El tiempo escondido (23 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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Después de Alhucemas quedaba mucho para que la paz fuera restablecida, porque ese anhelo pasaba por la rendición total de los rifeños. Curaron sus heridas y enfrentaron incontables peligros. Así, avanzaron por los cinco territorios del Protectorado, desde el
Kert
hasta el
Lucus
, participando en batallas, pero sin sentirlas como suyas. Targuist, Xauen y otros hitos importantes fueron cayendo en poder español. Abd el Krim se entregó a los franceses a finales de la primavera de 1926, cuando las lluvias estarían disolviendo las capas blancas de las laderas de las montañas astures. Y cuando en el verano de 1927 se dio por terminada la pacificación del Protectorado, las vacas pastarían ya libremente por las
brañas
y los frutos de las huertas estarían siendo recogidos. Pero ellos tendrían que esperar todavía. Si las batallas habían cesado, quedaba por afirmar la autoridad española. Había que hacer algo diferente a pegar tiros: restaurar cuarteles, acondicionar carreteras, obras en los puertos. El ejército participó en todas esas acciones de recuperación civil y transmitió el mensaje a los marroquíes vencidos de que los españoles estaban allí «para ayudarles a mejorar sus condiciones de vida». Luego, el tiempo de África cesó. Un día de principios de primavera del 28 les llegó el licenciamiento. Al dejar el fusil, algo de ellos quedó en esa muestra de una industria que el hombre había creado para matar. Más de tres años cargando con él, compañero y salvaguarda. Manín recordaba las primeras arengas en la instrucción: «El golpe fuerte a la caña con la mano abierta al grito de ¡firm…! ¡Con toda potencia! ¡El que rompa el fusil del golpe, se va a casa licenciado!». Y la palmetada simultánea sonaba como un cañonazo y el aire levantaba polvareda. Meses más tarde, otro era el mensaje: «Al desclavar la bayoneta del cuerpo enemigo, se aprovecha la misma acción para aplastar la cabeza de otro moro caído, con la culata del fusil, que es una maza. ¡El fusil es vuestro mejor compañero! ¡Ni para cagar habéis de soltarlo!». Y ahora quedaba allí, con las pequeñas muescas grabadas en la dura madera. Allí quedaría como un amigo más de los que fueron inmolados.

Salieron de Tetuán en tandas, con otros licenciados, en convoyes custodiados reglamentariamente, pero sin vigilancia extrema, porque el territorio estaba pacificado. En Ceuta, permanecieron unos días viendo embarcarse a los diferentes grupos. Cuando les llegó su turno, ya habían trocado sus uniformes por las ropas de paisano que habían guardado durante esos años de nostalgia y que, al volver a vestirlas, apreciaron que ya no les cuadraban. Las ropas habían envejecido y estaban arrugadas. Como ellos, habían cambiado. Llegaron vírgenes de belicismos y regresaban matadores de hombres. Tenían algo de dinero ahorrado y el espíritu abierto para hacer grandes cosas. No habían vuelto a España desde aquel lejano enero de 1925. Subieron al buque con sus traqueteadas maletas y pasaron en cubierta todo el trayecto, sintiendo como la salina bruma lavaba sus cabellos de los recuerdos de polvo, frío y sudor. Era un vapor de Transmediterránea, el
Virgen de África
. A estribor, y al poco de navegar, vieron venir hacia ellos el espolón tremendo de la roca de Gibraltar. ¿Qué pensarían los lugareños de esa parte de África, miles de años atrás, cuando vieran emergiendo en la distancia, con el tiempo limpio, ese capricho de la naturaleza, al otro lado de ese peligroso mar? Manín y Pedrín recordaron al rubio patriotero que en la cubierta del barco que les llevaba a África lloraba por la afrenta de la ocupación inglesa. Al pasar por su lado, pareció que la mole, mostrando su abrumador perfil, era la que se desplazaba hacia África. Pedrín sintió entonces un toque en un hombro. Se volvió. Allí estaba el vascongado a quien César le había roto el brazo tres años antes. Tenía una sonrisa distendida y ofrecía su mano. Pedrín se la dio. Seguía siendo un muchacho de impresión, pero había adelgazado notablemente. Su rostro era afilado y mostraba una buena colección de cicatrices.

—Me alegro de veros —dijo, estrechando también la mano de Manín—. ¿Cómo os fue?

—No podemos quejarnos. Ya vemos que tú tampoco.

—Ha sido duro. Perdí muchos amigos.

—Sí.

—¿Qué fue de aquél…? Bueno, aquel muchacho que…

—Sobrevivió. Lo licenciaron hace un mes.

—Me gustaría haber podido decirle que siento lo que pasó. Entonces yo era un imbécil.

—Entonces éramos jóvenes. Olvídalo.

—No podré. Me dio una lección que no olvidaré nunca. Mi vida cambió desde entonces.

—¿Qué tal tu brazo?

—Curó muy bien. Peor fueron los balazos. Ésos están ahí, como los recuerdos.

El desembarco fue lento por la gran cantidad de pasajeros y el gentío que esperaba en los muelles de Algeciras. Caminaron hasta la estación de ferrocarril en grupo. El tren era el normal, de viajeros. El sargento repartió las autorizaciones de viaje y se dispuso a subir. Manín le encaró.

—Oye, sargento, se te olvida algo.

—¿El qué? —dijo el otro, un hombre barrigudo, de mediana edad y estatura, gafas ópticas y las insignias del arma de Infantería.

—No te hagas el tonto. El dinero de las
sobras
.

—Os lo daré cuando lleguemos a Madrid.

—No. Lo repartes ahora —dijo Pedrín.

El suboficial montó en cólera y empezó a vocear.

—¡Lo daré cuando me parezca!

—No me toques los huevos, sargento de mierda —dijo Manín achicando al otro con su estatura—. Estamos licenciados. No tienes ninguna autoridad sobre nosotros. Danos el dinero o te lo quitamos a la fuerza antes de volver al puerto y tirarte al agua.

Las
sobras
eran las cantidades resultantes del licenciamiento de los soldados. De la parte asignada a cada uno por el ejército, en ese acto final se les descontaba el pasaje del barco, la comida y el billete de tren. Restaban pequeñas cantidades, pero los sargentos de expedición se las arreglaban para influir en los licenciados, entre gestos de amistad o autoridad, siguiendo la inercia del mando y la obediencia, con lo que normalmente se quedaban con todas las
sobras
de cada expedición, lo que suponía una cantidad importante.

El sargento se quedó blanco, sin saber cómo reaccionar. Todos los ex soldados se acercaron y le rodearon. El suboficial admitió que tenía perdido el juego. Sacó la lista y fue pagando a cada uno la parte correspondiente. Al llegar a Manín le miró con tal odio que, a través de los dióptricos cristales, parecía que se le habían salido los ojos de los huecos oculares.

—No me mires de esa manera, cabrón. Siempre he deseado dar una paliza a un puto tripero.

El militar, casi a punto de la apoplejía, subió al tren y ya no volvieron a verle en el resto del viaje. Ellos subieron y se acomodaron en compartimentos de tercera clase. José, el vasco, se sentó a su lado.

—Joder macho, tú sí que sabes ir por la vida.

—Tres años aguantando a esta gentuza. Ni un minuto más. ¿Quién nos paga estos tres años perdidos, eh? —dijo Manín con la desesperación batallando en su mirada.

Cuando el traqueteante convoy estuvo en marcha, varios lugareños con trazas de hambre de siglos les pidieron permiso para colocar bultos entre sus maletas. Uno de los licenciados se opuso, pero Manín anuló la oposición y lo permitió. Claro que era contrabando. De algo había que vivir. ¿No lo hacían los militarotes con la impunidad que daba la aquiescencia de los gerifaltes de ese monstruo llamado ejército?

En cada parada del largo trayecto fueron bajando ex combatientes. A Madrid llegaron veinticuatro y se quedaron cinco. No había fanfarrias ni muchedumbres para recibirlos. El disminuido grupo montó en el tranvía 60, que llevaba a la estación del Norte. Desde sus cuadradas y abiertas plataformas vieron cómo la dinámica ciudad se deslizaba hacia atrás bajo un sol tempranero y un cielo azulísimo. Con sus pases de ejército sacaron los billetes y dieron una vuelta hasta la plaza de España, un espacio cuadrado rodeado de feos edificios salvo el de la Real Compañía Asturiana de Minas. A la noche salió el expreso y los paisajes quedaron borrados por la negrura del confín. Estaciones en penumbra y gente de rostros cansados. Eso no había cambiado. En Venta de Baños bajaron siete, entre ellos los vascongados. José dijo, al despedirse:

—Si vais a Tolosa alguna vez, visitadme. Aquí tenéis mis señas.

Pedrín lo miró fijamente.

—Eso está por San Sebastián, ¿verdad?

—Cerca, a unos cincuenta kilómetros.

—¿Sabes que cuando lo de Alhucemas nuestra reina inglesa, Victoria No Sé Qué, estaba veraneando con la corte en San Sebastián? ¿Sabes que el rey proyectaba ir también y no lo hizo, quedándose en Madrid por consejo de Primo de Rivera?

—Sí, me lo dijeron desde casa. Van allí todos los veranos.

—Miles de muchachos muriendo y ellos veraneando —escupió Pedrín.

—Les importa su España imperial, no el pueblo al que deberían proteger y dar trabajo —añadió Manín.

—Bueno —dijo el vasco—, esa gente de la realeza es diferente a nosotros. Son como de otra raza. Piensan de manera distinta.

—Y se gastan buenos reales cada año en vuestra región, dándoos los beneficios de esa diferencia —siguió Pedrín.

José lo miró y no supo dónde ponía su rencor el asturiano.

—Mira mis cicatrices —aclaró—. ¿Ves en ellas algunos de los beneficios que dices? Yo tampoco quiero a esta monarquía.

—No va por ti. Las cosas son como son. Vuelves a un lugar afortunado en el que esta monarquía que no quieres está invirtiendo en tu zona. Los palos con pan duelen menos. También nosotros llevamos repertorio de cicatrices. ¿Y sabes qué encontraremos al volver a nuestro concejo? La miseria y el abandono de siempre.

En León se despidieron ocho, la mayoría gallegos. Quedaban cuatro. Había sido un largo y alegre recorrido desde África, pero ahora, ellos, como supervivientes del sacrificadero, notaron el temblor de las emociones. Dispersos en la patria tierra quedaban buenos camaradas de jornadas intensas. Quizá no volvieran a verse, pero estarían siempre con ellos en los días nostálgicos del vino. No dormían cuando cruzaron Pajares. El alba bostezaba y de la oscuridad brotaban abrumadores el macizo de Peña Ubiña, las estribaciones de la Picarota y, allá, la sierra de Solledo como dándoles la bienvenida. Pedrín miró largamente hacia un punto cercano. En la parte sur de la cúspide del puerto destacaba un edificio blanco y de líneas modernas sobre el verdor del fondo. Lo señaló a Manín:

—Mira, ¿qué ves?

Su amigo oteó y estuvo un rato callado. Sin variar la postura dijo:

—El hotel de Antón.

Se volvió y se miraron. Y miraron sus miradas en el recuerdo de tres años atrás, en ese mismo punto, cuando al cruzar hacia las tinieblas y la incógnita Antón prometió no morir y ellos dejaron que esa promesa se diluyera en la esperanza. Y luego rememoraron la canción eterna en la voz de aquella simpática chiquilla, Rosa Muniellos, que Pedrín tanto añoraba. A la amanecida llegaron a Oviedo. La ciudad no los reconoció. ¿Es que no veis? Venimos de África, de matar moros, de ver compañeros morir. Hay miles de tumbas de asturianos jalonando los caminos de aquella ingrata tierra. ¿Es que no lo notáis? ¿Qué os pasa? ¿Por qué no nos decís nada?

Uno de ellos se quedó en la ciudad. El otro seguía a Gijón. Se abrazaron emocionados sintiéndose restos indeseados de un horror que estaría con ellos para siempre. En un autobús, volvieron al terruño anhelado. En Cangas notaron que eran desconocidos, aunque no en la taberna de las broncas. Allí les agasajaron y brindaron por ellos, dándoles de comer y reiterando los palmetazos en las espaldas. La taberna pertenecía a la fonda. Siempre había gente ante el mostrador o sentada en las mesas.

—Acabasteis con ese moro. Sois un orgullo. Vuestra quinta es la de la victoria —había dicho el mesonero—. Brindemos por ello.

—No quiero que vuelvas a decir eso en mi presencia —dijo Pedrín.

—¿Por qué no? Es la verdad.

—Si hubieras visto lo que nosotros, no hablarías así. Han muerto muchos más españoles que moros en esta guerra de mierda. ¿Cómo se puede llamar victoria a eso?

—Bueno, vale. Brindemos por otra cosa. Por Cangas del Narcea.

—¿Qué es eso?

—Que ya no somos Cangas de Tineo. Somos concejo separado.

—Vale. Antes éramos una mierda junta. Ahora cada uno arrastrará la suya propia.

Algo cargados subieron al autobús hasta Cibuyo. Luego, caminaron por las curvas del angosto y empinado camino oliendo los aromas que creían olvidados. No hablaban, notando que las sombras iban tapando los colores del suelo. Y después, la llegada al hogar, el ladrar de los perros, los gritos de las familias, la alegría de los paisanos, los llantos. Se reunieron en el camino entre las huertas. Alguien llevó vino y sidra, y se abrieron las paneras. Manín vio llegar a José Vega y a Amador Muniellos. Venían con el rostro recompensado y el cuerpo bien adobado. José se dirigió a Pedrín y le extendió la mano. Pedrín le escupió en la palma. Con un gesto de ira, el gigante se abalanzó sobre el ex soldado. Se encontró como si hubiera chocado con un poste de hierro. Cayó al suelo y a la luz de los faroles contempló con asombro al delgado ser al que antaño siempre había vencido y que ahora mostraba unos recursos que le superaban.

—No os queremos —dijo Manín—. Ni a ti ni a éste.

Los desertores con bula y sus familias se alejaron hacia sus casas y dejaron su odio esparcido entre la alegría general. Cobardes. No eran como los señoritos del sur, quienes, según decían, no trabajaban y siempre andaban a caballo, entre los toros y las romerías. Pero eran señoritos al modo duro de las norteñas tierras, agravado en el caso de José por su dedicación a la usura y a la especulación. Y la fiesta continuó. Y, de repente, entró un rayo de luz en la reunión. Los recién llegados creyeron estar viendo visiones. Era una
Xana
surgiendo de la penumbra. Sus defensas quedaron bloqueadas. ¿Quién era aquella criatura que destellaba como una pepita de oro en la batea de un buscador? Y lo más increíble sucedía. Se acercaba a ellos, les abrazaba y besaba sus enjutos rostros ante un espanto sin mesura que no tuvieron durante los terribles días de Marruecos. «Soy Rosa, ¿no me conocéis? ¿Qué os pasa?». No lo entendían. ¿Cómo era posible si, cuando salieron del pueblo, dejaron una chiquilla desgarbada y apaletada? Ahora aparecía una mujer de hermosura destellante. ¿Quién imaginaría que en el pueblo surgiría una mujer así, como un milagro? Todos, menos los Carbayones y los Muniellos, con excepción de Rosa, durmieron felices aquella noche, porque todos habían encontrado motivos de esperanza.

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