El tiempo escondido (58 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—Bueno, nos referimos a pérdida de memoria ocasional.

—Dime, ¿hay ancianos?

Me miró un tanto extrañada.

—Claro que sí. ¿Por qué hace esa pregunta?

—No mencionaste Geriatría.

—Es que en realidad esto no es una residencia geriátrica. Por eso, cuando hablo con un visitante joven, se me olvida decir que más de la mitad de nuestros residentes son ancianos.

—¿Cómo de ancianos?

—¿Es usted de esos a quienes estorban los viejos?

—No, de ninguna manera. Sólo es una pregunta.

—Los hay con más de cien años, aunque no lo parecen, porque aquí son felices en verdad. Y usted sabe que estar feliz prolonga la juventud. ¿Y sabe por qué están felices? Por el sistema establecido en este centro, la idea matriz. Lo peor para un anciano es meterle con otros ancianos. Ellos miran y sólo ven viejos. Se ven excluidos del mundo, como zapatos usados. Aquí ven gente joven, incluso más jóvenes que usted. Muchos de los residentes mayores han sido ejecutivos, directores, creadores, enseñantes. Y, al mezclarse con gente como ellos fueron, creen estar todavía en la misma sociedad activa que abandonaron por imperativo de la edad. Aquí no hay pabellones separados para viejos y jóvenes. En una habitación puede haber un hombre de treinta años y en la colindante un matrimonio de ochenta años. Como en un hotel.

—Me dejas estupefacto. Son ideas para exportar. ¿Por qué no las divulgáis?

—No nos dedicamos a la publicidad. Hacemos nuestro trabajo. Simplemente.

—Supongo que no todos los ancianos pueden pagar sus tarifas.

—No todos, evidentemente. Pero a nivel de mercado, le diré que lo que paga un residente anciano aquí es mucho menor de lo que paga un residente joven, porque sus tratamientos son diferentes y su estancia en tiempo también es diferente. Hay muchas residencias geriátricas en el Principado y en España, mucho más caras que este centro y los servicios que ofrecen son infinitamente menores y de otra calidad que los que aquí damos.

—Significa…

—Que nunca hay plazas libres para ancianos, salvo, claro, por fallecimiento.

—Estoy apabullado —dije, moviendo las manos como si fuera de Tembleque.

Sonrió, me dio una fecha para el ingreso y, tras unas anotaciones, se levantó. La consulta había terminado, pero para mí empezaba la labor. Moviendo el gesto como si hubiera perdido un billete de lotería premiado, le pedí echar un vistazo a las instalaciones y a los jardines. No hizo oposición. Tocó un timbre y apareció una enfermera rutilante.

—Le acompañará y le mostrará nuestro centro. Esperamos que le guste. Y muchas gracias por confiarnos su recuperación.

La enfermera parecía más una experta en relaciones interpersonales que una profesional del gremio. Sencillamente encantadora. Me enseñó las salas de consultas, las piscinas de invierno y verano, piscinas para ejercicios fisioterapéuticos, los dos bien acondicionados gimnasios, las pistas de tenis y baloncesto, los comedores, cafeterías, salas de juegos de mesa. También la biblioteca, las salas de lectura. En todos los sitios mencionados había gente cultivando sus aficiones. Nos cruzamos con enfermeras o ayudantes llevando residentes jóvenes y ancianos en sillas de ruedas. No es un sitio frío e impersonal. Había una atmósfera como festiva dentro de la quietud general reinante. Las habitaciones son para una o dos personas. En todos los casos los grandes cuartos de baño tienen pisos antideslizantes y agarraderos múltiples en duchas e inodoros. No hay bañeras. Los aparatos de televisión son de pantalla grande. Salimos a los jardines. No hay pistas de tierra. La gente andaba sobre la grama en caminos invisibles. Se veían vehículos de motor, abiertos, para el traslado de personas indispuestas, como los que se usan para los futbolistas en los campos de juego. Los jardines daban la impresión de infinitos por su vastedad. A un lado, al fondo, la joven señaló el campo de golf de dimensión media. En un estanque con surtidores se movían patos y cisnes. Aunque había bastante gente paseando o sentada en los bancos, las dimensiones del terreno hacían parecerlo poco habitado. No había más ruidos que el de los trinos de los pájaros que se movían por los árboles. El sol había acentuado su presencia y era de esperar que, al ser el puente del 1 de mayo, hubiera incremento de visitantes. Eso me comentó mi anfitriona sin dejar de sonreír.

—Me dijeron que hay gente de varias nacionalidades.

—Sí, de muchas partes de Europa. Y también iberoamericanos.

—¿Argentinos?

—Sí, por supuesto. No olvide que los dueños son argentinos.

—Me gustaría saludar a algunos. Mi abuelo, ¿sabes?, era de allá.

—Le señalaré algunos cuando los veamos.

Caminábamos tranquilamente, sin que yo mostrara especial atención por nadie, aunque no perdía detalle.

—Mire, allí hay varios argentinos.

Me señaló un grupo de ocho hombres que jugaban a los bolos asturianos. Estaban a unos cien metros. Nos acercamos lentamente. Me fijé bien en ellos. Eran mayores y se movían con tranquilidad, aunque con cierta agilidad a pesar de la edad que algunos exhibían. Había dos que destacaban de los demás por su altura. Uno de ellos cargado de hombros, delgado, de estructura aún fornida. Al otro, más delgado, le faltaba un ojo. Me paré. La enfermera me miró.

—¿Podría sentarme un rato antes de saludarlos? —le dije, moviéndome como si fuera un azogue.

—Sí —señaló un banco cercano a unos treinta metros del grupo. Me aproximé y me senté entre varias personas.

—Si no hay excesiva prisa podía quedarme a descansar un rato, mientras los veo jugar. Necesito este ambiente relajador.

—¿Le parece que vuelva en media hora?

—¿Quizás una hora? No me moveré de aquí.

Asintió y la vi alejarse con todo su esplendor. Miré a los jugadores. De repente vi a uno, que al principio me había parecido estar agachado. Era un anciano de corta estatura, feo, deformado. ¿César? Le observé un rato. Participaba en el juego de forma absoluta. Por las exclamaciones de los otros parece que sus tiros acertaban siempre. Miré a los dos altos. El más fornido tenía grandes orejas y nariz protagonista, con escaso y nevado cabello. El otro, también de pelo escaso y blanco, ¿a quién se parecía? ¿A Gary Cooper en su última etapa? Todo parecía hilvanarse. «Los dos largos y el enano feo», que dijo Agapito. Los tres mosqueteros. Si eran ellos, y no parecía haber dudas al respecto, sus funerales fueron un montaje, lo que implicaba ocultación de algo. Tendrían nombres y pasaportes argentinos, falsos. ¿Y dónde iban a estar mejor que en ese centro especial participado por la familia de Rosa, con tantos cuidados médicos y medios de distracción a su alcance? Ello significaba que la misma Rosa vivía aquí. ¿Y la casona? Posiblemente de uno de sus hijos. Los hombres jugaban ajenos a mi observación interesada. Allí estaban, finalmente. Testimonios de las convulsiones de un siglo de España que terminaba y posible ejemplo de una historia de amor y amistad infrecuente. Pero había dos muertos por medio. Con mi informe, Vega iría al juez, quien mandaría a la policía para poner todo patas arriba. Sería imposible encontrar pruebas válidas para el magistrado. Sólo satisfacción parcial para José Vega y una ganancia económica para mí. ¿Y para ellos? Ahora tenían noventa y cuatro años. ¿Qué había dicho Rosa nieta? «Pasaron infiernos en su juventud. No conviertas sus últimos años en otros infiernos». ¿Y la doctora? «Aquí la gente es feliz».

—¿Eres residente nuevo?

Me volví. Sentado a mi izquierda, un hombre de unos treinta y tantos, moreno, de ojos brillantes, con un libro en su mano izquierda. Tenía junto a él dos bolsitas de plástico abiertas. Con la mano derecha sacaba pipas de girasol de una bolsa, las llevaba a su boca y ponía luego las cáscaras en la otra bolsita en un ejercicio limpio y metódico.

—No, todavía. Me instalo dentro de quince días.

—Aquí se está muy bien. Yo voy por la segunda semana. Esto es lo más parecido al paraíso.

—¿Cuál es o era tu afección?

—Un lunes llegué a la oficina y encontré una mosca revoloteando. Estuve tras ella hasta que la cacé y la maté. El resto de la semana estuve cazando más moscas.

—¿Cuántas mataste?

—Sólo una. La del lunes. No había más moscas.

—¿Y eso lo curan aquí? —dije, tras mirarle un rato con atención.

—Ya lo creo. Garantía absoluta. Y cosas más graves. Tengo un compañero, lector impenitente, que un día le dio por leerse la
Biblia Políglota Complutense
, la de Cisneros, edición facsímil, en sus tres lenguas: hebreo, latín y griego, y…

—Eso no tiene nada de raro, si se conocen los idiomas. Hay gente que lee cosas mucho peores.

—Ahí está. Él no tiene pajolera idea de esas lenguas. Sólo sabe español.

Sostuve su mirada. Continuó.

—Como no entendía los textos, todo el día estaba con ansia. Lo mandaron para acá. Estuvo un mes y quedó de puta madre. Y tú, ¿cuál es tu pirez?

Percibí un ligerísimo tonillo humorístico en su boca de labios finos. No sabía si me estaba tomando el pelo o si realmente me decía la verdad.

—Desconcierto mental pasajero —señalé.

—¿Qué es eso?

—Un ejemplo: estás sentado en la taza del váter y de repente no sabes si tienes que empezar la faena o la has terminado ya. Tienes que estarte el resto de la mañana sentado en el trono para averiguarlo.

—Joder. Eso sí que es un problema. Y muy aburrido.

—No, si has tenido la precaución de llevar un libro de álgebra y trigonometría para entretenerte mientras llega la comprobación.

Giré la mirada hacia un grupo que se acercaba despaciosamente a los jugadores. Reconocí a Susana Teverga y a su hija. También estaban Rosa Regalado y un hombre alto, con poblada barba, que debía de ser su marido. En el centro del corrillo, una mujer con luz propia: Rosa Muniellos. Noté un frío desquiciante recorrerme el cuerpo.

—Me llamo Andrés Pérez Irazusta y vengo de Bilbao. ¿Y tú? —machacaba el otro.

—David Calvo Cifuentes. De Cuenca.

—Joder, ¿hasta allí ha llegado el piramiento?

Procuraba mirar de reojo a los grupos, ahora uno solo. Mi compañero de asiento empezó a contarme sus cuitas, lo que favorecía mi camuflaje. Hasta que llegó la enfermera. Para entonces había tenido tiempo de verlos a todos charlar y reír. No había duda de que una aureola de felicidad les envolvía. A pesar de la cháchara había podido reflexionar. Algo estaba vacilando en mis convicciones.

—¿Ya está mejor? —dijo la joven.

Rosa Regalado se volvió a mirarla descuidadamente y de forma distraída sus ojos me alcanzaron. Quedó quieta unos instantes. Luego avanzó la cabeza para escudriñar mejor mi cara. Sus ojos se desmesuraron. Habló apresuradamente con los demás, que se volvieron a mirarme. Noté como un puente eléctrico cuando los ojos de Rosa Muniellos se engancharon a los míos. De repente todo desapareció, gentes y paisajes, como cuando desciende la niebla cerrada, quedando sólo esa mirada viva y suplicada. Sentí el triunfo de la perfección, la inmortalidad de la Belleza. Segundos. Toda una vida. Pero Rosa Regalado y el hombre barbado venían hacia mí decididamente, interponiendo sus cuerpos y trayendo la realidad ausentada. Ladeé la cabeza y vi a Rosa Muniellos, Susana e hija iniciando la andadura hacia los pabellones.

Había estado rastreando a Rosa sólo para que me condujera a Manín y a Pedrín. ¿Sólo? Ahora los tenía allí, a mi alcance. Ellos me estaban mirando, por detrás de los cada vez más cercanos Rosa Regalado y compañero. Los ancianos podrían asegurarme la conclusión del caso. ¿Por qué entonces clamaba en mí el deseo de abordar a Rosa sobre el deber profesional de ir hacia los hombres? ¿Por qué ese anhelo insoportable de navegar en sus ojos y buscar en ellos ese mundo que, según sus amigos, no era de este mundo? No pude sostener la fuerza invisible que me dominaba. Me puse en pie y crucé hacia la mujer, que escapaba lentamente ¡como el vuelo de una mariposa!. Pero Rosa Regalado y su compañero fueron más rápidos y bloquearon mi paso. Me detuve, consciente de que era una ocasión sin retorno.

—¿Cómo ha entrado aquí este hombre? —preguntó Rosa a la estupefacta enfermera—. Llama ahora mismo a seguridad. No se acepta su presencia en este centro. —Se volvió hacia mí, los ojos relampagueantes—. No es usted tan malo en su oficio. Pero no llegará más lejos.

—También yo me alegro de verte. Tu marido, supongo —señalé hacia él, sintiendo el vacío de ver a Rosa Muniellos distanciándose, desvaneciéndose como el arco iris cuando se oculta el sol en tardes de lluvia.

Era un hombre joven y bien construido, alto de estatura y bien armado de remos. Se adelantó hacia mí y me agarró por un brazo con fuerza.

—Te vas ahora mismo —dijo.

Estaba harto de amenazas y malos modales. Lo volteé, arrojándolo sobre la hierba, procurando que aterrizara sin mucha desconsideración. Allí quedó, intentando recuperar el raciocinio temporalmente perdido.

—¡Genial! —dijo Andrés Pérez Irazusta.

Miré hacia los pabellones. Rosa Muniellos y las otras mujeres ya estaban lejos. Pasé junto a la boquiabierta Rosa Regalado y me dirigí a los hombres que buscaba. Pero ya estaban allí, interponiéndose, dos fornidos cuidadores con caras de querer demostrar su capacitación para el cometido exigido. Me detuve y miré a los viejos amigos. Permanecían encalmados, vigilándome, a menos de seis metros. Tan cerca y tan lejos. Había llegado hasta esas leyendas vivientes pero todo parecía indicar que era lo más cerca que podría estar de ellos. Estaba mosqueado pero no quería producir más bulla. Ellos me miraban de frente, sin insolencia, sus manos ocupadas con las bolas. El tiempo no había hecho estropicio en sus rostros. El del ojo ausente estaba muy delgado. Pero el brazo que sujetaba la bola no temblaba y mostraba nervios aún acerados. El compañero lucía barbita recortada y sus ojos eran dos rayas aprisionando el color de sus iris. En ese momento uno de los vigilantes me puso la mano en un hombro. No debió haberlo hecho. Le hice girar en el aire y lo lancé estrepitosamente al suelo, donde quedó aturdido. El otro tenía la boca abierta. Aceptó constituirse en mero espectador al ver mi gesto.

—¡Fantástico! —señaló Andrés.

Me volví a mis perseguidos. No se habían movido. Rosa Regalado se puso delante de mí.

—Por favor, no.

Contemplé la súplica en sus ojos. En ellos estaban todas las razones del mundo para que no interpelara a los ancianos. Descubrí allí también los ojos de Rosa nieta y los de la Rosa Muniellos de la foto. Todos los ojos invencibles para llenarme de dudas y desazón, todas las emociones conturbadoras reiteradamente presentidas. Fueron unos largos momentos de intercambios mentales mientras se hacían corrillos a nuestro alrededor. ¿Qué me estaba pasando? Miraba esos ojos inevitables, de los que surgieron, avasalladoras, dos lágrimas grandes como gotas de deshielo.

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