—No se lo oculté. Simplemente no lo consideré pertinente. No le voy a decir todos los secretos de mi familia como si fuera mi confesor.
—Debe hacerlo. Un caso de asesinato no se resuelve con secretos.
—¿No se está extralimitando en sus modales? Plantea sus preguntas como si fuera un interrogatorio. ¿Así trata siempre a quien le paga?
—Señor Vega. —Lo miré a los ojos—. No estoy seguro de poder continuar con el caso.
Sus ojos indicaron lo poco dispuesto que estaba a negociar sobre la repentina crispación de su rostro.
—Creí que sus dudas de hace unos días habían quedado superadas.
—No eran dudas, sino imposibilidad temporal. Lo de ahora es una cuestión de ética profesional.
—¿Puede explicarse? —dijo, apretando los puños. Eran grandes, como cabezas de bebés.
—No me gusta estar en el lado equivocado de las contiendas. Entienda la idea.
—No la entiendo. ¿Puede ser más explícito?
—El caso hunde sus raíces en odios y venganzas. Todo lo que hablan de ustedes les desmerece.
—Concrete ese «ustedes».
—A los Carbayones. Tangencialmente, también a los Muniellos.
—¿Qué le importan los cotilleos? Un profesional como usted debe ir al grano, a buscar al asesino.
—Puede que finalmente sea usted quien cuestione mi capacidad y no me quiera para el caso.
—No estoy equivocado en su elección. Son sus formas y sus juicios de valor lo que no me gustan.
—Hagamos un esfuerzo ambos por entendernos.
—Si mi hermana no le dijo nada, ¿cómo sabe lo de Rosa?
—Hablé con los Muniellos y con los Teverga. También con una chica de los Regalado.
—Es decir, con los envidiosos y con los incapaces. Pero incluso ellos le dirían que el prado no se compró, sino que se pignoró por deuda no satisfecha.
—El resultado es el mismo. Ella perdió el prado.
—Todos perdemos algo durante nuestra vida. Son pruebas que nos manda el Señor.
—Para algunos aquello no fue una pérdida normal. Parece que en el pueblo esa operación no sentó bien. ¿Qué me cuenta de la paliza que dicen dio un tal Manín a su padre?
—¿Hemos de seguir con esto?
—Me temo que sí. Creo que estos hechos tan indeseables para usted pueden ser el meollo de la cuestión.
—De ninguna manera. No sabe lo que dice.
—¿Por qué no? Pudo ser pasional el origen.
—Rosa y Amador eran hermanos. No veo que ahí hubiera pasión.
—La pasión no es siempre amorosa o sexual. Usted debe saberlo. Cubre otros sentimientos que pueden ser desbordados. El odio, por ejemplo.
—El dinero desapareció. Fue un simple robo. No veo ningún crimen pasional en ello.
—Cierto. Alguien robó el dinero. Pero pudiera ser que los asesinatos estuvieran relacionados con las desgracias de Rosa.
—Pura coincidencia. La verdad es que éramos los más ricos del pueblo, por eso nos robaron a los dos. ¿A quién iban a robar? Su teoría no tiene sentido.
—¿Por qué matarlos? Si el móvil fue el robo, podían haberlo echo sin matar.
—El que lo hizo conocía bien a mi padre. Sabía que no pararía hasta encontrarlo. Se quitó de encima esa amenaza.
—Su padre dio dinero a la guerrilla. Era extorsión. Robo a fin de cuentas. Y no tuvo deseos de venganza. ¿Por qué iría a adoptar distinta actitud para un caso similar?
—No es lo mismo aceptar los chantajes de una organización terrorista que sufrir un robo de cualquier cabrón.
—¿Y en el caso de Amador?
—Igual. Aunque no era un hombre de peleas, siempre podría denunciarlo. Además, ése es su trabajo. Averígüelo.
—Empiece por hablarme de Rosa y de la venta del prado.
—Poco hay que decir, aunque se empeñe en lo contrario.
—¿Cómo es o era ese prado?
—Corriente. Nada del otro mundo. Hicieron mucho ruido con ello. No valía la pena.
—¿Qué pagaron por él?
—No pagamos. Se obtuvo como garantía de un impago.
—Cuánto.
—Seis mil reales.
—Es decir, y por lógica, el prado valía mucho más.
—Ya le dije que no. Mi padre y mi abuelo perdieron dinero porque deseaban ayudar sinceramente a mi tío primo. Le dieron más de lo que valía la prenda.
—Eso es absurdo.
—Lo que usted quiera. Pero así fue.
—Parece que el padre de Rosa, cuando se enteró de la operación, les ofreció recuperar el prado dándoles el valor del préstamo, intereses y una propina en compensación. Y que su abuelo y su padre lo rechazaron. Y me han contado que durante la guerra Rosa y su marido quisieron recomprar el dichoso terreno por dos mil pesetas. Y tampoco esa vez lo aceptaron su abuelo y su padre. ¿Ve la contradicción? Si el terreno no valía ese dinero, si el préstamo se hizo por ayudar a un familiar necesitado y si su padre y abuelo querían recuperar el capital, ¿por qué rechazaron la petición de la antigua dueña?
—No lo sé. Alguna razón habría.
—En realidad hay que deducir lo obvio: casa Carbayón deseaba ese prado, ya desde lejanos tiempos. Ese deseo ha ido pasando de padres a hijos. Y cuando surgió la oportunidad se quedaron con el predio. Pura acción de acaparamiento de bienes anhelados. Cabría preguntarse si el préstamo habría sido hecho si la prenda no hubiera sido ese prado.
—¿Qué le ocurre a usted? No le acepto que vaya por ese camino. Está insultando a mi familia.
Me miraba moviendo las poderosas mandíbulas como si tuviera algo dentro de la boca.
—¿Le puedo contar otra impresión mía, que quizá tampoco le guste? —añadí. Asintió con los ojos—. Creo que si la guerra la hubieran ganado los del otro bando, el prado habría sido devuelto. Sin sobreprecio. De inmediato.
—¿Por qué esa obsesión con el prado? ¿Por qué insiste tanto?
No contesté.
—Dígame qué ha averiguado —dijo.
—Muchas cosas, pero insuficientes e inconexas. Por eso necesito hacer muchas preguntas a diversas personas, empezando por usted.
—Pregunte.
—Hábleme de Rosa.
—¡Joder, otra vez! La cogió llorona. Hay que joderse.
—No hemos hablado lo suficiente.
—No me joda. Desde que he llegado estamos hablando de Rosa. No hay más que decir.
—Su padre estaba enamorado de ella.
Dudó.
—Bueno, sí. Creo que un poco. Como todos. ¿Y qué?
—Parece ser que cuando ella fue por segunda vez a Prados, a finales del 38, para insistir que le revendiera el terreno, su padre le dijo que lo podría obtener por otros medios, ahora que Miguel había muerto.
—Eso es mentira.
—Hay testigos.
—¿Qué testigos puede haber de eso? Le han engañado.
—Pero eso corrió. Y el odio que muchos tenían a su padre se acrecentó. ¿Ve por dónde voy? Esa indecencia, haya sido verdad o no, quizá fuera un motivo para el asesinato.
—Pero es falso, una falacia.
—Vamos, señor Vega. ¿De qué se escandaliza? El otro día me confesó que su padre no le hacía ascos a ninguna mujer. Que su energía era inagotable. Me habló de amantes. No es función mía saber si eso fue verdad o no. Pero ¿es tan difícil de creer que hiciera a Rosa esa proposición?
Se levantó lentamente irradiando poder físico. Se agarró las manos y las entrelazó delante de mis ojos. Eran enormes.
—Sí. Porque mi padre sabía a quién hablaba, cuando de mujeres se trataba. Y jamás hubiera propuesto una cosa así a Rosa, sabiendo cómo era.
—Dígame dónde puedo encontrarla.
—No tengo ni idea. Hace muchos años que perdí su pista.
—Empecemos por aquellos años.
Dio unos pasos por la habitación. No me miraba y eso era relajante.
—Creo recordar que vivía en los mataderos, por el paseo de los Chopos o algo así.
—¿Puede precisar más?
—Era un campo de huertas, cerca de Legazpi. La casa era grandona, de seis pisos, con unos corredores muy largos. Si no la han tirado la encontrará.
Apagué la grabadora y me levanté.
—¿Qué me dice? ¿Acepta el caso o no?
Permanecí en silencio unos segundos.
—Haremos una cosa. Seguiré la investigación a ver qué derroteros toma y decidiré en consecuencia.
—No. Eso no es serio. O lo acepta o no. Desde el principio.
—Ésa es mi posición. Usted decide.
Dio la vuelta a la habitación como un oso enjaulado. Se paró.
—De acuerdo. —Me miró—. Y espero que recuerde que dos hombres fueron asesinados. Lo demás son patrañas. No sé dónde le llevará el caso. Pero deje de formular posiciones negativas hacia mi familia. Uno de los asesinados fue mi padre. No lo olvide.
No supe discernir si era un recordatorio o una amenaza.
—En cuanto a Rosa y sus problemas, dejémoslo a un lado. El único culpable de sus desgracias fue su marido. No hay que salpicar a nadie más.
—Tengo que estar en desacuerdo con usted otra vez. Véalo como yo. Él necesitó dinero y lo pidió prestado a su primo. Todo el mundo ha pasado por eso. No es excepcional una situación así. Los bancos viven de prestar dinero a la gente. No es un crimen. Sí lo es la rapiña y la usura.
—Si hubiera sido sólo eso, no habrían ocurrido los problemas.
—¿Es que hay más?
—Es obvio que los maledicientes no le han contado todo.
—Como qué.
—La realidad es que Miguel no estaba enamorado de Rosa, aunque parezca increíble. Le gustaba, claro; no era tonto. Pero no es lo mismo, ¿verdad? Él tenía una novia del barrio desde la adolescencia, con la que no dejó de verse nunca, incluso después de casado. De ella siempre estuvo enamorado. Era muy amiga de su hermana Josefina, desde niñas. Tanto Josefina como su madre la hubieran preferido a Rosa. —Hizo una pausa y miró el sillón que antes había abandonado—. Sentémonos. Tenemos para un rato. Pero no conecte el aparato.
—Antes apuntó que no había nada más que decir sobre Rosa —dije, mientras ocupábamos nuestros asientos.
—Sí, bueno. Pero usted hurga y hurga. Posiblemente sea una condición sobre la que se asientan sus logrados éxitos. —Hizo una pausa y sopesó—: ¿Quién urdió la trama, él o la familia?
—Es decir, la familia de usted.
—No. Nosotros estábamos en Asturias y Miguel fue allí e hizo la petición a mi abuelo y a mi padre. Ellos no intervinieron antes. Me refiero a su madre y a su hermana de él. —Cerró la boca y la movió como antes, como si tuviera un caramelo. Imaginé que sería un movimiento nervioso—. Esa novia, que llamaban La China porque tenía los ojos para los lados como los asiáticos, tenía una hermana. Y, al igual que la de Miguel, su familia no tenía un duro. En definitiva, el dinero de mi padre…
—De Rosa, querrá decir.
—Como quiera. Ese dinero pagó las tres bodas: la de Rosa, la de Josefina y la de la hermana de La China. A la vez. En el mismo hotel.
—Me contaron lo de que el dinero prestado por el prado pagó la boda de Rosa y de su cuñada Josefina. Nadie me habló de La China.
—Pues amigo, ése fue el embrollo. Mucho dinero gastado, difícil de reponer luego.
—Usted estuvo en la boda, ¿verdad?
—Sí, con mis padres y abuelos. Mi abuelo era tío carnal de Miguel.
—Dígame, ¿Rosa no se percató de nada?
—No tenía ni idea. —Movió la cabeza—. No era una mujer de este mundo. Nadie le había explicado lo del préstamo con el aval del prado. Nadie le había explicado de dónde salió realmente el dinero que pagaba las dos bodas, tres en realidad. Estaba creída que lo aportaba Miguel, que por entonces trabajaba de escribiente en una contrata de obras y tenía una posición razonablemente estable. Incluso estuvieron jefes y compañeros, como ese Cipriano Mera, que fuera luego uno de esos generales de milicias que mandaban divisiones. ¡Así les fue! Pero Miguel tenía agujeros en los bolsillos. —Se volvió a mirarme—. Ella no hacía más que preguntar por su familia, por qué no había ido nadie de los Muniellos. Preguntaba si alguien sabía algo, si había ocurrido alguna desgracia. Usted puede entender que no podíamos decirle lo que ocurría en cuanto al tema del prado. También nos extrañó que nadie de su familia estuviera en la boda, porque estaba todo el pueblo. Luego supimos que ese cabrón de Amador, su hermano, retuvo las cartas y la familia supo de la boda demasiado tarde.
Hizo una pausa y desvió la mirada hacia la ventana.
—Fue una boda por todo lo alto. No hubo mengua en el vino. La mayoría acabó borracho, como esos amigos anarquistas.
—¿Qué amigos?
—Usted citó a uno. Manín y Pedrín. Se quedaron con un palmo de narices, porque se les había casado la mujer de sus sueños.
—¿Qué sabe de ellos?
—Nada. Nunca volví a verles.
Me levanté y fui hacia la ventana. Era un día gris, a mi gusto.
—Por supuesto —siguió Vega—, ella no imaginaba que había una tercera boda que su dinero también pagaba. Era un hotel donde se celebraban varias bodas a la vez. Y la de la hermana de la amante de su marido era una de ellas. Incluso durante la fiesta, en la que nada faltó, tanto Miguel como Josefina pasaban discretamente, de vez en cuando, al salón donde estaba La China celebrando la boda de su hermana. ¿Cree que Rosa podía imaginar que cosas así pudieran ocurrir? ¿El día de su boda, además, cuando antes era el día más feliz para una mujer? Incluso para los experimentados en la vida, como mi padre y mi abuelo, fue demasiado.
—Pero callaron —dije, sin mirarle—. ¿Nadie notó nada?
—Sólo los que estábamos al tanto.
—¿Qué ocurrió cuando Rosa se enteró? Porque se enteraría, ¿no?
—Lo supo tiempo más tarde. Toda la historia. ¿Se lo imagina? La vida no fue lo mismo para ella.
—Y esa China, ¿qué fue de ella?
—Siguió viéndose con Miguel. Incluso se prolongó durante la guerra. Cuentan que fue a verle al cuartel y luego al hospital cuando lo hirieron, haciéndose pasar por la esposa verdadera, asignando el papel de querida a Rosa. Racionalmente tenía sentido. Engañó a muchos, ya que lo normal es que una querida sea más hermosa que la cónyuge y no al revés. Porque la verdad es que esa mujer era fea.
—¿Fea, dice? Debió de haber sido un monumento.
—En absoluto. Era bajita, tirando a gruesa y nadie la hubiera mirado dos veces por la calle. Muy ordinaria. Su única virtud: era muy simpática, según decían.
—¿Sólo con eso camelaba al hombre?
—Quizá, como experimentada mujer de ciudad, aportara una imaginación en lo sexual más placentera de la que pudiera tener la aldeana. Vaya usted a saber. Lo cierto es que Miguel era tan putero como mi padre.