Pasó y anduvo hasta el ventanal, que daba a una zona ajardinada, portando su encanto irresistible.
—Lo siento —dije—. De verdad. No sabes cuánto.
—Si tan siquiera supieses la extraordinaria mujer que fue…
—Lo sé. Investigué sobre ella.
Noté el temblor de sus hombros. Deseaba ir hacia ella y abrazarla.
—Vi tres ataúdes.
Se volvió. Sus inmensos ojos estaban llenos de lágrimas pugnando por liberarse.
—Eran ellos, ¿verdad?: Manín y Pedrín —insinué.
—Sí. Cayeron como fulminados horas después, al enterarse. No quisieron dejarla sola. Y nos han dejado a todos nosotros.
—Han sido coherentes con sus anhelos.
—Pero los tres… a la vez… No sabes lo que es eso.
Dejé correr los segundos.
—¿Cómo están tus tíos, tu padre?
—Esperemos que puedan superarlo. En cuanto a mi tío, nadie quiso a una madre como él a mi abuela. Y lo demostró estando siempre a su lado. Podría contarte tanto…
Asentí con la cabeza. Me miró con tal intensidad que tuve que apoyarme en la pared.
—¿Abandonas la investigación definitivamente?
—Sí.
—Tu nariz —señaló.
—No quedó bien. Han de operarme otra vez.
Caminó hacia una silla y se sentó. La visión de sus piernas apagó las demás imágenes.
—¿Sabes ya por qué me llamaste? —dije.
—He pensado mucho en ti —volvió a mirarme con sus ojos otra vez inundados—, pero no daría resultado. Estoy llena de recuerdos.
—Intentémoslo. Construyamos nuevos recuerdos. Juntos.
—Ahora debo estar con los míos. Sólo he venido para agradecerte que hayas dejado el caso y para darte las gracias por venir al entierro.
—Me lo pediste sin palabras.
—Sí. Quise que te dieras cuenta de que trabajabas sobre cenizas. Debías ver que tus perseguidos se han ido de verdad, que ya no hay tiempo para tu trabajo. Luego, me confortó la idea de que ellos han vencido.
—Puedes afirmarlo. Me habéis vencido porque me habéis dado mucho, aparte de palizas.
Hubo un silencio prolongado. Sus ojos seguían sumergidos. Se levantó.
—Adiós, Corazón.
—Sabes que volveré. No puedo ya vivir sin ti.
—Deja que el viento se lleve mi desdicha y que vuelvan los colores blancos.
—No esperaré mucho. El tiempo nunca…
—… se detiene —culminó ella. Fue a la puerta, la abrió y salió. Me acerqué y apoyé en la madera mi frente y mis dos manos abiertas.
Estaba en el bar del hotel admirando la nave de la pequeña iglesia del antiguo convento reconvertido, y tomando un zumo, cuando se me acercó una de las recepcionistas.
—Le llaman al teléfono, señor Corazón.
Caminé hacia el mostrador. No esperaba a nadie.
—Quizás aún me recuerde —dijo una voz.
—Señora Guillen. Tengo buenos recuerdos de usted.
—Me gustaría hablarle. Quizá pueda venir.
—¿A Buenos Aires?
—¡Oh, no! Estoy aquí, en Asturias, en el Centro Médico.
—¿Cuándo?
—Hágalo pronto. Estoy ganando tiempo.
—Estaré ahí en una hora.
Puse el dedo en el llamador. La cancela corrió hacia un lado sobre el raíl, al decir quién era. Dejé el coche como la otra vez y entré en recepción. Una enfermera me hizo pasar a un amplio y luminoso salón, lleno de mesas y sillones. Me llevó a un tresillo situado ante un enorme ventanal cerrado desde el que se podía vislumbrar una gran zona de los jardines, ahora desiertos por la lluvia. Había una mesita con vasos de vidrio y botellines de agua. Eran las 14.20 y había gente sentada formando grupos. Recordé a Manín y Pedrín, con los que no había podido hablar días antes y que ya eran sólo recuerdo para unos pocos. Sin embargo, esos pocos prolongarían ese recuerdo en sus descendientes al transformarlos en leyendas, porque las leyendas nunca mueren, como no cedió nunca el amor de esos hombres especiales hacia esa mujer fundida en molde diferente. Vi llegar a Gracia apoyada en su bastón y sujetada por el otro brazo a su hijo, mientras Leandro caminaba al otro lado atento a los movimientos de la dama. Al saludarnos, los ojos de ellos no mostraron simpatía. Ella tenía la mirada lavada de llanto y el blanco de sus ojos estaba cubierto por un velo rojo. Encontré su magro porte muy agredido por la ya indisimulada edad. Cuando estuvo acomodada en un sillón, el nieto se disculpó y nos dejó.
—Le noto diferente.
—Es la nariz, supongo.
—No. Algo ha cambiado en su expresión. La joven Rosa, ¿verdad? —sus ojos diluidos se clavaron en mí con fuerza. No contesté.
—Ella me dijo que usted dejaba de presionarnos. Si no, ahora no estaríamos hablando y parte de sus dudas seguirían en su mente.
—Bien, la escucho.
—¿Lleva grabadora? —preguntó. Negué con la cabeza.
—¿Podría jurarlo? —dijo el hombre.
—Nunca juro. No la llevo.
—Le creo —dijo Gracia. Su mirada pasó de mí a sus remembranzas—. Para mi hijo esto que voy a contar es tan nuevo como para usted. Nunca se lo dije a nadie y creí que este secreto moriría conmigo. Pero usted ha traído nuevas sensaciones y he comprendido que ciertas vivencias deben ser transmitidas incluso, o precisamente, a personas tan poco recomendables como usted lo fue hasta hace poco.
Se tomó otro tiempo de silencio, posiblemente para elegir la forma de comenzar. Cuando lo hizo, su voz mostró temblores, que fueron desapareciendo a medida que exhumaba sus recuerdos.
—Iba a llevarle el pan a Rosa, como siempre. Había estado nevando varios días y todavía quedaban montones blancos sin deshacer y barrizales en las aceras de tierra. Entonces nevaba todos los inviernos. A veces la nieve era tan alta que había que hacer caminos para el paso. Él me estaba esperando y me abordó justo en la entrada ciega del taller de automovilismo del Ayuntamiento. Hacía más de un año que no le veía y mostraba el gesto serio de siempre. Sin preámbulos preguntó si yo era capaz de guardar un gran secreto. Creí que bromeaba con ese humor seco de la gente del norte. Pero su rostro era grave y poco tranquilizador. Afirmó que era un asunto de la máxima importancia y que si no mostraba decisión de jurarlo por mis seres más queridos tendría que buscar a otra persona, pero deseaba que fuera yo por varias razones coincidentes. Quise averiguar algo sobre tan comprometedor juramento. No me lo permitió. Al contrario, me lo puso más difícil. Dijo que me entregaría algo para Rosa pero que la promesa formaría parte de mi propia vida. Si no le entregaba el encargo, si me iba de la lengua, si no me llevaba a Rosa a Argentina y, lo que más hincapié hizo, si le decía a Rosa quién era él, podría haber una cadena de desastres para mucha gente buena, incluso para mi amiga y empezando por mí. Recuerdo que me aterrorizó de tal manera que me separé de él y me puse a temblar. Hablaba poco, las palabras justas. Pero era imposible no estremecerse ante tan comprometida misión. Serían las diez de la mañana de un día de marzo de 1943. La gente pasaba por nuestro lado encogida de frío y había niños jugando, de los muchos que no iban al colegio. El día era gris, pero me pareció que de repente se hacía de noche. Le dije que no me prestaría a ese juego bajo unas condiciones tan severas. Me pidió que no le tuviera miedo. No era un desconocido y no representaría ningún peligro para mí si rechazaba el encargo, pero si lo aceptaba y no cumplía con los términos del juramento se me caería el mundo encima, estuviera donde estuviese. Estaba sobrecogida, con él frente a mí, imperturbable, aprisionándome con su mirada. Dejó claro que la encomienda era muy importante para Rosa y su futuro y entendía que, si todo salía bien, por lógica sería beneficiosa para mí también. Le pregunté por qué me había elegido. Dijo que había demostrado querer a Rosa, que el haber salvado ella la vida de mi hombre significaba una deuda de gratitud que en lógica debería pagar con lealtad, y que mi viaje a Argentina abría las mejores posibilidades para que todo culminara bien. Finalmente, accedí. ¿Por qué lo hice? Por la naturaleza de sus advertencias estaba claro que no era un cometido simple y que podría verme metida en problemas que podrían arruinar mi viaje a América, cuando al fin había sido reclamada por mi hombre. Lo he pensado muchas veces. Estaba allí, parado, sin pestañear, clavándome sus terribles ojos llenos de selva. Pero era uno de los nuestros, todavía con la derrota gravitando sobre su impresionante figura. Con aspecto que hablaba todavía de las ilusiones perdidas con la guerra y de los meses gastados en prisión. Su rostro cincelado y sufrido, la nobleza trascendida de su gesto… El encargo, cualquiera que fuese, transmitía cariño por Rosa.
No podía
ser mal asunto. Acepté por eso y por una mezcla de curiosidad, por ayudar a mi amiga, por la idea sugerente de que ella
tendría
que ir conmigo a Argentina, por prestarme a un juego que él aseguraba sería beneficioso… ¡Y vaya si lo fue!
Hizo una pausa para beber agua, que echó en un vaso de uno de los botellines. Los dos hombres nos miramos.
—El encargo —continuó— parecía fácil. Consistía en darle a Rosa un talego viejo y sucio con algo voluminoso dentro. Tenía que decirle a mi amiga: «Esto es tuyo. De nadie más. Acéptalo sin preguntar. Que seas feliz». Me lo hizo repetir, porque me confundía, por los nervios, hasta que las cuatro frases quedaron grabadas. Tan grabadas que nunca he podido olvidar una sola línea. No deberíamos decir nada a nadie. «Y cuando digo nadie, es nadie». Habríamos de actuar con precaución, pero sin nerviosismo. Organizaríamos nuestra vida en América. Insistió en que Rosa nunca, ni entonces ni en el futuro, debería saber quién le daba el paquete, ni darle ninguna pista, aunque pasaran los años. «Porque nunca es nunca». Así que cogí el talego con nerviosismo y lo puse en mi capacho, casi vacío de pan. No nos dimos la mano ni nos dijimos adiós. Al llegar al portal me volví. Me había seguido. Subí, salí al pasillo. Era un primer piso. Allí estaba, abajo, mirándome como advirtiéndome. Entré en casa de Rosa demudada. Esa imagen amenazadora me persiguió hasta nuestra llegada a Argentina, para transformarse luego en estampa que venerar por el tiempo que viva. ¿Qué hubiera pasado si por cualquier causa no hubiera cumplido? Pero cumplí. Rosa notó mi excitación y temió que hubiera surgido alguna nueva desgracia ya que pocas cosas gratas se recibían entonces. Le conté lo ocurrido sin dar pista alguna del hombre. Antes me hubiera muerto, tal era el miedo que metió en mi cuerpo. Intrigada como yo, me pasó al dormitorio. Los dos niños mayores estaban en el colegio y el pequeño estaba entretenido en sus cosas. Así que cerramos con pestillo. Saqué el abultado talego del capacho. Dentro había otro, hecho con tela embreada. Todavía entonces, y a pesar del nerviosismo, no podía entender tan comprometedor juramento por el hecho de entregar un paquete. Estaba cosido. Lo abrimos con cuidado con una tijera. Cuando los billetes cayeron sobre la raída manta, casi nos desmayamos. Había tanta miseria que no era imaginable que pudiera haber tanto dinero junto. Eran billetes de Franco, de casi todos los valores, ninguna moneda. No es descriptible la impresión que recibimos. Había como una sinrazón, algo contrario a la lógica. ¿Qué hacía allí tanto dinero, cómo era posible? Nos miramos como si nos hubiéramos vuelto locas de repente. Cuando nos embargó la certeza de que aquello no era un sueño, vino el temor, el terror. ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? Entonces percibí la magnitud del juramento prestado. Comprendí la seriedad de aquel fiero hombre. No había ocasión para bromas. Guardamos el dinero y Rosa no sabía dónde poner el talego ya que no había armarios ni mesillas ni nada parecido. Finalmente lo acomodó dentro del colchón, entre la borra. Luego recité el mensaje a Rosa. Después nos sentamos sobre el colchón con un sentimiento de protección y defensa de ese tesoro. Y enseguida vinieron sus preguntas. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué le regalaba todo ese dinero? ¿Alguno de los que protegió durante la guerra y que salvó su vida gracias a su ayuda? ¿Por qué ese misterio? ¿De dónde procedía esa fortuna? Mantuve un pertinaz silencio. Desconocía las respuestas. Sólo sabía la identidad del hombre y me había sido vedado el descubrirlo. Al fin se cansó y la urgencia y el peligro nos impulsó a pensar en cosas prácticas. Fiel al consejo del benefactor, seguimos haciendo nuestra vida con normalidad, aunque hicimos cambios. Ella no hacía ya lo del carbón ni tampoco lo de la fruta. Aparte de las esporádicas ayudas de su primo y de la fruta que le daba la señora María, el dinero que entraba en esa casa lo obtenía planchando en un piso enorme y de techos altísimos que una familia ricachona tenía en la calle de Antonio Maura, frente al Retiro. Pero con esa fortuna la casa no podía quedar sola. Así que nos turnamos. Cuando ella tenía que salir yo me quedaba en la casa. Así hicimos cuando ella tuvo que hacer los trámites. No le fue fácil la obtención del pasaporte y mucho menos fácil el visado. Por si no lo sabe, en aquellos años había que pedir visado para salir de España, cualquiera que fuera el destino, que debía circunscribirse a los pocos países a que el régimen permitía ir. Rosa debía presentar su cédula personal y la certificación, como viuda, del acta de defunción de su marido, ya que una mujer casada no tenía potestad ni libertad para viajar sin autorización expresa del marido. Las dificultades se acentuaron cuando vieron que el marido había sido capitán del ejército republicano. Yo era soltera y no tuve esos problemas. Era agotador el obtener todos esos papeles. Además, todos debíamos presentar el certificado de penales y el certificado de buena conducta.
—¿Qué eran esas cosas? —inquirió Luis.
—El primero era, obviamente, para ver si habías tenido causas con la justicia, lo que en sí mismo era una maldad porque todos los republicanos ex combatientes o pertenecientes a cualquier organización de izquierdas cargaban ya con el baldón de ser penados. Y lo de buena conducta, podéis figuraros. Los concedían el cura párroco o el jefe de la casa o, en su defecto, servía la firma de dos comerciantes. Rosa no podía esperar nada del malvado jefe de casa y tampoco del párroco de la parroquia de la Beata María Ana de Jesús, porque nunca había entrado en la iglesia y no la conocían. Así que usó del panadero y del lechero, dos comercios distintos, porque en esos años los lecheros vendían sólo leche y los panaderos sólo pan, no como luego, que todo el mundo vende todo lo que puede. Finalmente consiguió los papeles gracias a que Marcelino, el asturiano amigo de Leandro, le envió también la carta de reclamación familiar y el justificante de depósito del costo del pasaje. Mi compañero tuvo que anular mi pasaje y enviarnos otros justificantes para mi madre, para mí y para Rosa en un buque posterior.