El tiempo escondido (21 page)

Read El tiempo escondido Online

Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
10.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ambos quedamos en silencio un tiempo, cada uno en sus cogitaciones.

—O sea, que la familia de Miguel participaba en ese proceso de deslealtad conyugal.

—Sí. La China seguía entrando en la casa de su madre, como siempre. Allí se veía con Miguel, merendaban y luego salían para fornicar.

—¿Rosa hizo algo al respecto?

—Una amiga le dijo un día lo que ocurría. Al principio no se lo creyó. Pensaba que Miguel se había portado muy mal con ella con lo del prado, pero que la quería. La amiga la obligó a acompañarla y un día se apostaron a escondidas, vigilando el portal de la suegra. Era una calle corta, unas siete casas por lado, y había mucha gente paseando y conversando en grupos, porque entonces se hacía mucha vida fuera de las lóbregas viviendas. Como en los pueblos, todo el mundo se conocía y tenían los cotilleos al día. Vieron salir a Miguel, con La China del brazo, seguidos por la suegra y la cuñada con su marido.

Me contempló sopesando la expectación que su narración me causaba.

—¿Qué ocurrió?

—Rosa se abrió paso entre la gente y se colocó frente a ellos.

Vega aportó un nuevo silencio, como si estuviera negociando con las imágenes que proyectaba. Seguí mirándole sin responder.

—La China salió despavorida al verla. Rosa miró a su marido y a los otros, uno por uno y a los ojos. Cuentan que en su mirada había tanto dolor que toda la calle fue enmudeciendo como si hubiera ocurrido un prodigio. Sin decir nada, ella se alejó y ahí quedaron ellos, entre los cuchicheos, llenos de pasmo y perturbación.

La quietud de mi insonorizado despacho se hizo insoportable.

—Es decir, que Rosa estaba en medio de un torbellino que no entendía y al que no estaba preparada para enfrentarlo. Con dos familias a las que no podía acudir. Sola. Y sin medios propios.

—Así es.

—¿Por qué me ha contado todas esas cosas?

—¿Qué me dice? Usted ha estado sermoneando sobre esa mujer. Estoy correspondiendo a su interés por ella.

—No le pedí cosas tan íntimas, sin aparente conexión.

—¿Y yo qué sé lo que para usted es apropiado o no? —Hizo una pausa—. Así tiene usted todos los datos y puede que comprenda de una vez que lo del prado fue el resultado de muchas actuaciones no provocadas por mi familia.

Le miré y volví a mi asiento.

—Ese prado, ¿les ha producido grandes beneficios en estos años?

—No especialmente. Uno más de la casa. Lo alquilábamos a quienes tenían ganado pero no terreno propio.

—O sea, hubieran podido vivir sin él.

—Claro, como tantas cosas. Acaparamos más de lo que podemos digerir. —Guardó silencio y pareció reflexionar—. Sé por donde quiere ir. Mire, la vida es como es. Viene como viene. Hacemos lo que creemos que debemos hacer en cada momento, pero el tiempo cambia nuestros enfoques. Hoy sé que debimos devolver el prado. Qué quiere que le diga. No tiene ningún valor. Nada tiene valor en los pueblos. Ahora queremos vender la finca y no encontramos comprador. ¿Qué le parece?

—Usted es hombre ilustrado. Ha viajado por el mundo. Sabe lo que es la emigración interna. ¿No previo lo que podría ocurrir en su pueblo?

—La vida pasa deprisa. Más de lo que uno imagina. Es fácil especular a toro pasado. Ya ve. Tuve oportunidad de venderles el prado a los Teverga y a los Regalado.

—¿No me dice que no volvió a ver a esos hombres?

—No fueron ellos quienes hicieron la oferta, sino sus familias.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Sobre 1975. Unos veinte años atrás.

—¿Cuánto le ofrecieron?

—Medio millón y millón respectivamente.

—¿No lo encontró de interés?

—No, entonces.

—¿No le extrañó que esas familias, sucesivamente, quisieran comprar ese prado?

—No. ¿Qué tiene de extraño? Viven en el pueblo y tienen ganado. Era lo más natural.

—Necesito que me consiga los informes de la Guardia Civil sobre el caso. Creo que tampoco tendrá problemas con el juez.

—¿Qué informes?

—Todos, desde 1943.

—Los tendrá. —Se levantó y miró el suelo—. Le diré lo que pienso. Creo que esos dos cómplices, Manín y Pedrín, lo hicieron. Por eso quiero que los encuentre y que canten.

—¿Y el dinero? Si fueron ellos, ¿por qué lo guardaron?

—Ahí me pierdo. Es el punto ilógico. Sólo hay una vida. ¿Por qué no lo gastaron?

—Porque quizá no fueron ellos.

Movió la cabeza dubitativamente. Le acompañé hasta la salida. Lo vi caminar por el pasillo hasta uno de los ascensores como si fuera el dueño del edificio.

—¡Qué tío! —dijo David, saliendo de su despacho—. Casi no cabe por la puerta. ¿Te imaginas a alguien matando a una persona de ese tamaño, cargándolo y enterrándolo en el sótano de una iglesia? Ni siquiera tú podrías hacerlo.

—Pero alguien lo hizo. Y, quienquiera que fuera, logró un trabajo perfecto.

—¿Qué es perfecto?

—¿Necesito decirlo? Como trabajo en sí. Hizo dos asesinatos, robó una fortuna. Y más de cincuenta años después nadie sabe quién es. Eso es eficacia.

Llegué con diez minutos de adelanto. El restaurante estaba completo de comensales. El camarero buscó la mesa reservada para cuatro. Íbamos a ser tres pero es el truco para tener una mesa más grande y un espacio para dejar las alforjas. El tiempo había hecho un guiño y lucía un sol dubitativo. Pedí una cerveza y saqué el bloc de notas.

Cuando ellos llegaron, quince minutos después de lo acordado, sabía ya cuáles iban a ser los próximos movimientos sobre el caso Vega. Carlos es de mi estatura y complexión atlética, culo estrecho y piernas largas. Tiene en su rostro atractivo una sonrisa permanente, como esculpida, herencia de su madre. Lleva el pelo largo, flotando en ondas castañas sobre su cara alargada de nariz afilada. La chica es de estatura media. Forman una pareja algo desigual. Me levanté.

—Hola. —Carlos me besó—. Ésta es Sonia. Mi padre.

Nos besamos. La contemplé mientras ella me valoraba. Tiene unos ojos color caramelo, grandes, como si expresaran una sorpresa contenida. Esbelta, bien formada y con piernas. En mi lenguaje significa que lleva faldas en vez de pantalones, prenda que ha pasado a ser el uniforme femenino. Llevaba zapatos de aguja, quizá para encaramarse a la altura de Carlos, lo que tampoco es corriente hoy día.

—Hola —dijo—. No me habías dicho que tienes un padre tan atractivo y tan joven.

—Sí —dijo Carlos—. La gente cree que es mi hermano mayor.

—Venga, sentaos —invité.

Sonia llevaba una gabardina color arena y él un cuero negro tres cuartos. Se quitaron las prendas y las dejaron en la cuarta silla.

—Toma —dije, entregándole a Sonia una rosa color rosa, que había comprado para tal fin—. No sé si esto se lleva ahora.

—¡Oh! Gracias. —La tomó y olió su perfume—. ¡Humm! ¿Por qué no se va a llevar?

—Porque no sé si es cursi o pasado de moda. Los jóvenes tenéis otro lenguaje y otras maneras.

—Vamos papá, no hables como un viejo, que no te sienta. Somos del mismo rollo consumista.

—De acuerdo con Carlos —dijo ella—. Nada tienes de antiguo en tu aspecto. Mi padre sí es de otra época. Dice que las chicas han de ir vírgenes al matrimonio y que el divorcio no debería existir.

Me sacó una sonrisa. Se acercó el camarero y nos dejó las cartas. Ambos pidieron cervezas de aperitivo. Miré a Carlos.

—¿Qué tal os va?

—De fábula —contestaron a la vez, riéndose y mirándose con ojos admirativos. Se agarraban de una mano, exactamente como hacíamos Paquita y yo. Qué inmensa ilusión perdida. Qué breve dentro de lo breve…

—¿Y en lo demás?

—Bien. Ella trabaja en la revista
Tentaciones
. Es periodista. Hace entrevistas y lleva la sección de discos y libros.

—¿Hiciste la entrevista a Guti? —dije, achicando los ojos.

—Sí.

—Un diez —acompañé su sonrisa.

—Mi padre dice que Guti es el mejor jugador de España. Y que algún día se verá.

—Es Redondo, pero con más clase, más joven y goleador. Si no lo estropean las políticas del club, tiene un gran futuro.

Vino el camarero. Sonia pidió guisantes y solomillo de vaca. Carlos espárragos y también solomillo. Yo, ensalada y lenguado sin guarnición. Pedí un reserva de La Mancha y agua. Carlos levantó su copa.

—Un brindis. Porque mi padre encuentre a la mujer que anda buscando.

Vacilé un instante y ellos lo notaron. Bebimos.

—No es exactamente como dices. No voy como Diógenes buscando con el farol.

—Debes rehacer tu vida. Mamá ha rehecho la suya. Tienes cuarenta y un años. Bastante más joven que Richard Gere y que Harrison Ford.

Los grandes ojos de Sonia estaban enfocados sobre mí.

—No sé qué te habrá contado Carlos. No te creas todo lo que dice. Es un tramposo —dije.

—Me habló de que tú y tu mujer os separasteis.

—Eso es verdad.

—Que eres muy exigente —apostilló.

—Sí. Conmigo mismo.

—Es una cualidad que has transmitido a Carlos. Me gusta.

—¿Por qué? Un exigente puede provocar situaciones insoportables.

—Pero es signo de protección. A las mujeres nos gusta la seguridad de un hombre entero y el pecho protector en que apoyarnos. Quien diga otra cosa miente.

Trajeron los platos y hubo un segundo silencio.

—Mi padre no come carne. Dice que los animales tienen alma y que el hombre, por su inteligencia, debería buscar medios alternativos para alimentarse. Que matar un animal para comérselo no es exactamente de humanos de este siglo.

Sonia me miró.

—Los peces son también animales.

—Sí —contesté—. Mi teoría tiene prioridades y defectos. No estoy formado para eliminar todo lo malo que el mercado nos ofrece. Es cuestión…

—Es cuestión de tiempo que te hagas vegetariano —interrumpió Carlos.

—¿Y eso del alma de los animales? —inquirió Sonia.

—Bueno, no exactamente el alma según define la Iglesia. Es la certeza de que los animales palpitan como nosotros, exactamente igual. Es el mismo hálito, la misma luz desconocida que llamamos vida. Sólo nuestra inteligencia nos hace diferentes. Pero esa misma inteligencia debe conducirnos a respetar y no dañar esas otras formas de vida.

La chica me miraba con atención.

—Los animales son como nuestros hermanos pequeños. Ni siquiera son conscientes de su existencia. Carecen de raciocinio. Igual que los niños. ¿Y qué hacemos con los niños? Los protegemos.

Bebí mi cerveza y escancié el vino en las copas. Concluí:

—Sí. Los animales están bajo nuestra protección, también.

—Sin carne, ¿qué pasaría con la cadena de alimentación?

—Ningún problema. La carne sólo ocupa una parte de esa cadena.

—Sí, pero es la parte básica.

Quedé en silencio. Era un tema insoluble.

—Sabes que nunca se dejará de comer carne —apuntó Carlos.

—Nunca es mucho tiempo. Es bonito pensar que algún día la Humanidad se alimentará de otra manera.

Carlos miró a su novia.

—¡Vaya! Te ha camelado. Ahora te contará lo de los toros. Dice que hay que suprimir las corridas.

—Algo difícil, ¿no? —dijo ella—. Los intereses y el dinero que se mueven en ese mundo hacen de tu idea una misión imposible.

—Sí —corroboró Carlos—. Además, ¿qué iban a hacer esos miles de personas que no saben hacer otra cosa?

—Cambiar de oficio. Mi bisabuelo era aguador en Madrid. Subía el agua en barricas a las casas. Era un oficio de larga tradición, todavía en uso en muchas partes del mundo. Desaparecieron. Conocí a un vecino que había sido paragüero–lañador. Iban por las casas anunciándose, soplando una suerte de instrumento característico. Al principio iban andando, cargados con los útiles. Luego iban en bicicleta, a la que transformaron como mesa de trabajo. Arreglaban paraguas, hacían cacitos con asas de envases vacíos de leche condensada, taponaban los agujeros de los pucheros, que eran de aluminio o cinc, porque entonces no había de acero inoxidable. Mi tío abuelo era quesero–mielero ambulante. Caminaba por las calles pregonando su mercancía en una letanía invariable, que era canto y también lamento: «El quesero buen queso, de la Alcarria miel». Llevaba los quesos manchegos en unas bolsas de redecilla colgadas de un hombro, como alforjas, y la miel en un barrilito de madera suspendido de una mano con una cuerda. La gente lo llamaba y él subía y bajaba por las escaleras de las casas sin ascensores haciéndose muchos kilómetros diarios. Estaba más seco que una castaña pilonga. Servía la miel con un cazo que estaba introducido en el barrilito y que hacía las veces de medidor. Pesaba las porciones de queso en una pequeña báscula romana que portaba a la espalda como si fuera un carcaj… Esos y otros oficios se esfumaron —establecí una pausa añorante—. ¿Y qué decir de los constructores de catedrales góticas? Un viento barrió a esos maestros de las arcadas asombrosas, a los alarifes, canteros, escultores de la piedra. ¿Por qué no puede ser barrido el mundo de los toros? Los creadores de las catedrales desafiaban la lógica. Lo mismo que la gente del toro. Sólo que estos últimos lo hacen sobre la sin lógica del sufrimiento y la humillación de un animal noble, lo que es una aberración porque el hombre es inteligente y sensitivo. Los maestros de las catedrales dejaron esos monumentos, imposibles de realizar hoy. ¿Qué monumentos de la capacidad del hombre para la búsqueda del conocimiento, la belleza y la conservación dejará el mundo taurino cuando desaparezca?

Hubo un silencio prolongado. Carlos miró a Sonia, que no me quitaba ojo.

—Y eso que no te ha hablado de la caza. —Se echó a reír—. Son temas recurrentes en nuestras conversaciones. En el fondo lo comparto. Pero ¿quién para el sistema? Son los políticos quienes pueden cambiar o mejorar las leyes.

—Cierto. Pero ¿no es imaginable que alguna vez los políticos puedan prohibir tan lamentable espectáculo? Al fin y al cabo, en Europa somos los únicos que persistimos en esta barbarie, los únicos que torturamos toros en cada fiesta de cada pueblo.

—Los políticos tienen que hacer lo que pida el pueblo, y sabes que el pueblo español está mayoritariamente a favor de las corridas.

—No estés tan seguro. Si hubiera un referendo, quizás habría sorpresas para quienes pensáis así.

—Suprimir las corridas, prohibir la caza… Cambiar lo que se lleva haciendo desde hace siglos. Son ideas revolucionarias. La anarquía.

Other books

El fin del mundo cae en jueves by Didier Van Cauwelaert
Mission Unstoppable by Dan Gutman
An Imperfect Miracle by Thomas L. Peters
Set You Free by Jeff Ross
The Fire Child by Tremayne, S. K.
Midnight Dolls by Kiki Sullivan
Mindlink by Kat Cantrell
Horse Tale by Bonnie Bryant