El hombre subió a un repecho procurando pisar sobre seguro y en zonas herbosas. Se agachó y miró en torno. Sólo se oía el rumor de la lluvia alfombrando la tierra. Ninguna luz se veía proveniente de las casas pues el pueblo había quedado como trescientos metros detrás. Aunque no la veía, sabía el emplazamiento de la iglesia, desviada a unos ciento cincuenta metros de donde él se encontraba. Justo en medio había una barranquera conduciendo el agua de lluvia, aunque no muy profunda. Sabía por dónde cruzarla sin riesgos. Forzó su vista hacia la curva del camino e intentó percibir cualquier movimiento. Su ojo vigilante captó una fluctuación en la distancia. Alguien venía. Bajó con sumo cuidado y se pegó al árbol. Vio venir un animal al paso con un bulto encima. Al acercarse, identificó al burro de Amador. Aun así debía estar seguro. Cuando el jumento estuvo a su altura, miró en derredor y, al no apreciar movimientos, salió de la sombra y le interceptó. El animal se detuvo y el bulto sobre él instalado cobró forma humana. La voz de Amador sonó algo cargada.
—¿Quién…? ¿Qué ocurre?
El hombre atrajo al jinete por un brazo y le dio un vigoroso puñetazo, dejándolo inconsciente. Lo agarró y sin dificultad se lo cargó en un hombro. Espantó al burro hacia el camino por donde vino, en dirección contraria al pueblo. Sabía que el burro se detendría al poco rato si no tenía a nadie que le guiara. Si fuera un caballo, iría a la casa, pero el burro es diferente. Si nadie pasaba por allí, podría quedarse quieto. Tendría que resolver antes de que alguien diera la alarma. Ayudado por el palo, bajó hacia la barranca, la cruzó e inició la subida hacia la iglesia desplazándose en diagonal. Andaba con cuidado, consciente de que un resbalón daría al traste con la operación. Amador seguía inconsciente. Su menudo peso nada tenía que ver con el del colosal José. Para él era como llevar a un niño. Divisó la parte trasera de la iglesia, alzada sobre el pedroso cimiento sobre el que se asentaba el ábside. Buscó la parte lateral que daba al barranco, subió buscando la entrada y pasó al interior. Una vez dentro repitió exactamente los movimientos de la vez anterior. Ya en el sótano, dejó a Amador en el suelo y encendió una vela. Ató al prisionero las manos a la espalda y le puso un paño negro en la cabeza cubriéndole los ojos. Se puso dos piedrecillas en la boca para disimular la voz y despertó a Amador a cachetadas. El secuestrado volvió a la consciencia y empezó a toser y a mascullar. El hombre le puso la mano sobre la boca.
—Calla. No des ni un grito.
Amador no veía y trataba de comprender su situación intentando eliminar la carga alcohólica de su cerebro. Se dio cuenta de que estaba atado. Oyó la voz rara y desconocida.
—Dime exactamente dónde guardas el dinero. Dímelo y serás libre. Si me mientes o gritas, mueres.
El prisionero notó que de golpe se despejaba su mente. Un terror imparable le poseyó.
—¿Quién…, quién eres?
—Guerrilla.
—Desátame. Mañana te daré el dinero que me pidas en el lugar…
El captor le dio un fuerte bofetón y le hizo callar.
—Dilo. Contaré hasta diez.
Al sexto ordinal, Amador dijo entre sollozos el justo lugar del granero donde estaban los ahorros. El hombre le dio la vuelta, cogió una piedra preparada para tal fin y le golpeó en la nuca. Amador murió instantáneamente. El hombre cogió el cadáver y lo puso en el hoyo, abierto esa misma tarde, sobre el fondo de tierra que tapaba el cuerpo de José Vega. Todo lo comprometedor fue al hoyo. Le registró y sacó los documentos, el reloj de bolsillo, los anillos y las monedas. Mientras cubría la fosa se complació que Amador estuviera dentro. Si no hubiera venido esa noche habría tenido que hacer el mismo trabajo con la tierra, pero sin el cuerpo, porque no hubiera podido dejar el hueco sin tapar.
Salió de la iglesia y, tras escuchar, tiró el palo lejos hacia el barranco. La lluvia seguía descendiendo sin pausa. Caminó hacia su casa y entró. Buscó su sitio de dormir y, sin ver a nadie de la familia, dejó sus prendas colgadas y se acurrucó para dormir. Al poco rato su respiración se hizo acompasada. Mucho tiempo después fue despertado por voces y golpes. Permaneció a la espera. Una lámpara se acercó.
—¿Estás aquí? —La voz era de mujer.
—Sí, ¿qué ocurre?
—Parece que Amador ha desaparecido esta noche. Como José.
—Bueno, ¿qué…?
—No somos amigos. Pero vete a ver qué pasa.
El hombre se vistió y salió. Se acercó a un grupo. Los vecinos hablaban y discutían bajo la cortina de agua, rodeados por media docena de perros.
—… como la otra vez —decía uno de ellos.
—Lo mismo. Esto es alarmante —dijo Jesús Muniellos.
—Pero joder, a lo mejor está roncando en Cangas.
—El burro no ha venido solo.
Era un razonamiento sin posible discusión.
—Distribuyámonos en grupos —dijo Jesús—. Mañana llamaremos a la Guardia Civil.
—Ha sido la guerrilla —señaló otro—. No me cabe duda. ¿Quiénes sino ellos pueden hacer una cosa así?
—No adelantemos acontecimientos. Lo que tenga que ser será.
Iniciaron la búsqueda. Eran pasadas las doce. Todos llevaban palos y faroles de aceite. Dos de ellos llevaban botes de carburo, que desprendían una luz muy viva. Cuando todos se habían alejado del pueblo, el hombre dijo a sus compañeros.
—Voy a la casa. Me duele un tobillo. Casi no puedo andar. Me lo vendaré y volveré.
Inició el retorno al pueblo. A una distancia prudencial apagó el farol. Conocía el camino y por eso había escogido ese grupo. Dando un rodeo entró al pueblo. Había luces encendidas y algunos corrillos de mujeres junto a los hórreos. Esperó agazapado. Ellas entraron en sus casas obligadas por la lluvia. Se acercó a casa de los Muniellos y buscó el establo. A un lado estaba el cobertizo, donde vislumbró al burro de Amador junto al percherón. Extremando la cautela entró al cabañal. Fue avanzando hacia el fondo, dando suaves golpes en las ancas de las vacas. Era consciente de que la mujer de Jesús o algún hijo podría aparecer y verle. Pero la suerte estaba echada. Daría alguna excusa. No podía preverlo todo. Sólo podía confiar en su audacia y en el sigilo que desplegara. Podría haber renunciado a este segundo dinero por el riesgo que entrañaba, ya que no estaba en el establo, como el de José, sino en el granero, debajo de la propia casa. Pero no hubiera sido un golpe completo. Pasó al granero y notó una presencia viva que le bloqueó. En la oscuridad se topó con
Gris
, el pastor alemán de la casa. Le acarició y él le lamió la mano. Todos los perros del pueblo eran sus amigos. Le habló al oído tranquilizándole. Luego buscó el escondrijo, palpando. Exactamente donde dijo Amador. Sacó siete botellas y las guardó cada una en talegos y luego las puso en los bolsillos interiores de su chaquetón. Volvió al establo, con el perro a su lado, poniendo el máximo cuidado. Miró por la puerta. Calmó al perro y le obligó a quedarse dentro. Con el mismo sigilo salió, pasó por debajo del hórreo y se alejó pegándose a los muros, fundiéndose luego en la negrura del campo. La lluvia porfiaba sin ánimo de rendirse. Anduvo hacia un lugar rocoso y arbolado, atibando en la distancia las luces de búsqueda. En el muro levantó en vilo una piedra grande y la puso a un lado. En el agujero estaban las otras botellas. Depositó las recién robadas con sus talegos. Las cubrió con yerbas y luego colocó en su sitio la pesada piedra. Tapó las junturas e intersticios con prolijidad, con barro y piedrecillas. Movió las rocas de los lados hasta que la semioscuridad acuosa le mostró el lienzo rocoso sin anormalidad evidente. Saltó al otro lado del muro y rodeando, como si viniera del pueblo, se acercó al primero de los grupos, tras haber prendido luz a su farol.
—¿Veis algo?
—Nada. ¿Y tú?
—No.
Tiempo después, batidos los caminos hacia los demás pueblos y los lechos de los riachuelos, los grupos volvieron a juntarse.
—Muchachos, vámonos —dijo Jesús Muniellos—. Seguiremos mañana con la Guardia Civil.
Todos volvieron lentamente bajo la lluvia interminable que caía como si volviera otra vez al mundo la inundación bíblica.
De Ventanueva a Moal el camino es curvo y asfaltado, con dosel de frondosos robles. Moal es pueblo querenciando levitar del fondo de su destino. Un tímido sol forcejeaba con desorientadas nubes. Seguí por una senda estrecha y pedregosa donde sólo puede circular un coche. Cuando dos se encuentran, uno ha de dar marcha atrás y ahuecarse entre los canchales. Es como un túnel excavado en el bosque profundo, destechándose a veces para que el visitante pueda asumir el asombro del ciclópeo paisaje. Sólo el sonido de aguas invisibles deslizándose por la izquierda matizan la soledad de sentirse en el principio del tiempo. Luego, una verja de hierro abierta y la senda se abre a un espacio despejado. Es Tablizas, puerta de la Reserva Natural Integral de Muñidlos. La edificación, casa de acogida y puesto de guardas donde se controlan los permisos que otorga la Consejería de Agricultura y Pesca del Principado, es grande y de estilo suizo. Está en un repecho y tiene un amplio porche con baranda de hierro. Dos gigantescos abetos Douglas parecen querer custodiar el lugar. Dejé el auto en una zona habilitada como aparcamiento, cerca de un puentecillo de madera. No había más coches. El verde restallaba por doquier y en el silencio de un mundo inmutable el rumor del manso río y el canto de los pájaros era una algazara gozosa.
—Busco a César.
El guarda, de mi edad, calmoso y bigotudo, de pelo negro como la antracita, me clavó unos ojos desconfiados a juego con el cabello.
—¿Qué César?
—César Fernández Sotrondio.
—¿Por qué lo busca aquí?
—Me dijeron que estaría en este lugar.
—¿Para qué lo quiere?
—Cuestiones particulares.
—¿Qué cuestiones?
—Hombre, ¿no entendiste? Particulares.
—¿Trae la autorización?
—No. Soy policía —dije, mostrando mi antiguo carnet del cuerpo, confiando en que no miraría la fecha. Enseguida cambió de actitud, volviéndose solícito.
—¿Ha hecho algo malo?
—No, para nada. Necesito una información que sólo él puede darme. Sólo eso. Ya ves qué sencillo.
—¿Quién le dijo de encontrarlo aquí?
—Haces demasiadas preguntas.
—Bueno —se azaró—, es que él no vive aquí. Está pasando unos días, autorizado por la Consejería. Fue guarda del parque hace años. Los amigos que le quedan en la dirección le consiguieron el permiso, pero eso lo sabe poca gente. Por eso le pregunté. Me extrañó.
—No veo albergues. ¿Dónde se hospeda?
—Aquí, en la casa forestal.
—¿Está habilitada para eso?
—Claro. En el piso de arriba hay una vivienda para el guarda, que se usa poco, porque los dos que estamos ahora vivimos fuera, con nuestras familias. Él la utiliza cuando viene.
—¿Es que ha venido antes?
—Sí. Estuvo en los últimos años, cuatro días cada vez. Ahora lleva dos semanas, lo que es raro.
—Es hombre muy mayor para llegarse hasta aquí.
—Le traen unos sobrinos en coches de empresas de alquiler.
Era un hombre conversador. Decidí estimularle. Saqué un billete de cinco mil pesetas y se lo ofrecí. Se lo guardó sin hacer comentarios.
—Es usted muy observador. ¿Cómo son esos sobrinos?
—Simpáticos y jóvenes. Rubios. Hablan como los sudamericanos. Son dos. Nunca entran al parque. Le dejan y regresan días más tarde a recogerle. Cada noche le telefonean. Están muy al cuidado. Dejaron un teléfono para emergencias.
—¿Cómo se alimenta en estos parajes?
—Mi compañero y yo nos ocupamos. No es problema. Come poco.
Entendí que los sobrinos les darían buenas propinas.
—¿Suele venir gente a dormir en la vivienda forestal?
—No, nadie.
—¿Por qué él está autorizado?
—No sé. Supongo que recordarán el buen trabajo que hizo aquí. Según parece no hubo otro como él.
—¿Qué es lo que oíste hablar de él?
—Fue, muchos años atrás, rastreador y guía de cazadores. Después, ya de guarda, esas mañas las empleó para sorprender furtivos, proteger los cantaderos de los urogallos, controlar las familias de osos. Según dicen, detectaba los incendios como si los adivinara. Sabía cuándo un árbol caería por los corrimientos en las laderas. Y notaba la presencia de los furtivos por mucho cuidado que pusieran en ocultarse. Desde lejos les disparaba tiros de advertencia. Salían echando hostias cuando veían los impactos cercanos. Dicen que dormía en el propio parque, en un saco de dormir, cambiando siempre de lugar. Se creó una fama aún no superada. Mientras estuvo aquí, ningún animal fue matado por cazadores.
—¿Qué suele hacer aquí?
—Habla poco. No da ningún trabajo. Va de allá para acá. Sale por la mañana con su palo y su bolsa y vuelve al caer la tarde. Luego, en la noche, se queda mucho tiempo absorto, en el porche, como si estuviera en Babia. A veces le oímos murmurar: «Los torturaron. No lo merecían», como una letanía.
—¿A quiénes se refiere? —dije, como de pasada.
—Ni idea. Serán cosas de cuando la guerra, digo yo.
—¿Dónde está ahora?
—Fue a caminar por el itinerario corto, el llamado valle de la Candanosa. ¿Lo conoce?
—Más o menos.
—Tiene que caminar un rato. —Miró mis pies—. Esos zapatos no son los más adecuados.
—¿Cómo encuentro el sitio?
—No tiene pérdida. Vaya por ese camino. —Señaló el puente sobre el río Muniellos—. El camino es casi llano hasta el cruce de los arroyos Candanosa y Gallegas.
—¿Él camina sin ayuda, a su edad?
—Por supuesto. Nos da sopas con onda. Se vale muy bien. Es un andarín de cuidado. Con sus pasos lentos cansa al más joven. Pero ahora está con el otro guarda. Dijo que le venía bien sentirse acompañado, lo que nos extrañó porque siempre quiere ir solo.
Anduve despaciosamente. Al principio la senda es amplia, despejada de arbolado, para emboscarse al poco rato. El sol tempranero intentaba seguirme a través de la ya espesa floresta. El suelo pasaba del pedregoso al herboso y viceversa. Miré el rumoroso río discurriendo por la derecha hasta que, al cruzar un puente de madera, acompaña al sendero por la izquierda. Una profusión interminable de helechos, líquenes, árboles caídos, flores de agresivo color roturan la senda. Aparecen canchales de cuarcita a la derecha, producidas por el estallido de las rocas al helarse el agua en ellas albergada. Las piedras están cubiertas de moho y un mundo invisible de insectos se manifiesta con un intenso zumbido. Numerosas lapas negras y grandes reptan por la senda como caracoles sin concha. La humedad es intensa, como intensa fue la impresión que recibí al llamar al centro médico.