Pero la realidad fue imponiéndose. Los llegados de África apreciaron que nada había cambiado en los años perdidos salvo los derivados de las leyes naturales. Susana se había casado con Ángel, un rapaz de casa Lastra de Otas, y vivían en Prados, con una niña rubia como el oro que correteaba por el verdor. También se había casado la hermana de Pedrín con un chaval de casa Camuñas, en Larna, y también vivían en Prados. Tenían un hijo moreno, con los ojos del tío que había vuelto de África. José Vega se había casado también y tenía un hijo de tres años y una chica de dos. Amador y Jesús Muniellos también se habían desposado. El primero no tenía hijos y el segundo una niña de meses. Otros del pueblo también habían modificado su condición familiar. Aunque habían muerto algunos, había más gente y más
guajes
, pero el pueblo estaba hundido en la gandulería, las casas sin arreglar y algunas decrépitas; los muros derruidos y las alambradas derribadas. Todo el pueblo, como el país, estaba instalado en la desidia y el costumbrismo. Nadie invertía en mejorar los lugares comunes. Encontraron basura en los recovecos de los caminos, tal y como los recordaban. Los mismos árboles caídos, las mismas latas de sardina vacías, ahora oxidadas, la misma cagarruta en la piedra antes del riachuelo. El tedio, el fatalismo. Faltaba savia joven y emprendedora. Y ellos eran una muestra.
Repararon los muros de sus haciendas, restauraron sus casas y las pintaron de blanco, igual que las que vieron en el sur de España y en los pueblos marroquíes. Estimularon a los paisanos, sacándolos de su letargo. Formaron brigadas para los trabajos generales. Cortaron los árboles muertos y plantaron otros. Eliminaron el albañal y crearon zonas dispersas más higiénicas para las evacuaciones intestinales, copiadas del ejército. Limpiaron, ampliaron y fortalecieron los caminos internos y de entrada y salida del pueblo, echaron piedras en las zonas que los inviernos convertían en barrizales. Trabajaron sin descanso, estimulados por la presencia de aquella
Xana
milagrosa que tanto bien les hacía con sus cantos y risas. Pero la riqueza de sus casas no creció. Por ello, y dada la ascendencia que habían conseguido en el pueblo, creyeron que había llegado el momento de poner en práctica las teorías absorbidas de mentores como don Federico. Se pusieron manos a la obra. Escribieron una especie de bando, que invitaba a los vecinos a una reunión de interés el domingo próximo, bajo el
teixo
, tres horas antes de la misa de Cibuyo. Y ese domingo se juntaron los hombres del pueblo, quedando las mujeres como oidoras por carecer de derecho al voto. Ellos explicaron que el pueblo no progresaba y que, uniendo sus esfuerzos en una acción autogestionaria, podrían prosperar todos. La idea era unir los recursos (prados, huertas) y trabajar la tierra comunalmente. Harían una carretera más ancha hasta la general y construirían una escuela para que los niños del pueblo y de las aldeas cercanas pudieran estudiar.
—Porque la mayor riqueza está en la enseñanza y en el conocimiento —había dicho Pedrín.
—Y tú, ¿qué pondrías? —preguntó Carbayón.
—Mi prado, mi huerta, mi ganado, mi trabajo, todo lo que tengo.
—Y yo lo mismo —dijo Manín.
—¿Yo pondría mis prados y vosotros esas míseras tierras?
—Haríamos una tasación y nos asignaríamos un valor por hora trabajada. Trabajaríamos las horas necesarias para igualar la diferencia de bienes de ahora. Los pastos unificados ganarían en extensión; habría mayor producción de leche y la venderíamos a mejor precio. Aumentaría la cabaña. Y también el producto de la huerta, al hacer uno y no dieciséis miserables sembrados. En unos años tendríamos beneficios que reverterían en el pueblo y todos viviríamos mejor.
—¿Te crees el más listo? No sabes administrar tus recursos y quieres administrar los de todos.
—No es verdad. Yo sé administrar bien mis recursos. Lo que ocurre es que son escasos.
—Pide un crédito y demuestra que puedes hacer lo que dices sin arrastrar a nadie.
—Claro. Pedírtelo a ti, ¿verdad?
—¿Por qué no? Mejor yo que nadie. Soy del pueblo. Todo quedaría aquí.
—Quedaría aquí pero en tu poder a la mínima oportunidad —contestó Pedrín—, como habéis hecho con otros prados y con los de mi bisabuelo.
—Sabes que el proyecto no es ése —añadió Manín—. Que se enriquezcan sólo algunos del pueblo no es lo que conviene. Lo estamos viendo. Dos ricachones y el resto tratando de esquivar la pobreza.
—Así es la vida. Unos nacen blancos y otros negros, unos ricos y otros pobres. Siempre ha sido así.
—Es eso precisamente lo que hay que cambiar. Se trata de que todo el pueblo progrese, no unos pocos. Nadie debe estar estigmatizado de por vida por haber nacido pobre. Todo el mundo tiene derecho a una buena vida que nazca de un trabajo honrado.
Los Carbayones se habían echado a reír.
—El cuento de la lechera. No os necesitamos para nada. Sabemos cómo ganarnos la vida.
—Si el pueblo se hace grande, serías más grande. Ahora eres el más importante de un pueblo sin importancia, es decir, una mierda importante. Pero lo fundamental es pensar en los
guajes
.
—¿Hay cuatro
guajes
y quieres hacer una escuela? ¿No estás un poco loco?
—Sería para todos los pueblos de la zona.
—¿En qué nos beneficiaría?
—Ampliar el conocimiento ya es un beneficio. Además, el pueblo sería un centro de irradiación cultural para el bien de la región.
—No necesitamos cultura, sino trabajo.
—La ilustración crea trabajo, porque el ingenio se ayuda de los conocimientos técnicos capaces de mejorar los bienes de producción.
—Hablas como el anarquista que eres. ¿Qué ejemplo puedes darnos? ¿De qué te ha servido lo que has estudiado?
—Yo no he estudiado. Ninguno de este pueblo lo ha hecho. Sé cuatro cosas y una de ellas es que no quiero que nuestros
guajes
sean unos iletrados como todos nosotros.
—Y claro, sería una escuela a vuestro estilo, sin Dios.
—Laica, por supuesto. La religión amordaza la inteligencia. Pero cada uno puede llevar su propio Dios interno sin que nadie lo imponga.
—¿Y la iglesia?
—¿Qué pasa con la iglesia?
—Sería destruida, ¿verdad?
—¿Por qué dices eso? Empleas el terror como arma contra la razón. ¿Qué nos han hecho esas piedras? El templo quedaría para quienes profesen la fe en esos símbolos.
—No vamos a rechazar a Dios a priori porque vosotros lo digáis. Proponéis el comunismo ateo, sin más.
—No. La autogestión productiva, cultural y sin aborregamiento.
—No interesa. Y tened cuidado con esas ideas revolucionarias. Os pueden costar muy caras.
—¿Amenazas? Se acepta por todos, a votación, o no se acepta. ¿Por qué las amenazas? No estamos imponiendo nada.
—Palabras, palabras. En el fondo vuestro deseo es que repartamos con vosotros los que algo tenemos. Eso realmente es mendigar.
Pedrín se había acercado despacio al enorme hacendado. Se movía como si flotara. Se había parado a un metro de José Vega, que estaba junto a su padre y abuelo, tan excesivos como él.
—He visto hacer crueldades a los moros, pero luchaban por algo, todos unidos, con la esperanza de que les cambiara la vida. Eran patriotas. Tú te las das de asturiano, pero en realidad, eres como los barrigudos que nos mandaban. Vas a lo tuyo y cuanto peor le vaya al pueblo, mejor para vosotros. Todos sabemos de qué pie cojeáis. Ahora bien, no vuelvas a decir que mendigamos o que queremos quedarnos con tus tierras. No te lo diré dos veces.
Todos miraron a José. Algo estaba pasando. ¿Cómo el más fanfarrón del concejo se achantaba? Miraron luego a Pedrín, sus escasas carnes, su estatura de ciprés, su despreocupada figura, y todos notaron que el odio entre esos paisanos nunca se disolvería.
A pesar de ello, Pedrín sugirió una votación. Sólo los Castro apoyaron la propuesta. Los de las otras trece casas, que deberían haber apostado por la iniciativa que les haría mejorar y salir de su estado de postración, se escabulleron sin decir nada y dejaron inamovible la vida del pueblo. Fue un rotundo fracaso. Estaba claro que costaría mucho lograr que la gente entendiera el mensaje y, lo más importante, que venciera el miedo de siglos.
Así, el tiempo fue pasando y su espacio de gloria acabó. Ya no eran ejemplos a seguir, sino héroes apócrifos, contrarios a la santa tradición. Se negaban a entrar en la iglesia. Pelayo había iniciado la Reconquista luchando por la Cruz y ellos, a pesar de haberse batido contra los moros, renegaban de ella, lo que era abjurar de su estirpe, de su raza, de sus raíces. Así que optaron por buscar otra forma de sacar partido a sus energías. Decidieron hacerse mineros. Las más famosas minas estaban en las Cuencas, donde también estaban las mayores siderurgias y los centros del sindicalismo libertario. Por definición, los sindicalistas de CNT eran obreros metalúrgicos y los de UGT eran mineros, con las salvedades lógicas. Pero ellos no querían salir del concejo, donde no había ninguna empresa de altos hornos. Necesitaban ver y oír cada día a esa misteriosa
Xana
que había irrumpido en sus vidas para siempre, pasara lo que pasara.
Pedrín, cuando la contempló aquella noche del regreso, notó que todos sus sueños se derrumbaban. Esperaba encontrar una joven normal donde antes había una chiquilla, con el solo encanto de sus canciones y simpatía. Ahora, su belleza increíble se interponía entre ellos. ¿Cómo pensar que esa diosa podría compartir su vida con él? Lo de Manín fue diferente. Él se encontró con algo inesperado. Su primita ofrecía ahora un molde excesivo. Pero él también era un buen ejemplar. Podrían formar una buena pareja, aun siendo primos. Mas, cuando los días pasaron, Manín también apreció que ella estaba por encima de sus sueños. Como Pedrín, supo que sólo un milagro podría hacer que ella lo mirara de forma diferente a como mira un hermano. Y él nunca creyó en los milagros.
Buscaron en el concejo, donde había tres zonas mineras: la de Rengos, en la cuenca del río Gillón; la de Hermo, en el nacimiento del río Narcea, y la de Carballo, en la serranía del Acebo, todas de extracción de antracita. Aun cuando era mal año para la minería en la región, con despidos altos en las cuencas del Nalón y del Caudal, les aceptaron en la de Rengos, donde los problemas laborales no tenían la virulencia que en el este.
El general Primo de Rivera había fundado Unión Patriótica para integrar a todos los hombres de buena voluntad para que España alcanzara el bienestar deseado. Las organizaciones obreras que no se adscribieron fueron ilegalizadas de inmediato y perseguidas. El Dictador había acometido esfuerzos notables en infraestructuras para dinamizar el país, aun a costa de vaciar las reservas del erario público, pero en cuanto al carbón, se vio obligado a permitir la entrada de mineral inglés y alemán con precios de
dumping
. Eso era parte de lo que Llaneza y sus compañeros negociaban en la corte, esperando conseguir que se impusieran aranceles altos al carbón foráneo. Manuel Llaneza era el fundador del sindicato minero asturiano y presidía entonces la Federación Nacional de Mineros, además de ser miembro de la Comisión Nacional del Combustible. Era socialista, como Belarmino Tomás, a la sazón presidente del SOMA. Belarmino, como Ramón González Peña, era discípulo de Llaneza y ferviente sindicalista, pero el ala radical del movimiento socialista, en el que destacaba Teodomiro Menéndez, les acusaba de tibieza ante el Dictador. La CNT, creada en 1910 por Anselmo Lorenzo entre otros, fue declarada ilegal por Primo de Rivera, a pesar de contar con más de un millón de afiliados en toda España. Había hombres como Eleuterio Quintanilla o Avelino González Mallada que propugnaban la conciliación no sólo con renovadores de otros sindicatos, sino con fuerzas políticas no sindicales, por lo que se acercaban a los postulados de Belarmino en UGT, en contra de la ortodoxia de los de base, entre los que destacaba el revolucionario nato y excelente organizador José María Martínez. Los radicales de UGT y CNT querían controlar los sistemas de producción para acabar de una vez con el drama enquistado de un proletariado hambriento, inculto y sin libertades.
El esfuerzo que ambos amigos dedicaron, tanto en la mina como en sus casas, hizo mejorar sus haciendas, aunque al precio de muchas horas de trabajo. Mientras ellos no daban descanso a sus cuerpos, veían a Amador y a José deambular, con reiteración en la abstención hacia sus propias labores. En realidad esos dos no necesitaban estar con la azada al hombro todo el día. Tenían sus prados, su amplia cabaña y sus criados. La vida no era un trueque de esfuerzos para ambos ricachos.
Un día, Roque, el criado de los Carbayones, enfermó, reventado de trabajar. Cerró sus ojos de pocos paisajes cuando el verano pasaba los exámenes. Y en la fiesta del santo, cuando septiembre empezaba a desnudar algunos árboles de envejecidas hojas, en lo alto del camino apareció una figura grotesca. La gente lo miró caminar hacia el pueblo andando como los monos y llevando un hatillo al hombro. Corrió la voz y desde el prado donde celebraban la fiesta del patrón todos miraron a aquella descontrolada figura mostrando sus peores modales de labriegos. ¿Quién era aquel ser desconocido que se acercaba a ellos semejando la imagen física de los pecados del mundo que señalaba don Julián, el cura, en sus letanías? Los niños se escudaron tras sus mayores y los perros ladraron asustados, mientras los adultos miraban con una mezcla de sorpresa, temor y rechazo. Era César, a quien Carbayón había mandado llamar ofreciéndole la plaza vacante del criado fallecido y olvidado. Manín y Pedrín corrieron hacia él y le abrazaron con sonoras y emotivas muestras de cariño, lo que asombró a todos. Entonces Carbayón y su hijo José se acercaron, le hablaron y le llevaron a casa. Salieron luego sin él. Manín se plantó ante la casa de los Carbayones y llamó a César. Cuando el criado salió, Manín le echó un brazo por un hombro y lo llevó a la zona donde su familia comía en su manta, junto a la de Pedrín. José se acercó a ellos.
—Es mi criado —dijo.
—De acuerdo —aceptó Pedrín—, pero hoy es fiesta. Ya tendrás tiempo de ponerle a trabajar. Lo llevas a tu manta a disfrutar como todo el mundo o se queda aquí con nosotros.
—Quedaos con él —asintió Carbayón.
Al principio el muchacho fue aceptado con cierta renuencia por todos. No era frecuente ver a alguien tan singular. Pero llegó Rosa y, con esa espontaneidad y alegría que la caracterizaban, le abrazó y besó, dejándole aturdido. Y luego todo fue más distendido. Los familiares vieron que era un chico sencillo y tímido. Cuando dijeron lo que había hecho por ellos en el Rif, todos lo aceptaron como un familiar más. Él nunca había visto reír a César durante los años de guerra. Ni un solo día. Por eso se maravilló al ver sus dientes sanos y poderosos en sonrisa reiterada cuando miraba a Rosa. Nunca lo vio tan feliz. Y cuando Rosa empezó a cantar, todos fueron felices también y sintieron cómo se les encogía el alma por amor a aquella severa y amada tierra.