El tiempo escondido (18 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—Vete a Argentina, con tu tío, como ha hecho tu primo Marcelino —le instó don Federico, cuando fue a despedirse de él—. Dejar el ejército en estas circunstancias no es desertar. Que se queden los panzudos con sus guerras. ¿Por qué morir por ellos?

—¿Y no volver nunca a Asturias?

—Asturias es uno mismo. Allá donde estés estará Asturias.

—No, don Federico, no quiero vivir de los recuerdos. Necesito ver estas montañas, aspirar el aroma de esta tierra. Y necesito ver a Rosa, la prima de Manín.

—¿Enamorado? Llévala contigo a América.

—¿Qué dice? Este amor es cosa mía. Ella no lo sabe. Tiene trece años.

—¿Trece años? Joder, pues sí que corres tú. ¿Cómo puedes estar enamorado de una niña?

—Presiento que será una moza guapa cuando regrese.

—Si es que regresas —se habían mirado con sus almas desnudas—. Olvídala.

—No puedo olvidar todo lo que es mi mundo, mis gentes, mis paisajes.

—Todo tiene un precio. Tu vida es lo primero. Si vas a África, lo probable es que todos tus paisajes se apaguen de golpe.

—Lo sé. Pero irme para siempre es un precio demasiado alto. Prefiero la lotería de la guerra. Está la posibilidad de la supervivencia.

El caso de Manín era diferente. Él no pensaba sólo en Rosa. Había un motivo más para acudir a este matadero, para él muy poderoso. Se lo contó al profesor.

—Mi padre me enseñó que un hombre debe cumplir siempre. No daré ocasión a los cabrones emboscados para avergonzar ni a mi familia ni a mi apellido. Ellos son unos cobardes que pagaron a otros para cumplir en su lugar. Si caigo, que me den por el rasca. Pero si tengo suerte, seré yo el que les esté dando por el culo para que no vivan tranquilos.

—¡Qué absurdas cosas tiene uno que oír! ¿Qué te importa esa gente y lo que diga? ¿Eres acaso uno de esos hidalgos castellanos para defender un honor trasnochado? Si sobrevives, ¿qué estúpida satisfacción será la de pavonearte ante ellos, mostrando que tú seguiste un código ético y ellos no?

—Soy como soy.

—Si mueres, habrá un hombre joven menos en España para luchar en la verdadera batalla: la del pueblo contra la opresión capitalista.

—¿Y cuándo será esa batalla?

—No lo sé, aunque confío que pronto, porque esta monarquía inútil no puede durar. Y con la República, auténtica voz del pueblo, vendrán los días ansiados en que en estos prados no haya sólo el verde color de la esperanza, sino los colores blancos de una vida mejor.

Estaba claro que don Federico no había hecho del todo bien sus deberes con ellos. Otros, sin embargo, sí adoptaron sus enseñanzas. En varios pueblos del concejo, varios mozos dijeron adiós a la tierra y emigraron a América.

Pedrín miró a Antón, el mujeriego impenitente, el paleto ilustrado. Compañero de juegos y luego de juergas. No tenía ideas políticas. Decía que, al contrario de lo que promulgaba don Federico, cuanto más cultura hubiera menos políticos existirían. La política y la cultura eran dos conceptos antagónicos. Él creía que la mejor manera de liberar al pueblo, además de darle cultura, era creando empresas cooperativas, obteniendo diversificación de la riqueza por la vía del trabajo comunal, no por la vía del enfrentamiento. Era católico y guardaba los preceptos del cristianismo, pero nunca criticaba ni trataba de disuadir a quienes denostaban a la Iglesia, porque entendía las razones de sus posturas. «La Iglesia es nefasta para España. Es una lacra porque no es la verdadera Iglesia. Cuando haya una democracia, la Iglesia ocupará su lugar, y no todo el lugar».

Y ahí estaba Sabino, tan cándido, sin miedo a nada porque «Dios dispone de nuestra vida. Él nos la da y a él hemos de encomendarnos». Nunca había usado un arma ni tenía disposición para ello, lo que supuso que fuera un desastre como recluta. Gracias a la ayuda de ellos tres pudo llegar a soldado sin que le martirizaran mucho los sargentos. A todos ellos, pasados los meses de instrucción en Tetuán, los trasladaron con el batallón a Ceuta, de donde salieron para Alhucemas, tras su específica preparación anfibia en tierras gaditanas. Manín, Antón y él montaban a caballo, lo que, sin proponérselo, les permitió conseguir los galones de cabo, circunstancia que benefició a Sabino. Pedrín recordó el rigor de los entrenamientos. Se hablaba de grandes planes para derrotar al moro, que ahora se estaban cumpliendo con ese espectacular desembarco. Manín y él se descubrieron aptitudes que nunca creyeron poseer: serenidad, obediencia, frialdad ante situaciones comprometidas. Pero la revelación fue César, el hombre que provocaba burlas que no le hacían mella. Resultó ser el soldado perfecto. Número uno en tiro de todo el batallón. Incansable en marchas y ejercicios, infatigable en guardias y retenes. Hablaba lo imprescindible, nunca se quejaba, apenas se reía. Les había tomado un cariño profundo y su mundo empezaba y acababa en ellos. Le miró. Estaba con su habitual impenetrabilidad, esperando. Como el día 8, cuando en el buque mercante requisado a Transmediterránea y convertido, como los otros, en una de las seis flotillas que transportaron unos dos mil quinientos hombres cada una, cruzaron las aguas para acercarse a las playas, tras un infernal bombardeo previo. El mismo gesto ausente cuando pasaron a las barcazas
kaes
de desembarco, entreviendo delante de ellos, difuminados por el humo de cobertura, las primeras banderas del Tercio y las Harkas de Tetuán y Ceuta adentrarse en el mar con el agua hasta el cuello, portando los fusiles sobre sus cabezas hasta poner pie en tierra. Según decían fue un desembarco inteligente. El jefe de gobierno y general en jefe del Ejército de África, Primo de Rivera, cerebro e impulsor de la gigantesca operación y presente en el desembarco desde el puente de mando del acorazado
Alfonso XIII
, buque insignia de la flota española, acertó de pleno. Abd el Krim lo esperaba en la bahía de Alhucemas frente a la isla–peñón del mismo nombre y no por las playas del otro lado de Morro Nuevo y Punta de los Frailes. Cuando quisieron darse cuenta, ya había diez mil hombres desembarcados. Establecida la cabeza de puente, ellos habían formado parte de la segunda ola de desembarco, sumergidos también en el agitado mar, porque los lanchones embarrancaron a unos cincuenta metros de tierra, sintiendo el silbido de las balas, los surtidores de agua inventados por los obuses y el endiablado cañoneo. Vieron algunos hombres caer a su lado con tiros en la cabeza. No entendían por qué el ejército no les proporcionaba cascos de acero, como los que llevaban los tripulantes de los buques franceses.

Ahora sería igual, el mismo despliegue, sólo que en vez de por mar tendrían que caminar por pedreguería desigual, esquivando el hoyo artero y confiando en no pisar una mina y que las balas pasaran de largo.

En los días transcurridos desde el desembarco, se establecieron los asentamientos. Los zapadores trabajaron rápido y efectivo. A los pocos días, una red de trincheras cubría el frente consolidado. Ahora, quince días después, Pedrín y sus compañeros estaban adecuadamente protegidos en esas trincheras. Su columna, la tercera, al mando del coronel Martín, tenía encomendada la cobertura de las dos primeras cuando iniciaran el avance. Debían hostigar al enemigo con las baterías de campaña y la sección de ametralladoras. Pero habría que estar preparados por si el coronel decidía la salida de algunas secciones para apoyar el asalto en caso de necesidad.

De repente las baterías de la costa y de los buques enmudecieron. Era como si el mundo se hubiera parado. Notaron la sordera producida, no mitigada por el menor alboroto de los aviones. Alguien debió de dar una orden. Botes de humo fueron lanzados y los carros de asalto de las columnas una y dos se abalanzaron hacia delante. Detrás, las banderas del Tercio y las Harkas de Tetuán. Los atacantes marcharon escalonados y disgregados para dificultar el blanco al enemigo. Los soldados fueron ascendiendo a saltos enérgicos, apoyados por el fuego de cobertura de la tercera columna atrincherada y auxiliados por los granaderos. El enemigo, bien fortificado, respondía con tremendo derroche de proyectiles de mortero, cañón y fusilería. Súbitamente, la tierra se abrió por la explosión de un campo de minas. Algunas unidades quedaron muy dañadas y hubo desconcierto en las filas atacantes, lo que aprovecharon los rifeños para salir de sus escondrijos y tratar de subvertir la situación. Con grandes pérdidas, las dos columnas se reagruparon. En su ayuda, el coronel Martín mandó la salida de dos escuadras.

Los cinco amigos saltaron del refugio junto a otros soldados. Manín y Pedrín, por su envergadura, avanzaban más lentos. Antón, Sabino y César se les adelantaron. Cruzaron unas vaguadas y corrieron por unas depresiones, separados pero unidos por el fragor. Varios soldados cayeron como hierba segada por la guadaña. Antón recibió un balazo entre los ojos y cayó de golpe hacia atrás. Sabino se detuvo a mirar a su amigo. César corrió hacia él y le lanzó al suelo, rodando juntos.

—¡Cúbrete!

César levantó la vista hacia sus otros amigos. Unos veinte metros por detrás ambos avanzaban de forma escaqueada por la suave pendiente. Notó el impacto en el pecho de Pedrín. Lo vio caer e intentar arrastrarse hasta una pequeña trinchera natural. César, adherido al suelo, observó a Manín correr hacia su amigo. Un tiro en la espalda lo arrojó al lado de Pedrín y ambos quedaron tendidos. Desde las cuevas y crestas, la lluvia de proyectiles era incesante. Recordó la orden expresa del general en jefe: «Nadie se detendrá a recoger a los heridos a excepción de los camilleros». Giró la cabeza y sólo vio a soldados caer. No había camilleros.

—No te muevas —dijo. Se levantó y se lanzó hacia atrás, dando saltos como una rana gigante, mientras géiseres de arena silueteaban sus pies. Oyó un gemido a su espalda. «Sabino», pensó sin volverse. Rodó antes de caer a la trinchera, entre turbiones de piedrecillas y polvo. Sus amigos vivían. Al menos respiraban. Las balas jugaban con la posición y algunas encontraron blanco. Sin asomar la cabeza, César atrajo por los pies a Manín y luego a Pedrín hasta ponerlos a cubierto. Los miró. Estaban chorreando sangre y respiraban entrecortadamente. Era primordial que les atendieran. Sacó la cabeza con precaución y oteó en torno, sintiendo el moscardoneo de los proyectiles. Ningún camillero a la vista. Él no tenía idea de lo que significaba tal concentración de hombres y ruido. Únicamente sabía que sus amigos necesitaban asistencia urgente y sólo conocía un medio de salir de ese agujero. De espaldas al suelo sopesó su Máuser modelo 1893. Cuatro kilos de perfección y maldad. Echó el cerrojo para atrás y comprobó que el peine de cinco cartuchos estaba en posición en la cámara y que un cartucho más esperaba en la recámara. Cerró el mecanismo moviendo la palanca. Les habían adiestrado para esta misión, pero él ya era aventajado tirador. Se rebulló y asomó los entrecerrados ojos acostumbrados a distinguir corzos y lobos camuflados en las frondas de Muniellos. Agudizó la vista como cuando buscaba al urogallo o al jabalí entre la floresta sin pistas.

Detrás del humo de los disparos divisó nítidamente, como si los viera con prismáticos, a los moros y las armas que accionaban. La mayoría eran Rémingtons, con su identificable cañón largo. También Máusers como el suyo y hasta una ametralladora Hotchkiss que tableteaba sin pausa, imponiendo respeto y muerte. Dos defensores miraban y disparaban hacia su posición. Sintió las balas silbar y el impacto de algunas sobre el débil parapeto. Sin duda eran buenos tiradores. Acopló el fusil al borde, situó el alza y apuntó con cuidado, sin pasión y sin odio. Accionó el gatillo. Vio reventarse la cara de un emboscado. Tiró del cerrojo hacia atrás y luego lo impulsó hacia delante poniendo otro cartucho en el alveolo. Apretó el disparador. El segundo tirador abatió hacia un lado su cabeza destrozada. Vio los gestos de alarma en los otros. El de la ametralladora giró el arma hacia él. Su tercera bala le dio en la frente y lo echó hacia atrás con fuerza. El ayudante dejó la cinta de proyectiles e intentó con urgencia empuñar la máquina. La bala le entró por un oído y lo lanzó hacia las sombras. Los otros se volvieron agitadamente y concentraron su interés sobre ese sorpresivo peligro. César, mecánicamente y con calma, accionó de nuevo el mecanismo y apuntó.

Lo condujeron a empujones ante un grupo de jefes y oficiales componentes de las diversas unidades de ataque que comentaban las incidencias. Se volvieron a observar al soldado sujetado por los legionarios.

—¿Qué pasa con éste? —preguntó un comandante.

—Le vimos correr hacia atrás y refugiarse tras unos heridos.

—Desertor, ¿eh?

—Peor —dijo un coronel del Tercio, bajito, delgado, moreno, con bigotito—. Es cobardía. Y yo odio a los cobardes. Tú, acércate.

César se adelantó, parándose delante del jefe.

—¡Cuádrate, cabrón! Estás ante un superior.

César compuso su figura sin lograr adecuarla a lo exigido.

—¡Joder! Vaya unos soldados que tenemos. ¿Qué dices a eso?

—No soy un cobarde.

—¿Corriste hacia atrás?

—Sí.

El coronel lo miró con desprecio. Con la fusta que llevaba en la mano derecha golpeó al soldado en la cara. El golpe fue violento y la carne se abrió como una sandía al paso del filo de un cuchillo.

—Que me lo fusilen. Allá abajo —señaló, donde había numeroso grupo de soldados descansando—, para que lo vean todos.

Llevaron al muchacho hacia la zona indicada, le ataron las manos a la espalda y se formó el pelotón al mando de un sargento, todos del Tercio.

—¡Eh, eh! ¡Alto ahí! ¡Qué coño vais a hacer! —Un capitán de cazadores venía a gran paso entre otros oficiales y se acercó al pelotón.

—Hay que fusilar a este desertor, mi capitán —dijo el sargento.

—¿Quién cojones ha ordenado una cosa así?

El suboficial señaló al grupo de jefes que los miraban desde unos veinte metros más arriba.

—Os ordeno esperar. No le toquéis ni un pelo. ¡Y quitadle las ligaduras!

Escaló la pedregosa cuesta hasta donde estaban los mandos superiores.

—A sus órdenes. ¿Quién ha ordenado el fusilamiento de ese soldado?

—¿Quién eres tú?

—Capitán Jaime Navarro Folgoso, décima compañía, batallón Segorbe, 3ª columna al mando del coronel Martín.

—He sido yo —dijo el de la fusta—. Servirá de escarmiento. Sin disciplina no hay ejército.

—Perdón, mi coronel. Este hombre es de mi regimiento. Nos corresponde a los oficiales del mismo aplicar los castigos a que hubiera lugar. Es el coronel Martín el único con potestad para tomar decisión tan grave.

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