El taller de escritura (26 page)

Read El taller de escritura Online

Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

BOOK: El taller de escritura
12.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

La persona que hablaba también parecía estar bastante borracha, o por lo menos algo cocida, y también parecía ser muy joven.

—¿Hola? —dijo Amy, sintiéndose por un momento insegura para hacer preguntas a un completo desconocido. Entonces, fingió ser Edna Wentworth—. ¡Joven! ¿Dónde te encuentras? ¿Y dónde está el señor Waasted? —Todo lo que obtuvo por respuesta fueron risas y ruido de fondo. Podía oír la voz de una chica a lo lejos, sobre otro ruido constante que parecía un silbido. Entonces escuchó que la chica decía con gimoteo quejumbroso: «¿Por qué no…?», y después oyó más silbidos, y entonces la chica empezó a gritar.

Los gritos no eran muy altos porque ella se encontraba muy lejos del teléfono, pero eran gritos prologados y agudos. No eran gritos, sino alaridos y después se oía la voz del chico chillando «¿estás segura?» y «¿cómo lo sabes?»; después de aproximadamente un minuto, no se oyó nada más que silbidos.

—¿Qué pasa? —preguntó Chuck.

Amy agitó la cabeza pero no lo miró. Estaba ensimismada en el sonido de aquel silbido, que estaba empezando a recordarle algo. Una concha. El teléfono móvil era como una concha. ¡Tengo la caracola!, dijo el pobre Piggy,
[9]
y también tenía razón, por todo lo que eso significaba. Lo que estaba escuchando era el oleaje del océano.

—¡Señora! —La voz del chico era ahora más fuerte e insegura—. A su amigo le sucede algo.

—¡Está muerto! —gritaba la chica.

—No se mueve, señora. Su cuello… ¡Está muerto!

—¿Dónde estáis?

—En Moonlight Beach. Señora, su amigo probablemente esté muerto. Tenemos que irnos. —La caracola se quedó en silencio.

Amy tenía que decir algo. Debería preguntar dónde estaba Moonlight Beach. Debería preguntar si Frank tenía familia. Debería marcar el 112. Amy sostenía la caracola.

—¿Alguien puede por favor apartar esta maldita cosa de mí? —dijo.

Resultó que Moonlight Beach estaba en Encinitas, solo un par de millas al oeste de la casa de Tiffany. Todo el mundo lo sabía excepto Amy. La primera cosa que todos hicieron, después de que Syl los hubiera conducido desde el descansillo al aparcamiento, fue tratar el asunto de si llamar o no a la policía. Amy y Edna estaban dispuestas a hacerlo inmediatamente, pero Harry B., el abogado criminalista, les advirtió que, puesto que todo lo que tenían que contar a la policía era que un desconocido afirmaba que otro individuo no identificado estaba muerto, la policía probablemente no tendría intención de salir pitando para la playa con las luces azules y las sirenas puestas.

—Pero tenemos que hacer algo —dijo Carla al menos cinco veces. Y tenía razón.

Media hora después, toda la clase excepto Syl, que se quedó en casa, pero al que prometieron mantener informado, y Marvy Stokes, cuya esposa insistía en que regresara a casa inmediatamente, se dirigió hacia el desierto aparcamiento de Moonlight Beach. Allí había las típicas farolas de luz amarilla, pero más allá de su tenue resplandor solo había oscuridad. Y hacia esa oscuridad caminaban todos en fila, y en silencio. Sobre aquella playa no se reflejaba ahora la luna. Amy podía escuchar que se acercaban al agua, pero aun así se sobresaltó cuando una ola de agua fría le sacudió los pies. No podía ver el mar, ni siquiera el brillo de las olas. Desde allí solo se veía el aparcamiento. Tenían que confiar en que, si giraban a la izquierda, seguirían la línea de la costa hacia el sur y, si giraban a la derecha, se dirigirían al norte. Amy no tenía ni idea de qué había en cada dirección a no ser que fuera agua, arena y muchas rocas. Por encima del rumor de las olas apenas si podía escuchar sus propios pensamientos. Ella estaba dentro de la concha.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó una voz al oído.

Chuck
, pensó. Alguien, Carla, corrió hacia el agua.

—¡Frank! —gritó—. ¿Dónde estás Frank?

—No está en el agua —dijo Amy—. No tendría ningún sentido. El tipo del teléfono dijo que estaba hecho polvo. Uno no dice eso de alguien que se esté ahogando. ¿No crees? Debe de estar en alguna parte, pero en tierra firme…

—Deberíamos separarnos —sugirió el doctor Surtees.

—¿Qué quieres decir con eso?

—La mitad de nosotros irá hacia el sur, y la otra mitad hacia el norte. Caminaremos como a unos quince metros en una línea perpendicular a la orilla.

—¡Pero si no se ve nada!

—Nuestros ojos necesitan un tiempo para adaptarse a la oscuridad. En breve podremos ver.

Tan pronto como lo hubo dicho, Amy vio que era verdad. Podía ver la silueta del doctor frente a ella, negra sobre el cielo negro. También podía ver la figura de Carla en medio del agua.

—Yo voy hacia el norte —dijo, encaminándose hacia la derecha.

Carla, Chuck, Pete y el doctor Surtees se fueron con ella. Los demás, Edna, Tiffany, Ricky Buzza y Harry B., marcharon hacia el sur. Edna gritó antes de que se alejaran demasiado.

—Si me permitís una sugerencia —dijo—, quizá sea mejor que cada grupo permanezca unido. Es mejor que nadie vaya por su cuenta.

—Tienes razón —gritó Amy para responder. Claro que la tenía, y ella debería haber sido quien cayera en la cuenta. Era una advertencia obvia y de sentido común.

Se hacía pesado caminar en la oscuridad. Aquí las playas no eran muy arenosas. Al menos no lo eran al norte de San Diego. Cada año importaban toneladas de arena que esparcían entre las rocas, y cada invierno la arena era arrastrada por la marea. Amy se quitó los zapatos y pisó con cautela. Se posicionó lo más alejada de la orilla posible, junto a Chuck, pero lo suficientemente lejos de él como para poder conversar. Todos caminaban lentamente y se mantenían en línea frente a la orilla, que ahora ya se veía más claramente, al igual que las siluetas de los barcos en alta mar. A su derecha quedaban el aparcamiento y las canchas de voleibol, pero al poco se esfumaron al ser ocultados por algo mayor.

—Acantilados —los llamó Chuck—. Acantilados de arenisca.

Amy alzó la vista.

—¿Tan altos?

—De unos nueve o diez metros —dijo Chuck.

—¿Y qué hay allí arriba? ¿Urbanizaciones? ¿Casas?

—Algunas. También, por ahí en algún lugar, hay un parque público.

—Bueno, quizá Frank esté allí. ¿Hay alguna forma de subir?

El doctor Surtees los escuchó y se acercó a ellos.

—No hay manera de subir —dijo—. Los acantilados son muy inestables. No deberíais caminar por debajo o por encima de ellos. Ni tampoco muy cerca de su borde puesto que se desmoronan.

Amy miraba hacia allí, pero no podía ver nada en absoluto.

—¿Cómo de lejos están? —preguntó.

—Lo suficientemente cerca —dijo Chuck.

—En realidad no —dijo Amy—. No estamos lo suficientemente cerca como para verlos.

—Estamos lo suficientemente lejos para estar a salvo.

Prosiguieron durante otro minuto y después Amy se apartó de la fila.

—Esto es estúpido —dijo sin molestarse a alzar la voz. Tan pronto estaban buscando a Frank como que no. Amy anduvo hacia los acantilados hasta que pudo vislumbrar sus contornos. Desde aquella distancia parecían bastante sólidos. En absoluto daban la sensación de poder desmoronarse. Bajo ellos no había nada más que más piedras y arena. Ella continuó hacia el norte, percatándose de que los demás la seguían. Nadie había pensado en traer una linterna. De hecho, no habían discutido qué hacer cuando llegaran allí. En realidad, ni siquiera habían comentado cuál era el verdadero propósito de aquello. Estaban allí por sistema, para ayudar a Frank, un hombre sobre quien nadie sabía mucho excepto que era un fiel miembro de la clase, un tipo listo y agradable. Y además, según Chuck, con la intención de haber llevado algo interesante a clase esa noche.

Los demás caminaban en silencio y a una distancia suficiente como para que Amy pudiera imaginarse fácilmente que estaba sola en una playa alienígena, en la oscuridad salada lejos de casa, a años luz de su propia vida, una vida que había terminado hacía tanto tiempo y de forma tan pacífica que ni siquiera ella se había dado cuenta. En el primer relato que había publicado, Amy había observado, pero sin llegar a comprender por qué tenía razón, que las vidas rememoradas eran como guirnaldas de luces de Navidad en la que cada una brilla en su justo momento, aun separadas de sus vecinas por filamentos necesariamente oscuros. Cuando era una niña aquellos momentos se sucedían rápidamente. Todavía hoy brillaban, pero desde lo lejos, agrupados en una maraña, más brillante que cualquier otra desde la lejana línea recta que conducía hasta donde ella estaba. Mientras todo el mundo intentaba vivir el momento, Amy intentaba esconderse para evitar vivir los suyos. En realidad, era la única cosa en la que ponía empeño. Su último momento lo había vivido dos años atrás y naturalmente por accidente, cuando un alumno llamado Rudolf Minge, a quien había infundido ánimos, quizá demasiados, la invitó a pasar la Nochebuena con su numerosa familia. Al final de aquella noche, que se le hizo interminable, se vio cantando villancicos en el aparcamiento de una residencia de mormones, uniendo las manos con aquel hombre, cantando a pleno pulmón como si fuera una niña atrapada en un cuerpo de mujer. Cuando cerró los ojos, tenía catorce años, era presidenta de una asociación juvenil y estaba profundamente enamorada de su monitor. Entonces tenía abiertos todos los caminos en la vida.
Estoy viviendo mi momento
, pensó entonces. Cuando intentó salir de él, este permaneció vívido, funesto, diminuto y brillante, de manera que Amy tuvo que quedarse sin Fritos, perder su conexión de cable o levantarse a las tres de la madrugada, para ver que ahí estaba, el mundo en solemne asombro.

Ahora estaba viviendo otro de esos momentos. Uno en el que ella lideraba una tropa de extraños en la búsqueda inútil de un hombre a medianoche, un hombre desconocido para todos ellos. Y lo peor de todo era que aquello no tenía un fin previsible. ¿Cómo y cuándo podía darlo ella por terminado? Los músculos de sus pantorrillas, que no estaban habituados al ejercicio, estaban dándole calambres. Además tenía frío y estaba aminorando el ritmo. Parecía que el resto, probablemente por pena, ajustaba el ritmo para acoplarse al de ella, pero se estaba quedando también sin aliento. ¡Qué horror sufrir un infarto con todos ellos mirando! El maldito Surtees probablemente la socorrería. Estaba llorando en silencio en la ventosa oscuridad, dejando que las lágrimas cayeran y secaran. Se sentía como un balón atado a esta fila de gente. Si tan solo no estuvieran allí… Ella podría elevarse alto, más alto, hasta marcharse. De repente los odió, a todos y cada uno de ellos. Necesitaba estar sola.

Amy se detuvo.

—Estoy rendida —le dijo a Chuck—. Voy a descansar un rato.

—Esperaremos con…

—Por favor —dijo Amy—, seguid. Os alcanzaré.

Chuck dudó, pero después empezó a caminar hacia los demás.

—Solo quedan unos cuatrocientos metros. Regresaremos en diez minutos.

Los observó alejarse. Sin ella, iban ahora más deprisa. Incluso Carla trotaba con facilidad. Pero bueno, ella era joven. El grupo que se había dirigido hacia el sur seguramente ya había llegado y estaría de vuelta. Amy quería sentarse, pero no en esas rocas arenosas. Si bajaba aquel camino, luego tendría que subirlo, y en esos momentos eso significaba tener que ponerse a cuatro patas como si fuera un animal. Deambuló hasta la orilla y después lo pensó mejor. En el agua había cosas. Cosas como manos…

Así que se dio media vuelta y estudió las rocas. Había una lo suficientemente grande para sentarse, pero estaba a los pies del acantilado, tal y como podía ver por el reflejo plateado de la luna. Debía de haber pasado justo por el lado de aquellas rocas. Eran dos, o quizá tres, estaban juntas y lo suficientemente separadas de la pared de arenisca como para poder sentarse sin que esta se le cayera encima. Estiró el cuello y observó la parte alta del acantilado mientras se acercaba. Debía de haber luz artificial allí arriba puesto que podía divisar una maraña de flores rosas, el único color que podía distinguir, colocadas a lo largo del borde. La pared de tierra de abajo llegaba justo hasta la playa. Ahora que estaba más cerca podía ver que su superficie era ciertamente porosa y arenosa, y podía fácilmente imaginarse cómo se desmoronaría, catastróficamente, como si fuera un leve terremoto. Ahora, por ejemplo. No, tenía que acercarse un poco más. Ahora podría suceder: su último verdadero momento. Un canto rodado alargado y sexi llegaría rodando hasta sus pies sin hacer ruido y después, toneladas de tierra se resquebrajarían y caerían silenciosamente, sin dolor, como si se tratara de Dios cortando un pastel. ¡Feliz cumpleaños, Amy!

Miró hacia abajo, a las rocas. Ahora ya no las veía tan claramente. Estaban en su sombra, o quizá fuera que las estrellas se estaban escondiendo. Pero ya casi estaba allí, y se encontraba mejor. No era nada propio de ella ser tan morbosa. Estaba pasando demasiado tiempo en compañía. Durante toda su vida, incluso en su infancia, casi nunca había llorado, y ahora le parecía que cada vez que lo había hecho, había estado acompañada. Sola era mucho más civilizada.

Las rocas estaban reunidas de forma bastante práctica, a modo de silla, con un respaldo cuadrado y liso contra el acantilado, con el asiento torcido y las patas inclinadas. Cuando Amy estuvo lo bastante cerca como para tomar asiento, las rocas se reagruparon creando una forma distinta. Esto no sucedió de manera gradual, sino instantánea. Amy parpadeó dos veces, tres veces, pero no podía asimilar una tercera convergencia. La forma permanecía inalterable, y ni toda la luz del mundo podría cambiarla. El asiento era un regazo, la espalda era un torso, y las piernas eran piernas. Tenía que ser Frank, pero no estaba segura. No podía estarlo sin mirarlo a la cara. Pero para eso se necesitaba tener una cabeza…

Carla no ayudaba. Todo el mundo permanecía quieto mientras esperaban en el aparcamiento a que llegaran la policía y la ambulancia, que ya veían aproximarse a más o menos un kilómetro de distancia arriba en la autopista. La mujer estaba temblando y llorando, y a Ricky y Pete les tocó sujetarla mientras el doctor Surtees le comprobaba el pulso.

—Por si acaso.

Por si acaso, ¿qué? Carla no dejaba de decir: «¡Oh, Dios mío!» de forma rítmica, y parecía que llevaba haciéndolo durante más de media hora. Amy tenía ganas de abofetearla. Carla, tal y como recordaba, era quien pensaba que el misterio del francotirador era algo guay. Además, ella ni siquiera había visto el cuerpo de Frank.

Other books

Sharks & Boys by Kristen Tracy
In America by Susan Sontag
Knock, knock... by Dale Mayer
Plexus by Henry Miller
The Ruby Tear by Suzy McKee Charnas
The Book of One Hundred Truths by Julie Schumacher
And Thereby Hangs a Tale by Jeffrey Archer
Everly After by Rebecca Paula