de seis años de penurias, se dejó llevar por los amigos del baño a la Casa de Socorro del edificio de El Reloj, en el matadero. Había más de medio kilómetro, que hicieron andando, él descalzo y con la raída camiseta envolviendo su cabeza para detener la sangre de su ojo, en aquel atardecer de verano tempranero y sol declinante.

Como la mayor parte de los niños, él se escapaba de casa para jugar. La calle era su vida como el espacio para los pájaros. Sus juegos tenían cuatro escenarios de aventuras como puntos cardinales irresistibles: el Matadero Municipal, fuente inagotable de temeridades, con sus naves inacabables y el ganado numeroso y variado; el mundo del ferrocarril, cuyas vías cruzaban en superficie desde la estación del Norte hasta la de Atocha y que les proporcionaba viajes gratis en los trenes de mercancías, a los que subían y bajaban arriesgadamente en marcha creyéndose vaqueros e indios en un remedo del viejo Oeste americano; el campo natural inmenso donde practicaban el salvajismo con los insectos y las aves, de acuerdo con la conciencia imperante que propugnaba acabar con todo bicho viviente, y, en los meses cálidos, el río Manzanares, que permitía soñar con paisajes y tierras encantadas más allá de lo que podía alcanzarse con la mirada. Las márgenes del río, desde el puente de Segovia hasta el de la Princesa, habían sido canalizadas por vez primera de acuerdo con un diseño pensado para las personas, cercano al ideal de unas riberas naturales que permitieran a la gente acercarse a las orillas y tocar las aguas. La canalización consistía en unos muros de piedra de poca altura que impedían los desbordamientos posibles, situados en ambas márgenes a lo largo del curso de la corriente. Desde ellos había una franja en declive de unos veinte metros bajando hasta los bordes del río. Al atardecer de los fines de semana, en los meses caniculares, multitud de familias llegaban con sus botijos, botas de vino y capachos con comida, y se instalaban sobre esas suaves rampas cubiertas de verdor, acomodándose en mantas y ocupando el espacio hasta donde alcanzaba la vista. Por regla general, comían tortillas, pimientos fritos, ensaladas, sardinas fritas y pan. Pocos filetes de carne adornaban el menú. Los mayores charlaban animadamente y los niños jugaban. Antes del ágape, en pequeños remansos, sobre todo cerca del puentecito de madera, las mujeres se remojaban levantándose las faldas hasta las pantorrillas, mientras que los hombres se bañaban en calzones y los niños en calzoncillos. En ocasiones él había ido con su madre y hermanos, acompañados por la señora María, su marido y sus hijos. También, a veces, les habían acompañado la señora Gracia, su madre y Luís, ese hijo tan rubio y tan callado. Era agradable jugar, bañarse con las primeras sombras y divertirse, antes de cenar los parcos alimentos para tumbarse luego en la manta, soñando aventuras con esos amigos gigantes de su madre que ya se habían ido lejos, mientras contemplaba las miríadas de estrellas en noches sin lunas. Le habían contado que esas luces celestes eran almas de los que se fueron para no volver. Había una más grande que las otras. Era el Lucero, el jefe del cielo. Su madre le había dicho que ahí estaba su padre. Hablaba con él y luego empezaba a contar las estrellas antes de quedarse dormido en la oscuridad, arrullado por el sonido del agua, único ruido que poblaba el confín en ausencia de coches y aparatos de radio.

A diario y bajo el calor, y sin la vigilancia de los padres, los niños golfeaban en un trecho de la melancólica corriente, disputando juegos, pescando, cruzando las aguas a nado o saltando sobre los cantos redondeados por el fluir de las aguas y de los siglos. En los pozos dejados por las extracciones de arena aprendieron a nadar algunas generaciones de chavales. Los más anchos y profundos estaban al final del paseo del Canal, en una zona denominada El Embarcadero porque en tiempos el río formaba una laguna y la gente paseaba en barca como en el estanque de El Retiro. Ahora las aguas se habían retirado hasta la corriente principal y el lugar había dejado de ser navegable. Quedaban los pozos, donde se bañaban los hombres jóvenes y niños, ninguna mujer, las cuales se remojaban en otros tramos del río. Un puentecito de madera situado entre el muro norte del matadero y la parte sur del parque de la Arganzuela servía para que las personas cruzaran al otro lado del río al no existir ningún otro puente entre el de Toledo y el de la Princesa. El otro lado no era Madrid, propiamente dicho, sino los Carabancheles y Usera, barrios aledaños. Desde el muro oeste no había casas ni verdor. Sólo tierra hasta llegar a una línea de miserables casas acompañando a la calle de Antonio López por donde pasaban estruendosos tranvías. Más hacia el norte, mirando desde el parque, el verdor nacía desde el muro y subía hasta los cementerios de San Justo y San Isidro, sin casas que los enmascarasen, perdiéndose en un frondoso laberinto de espesura y arbolado. Entre ambos bordes, las deficitarias aguas bajaban semilimpias, porque el río recogía los desagües de la ciudad y diluía las aguas negras. A veces flotaban animales muertos, tremendamente hinchados, así como parte de los desperdicios de la gran población incluyendo maderas, trapos y objetos diversos desechables. Las aguas permitían ver los peces y el fondo en las represas y lugares de escasa profundidad, pero no en los pozos de gran hondura. No era el mejor de los lugares para correr aventuras, porque algunos niños morían ahogados o infectados, para caer en tifus y paratíficas, pero no había otra forma de atenuar el agobio del estío para aquella chiquillería.

En la Casa de Socorro le restañaron la sangre y le examinaron. Tenía un corte limpio entre la ceja izquierda y el párpado. Más abajo, el golpe le habría dejado tuerto. Le cosieron la raja con unas lañas de metal y le vendaron la frente tapándole el ojo dañado. Lo de la boca era más grave. Tenía el labio y los dientes de arriba partidos, formando un triángulo de negrura en su boca. Para el corte del labio el remedio fue otra línea de puntos metálicos. Para los nervios al aire, la Casa de Socorro no tenía remedios. Caminó hacia su casa custodiado por sus amigos, que le informaron de que el golpe lo recibió de un mayor. Al no ver a nadie en el pozo por la negrura del agua, había saltado sin pensar que alguien estaba abajo buceando.

Incluso a tan temprana edad él captaba que en su casa no se vivía como en la mayoría de las otras. Sin padre, sin muebles, sin cosas. Y, a hurtadillas, la contemplación de su madre apostada en ocasiones en la ventana de la cocina mirando fijamente a los paisajes que, más tarde comprendió, no eran los que estaban delante de sus ojos. Por eso su aflicción cuando ella abrió la puerta y contempló su rota figura. Los amigos se atropellaron para explicar lo ocurrido. Él, sobreponiéndose, había dicho:

—Las zapatillas… Se han perdido… Se las llevó el río…

Y con su único ojo sano había visto caer dos inmensas lágrimas de los ojos admirados. Ella le había abrazado y le había hecho enjuagues de vinagre. Y durante toda la noche habían intentado mitigar su mutuo desconsuelo. A la mañana siguiente fueron al médico de cabecera de la señora María, en la calle de Alicante, acompañados por ella. Él llevaba las zapatillas viejas y rotas, que milagrosamente su madre no había tirado. El médico le curó y le dio un pase para un dentista, en otra consulta vespertina. Mientras, él no había podido casi comer, porque hasta el aire al respirar producía dolor en sus desguarnecidos nervios. El dentista mató esos nervios y calmó sus dolores. Después, con una maquinita eléctrica, le eliminó los filos que las roturas habían dejado en sus dientes, como pequeñas cuchillas, para evitar que le siguieran rajando el interior del labio. Le hizo unas radiografías y les dijo que volvieran al día siguiente. Volvieron. Uno de los dientes se había astillado en toda su longitud, alcanzando el fondo de la raíz dentro de la encía. Había que quitar el diente y operar, porque la raíz se había dañado y se estaba produciendo una fístula. Podría conservar el diente, pero era imprescindible hacer la operación. El costo económico era insalvable. El dentista sugirió a su madre que fueran a la cátedra de Estomatología, en la Ciudad Universitaria, donde se realizaban experiencias y pruebas para las enseñanzas de los alumnos. Quizá podrían hacerle gratis la operación, sirviendo como cobaya. Y dio comienzo un calvario de meses, porque no era un tema prioritario para los cirujanos. Pasaron días hasta que consintieron en escuchar su solicitud. Eran hombres imponentes, graves, con trajes de verdad y encorbatados. No había hombres así en su barrio. Le imponían un temor indescriptible con sus rostros serios, sus gestos ceñudos y sus caros vestidos. Más tarde supo que, salvo el profesor, los demás eran estudiantes de algo más de veinte años, aunque a él todos le parecieran muy mayores. El profesor tenía cara adusta y unas gafas con redondeles, en cuyo fondo se veían unos ojos muy pequeños. Le hizo sentarse en uno de esos sillones altos y negros y examinó su lesión, levantándole el labio sin miramientos, mientras que los jóvenes que le rodeaban miraban y seguían sus explicaciones. Luego les dijo que volvieran otro día. Y volvieron muchas, incontables veces. Casi siempre iban andando desde casa. Cuando él se cansaba su madre le cargaba a cuestas. A veces, cuando la lluvia inundaba las calles, iban en metro, que le entusiasmaba y donde le hubiera gustado estar mucho viajando de acá para allá y ser como el hombre que, guarecido en una especie de jaula, accionaba un mando para abrir y cerrar las puertas de los vagones. Caminaban hasta Embajadores y se apeaban en Arguelles, donde se terminaban las casas de la ciudad y se abría un campo sin fin, con una carretera que llevaba, en una lejanía misteriosa, a Asturias, la mágica tierra. Desde Arguelles iban andando hasta la Ciudad Universitaria pasando por la Moncloa, una plaza muy ancha, descarnada de casas, donde se estaba construyendo, en el solar que antes ocupaba una cárcel llamada Modelo, un gigantesco edificio para el Ejército del Aire. Más allá, veía pasar un tranvía sobre un puentecito, a la derecha, donde profesores, estudiantes y empleados de la Ciudad Universitaria se desplazaban. Le hubiera gustado montar en él alguna vez porque, además, le llamaban
Pepe
, como si fuera una persona, algo que nunca nadie pudo explicarle. Llegaban al bloque de Estomatología, cerca del cual otros pabellones cercanos mostraban sus fachadas e interiores destruidos entre escombros y vertederos. Les decían que esperasen fuera. Paseaban por los campos anejos cogidos de la mano destacando entre los bien vestidos estudiantes, todos con sus semblantes exentos de racionamientos, hombres en su casi totalidad, con los que se cruzaban y que les miraban por lo que él creía la imagen diferenciada que presentaban, aunque posteriormente se dio cuenta de que a quien miraban realmente era a su madre. A él le fascinaban los zapatos que ellos llevaban, nuevos, lustrosos, caros; algo que pocas veces se veía en las personas de su barriada. Pasado un largo rato, entraban de nuevo y esperaban, hasta que salía uno de los estudiantes para, con simpatía y ensayando excusas, decirle a su madre que volvieran otro día. Corrieron las semanas y un día les dijeron que no volvieran hasta pasado el verano, porque las clases habían terminado con el final de curso. Los meses transcurrieron y vieron dibujarse los ciclos del tiempo, los vientos y los soles. Llegaron las oscuras y monótonas lluvias, que embarraron las aceras, los calcañares y las casas; luego las nieves, que escondieron el campo bajo un manto blanco del que los niños capturaban bolas para proseguir sus juegos. Con la nieve, él se llenaba de preguntas y de asombros. Trataba de ver de dónde venían esos trochos de algodón que caían lánguidamente y que saturaban el aire como un misterioso, inmenso e inacabable bosque móvil y albo, que difuminaba los perfiles de las casas y borraba todos los horizontes. Más tarde, vinieron más lluvias, pero ésas eran claras y estaban pintadas de sol. Y un día el campo se llenó de color, el aire de zumbidos y el espacio de trinos. Y en todo ese tiempo sus heridas de ceja y labio habían curado y unas cicatrices mostrarían para siempre las huellas que también permanecerían en su mente. A él se le formaba una bolsita de pus en lo alto de la encía, donde nace el labio, que los médicos enseñaron a su madre cómo reventarla con un alfiler desinfectado, operación que hacía cada semana. Conocieron estudiantes nuevos que habían llegado en otoño, reemplazando a otros conocidos que ya no volverían a ver, porque habían terminado sus estudios. Pero continuaba el mismo profesor sin cambios en su rostro amedrentador. Un día apareció un hombre de edad media que les miró con gran interés cuando ellos esperaban sentados en el incómodo banco de madera. Entró en la sala, de donde, un rato después, salió un estudiante para mandarles pasar. Se enteraron entonces de que el hombre desconocido era el nuevo catedrático, llegado en sustitución del adusto. Sin dejar de mirar a su madre, requirió información y luego, en una salita adyacente, le hizo sentarse en uno de los tenebrosos sillones y le examinó.

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