El documento adjunto era un texto que se iba por las ramas, pero que sin embargo tenía subtítulos. Uno era «La tía gorda» y los otros tres eran entradas de diario sin fecha. Al parecer, «La tía gorda» había sido redactado durante la primera clase. Amy contuvo la respiración: solo unos cuantos alumnos traían ordenadores portátiles consigo. Pero al continuar leyendo se percató del creciente número de erratas y palabras que faltaban. Al llegar a la última página, había una línea entera que era como una sopa de letras en la que los dedos del francotirador habían tecleado las letras incorrectas sin que él se diera cuenta o se molestara a corregir. El texto era una transcripción probablemente redactada de una sola tirada, y probablemente también recientemente. Con cada página, parecía que el francotirador se había ido enfureciendo y perdiendo el control, «gorda viciosa, puta arrastrada sin talento». El original, según Amy suponía, debía de estar escrito a mano.
Ahora Amy estaba reenviando el mensaje del francotirador al resto de alumnos de clase (bajo el título de:
Lectura de última hora
). Después hizo las copias suficientes para repartirlas esa noche junto con la copia de la carta del francotirador.
Una hora antes de que la clase empezara, Amy encendió el fuego en la chimenea y se sentó en su nuevo y habitable salón con una taza de té caliente. Intentó centrarse en cómo iba a conducir el debate de aquella tarde, un problema que había estado posponiendo desde que había arrojado el guante al francotirador. Su esperanza era que, por arte de magia, con la clase centrada en aquellas páginas, el retrato de su autor pudiera salir a la luz. Amy llevaba el suficiente tiempo dando clases para haber experimentado algo así en otra ocasión.
Un alumno entregaba un texto para discutir en clase que era asombrosamente incoherente. El alumno habría estado asistiendo tranquilamente a clase, quedándose en la parte de atrás, solo para debatir un texto auténticamente escrito desde un punto de vista psicótico. Era un alumno perceptiblemente reservado pero por otro lado aparentemente normal. La locura emanaba del texto como si fuera una fuga de gas: personajes sin nombre empezarían a conectar para después caminar sin rumbo a través de la rima y la repetición. Habría ojos, bocas y muchos bordes afilados, y, literalmente, nada de lo que hablar excepto patología. Naturalmente, Amy no podía consentir eso. La primera vez que le ocurrió esto, consideró llamar a los alumnos y reunirlos poco antes del comienzo de clase para advertirlos y aconsejarles que no fueran demasiado sinceros con sus respuestas. Pero esta vez no podía encontrar una manera de hacerlo sin insultar a su inteligencia, y por eso afrontaba la clase con gran temor. No obstante, en aquella ocasión sucedió un milagro: una de las alumnas habló de las partes que le habían gustado, los personajes, metáforas o hechos que habían funcionado con ella. Cuando acabó de hablar, otro alumno retomó la crítica volviendo sobre la cuestión que su compañera había abordado y añadiendo otras cuestiones y después otras y otras hasta que el texto se convirtió en una especie de texto fantasma creado a partir de los cabos sueltos de la desesperación social; unos cabos sueltos, eventualmente, tan firmes, que incluso a los que siempre les costaba más entender las cosas también podían aunar. Al final, cuando hubieron terminado, el loco incluso sonrió. Le dijo a la clase: «Realmente habéis cogido el sentido a lo que estaba intentado hacer», y para alivio de todos, se marchó a casa tan feliz y nunca regresó.
Esto mismo sucedió otras tres veces a lo largo de los años, y más o menos de la misma forma. La parte más chocante de todo el fenómeno era la pureza inmaculada del texto fantasma a la que cada individuo en solitario contribuye personalmente sin tener idea de cuál es el significado literal del mismo. Unidos en un propósito común, propiciar la locura, todos se muestran maravillosa e intuitivamente creativos. Al contrario que los seis ciegos del Indostán, ellos no solo podían describir al elefante de cabo a rabo sino hacer que la bestia tomara vida. Carla había estado en una de esas clases. «¡Dios!», le dijo en privado a Amy después de que la clase hubiera terminado, «debo de ser estúpida. Todo el mundo ha entendido el texto menos yo». «Entre tú y yo» le confesó la profesora, «solo estaba improvisando».
Improvisación: la clave de la inspiración. Quizá lo que los escritores realmente necesitaban no era aliento, mecenazgo o fechas de entrega severas sino una ansiedad instantánea. Algo que les hiciera ponerse en marcha e inventarse algo que funcionara o lo lamentarían. Quizá esa noche podrían hacer lo mismo con los textos del francotirador: descubrir la narrativa oculta tras aquellos odiosos fragmentos y bolas de papel ensalivadas. ¿Y después qué? Amy no tenía ni idea.
Syl y Pete fueron los primeros en llegar. Permanecieron serios bajo la luz de su porche, Syl con el cuello subido hacia arriba como Sam Spade.
—¿Te importa si echo un vistazo atrás? —preguntó.
—Claro, pero ¿para qué? Lo único que vas a encontrar es… —Syl desapareció al doblar la esquina— caca de perro —dijo a Pete Purvis—. ¿Habéis venido juntos? —Ambos vivían en La Mesa y a veces compartían trayecto.
—Yo quería, pero él no estaba por la labor. Creo que está un poco paranoico. —Amy lo condujo hasta el salón—. ¡Vaya! —dijo Pete—. Mira todos esos libros. —Anduvo alrededor de las estanterías y empezó a husmear acariciando con suavidad el lomo de los libros—. ¡Tienes
Camelot
! —exclamó—. Me encanta ese libro.
—Te encantan los libros y punto. Es fácil saberlo por la forma en que los tocas.
Era un chico muy dulce y, de cerca, parecía incluso más joven que en clase. Era imposible que él, deliberadamente, pudiera hacerle daño a alguien. Había resultado duro convencer a Pete sobre celebrar una última clase por lo de Dot. «Simplemente, no tengo valor para seguir con esto», le había dicho, y Amy pensó que mejor para él. De todas formas, había confiado en él y allí estaba, hojeando una vieja copia heredada de
La chica de Limberlost
.
Syl entró por la puerta de atrás dando un portazo.
—¡Listo! —dijo.
—¿Qué es lo que está listo, Syl? ¿Qué estabas buscando?
El hombre dejó su abrigo en la silla junto al ordenador de Amy.
—Nunca se sabe —dijo—. Podría haberse adelantado y haber llegado antes que el resto del grupo.
—¿Como vosotros? —respondió Amy, que se animó al oír reír a Pete.
A través de las ventanas pudo ver cómo llegaban más coches que parecían estar formando una caravana o un cortejo fúnebre. Salió al porche para contarlos. Diez personas, diez coches. Nadie se fiaba de nadie. Sus vecinos se habían asomado a las ventanas. Amy nunca recibía visitas, y ahora tenía un desfile de visitantes aparcando cuesta arriba que correteaba en la oscuridad hacia su casa. De repente, deseó haber cocinado y preparado vino y cerveza para ellos, haber planeado una bonita velada como cuando lo hacía con Max y su casa siempre estaba llena de diversión y gente extraña con inquietudes e historias que contar. En aquellos días, nunca había dejado de sentir afecto hacia ellos (excepto por Max). Estaba demasiado ocupada intentando superar el menú anterior, desviar la conversación o establecer citas entre parejas potenciales (lo que Max llamaba presentar a tuerca A y tornillo B).
Ahora se veía desbordada, si bien no por el cariño, por una ola de sentimentalismo. No quería que el francotirador fuera ninguna de aquellas personas, ni siquiera el repulsivo doctor Surtees, que había perdido puntos de estimación con ella desde que le gastaron a Carla aquella estúpida broma de las pizzas. Verdaderamente, era un burro arrogante, pero no tan arrogante como para un momento del tipo «tener al príncipe Alberto en el bote» con los nuevos amigos con los que jugaba al golf. Y tampoco Harry B., que caminaba pensativo tras Tiffany tratando de no adelantarla y espantarla. Tiffany venía encorvada, con los brazos cruzados, como si estuviera protegiéndose de algo. Andaba con la cabeza gacha, como si fuera una niña nerviosa de camino a clase de catequesis. Ricky marchaba a su lado en silencio, y detrás de todos ellos estaba Chuck, y detrás de él Marvy y alguien más. Marvy había traído a su mujer, a quien Amy no había vuelto a ver desde la noche de las máscaras de Halloween. Carla, cerrando la marcha, los alcanzó y empezó a conversar con la señora de Marvy, que al parecer estaba fuera de toda sospecha aunque Amy no podía figurarse por qué.
Cuando todos se hubieron sentado, hubo una pausa increíblemente extraña que fue interrumpida, naturalmente, por Carla.
—Este es el plan —dijo.
¿Qué habría hecho Amy sin Carla y sin sus planes? Esta noche Amy estaba improvisando, y Carla saltaba con un plan.
—¿Recordáis que en la primera clase todos nosotros nos presentamos después de pasar lista? Bien, ahora haremos algo parecido, pero explicando por qué no somos el francotirador. Empezaré yo. —Esperó a que alguien, Amy, objetara, pero nadie lo hizo—. Muy bien —dijo, y después de un rato—, me he quedado en blanco…
—Simplemente empieza una frase —sugirió Amy—, y veremos qué pasa. Así es cómo escribimos.
—Pero ahora no estamos escribiendo —dijo Marvy—. Esto es real.
—Eso no quiere decir que no estemos escribiendo —dijo Amy—. Ya sabéis que siempre estoy intentado hacer que penséis en la diferencia entre realidad y ficción. Este es un buen momento para tomarse esa cuestión en serio. —Amy chasqueó los dedos dos veces—. Vamos, chicos.
—No soy el francotirador —dijo Carla—, porque… No soy una persona cargada de ira. El francotirador es la persona más furiosa del universo. Yo no he perdido los nervios desde octavo. Además, si tuviera intención de matar a alguien, sería a mi madre.
—¿Por qué se supone que no haber perdido los nervios desde octavo es algo bueno? —preguntó Ricky—. Suena muy peligroso.
—Y tú no eres el francotirador porque… —dijo Amy.
—Porque no soy un escritor creativo. No, es cierto —dijo Ricky como si alguien se hubiera apresurado a contradecirlo—. Me apunté a este taller porque me gano la vida escribiendo y pensé que sería súper fácil para mí al ser un profesional y todo eso. Pero mi ficción apesta, y el francotirador es un verdadero escritor —dijo.
—No has escrito lo suficiente —dijo Edna—, como para saber si tu ficción apesta o no. Además, si fueras el francotirador podrías estar alcanzando en clase el estatus de amateur. —Edna, mirando a Ricky con amabilidad, claramente pensaba que eso no era posible. Se giró para dirigirse a todo el mundo—. No soy el francotirador porque soy mayor. —Esta vez, la gente protestó, pero ella los hizo callar con un gesto de su mano—. Estoy en muy buena forma para mi edad, pero aun así no puedo andar por ahí en la oscuridad cargando con plantas, máscaras ni empujar a la gente por los acantilados.
—Mi marido no es el francotirador —anunció la señora de Marvy—. Estaba en casa conmigo cuando Frank murió, y después de que esa mujer muriese regresó a casa y estuvo en cama todo el día siguiente. —Marvy le tiraba de la manga como un niño pequeño intentando hablar por sí mismo, pero ella lo ignoraba. La señora de Marvy (Amy se acordó entonces de que se llamaba Cindy) estaba indignada. La mujer animosa que había asistido a la sexta clase con la máscara de Bozo el payaso estaba ahora allí para proteger a su hombre, ya no tanto del francotirador, sino de los demás—. La cuestión es que no conocéis en absoluto a mi marido —dijo—. Ya es bastante malo tener que pasar por todo esto, me refiero a las muertes, pero ¡esto es el colmo! Ser sospechoso cuando lo único que somos es víctimas inocentes…
Harry B. la cortó.
—No está siendo tratado en forma alguna distinta a los demás —dijo.
—He intentado explicárselo —dijo Marvy. Se inclinó hacia Amy y susurró—. Es solo que está muy disgustada.
—¿Quién más no es el francotirador? —preguntó Chuck.
—Yo —contestó Syl.
—Yo tampoco —dijo Pete—. Y he aquí el porqué.
—Espera un minuto —dijo Carla—. Syl no puede irse de rositas. Tiene que dar una razón.
Syl hurgó entre los papeles que llevaba enrollados en el bolsillo de su chaqueta. Le llevó un rato echarles un vistazo y encontrar lo que estaba buscando.
—Esto es de lo que habéis enviado hoy. Bien —leyó despacio, trabándose en muchas palabras—. «Les escribí una carta. Pero después la rompí y volví a escribirles otra, y después otra. Las cartas cada vez eran más y más largas, pero las rompí todas. Les escribí intentando plasmar toda mi indignación, y lo hice blasfemando, insultando e incluso eché mano de la escatología, todo junto a la vez y también por separado». —Syl alzó la vista—. No soy tonto, pero, aquí hay cosas que no se entienden. Hay palabras difíciles de entender, o por lo menos a mí me lo parecen. ¿Qué es «escatología»? Odio este tipo de cosas. —Syl estaba tan indignado como la señora de Marvy—. Esta es la forma en que la gente escribe cuando quieren hacerle a uno sentirse estúpido.
—Syl —dijo Pete—, nadie quiere hacerte sentir estúpido.
—Creo que podrías estar equivocado —observó Amy, encantada—. De hecho, Syl tiene algo de razón.
—Y qué, ¿estáis sorprendidos? —preguntó aquel, bastante acalorado.
Amy miró a Syl directamente, dedicándole toda su atención al darse cuenta de que nunca antes lo había hecho. Ninguno de ellos lo había hecho.
—Estoy contenta —dijo ella—, porque lo que acabas de hacer es lo que he estado intentando que hicierais durante todo el semestre: leer con vuestros propios ojos, escuchar con vuestros propios oídos. Esa es la verdadera respuesta crítica a la lectura, Syl.
—¡Escuchad, escuchad! —dijo el doctor Surtees, dándole una palmadita en el hombro a Syl—. Mientras estamos en esto, aprovecho para decir que yo tampoco soy el francotirador. Estoy demasiado ocupado con mi trabajo y mi intensa vida social (mi mujer puede dar fe de ello), y en mis ratos libres, durante las últimas nueve semanas, he revisado dos tercios de
Código negro
. —Alcanzó su maletín y sacó un manuscrito que parecía haber duplicado su tamaño.
—Eso no prueba nada —dijo Tiffany.
Harry B., habló:
—Nada de lo que se ha dicho aquí, ni nada de lo que nadie pueda decir esta noche, prueba nada en un sentido u otro. Pero esa no es la cuestión.
—Bueno y entonces, ¿cuál es? —preguntó Cindy Stokes—. ¡Esto es ridículo!
—La cuestión es —dijo Amy—, que todas las personas de esta habitación, excepto tú, quieren ser escritores. —Cindy no estaba colaborando—. Algunos más que otros, pero cualquier persona que se apunta a un taller de escritura lo hace porque cree tener una historia que vale la pena contar. Cree saber algo que nadie más sabe o nunca sabrá a menos que él lo cuente, y lo cuente bien. El francotirador es uno de nosotros. El francotirador, como todos los demás, quiere que se le tome en serio.