—No está aquí. Yo decido. ¡Y ponte firmes!
El capitán no lo hizo. Sostuvo su mirada con ira. Era un hombre alto, de gesto impaciente y aspecto marcial, delgado como un huso y un poblado bigote negro.
—Se equivoca, mi coronel. Este hombre está bajo mi mando. Sólo yo puedo ordenar algo tan grave sobre él, en ausencia de mis superiores de unidad.
—Capitán, ¿quieres que te fusile a ti también?
Hubo un murmullo entre los jefes y oficiales.
—¿De qué se acusa a este soldado? —habló el capitán, dominando su furia.
—Deserción y cobardía ante el enemigo.
—Pero qué cojones… ¿Quién lo dice?
—Esos caballeros legionarios lo vieron.
Señaló con la fusta al grupo donde estaba César retenido.
—Con su permiso, mi coronel —dijo el capitán. Se volvió a los legionarios y les gritó—: ¡Venid acá con el soldado! ¡Ya!
El pelotón de castigo obedeció. Llegaron hasta el oficial y se pararon a unos tres metros.
—¿Quién vio la deserción?
Un legionario se adelantó y se cuadró marcialmente.
—Yo, mi capitán, y otros cuatro más.
—¿Dónde estaba él cuando lo aprehendisteis?
—Arriba, en la posición tomada.
—Si hubiera huido no estaría allí sino agazapado en algún sitio. ¿No lo habéis pensado?
—¿Adónde podría ir? No con los moros. Estaba emboscándose entre nosotros, quizás esperando que nadie le hubiera visto huir.
—¿Opuso resistencia?
—No.
—¿Quién cojones os dio autoridad para aprehender a este soldado?
—Bueno, mi capitán, creímos que…
—¡No estáis aquí para creer ni pensar! Vuestro deber, en un caso así, es el de informar a vuestros superiores, que son quienes deben tomar las decisiones. Habéis suplantado la cadena de mando.
—Pensábamos que…
—¡Mierda! No sois policías. Estáis aquí para obedecer, ¡joder! —Los miraba con verdadero desprecio—. Maldita sea, ¿qué visteis realmente?
—Vimos que corría hacia atrás hasta esconderse detrás de dos cadáveres. No nos paramos a ver qué hacía después. Seguimos las órdenes: siempre adelante hasta vencer o morir.
—¿Cómo lo habéis reconocido? No es fácil distinguirse unos de otros en la distancia y en pleno fragor del combate.
—A él le reconocería cualquiera, mi capitán. Es el más feo del ejército. —Lo dijo serio, pero algunos legionarios se echaron a reír. La mirada fulminante del capitán ahogó sus risas. El oficial retornó su atención a los jefes.
—¿Comprobaron la acusación?
—Todos ellos lo vieron —contestó el coronel—. Y él mismo confesó.
El oficial miró a César, que permanecía indiferente, como si el asunto no fuera con él.
—¿Qué tienes en la mejilla? —preguntó, al ver caer la sangre por la cara del soldado.
—Nada, señor.
El oficial analizó al coronel y a la fusta que movía en su mano. Luego sacó un pañuelo y lo ofreció a César.
—Posición descanso. Toma, sécate. —Lo miró restañar desgarbadamente la sangre de su herida—. ¿Dijiste que habías huido?
—No, señor.
—¡Cobarde cabrón y embustero! Todos te oímos decir que corriste hacia atrás —dijo el de la fusta.
—Corrí hacia atrás, pero no huía.
Jaime Navarro Folgoso se volvió al jefe.
—Señor, ¿es ésa la comprobación requerida para decidir el fusilamiento de un soldado? ¿No es bastante que nos los maten los moros, que tenemos que matarlos nosotros mismos? —Miraba al coronel desde su altura, apreciando que la diferencia de estaturas hacía al otro más irascible.
—¡Cuidado con lo que dices! Se le halló culpable. Esto es una guerra, no un tribunal. Un cobarde que escapa produce muertes de compañeros.
—Se cometería un enorme error y una cruel injusticia, porque ése no es el caso, mi coronel. Yo, con el capitán Andréu y el teniente Arizmendi, aquí presentes, vimos lo que ocurrió desde nuestras líneas de posición fijadas por el mando. Desde esas líneas hostilizábamos al enemigo con nuestras ametralladoras y baterías, y desde ellas salieron dos escuadras en apoyo de las columnas una y dos. Observamos a nuestros hombres en su progresión hacia el Malmusi. Y, en efecto, vimos también correr hacia atrás a este soldado, por lo que en ese primer momento interpretamos lo mismo por lo que se le acusa. Alcanzamos a verle guarecerse detrás de dos cuerpos, aparentemente sin vida. Miramos con atención por los prismáticos. Los soldados caídos estaban vivos y no se protegía con ellos sino en una pequeña trinchera natural que había detrás. ¿Y saben lo que hizo?
Todos estaban en silencio expectante. Más arriba, lejos de las líneas de tiro, se oían disparos esporádicos.
—Los heridos, que se movían pero que no podían valerse, estaban siendo tiroteados. Entre ellos y la trinchera natural habría como un metro de separación. Él los arrastró hacia el parapeto hasta quedar cubiertos. En realidad fue increíble cómo lo hizo, sin dejarse ver. Los cuerpos fueron arrastrados uno tras otro, mientras las balas rebotaban cerca. Parecía que se hubieran deslizado solos. Después vimos asomar un fusil, del que fueron saliendo disparos espaciados. Dirigimos los anteojos a la colina. De dos cuevas salían las nubéculas de los disparos del enemigo. Una a una fueron apagándose hasta que desaparecieron todas. ¿Les digo lo que eso significa? Observamos que este soldado, al que absurdamente se quiere sacrificar en el nombre de no sabemos qué disciplina, llamaba a los camilleros y les hacía señas en posición agazapada, como un veterano experimentado. Lo vimos ayudarles a poner los heridos en las camillas. Recuperó los fusiles y los colocó en cada camilla. Luego corrió hacia donde yacía otro soldado, más arriba, indicándoselo a los camilleros. También les ayudó y recuperó el fusil. Todo eso es lo que ocurrió, mi coronel. Ninguna bala le hostigó en esos momentos. Él solo había neutralizado a los que les tiroteaban, una ametralladora incluida.
Los mandos se miraron entre sí en silencio.
—Venimos del hospital de campaña —continuó el capitán—, porque teníamos especial interés en ver si los esfuerzos de este soldado sirvieron para algo. He visto a esos hombres. Dos tienen el cuerpo agujereado por varios sitios, pero parece que vivirán. El tercero está muy grave y está siendo operado.
—¿Qué hizo después este soldado, una vez evacuados los heridos? —dijo un comandante.
—¿Qué hizo? Subió por las quebradas y luego por las escarpaduras, agazapado como un felino, disparando de vez en cuando desde la posición de rodilla en tierra y desde el suelo. Se unió así a los que tomaron los Cuernos de Xauen. Lo vimos unirse a granaderos y a otras unidades. Lo perdimos de vista cuando entró en una de las cuevas para desalojar a quienes hacían defensa suicida. —Se volvió al de la fusta—. Este fusilero, mi coronel, merece una medalla y que se le licencie con honor. Salvó la vida a tres soldados, ha eliminado él solo a un montón de enemigos. Nunca ha dejado el frente de combate, subió bravamente por las cuestas y contribuyó a la conquista del objetivo. Es lo que ha hecho este hombre, un simple soldado de reemplazo y no un profesional voluntario.
Hubo murmullos y comentarios.
—Quizás habría que preguntarle por qué hizo una cosa así, sabiendo que la orden es la de no retroceder y de que los heridos quedan para los camilleros —dijo el comandante mirando a César—. ¿Por qué desobedeciste, soldado?
—Son mis amigos. Iban a matarlos. Tenía que salvarlos. Los camilleros no venían —dijo, mirando de frente a su interlocutor.
Hubo nuevos comentarios en voz baja. El capitán habló:
—El único cargo que cabe aplicar aquí es el de desobediencia. Pero esa desobediencia salvó la vida de tres soldados, permitió la eliminación de un sinnúmero de enemigos y, a la postre, coadyuvó a la toma de la posición. —Miró al superior—. Ahora, usted decide, mi coronel.
Todos los ojos se clavaron en el menguado jefe. Él jugó con la fusta sabiendo que debía revocar la orden y eso era algo que nunca había hecho. Buena parte de su fama y ascendencia ante sus legionarios se debía a su inflexibilidad y a su ausencia de emociones. Pero si persistía en mantener su orden ante un hecho tan palpable de inocencia podría verse sometido después a investigaciones que no le favorecerían.
—Bueno —dijo de mala gana—, lo perdonamos. Que lo suelten. Desobedeció una orden del alto mando, por lo que ni medallas ni pollas. Me opondré. Que se vaya a su compañía. Al fin, quedan muchas oportunidades para morir. En cuanto a ti —se dirigió expresamente al capitán—, considérate arrestado por insubordinación. Preséntate a tu coronel. Que me vea.
—A sus órdenes —dijo el oficial, cuadrándose y saludando—. Pero pido un castigo para estos secuestradores por usurpación de funciones, violencia e incitación a un crimen. No otra cosa es lo que ha acontecido.
—¡Vete de una puta vez!
El capitán miró a César y le hizo una seña con los ojos. El soldado recompuso su figura y saludó al coronel, pero éste ya les había dado la espalda ostensiblemente. César retrocedió dubitativamente y se unió al capitán. Caminaron hacia el campamento base de la playa por los terraplenes atormentados, en un remedo imposible de Don Quijote y Sancho, junto con los otros dos oficiales de la columna.
—¿Señor Vega? ¿Puede venir esta mañana?
—Puedo —dijo—. Estaré ahí en media hora.
Salí a la sala donde David y Sara hablaban.
—¿Qué tal el viaje a Asturias?
—Intenso. Es tierra que cautiva.
Les conté las entrevistas e impresiones primeras.
—O sea, que el asesino puede ser un vengador, Charles Bronson.
—Quizá la realidad sea distinta.
—Hace su venganza, pero se queda con la pasta.
No respondí.
—Es sorprendente lo que dicen de esa mujer, Rosa. ¿Hay mujeres así, realmente? —dijo Sara.
—Tú no puedes quejarte —señaló David—. Eres un sueño para muchos hombres.
—Cuidado jovencito. Podría ser tu madre.
—Ése es el problema. Si tuviera veinte años más esa sonrisa sería para mí solamente.
—¡Eh! Vamos —interrumpí—. Me vais a dar celos.
—El hombre de hierro —dijo David—, el que rechaza el amor. En este tipo de conversaciones nada tienes que decir.
Sara me miró fijamente. Retorné al despacho. Volví con la foto de Rosa. Ambos la miraron con atención.
—Venga, decid algo.
—Realmente guapa, pero un poco antigua.
—No —dijo Sara, sosteniendo la foto—, es actual. Podría caminar por nuestras calles y causaría la misma sensación de entonces. Mira sus cabellos y sus ojos. Y eso que están en blanco y negro. Imagina si la foto fuera en color. ¿Qué tienen de antiguos?
—¿Y la boca? —señalé.
Sara volvió a mirarme. Luego regresó a la foto.
—Especial, como todo lo demás.
La puerta se abrió. Allí estaba José Vega con su impresionante masa corporal que todo lo achicaba. Le presenté a David. Dio la mano a Sara.
—Tiene una secretaria muy atractiva —dijo.
—¿Ves? —habló David—, el sueño.
—Pase, señor Vega.
Nos sentamos en el despacho, con la puerta cerrada. Nos miramos fijamente, sin que nadie cediera. Al fin habló.
—¿Qué tiene que decirme?
—Es usted quien debe decirme cosas. Me ocultó datos.
Saqué la foto de Rosa y se la puse delante. La miró un buen rato y luego volvió sus litigantes ojos hacia mí.
—¿Y bien?
—Dígamelo usted.
—No sé qué tiene ella que ver en este asunto.
—¿La conoció? —dije, conectando la grabadora a su vista.
—Sí, claro. La vi todos los días desde que crecí hasta que se vino a Madrid. También la vi después algunas veces aquí. Y una vez en el pueblo.
—¿Qué le parecía?
—¿En qué sentido?
—En todos los sentidos. Como mujer y persona.
—Era un monumento. También la recuerdo muy bondadosa.
—Acláreme eso.
—Se portaba bien con la gente. Durante la guerra protegió y salvó a muchos nacionales del terror rojo. Familiares, conocidos, gente que pedía ayuda. Sé que también escondió a algunos rojos cuando la guerra acabó. No era nada egoísta. Repartía lo que tenía, ya desde pequeña.
—¿Qué supo de ella cuando la guerra terminó?
—Vivía en Madrid. Parece que no le iban bien las cosas.
—Sin embargo, ni usted ni su padre la ayudaron a paliar sus penurias.
Puso gesto de asombro.
—¿Por qué habríamos de hacerlo?
—¿Me lo pregunta en serio?
—Completamente en serio. No hay por qué ir socorriendo a la gente. Cada uno debe cuidar de sí mismo.
—Según ha dicho, esa mujer sí socorrió a gente necesitada.
—Sí… —Movió la cabeza—. Bueno. Es que ella era especial. La gente no es así. Y menos en esos años. Todos pasábamos necesidades.
—¿Usted las pasó?
—Bueno —dudó—, no exactamente. Pero a nadie le sobra. El que reparte se queda sin parte.
Parecía un chiste, pero su semblante estaba con el gesto hosco de siempre.
—Según parece a ustedes les fue bien. Nunca tuvieron problemas económicos. Y les causó mucha alegría y beneficio el triunfo de Franco.
—Naturalmente. Si usted hubiera vivido aquello también lo habría celebrado. Eran bárbaros, chapuceros, contrarios a la ley de Dios. ¡Albañiles! Ya me dirá usted cómo iban a ganar.
—Claro —dije.
—En cuanto a si vivíamos bien o no, y si nos favoreció el haber estado al lado de los vencedores, es cosa nuestra. Mi abuelo murió en guerra y mi padre no lo tuvo tan fácil.
Nos miramos en silencio sabiendo ambos que él mentía en lo de la dificultad.
—Volviendo a Rosa. Usted dijo que ayudó a mucha gente y que no era egoísta.
—¿Y qué?
—Pues que quizá debieron haber sido solidarios en sus dificultades.
—Ella tenía una familia. Si tuvieron problemas no era cosa nuestra.
—Sí era de su incumbencia. Si no hubieran comprado su prado, a ella no la habrían echado de su casa. Porque usted sí sabe que la echaron de casa, ¿verdad?
—Sí —dijo, mordiendo la palabra.
—Por tanto, y tras la guerra, posiblemente hubiera vuelto con sus hijos al lugar donde nació. No habría pasado esos apuros que tan indiferentes les dejaron a ustedes. Ya ve que sí es cosa suya. Y mucho. En realidad, la ambición de casa Carbayón provocó la ruina de esa chica.
—¿Con quién ha hablado en Prados?
—Con su hermana, desde luego. Y hay como un tabú con este tema, porque no me quiso decir nada. Y usted me lo ocultó.