El tiempo escondido (26 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—Sí.

—Mi marido tenía una cosa llamada radio galena, que había que ponérsela en el oído para escucharla. Sólo la podía oír una persona. Como en los aviones. Yo la escuchaba mientras cosía, cuando mi marido no estaba. A veces creo que este oído quedó sordo de aquellos años. No lo sé, porque mi marido escuchaba los partidos de fútbol a todo volumen y cuando murió oía como un conejo.

—Su marido…

—Trabajaba en el mercado de Legazpi, que era la lonja donde se recibían y se subastaban las frutas y verduras. Mi marido mercadeaba, sirviendo a los asentadores. Nunca nos faltaron esas cosas. Rosa estuvo trabajando allí, como un hombre, hasta que no pudo aguantar el ambiente promiscuo y procaz. A diario le dábamos a Rosa parte de las frutas y verduras que mi hombre traía. Ella nunca pidió nada. Lo aceptaba para sus hijos, claro. Pero carecía de otras muchas cosas elementales. ¿Dice que una herencia?

—Sí.

—A buenas horas mangas verdes.

—Hay acontecimientos que no controlamos. Éste es uno de ellos.

—Entonces todo estaba racionado, pero hacía falta dinero para comprarlo. Se vendían los cupones de aquellas cosas que menos interesaban para comprar las que sí interesaban. Pero aun así… Manín fue un santo con ella. Fumaba mucho. Todos los hombres fumaban. A la mayoría de edad los jóvenes conseguían su cartilla de fumador. Para muchos era parte del alimento. No se veían colillas por las calles. La gente las reunía y con ellas hacían nuevos cigarrillos. Manín y ese otro chico guapo espaciaban su vicio y vendían a buen precio los cuarterones, dándole el dinero a ella, como préstamo. Bueno, eso decían ellos. Todos sabíamos que Rosa no iba a poder devolverles esos préstamos.

Me llevaba por sus recuerdos y no veía cómo interrumpirla.

—Además, ellos le traían comida básica: garbanzos, judías, azúcar, harina… La harina era de almortas, ¿oyó hablar de ella?

—No.

—No era harina de cereal sino de legumbre. Era lo que se comía. Y boniatos. ¡La de boniatos que habremos comido…! ¿Y la leche? Había tres clases de leche dependiendo del agua que el lechero echase en ella. Estaban en unos pilones de piedra, como bañeras pequeñas. El lechero metía el cazo correspondiente, que era de hojalata: un litro, medio, cuarto… Los tenderos eran unos ladrones. Robaban en el peso, con las básculas alteradas para dar menos cantidad de alimentos. Un kilo nunca era un kilo, sino menos. ¿Y el aceite? Eso sí que era una vergüenza. Lo despachaban en una especie de bomba con paredes de cristal. Giraban la manivela hacia un lado y el aceite subía impulsado por el vacío provocado por el émbolo hasta la medida señalada. Luego ponían la botella del cliente en la espita y giraban la manivela al lado contrario. El aceite pasaba de la bomba a la botella. El truco era que, además de que nunca hacían tope ni al llenar ni al vaciar la bomba, lo hacían a gran velocidad con lo que el aceite llevaba muchas gotas de aire. Cuando una llegaba a casa el aceite se había depositado y del litro faltaban tres dedos. Con esas y otras argucias todos los tenderos en la década de los cuarenta se hicieron ricos.

Movió la cabeza como si quisiera ahuyentar los recuerdos.

—Ese chico, Manín, ¿era sólo su primo o algo más? —pregunté.

Levantó la mirada.

—¿Dice?

—Una viuda hermosa, tan necesitada. Hay gente que sólo ayuda a cambio de algo.

—No puede haber nada noble en las personas, ¿verdad? ¿Y qué si se hubiera acostado con él o con algún otro? ¿Usted tiene hijos?

—Sí, uno.

—¿Hasta qué punto es capaz de sacrificarse por él?

No respondí.

—Pero se equivoca. No tiene idea de cómo era esa mujer. Nunca hubo para ella otro hombre que su marido, antes vivo, entonces muerto. Es seguro que su primo la quería y el otro también. No había duda. Pero era mayor su respeto. La protegía. ¡Y de qué manera! Hubo un asunto con el jefe de casa, un falangista de los primeros tiempos. Un fanático, que veía comunistas en todos los sitios. En aquellos años en cada casa había un jefe, que vigilaba para mantener el orden establecido. Aquello dio mucho que hablar. En contra de él, claro.

—¿Recuerda que viniera alguien especial a verla?

—¿En qué sentido?

—Alguien distinto a sus amigos, distinto a los que regresaban al pueblo. En realidad, si recuerda que alguien de Asturias viniera expresamente para verla.

Movió la cabeza tratando de recordar.

—No. Casi a diario venía Gracia a traerle el pan. Se lo traía gratis, porque durante muchos meses, desde la inmediata posguerra, Rosa había escondido a su compañero, un ideólogo y periodista de izquierdas a quien buscaban para fusilarle. ¡Ya ve usted! Ese hombre, Leandro Guillen se llamaba, nunca empuñó un arma. Pero a él sí querían matarlo, sólo por las ideas que transmitió de libertad, igualdad y democracia para todos. Le salvó la vida. Y de milagro, porque una vez vino la policía acompañada por el chivato del falangista. Los vi venir por el pasillo a través de esta ventana. —La señaló. Miré. Se veía el largo corredor por el que había entrado, único lugar de acceder a la casa—. Corrí a la cocina y grité a través de la ventana. Él siempre estaba preparado. Saltó por la ventana de la cocina al campo y cuando entraron los guardias no le encontraron y tuvo que disculparse el muy canalla. Luego le enseñaré por dónde escapó Guillen.

Se echó a reír, rememorando el hecho narrado.

—La organización clandestina pudo pasarle a Francia y desde allí a Argentina. Gracia nunca lo olvidó y se lo agradecía trayéndole gratis el pan, lo que no era poco en aquellos años de racionamiento. Era una chica muy guapa y alegre. Supongo que con ella compartiría los secretos que a mí me negaba. Era lógico. Habían convivido durante la guerra.

—Me habló antes de los Ortiz.

—Sí. Venían con frecuencia. Tampoco estaban casados. Eran pareja desde los años esperanzados del amor libre. Ellos eran una muestra de que una pareja no necesita casarse para ser feliz. Llevaban juntos más de seis años y se querían de verdad. Se conocían desde la guerra, porque sus hombres estaban en la misma brigada. Él era factor o algo así y estaba a cargo de una zona de trenes de mercancías y de personal de vías, en la RENFE. O en una de las contratas de la RENFE, no recuerdo bien. Estaba en la estación Imperial del paseo de los Pontones. Él dejaba a Rosa coger carbón del almacén, una cesta que ella traía caminando, sin ayuda de nadie, aunque debía de pesar sus treinta kilos. Era muy fuerte. Ese carbón lo vendía a algunos vecinos mucho más barato que el de las carbonerías. Era el único dinero real que entraba en esa casa. Hacía dos o tres viajes al día en horarios discretos. Puede usted suponer las palizas que ello representaba para esa chica. Del esfuerzo y de la mala alimentación, enfermó. La cuidamos entre Carmen Ortiz, Gracia y yo misma. Cuando se recuperó no volvió a lo del carbón. Como Gracia, los Ortiz estuvieron viniendo hasta que ella se marchó.

Movió la cabeza lentamente. Luego se levantó y me dijo que la siguiera. Avanzamos hacia el interior y pasamos a una pequeña cocina, sencillamente amueblada y limpia. La chica abrió la ventana. Daba a un pequeño patio. Enfrente, a menos de dos metros había una pared. Era la trasera de otra casa.

—¿Ve esa vergüenza? ¿Qué decían del muro de Berlín? Seguro que era mejor que esto, porque el muro podía saltarse. Esto es como una cárcel. Pero ahí delante estaba la vida. Un campo inmenso y natural que nunca había sido modificado y que llegaba hasta el paseo del Canal, allá, a lo lejos. Usted no se lo puede imaginar. Se asomaba una a esta ventana y se veía la hierba, las flores, los pájaros, las mariposas, la luz… Oh, sí, había también moscas, abejorros y escarabajos que nos fastidiaban bastante, y grillos que no nos dejaban dormir. Ya ve. Ahora echo de menos todo eso, porque era una vida natural.

La contemplé. Miraba ese campo en su evocación y no el ominoso muro golpeando nuestras caras.

—¡Cuántas tardes hemos pasado asomadas a esta ventana, o a la de ella, viendo pasar a la gente o contemplando a los niños jugar hasta que se hacía de noche…! Luego empezó a llenarse de chabolas. Cientos. Era como un pueblo de chabolas. Seguro que usted no vio nunca nada parecido. Y muchos años después hicieron casas y esa cosa horrible ahí enfrente que nos quita la vida. Pero ella no vio todo esto. El recuerdo que habrá tenido sería el de ese campo magnífico. —Hizo una pausa y luego levantó el bastón apuntando a la pared medianera del patio en la que estaba pegado el muro de la otra casa—. ¿Ve ese tabique? Ahí terminaba el patio. Al otro lado empezaba el campo, justo donde se acuesta la otra casa. Guillen saltó de esa ventana al borde de la pared del patio y de ahí al campo, y les dejó con un palmo de narices.

Me obligué a dominar mi impaciencia. ¿Nos damos cuenta de que no prestamos atención a los mayores? Yo había ido a buscar unos datos, con mi tiempo hipotecado. Iba a lo mío. Conseguir la información y salir a otras prisas, sin pensar en cómo quedaría esa anciana tras haber alterado su mente con los recuerdos que saqué de su escondrijo.

—¿Mencioné las moscas? Alguien debería hacer una tesis sobre el barro y las moscas. No se lo puede creer. Había millones de moscas. Convivían con nosotras de manera natural. Se caían en los guisos y en los platos cuando comíamos. Las echábamos agitando trapos. Era un trabajo inútil. Cuando abríamos de nuevo la ventana, entraban. Poníamos unas cintas impregnadas de pegamento, que entonces vendían para tal fin. Las colgábamos de las bombillas. Quedaban adheridas hasta que la cinta no tenía más huecos. Había que poner otras, y otras. Al final desistíamos del invento, porque no teníamos dinero para tantas cintas. Y, además de las moscas normales había moscones grandes, otras de color verde cuya picadura era dolorosa, y unas que llamábamos moscas borriqueras. No se espantaban. Se agarraban a la piel y tenía uno que arrancarlas con los dedos. Eran muy difíciles de matar. Todos los jueves se celebraba, enfrente de las puertas del matadero, en las entonces anchas aceras, al aire libre, un mercado de ganado caballar. Apenas pasaban coches. Venían gentes de todos los sitios trayendo sus caballos, burros y mulos. Era una tradición. ¡Cómo describir el sonido, el ambiente, el color…! Había carros de comida y ropas, y los niños corrían por entre las bestias averiguando lo que era la vida real. Cuando terminaba la feria, nos pasábamos toda la noche quitándonos todas esas moscas borriqueras que habían venido por manadas.

Se calló, pero siguió mirando el campo en su indesmayable recuerdo.

—Debí de haberme ido de aquí hace tiempo. He quedado encerrada, sin vista alguna, como prisionera. Todo el día con la luz encendida.

—¿Qué le impidió hacerlo?

—El amor a las cosas y a los recuerdos. Parece absurdo, pero soy así. Y eso que Salvador y los hijos insistieron, pero fui más porfiada que ellos. Ocurre que vinimos aquí en el 40, la casa sin terminar. No había barandillas en los pasillos de afuera ni puertas en la entrada ni en las habitaciones. Ni luz. Todo eso lo fueron poniendo después. Con el tiempo hicimos pequeños arreglos con el permiso del administrador. Tuve mis hijos y aquí crecieron. Y un día, a mediados de los 60, salió esa ley de Propiedad Horizontal. Y todos los caseros empezaron a desprenderse de sus inmuebles, porque no les compensaba tener inquilinos con rentas bajas. Estaban bloqueadas las subidas de los recibos y, además, habían de acometer reparaciones obligadas, a veces costosas. Así que, como habíamos recibido ese dinero, compramos el piso al contado y en armonía ya que teníamos derecho de tanteo. Fue una buena compra. Figúrese: cuarenta mil pesetas. Parece una broma pero es cierto.

—Dice que recibieron ese dinero…

Se me quedó mirando durante un rato con los ojos muy abiertos.

—Nos tocó la lotería. Mi marido jugaba siempre y algunas veces le había tocado, pero esa vez fue un buen pellizco. Hicimos las reformas necesarias: agua caliente, baño completo, todas esas cosas. ¿Cómo iba a querer irme si la casa estaba preciosa? Fui egoísta y estaba equivocada. No pensé en los sentimientos de mi hombre. —Movió la cabeza y habló con abstracción—. Salvador… Se fue silenciosamente una noche del 74. Siempre se levantaba ligero, aún de noche, y se iba al mercado. Era muy inquieto. Esa mañana estaba allí, a mi lado, cuando desperté. Le llamé, Salvador, te has dormido. No me contestó. Nunca más me contestó…

De nuevo quedó absorta. Respeté su pausa. Se volvió y me miró. Hizo una seña y volvimos al saloncito bajo la mirada de la cuidadora. Apuntó el bastón como si fuera una espada y señaló mi asiento. Obedecí y miré sus ojos azules. Aunque ella me miraba no me veía.

—Y hablando de ganado. En el matadero se mataban corderos, vacunos, cerdos y hasta caballos. Había una línea de tren que entraba directamente dentro de los muros. Pero mucho más frecuente era que los trajeran en manadas, al paso. ¡La de miles de animales que he visto pasar…! Le puedo decir que el ganado caballar que traían eran animales decrépitos y lisiados, algunos en las últimas. Caballos y burros cojos, llenos de heridas, huesudos como el caballo de Cantinflas, explotados en una vida de trabajos. ¡Pobres animales! Los veo todavía…

¿Cómo parar ese caudal de recuerdos? Pero sorprendentemente, se me había quitado la prisa y me encontré a gusto oyendo esos mensajes del pasado.

—En ocasiones traían toros jóvenes y con cierta bravura. Los conducían hombres a caballo, con largas varas, que impedían que los animales se salieran de la manada. Pero muchas veces algún toro se espantaba y echaba a correr, solo o seguido de otros, paseo arriba o se metía en el campo. ¡Qué momentos aquéllos! —Se echó a reír—. Parece que lo estoy viendo. Las mujeres y los niños salíamos pitando hacia las casas. Entonces no había ni un solo árbol en el paseo. Habían sido cortados durante la guerra. Los toros enfilaban a la gente como en San Fermín. Una vez un toro se metió en este portal y entró en el pasillo de este piso. Era enorme. Y no podía darse la vuelta. Fue algo digno de ver. Tuvieron que sacarlo de culo hasta la escalera entre varios hombres, tirándole del rabo. En el descansillo pudo darse la vuelta y salió como un vendaval. ¡Cómo decirle…!

Me contagió y nos reímos un rato. Luego, de repente, se quedó triste.

—¡Desdichados animales! Los Viernes Santos permitían entrar a ver cómo se los mataba. Igual que si fueran a una fiesta, las familias iban endomingadas con sus hijos, niños de corta edad muchos de ellos, quizá para habituarlos a la crueldad humana. Yo fui también una vez por curiosidad, como una tonta. Nadie me había dicho la barbaridad que era. No debí haber ido. No volví más. Era brutal. Ignoro por qué los responsables consentían el hacer un espectáculo de esa violencia inhumana. Todo lleno de sangre y frenesí. Muchos se arrepintieron de ponerse en primera fila y tan acicalados, porque salieron con sus mejores ropas arruinadas de sangre y barro. Por si no lo sabe le diré que entonces la gente vestíamos mal durante la semana, pero los domingos y fiestas nos poníamos nuestras mejores ropas, lo mejor que teníamos, que eran prendas únicas cuidadas con esmero para que duraran años. A los toros y vacas los mataban juntos, por recuas, en una gran sala, varios matarifes a la vez. Les daban con una especie de puñal redondo y puntiagudo, como un atornillador, en la nuca. El animal caía, aterrorizado, entre mugidos. Sin pausa le abrían el cuello y le dejaban desangrar. La sangre corría como agua por todo el encharcado piso hacia los desagües. Los animales intentaban escapar, se escurrían y caían, con un espanto tal en sus ojos que no se me olvida. A veces un toro presentaba batalla. Los matarifes, hombres insensibilizados, rodaban por el suelo con sus monos y botas chorreando. Entonces, venían unos con una especie de tijeras largas terminadas en cuchillas. Las aproximaban a las patas delanteras y les cortaban los tendones y las rótulas. El animal caía y luego daban cuenta de él. Desangrados, les partían el cráneo a hachazos, quitándoles los cuernos. Muchos latían todavía cuando les colgaban de unos ganchos y los transportaban a otras salas donde los descuartizaban a gran velocidad.

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