Eran las once cuarenta de la mañana. Volví a la espesura y me dispuse a esperar el retorno del Mondeo. Pasaron los minutos y luego las horas. El tiempo cambió a plomizo y mostró su generosidad con una lluvia intensa y sostenida que me obligó a esforzarme en la guardia. Algunos coches pasaron bordeando el camino exterior de la verja, seguramente a otras mansiones. Pero ninguno volvió a entrar o salir de la que yo acechaba. Las sombras empezaron a caer como si fueran lluvia de tinta. Mantuve el puesto según costumbre. Pero ni un monje budista podía ser tan esforzado. Tiempo después miré la hora en mi reloj luminoso: las 22.10. Con gran frustración, subí hasta el coche y me alejé hacia el hotel. El mismo joven estirado de la tarde anterior, al verme, me hizo una seña.
—Quedan diez minutos para el cierre del comedor. Seguramente necesitará cenar —observó, haciendo un guiño de complicidad.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué necesito cenar?
—Bueno…, pensé que…
—¿Ha venido la directora?
—Sí, vino esta tarde. Le dimos su recado.
—Bien. Y qué.
—Y qué que —dijo, pareciendo muy satisfecho de sí mismo.
Estaba claro que alguien no me tomaba en serio. Y yo con el cabreo. Reflexioné un momento poniendo las manos y la mirada sobre el granito. Luego agarré al tipo por el cuello y lo atraje por encima del mostrador. Lo arrastré hasta una fuente con surtidor situada en un lado del amplio vestíbulo, junto a una enorme pecera con rutilantes pececillos. Le metí la cabeza en el agua repetidas veces, pese a sus manotazos, hasta que pidió tregua. Desde el salón de recepción varias personas observaban la acción con gestos de asombro. El cajero salió de detrás del mostrador e hizo intención de acudir. Le miré, haciéndole un gesto con la mano. Quedó quieto. Volví a mi asunto con el cicutrino, que estaba de rodillas, tosiendo.
—Verás, capullo. He tenido un día malo. Explícame eso de que tengo que cenar.
—Yo…, verá —hipaba— dijeron…, dijeron…
—No tengo toda la noche. Qué te dijeron.
—Dijeron que usted… no había… que no había comido nada… en todo el día.
Había sido vigilado en mi vigilancia. Desde la casona. Y yo en la inopia. Le ayudé a ponerse en pie.
—Arréglate —le dije—. Estás hecho un desastre.
Subí a la habitación, cerré la puerta, apoyé la espalda contra ella y metí la llave electrónica en su receptáculo. Las luces se encendieron. De un solo vistazo observé que había cambios. Las cosas no estaban como las dejé. Miré la maletita y el bolso. Habían sido registrados. ¿Por qué? Si sabían quién era, ¿para qué registrar? Luego, bajo la ducha, empecé a relajarme. Había encontrado el eslabón. Lo comprobaría en poco tiempo. Cuando un huésped actúa como hice con el recepcionista, lo normal es recibir la presencia de alguien de dirección con la orden de desalojo. Y si no hacía caso, habría una llamada a la policía para legalizar el derecho de admisión. Si nada de eso ocurría, es que alguien tenía algo que ocultar. Me puse ropa limpia y bajé. Eran las once y cuarto. No estaba el joven agredido. En su puesto estaba el cajero mirándome aviesamente. Nadie me detuvo, ni al volver del pueblo una hora más tarde.
A la mañana siguiente, Rosa no lucía para mí su encantadora sonrisa.
—¿Qué se ha hecho de tu alegría? —pregunté.
—¿Necesita algo, señor Corazón?
—Sí. Ya sabes lo que deseo.
—No está. Le daré su recado cuando venga. ¿Quiere ver el despacho?
¿Qué iba a hacer con tan encantadora joven? Le di la llave y salí al pueblo. Desayuné en la cafetería de siempre.
—¿Encontraste lo que buscabas? —me preguntó la dueña, que atendía la barra. No estaba la camarera de labios oscuros.
—No. Debí de equivocarme de población.
—Hay muchas casonas esparcidas por estos lugares. Como sabrás, Asturias ha sido tierra de emigrantes. Ahora no emigra nadie. A miles partieron para América. Fueron muchos los que volvieron con fortunas y lo primero que hicieron fue construirse una casa, su casa. Era como una señal de identidad. El signo de su triunfo a cambio de una juventud gastada en el esfuerzo y en el ahorro.
—¿Por qué de repente noto nostalgia en tu voz?
—Siempre me han entristecido los desarraigos de esos paisanos míos, que eran casi niños cuando marcharon y volvieron, en muchos casos, justo para construir su casa y morir en su añorada tierra.
—Ellos hicieron realidad sus sueños —dije—. Tuvieron más suerte que nosotros.
Fijó en mí su mirada húmeda.
—¿Por qué dices eso?
—Porque la mayoría vivimos sueños que no son nuestros. Son los sueños de otros, globalizados, los sueños de la indiferencia y de la rutina.
—Quizá tengas razón, pero es muy duro oírte hablar así.
Quedamos ambos en el silencio un buen rato.
—¿Quiénes habitan esas mansiones? ¿Los herederos?
—Oh, no. Hay pocos palacios conservados por los descendientes. La mayoría han sido comprados por gente nueva, con dinero. Hace años estas casonas estaban abandonadas en gran parte. Algunas se desmoronaron o fueron tiradas para hacer modernos chalés. Varias de las mejores se salvaron porque las adquirieron los ayuntamientos o mecenazgos para diversas causas culturales. Pero, de repente, mucha gente volvió a mostrar interés por estas estructuras características. Y ahora no hay quien encuentre una en venta, salvo a precios desorbitados. Como habrás apreciado hay algunas nuevas del mismo estilo. Fueron construidas por quienes no encontraron ninguna original, pero querían vivir en un remedo de ellas.
—Me deprime lo que dices, porque desearía comprar una.
Me miró, captó la broma y sonrió conmigo.
—No tienes pinta de venir a un sitio tranquilo como éste. Hueles a ciudad grande.
—Me estimula haberte quitado la tristeza que te invadía.
—Está claro que sabes manejar los momentos.
—¿Crees que por aquí encontraría una buena esposa?
Su mirada mantenía la expresión divertida.
—Claro que sí. ¿Y sabes? Es una pena, porque estoy casada y feliz. Si no, se habría acabado tu búsqueda en este mismo instante.
Tenía risa cantarina y contagiosa. Reímos y con nosotros los clientes cercanos. Parecíamos una orquesta con ella de directora. Al salir, me sorprendió mi actitud festiva, que claramente había reemplazado a mi habitual gesto taciturno. ¿Sería el eslabón? ¿Sería esa tierra abusada de lluvias y menguada de soles?
Volví a los paisajes del día anterior y dejé el coche algo apartado de la casona de mi interés. Estaba
urbayando
. Bordeé el palacete caminando agazapado entre los árboles y los matorrales hasta apostarme tangencialmente al artístico portalón, en lugar distinto al del día anterior, escondido entre las frondas. Cuando, tiempo después vi abrirse la puerta y salir un Range Rover TT, apunté con mi Canon de disparos múltiples. Esta vez iba preparado. Bueno. Es un decir. Porque aunque intuí el golpe, mis ejercitados sentidos no pudieron evitarlo. Como en la estancia argentina aquella noche del rapto. Caí al suelo sintiendo un dolor insufrible en la parte baja del cráneo y una crítica interna por mi falta de cuidado. ¿Me estaba volviendo lerdo? Mis reflejos respondieron convenientemente. Giré en la yerba y vi a dos hombres jóvenes abalanzándose. Intenté con el primero lo de la patada, pero mi posición era mala y fallé. Mi pie lo golpeó en un muslo, lanzándolo al follaje. El otro ya estaba sobre mí, aplastándome con su corpachón tan duro como una armadura. Recibí un tremendo puñetazo en la boca y noté que me había reventado el labio de arriba. No me lo podía quitar de encima. Inopinadamente recordé a la señora María y lo que me había dicho sobre las moscas borriqueras, comprendiendo en ese momento y en todo su significado lo que era un agobio semejante. El tipo no me daba respiro. Con su frente golpeó la mía y un chorro de sangre le saltó a la cara procedente de mi rajada ceja izquierda. Busqué sus ojos y hundí mis pulgares en ellos. El muchacho lanzó un alarido y se cubrió con las manos. Lo aparté no sin esfuerzo. Rodé y me puse en pie, no con la suficiente rapidez. El otro dio un saltó en el aire apuntando su pie derecho hacia mí, haciéndome recordar a esos atletas que anuncian los trajes de Emidio Tucci. El apabullante golpe lo recibí antes de que hubiera podido adecuar mi defensa. Era rapidísimo. Lo miré entre lágrimas. Tenía la clásica postura de un karateca. Me hizo obsequio de otra patada en la cara, en una acción tan fulgurante que sólo sentí romperse mi nariz antes de que las sombras me envolvieran.
Primero fue como el trinar lejano de un millón de pájaros. Eran tucanes, los pájaros de mis sueños selváticos. Luego fue llegando la claridad y los pájaros se desvanecieron. Un zumbido se instaló en mis oídos antes de que el dolor en mi nariz desplazara otras sensaciones. Abrí los ojos. Me habían sentado en el suelo y mi espalda se apoyaba en un carbayón. Había luz suficiente a pesar de la suave penumbra ofrecida por la masa arbórea. Allí estaban los dos jóvenes que me agredieron, algo apartados. Uno tenía los ojos rojos y llorosos y el otro me miraba tieso y sin moverse, como si lo hubieran clavado al suelo. Aprecié que vestían trajes de corte impecable. Había un tercer hombre, más cercano a mí, alto y enjuto. Habría superado los sesenta y aunque sus cabellos habían desertado, su porte era impecable y diferenciado. Vestía un abrigo azul oscuro y unos zapatos inmaculados, a despecho del húmedo piso. Miré alrededor. Nadie más, ni casas. Había un ruido reiterado que identifiqué como olas rompiendo en una playa cercana. Analicé la posibilidad de un escape. Podía hacerme con el viejo y tenerle como escudo en el principio de un nuevo choque. Pero el aspecto de la reunión era distendido. No parecía que pudiera haber más violencia si yo no la provocaba. Querían decirme algo y yo no estaba en condiciones de llevarles la contraria con mi boca, mi ceja y mi nariz en ese estado. El hombre mayor hizo una señal y el joven hierático aproximó una banqueta plegable de lona. Con una elegancia no estudiada, el hombre se sentó frente a mí.
—Podría traer otra para mí —dije—. Me estoy empapando el trasero.
—Así está bien. A ver si se ablanda. —Su voz tenía un suave acento argentino. Me tendió un pañuelo blanco impoluto.
»Séquese —ofreció.
Cogí el pañuelo y me restañé la sangre cuidadosamente procurando que el hueso suelto de mi nariz no se enfadara. Tenía la boca hinchada y no podía abrir bien el ojo izquierdo. Contemplé al hombre, que me miraba fijamente. Tenía unos ojos tan azules que al mirarlos sentí el vértigo del vacío. Los reconocí. Dentro de ellos estaba la imagen de Rosa.
—De haber estado atento, no les hubiera resultado tan fácil.
—Lo creo. Debió haberlo estado. Es su oficio. Lo mismo le ocurrió en Argentina.
—¿Qué sabe de aquello?
—Todo. El mundo es un pañuelo. Es un asco. Ya no hay secretos.
—Sabe entonces que estas cosas me cabrean mucho.
—Los argentinos son gente confiada. Aquí no le daremos oportunidad de que se arme y nos agreda.
—Eso suena muy bien de labios de quienes atacan a traición y dan palizas gratuitas.
—¿Qué cree que está buscando realmente? —En su voz latían inflexiones de juventud—. Se lo diré. Busca problemas. ¿De qué se queja? ¿Quiere juego limpio en su profesión?
—¿Qué ocultan ustedes?
—Mire. No nos interesan ni usted ni su vida. Déjenos con la nuestra.
—Es mi trabajo. Ya sabe cómo son estas cosas. Debo cumplir. Debo saber.
—La curiosidad mató al gato. ¿Le digo lo que realmente debe saber? Que está aún vivo. Ahora podría no estarlo. ¿Y de qué le serviría haberse tomado todo este trabajo? ¿Lo capta?
—Debo entenderlo como una amenaza real.
—Ya va viendo la luz. Pero no es sólo una amenaza, que lo es. Es el deseo de que se percate de la diferencia entre usted y el que le ha contratado. Usted puede morir o quedar perniquebrado o desorejado mientras que el otro sólo pierde dinero. ¿Cree que le merece la pena?
—Dicho de esa manera parece que no hay muchas opciones.
—Bien. ¿Ve como hablando se entiende la gente?
Se levantó y me dio una mano delgada y dura, ayudándome a ponerme en pie. Era realmente alto. Le dio la silla a uno de los jóvenes. Los movimientos de los dos guardaespaldas definían la belleza de las artes marciales genuinas.
—Lo que hizo con el pobre recepcionista no estuvo bien.
—Simplemente le bajé un poco los humos. Es un descarado cotilla. Alguien debe frenar sus tendencias de reírse de los clientes.
—Tomaré nota. Bien. No queremos verle más por aquí. Seguro que hace más falta en otros lugares. Su coche está por ahí. —Señaló detrás de unos árboles—. La cámara está junto a usted.
Echaron a andar. Circulaba un leve viento que agradecí.
—¡Eh! —grité.
Se volvieron.
—Si he de morir, dígame su nombre.
—¿Por qué ha de morir?
—Sabe que seguiré indagando.
Movió la cabeza.
—Sí, me lo temía. Es de los que no escarmientan.
Se alejaron, perdiéndose entre los árboles. Me sacudí las ropas. Estaba empapado y dolorido. Encontré el coche cerca de la playa. Miré las olas e imaginé mi cadáver flotando como un tronco hinchado. Volví al hotel. Algunos clientes se apartaron al ver mi aspecto. En el mostrador, Rosa puso gesto sincero de susto al verme.
—¿Qué le ha pasado?
—¿Puedes mandarme a alguien con algo para curarme?
Subí, me quité la ropa y entré en la ducha. Me sentí relajado y, cosa curiosa, no demasiado cabreado. Dejé que el agua hidrolizase mi piel un buen rato. Sonó la puerta.
—Botiquín —la voz era de mujer.
—Salgo. Un momento.
Me sequé y me puse un pantalón chino limpio. Abrí la puerta descalzo. Allí estaba ella.
—Pidió un botiquín. —Fijó sus ojos en mi cara, bajándola luego hacia mi pecho desnudo y todavía húmedo—. Realmente lo necesita. Le curaré.
Estaba fascinado. Abrí más la puerta.
—Soy la directora. Parece que deseaba verme.
—Lo sé. Te conozco.
Enarcó una ceja, de línea fina.
—Tiene un aspecto verdaderamente lamentable.
—Estos parajes son peligrosos.
—Sólo para quienes no conocen el terreno.
—Estoy de acuerdo, ¿quieres pasar?
Entró lentamente con paso largo subida a unos zapatos de tacón de aguja. Cerré, fui al armario, saqué una camisa y me la puse.
—Siéntese —dijo, abriendo el botiquín. La dejé hacer sucumbiendo a su hechizo. Vi entonces un broche que adornaba su vestido. Lo reconocí. Una rosa de plata como la de Susana Teverga.