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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (23 page)

BOOK: El taller de escritura
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Y un sujetapapeles gigante
.

Me sentía como si fuera Dios. No el dios de las relaciones personales, ese que observa caer al gorrión, sino el dios de los deístas, el que pone a los planetas y sus elementos en movimiento y después se echa una buena siesta. Bien, yo no estaba exactamente echándome una siesta, pero no veía ningún pájaro golpeando el parabrisas, ni tampoco planeaba, ni siquiera a lo lejos, sobre las escenas de mi venganza. Era agradable poderse imaginar los grititos, las noches en vela, las bruscas resignaciones… pero realmente no tenía idea de qué daño estaba haciendo, si es que estaba haciendo alguno. Durante un tiempo, simplemente fue suficiente empujar suavemente aquellas esferas para que se salieran de sus órbitas
.

Pero un día dejó de bastarme. Estaba googleando una tarde para mantener al día mis ficheros del mercado de ficción, actualizándolos con cada nuevo punto de venta que se abría, cuando pareció que cinco se habían venido abajo. No, yo no había perdido la esperanza, querido diario, ni siquiera había dejado de hacerlo el día que me topé con la noticia de, al parecer, un suicidio académico. El suicidio de una profesora sin plaza fija del mundo académico de la región media de los Estados Unidos, cuyo trabajo incluía aparentemente la dirección editorial interina del periodicucho de esa institución literaria: el
Brickbat Quaterly (
y no me estoy inventando el nombre). Normalmente las universidades silencian ese tipo de cosas, ya que el suicidio puede ser contagioso para los chavales y, por lo tanto, alarmante para los alumnos. Pero en este caso realmente no pudieron hacerlo, ya que la mujer se defenestró dando a caer sobre un montón de estudiantes universitarios que sufrieron serias heridas sin haber amortiguado de forma efectiva su caída. Había saltado desde un cuarto piso, desde la ventana de su despacho, sin duda un agujero repleto de
Brickbats
que no habían sido vendidos, sin mencionar los manuscritos no solicitados, de entre los cuales uno había llegado hacía tiempo, de mi parte. Se la había visto durante algún tiempo, según el escueto obituario de la web, bastante abatida
.

Por supuesto, aquello no podía deberse solo a una causa. Por ejemplo, había estado trabajando sin plaza fija durante seis años, tenía cuarenta y dos años y estaba soltera. No hubo notas de despedida por parte de colegas ni de alumnos. Y podemos suponer, por el daño que les había infligido a los chavales, que era muy rígida. Agrúpalo y encontrarás una justificación. Aun así, una persona como ella podría haber seguido adelante durante años. Por siempre. A menos que sucediera algo, una simple y excepcional provocación, un paquete no esperado en el buzón… Intenté recordar qué era lo que le había enviado más recientemente, pero, honestamente, no podía. Así que me ceñí en torno a tres posibilidades: un collar de sujetapapeles de muy buen gusto dispuesto sobre un lecho de henna, una nota de rechazo de parte del
Brickbat Quaterly
empapada en sangre de pescado podrido, o una selección de Whitman en forma de corazón dispuesta entre turrones, gominolas, anacardos caramelizados y un refresco de chocolate negro y cereza en la base del cual, introduje el premolar de un bebé
.

Fuera lo que fuese, no habría podido alegrar a la pobre mujer. No hice ningún intento de engañarme en ese respecto. Había causado daños, posiblemente dentales (imagínate, querido diario, ¡morder dientes que no son los tuyos propios!), y posiblemente mortales, a un alma abatida. Un alma cuyas ofensas hacia mí, aunque considerables, no eran en su naturaleza de importancia mayúscula
.

De buen grado soy consciente y me hago cargo de cualquier responsabilidad moral que pudiera tener en cuanto a mi contribución a la muerte de este ser humano. No sentí, ni siento, ninguna culpabilidad, pero no obstante la asumí, tomando la determinación de no volver nunca a entrometerme en la vida privada de las personas ajenas, de extraños
.

En realidad es mucho mejor cuando los conoces y puedes seguirlos de cerca
.

¿
Y por qué limitarse al único objetivo de publicar dentro de este sórdido negocio cuando la competencia es feroz? Eso sin mencionar a todos los que facilitan, animan, aconsejan y aleccionan a todos esos duros competidores… Después de todo no soy deísta. Me gusta observar. Y tampoco tengo idea de lo que va a suceder próximamente
.

Querido diario, solo entre tú, yo y la crítica, hubiera dado cualquier cosa por verla caer

Séptima clase.
El carácter elíptico del discurso

Syl vivía en un condominio. Amy nunca había visitado uno, y basándose en que Syl era una persona muy enérgica y deportista, ella se había imaginado que el sitio sería algo así como una colonia de solteros, una madriguera de tipos con abdominales sudorosos, gimnasios, piscinas y un aparcamiento lleno de Hummers y brillantes deportivos. Pero el edificio era elegante a pesar de que estaba un poco abandonado. Era de estuco blanco, tenía dos pisos y estaba adornado por buganvilla, sin duda de color magenta, la variedad más común en San Diego, aunque era difícil poder decirlo a oscuras. Los coches que veía eran en su mayoría de tipo sedán muy bien conservados, algunas tartanas y unas cuantas furgonetas para minusválidos. No reconoció ningún coche, así que comprobó su reloj. Llegaba cinco minutos tarde a clase. ¿Dónde estaban los demás?

—¿Dónde están los otros? —preguntó Syl, mirando detrás de ella mientras la conducía al interior de su casa.

Syl la invitó a sentarse en un sillón de La-Z-Boy de terciopelo marrón gastado y la sirvió una Coca-Cola light, deteniéndose en la ventana para comprobar el aparcamiento.

—No lo entiendo —dijo—. No podemos habernos equivocado los dos, ¿no crees?

Amy no veía cómo.

—Llamé a Ginger el domingo pasado, justo después de llamarte a ti. Dijo que venía. —Amy los había llamado porque ninguno de ellos había enviado por correo los relatos que tocaba comentar. Ambos se disculparon y prometieron tener las copias para repartir al resto el miércoles, y que las leerían en alto para recibir en el acto los comentarios que pudieran tener. A Amy no le gustó nada aquello, y por lo general, hubiera insistido en reprogramar la clase. Pero aquel ya no era un grupo normal y la disciplina obviamente se había visto afectada por las travesuras del francotirador. Ella les dejó a ambos la tarea de hacer las llamadas necesarias a los otros miembros del grupo. Syl ahora insistía en que había telefoneado a la mitad de la lista de clase, y Ginger le había asegurado que ella había llamado al resto.

—Hablé con Marvy el lunes —dijo Syl, que estaba consternado. Obviamente había limpiado el salón (Amy podía ver las marcas de la aspiradora sobre la alfombra, y había tres cuencos gigantes llenos de palomitas fluorescentes y nachos a ambos lados de su mesa de centro). El piso era espacioso, pero estaba poco amueblado y resultaba impersonal. No había nada colgado en las paredes, y ni una foto apoyada en la mesa de trabajo barnizada de color cerezo (idéntica a la de Amy). En el suelo, dispuestos en semicírculo a los pies de Amy, había grandes cojines de tela escocesa, naturalmente, nuevos. Si no fuera por las marcas del aspirador y el olor a pizza quemada y cerveza, Amy podría haberse preguntado si Syl acababa de mudarse ese mismo día, justo con ocasión de celebrar la clase.

La casa de Syl era parecida a la de Amy. En cierto sentido le recordaba a la grabación provocadora de su propia voz. No era su casa, sino una vasta imitación, pero reconocible una vez que te acostumbrabas a la ausencia de libros y perro. Ella pensó que Syl debía de estar divorciado, ya que el divorcio era la única razón que podía imaginar para que un hombre calvo de casi cuarenta años se esforzara tanto por mantener la forma física, una tarea que sonaba bastante bien, si se pretendía vivir como un estudiante universitario. En ese momento, la única cosa más triste que Syl era el panorama poco alentador de tener que mantener una conversación con él.

—Ha pasado algo —dijo Amy—. Deberíamos llamar a Carla. Ella lo sabe todo.

—Ya lo he hecho —dijo Syl—. Está comunicando.

Amy sacó su teléfono móvil y la lista de clase. Marcó el número de Frank. No contestaba.

—Intenta con Chuck —le dijo a Syl mientras ella marcaba el teléfono fijo de Edna. Ella era la única persona de clase, y posiblemente el único ciudadano de San Diego, que no tenía teléfono móvil. El teléfono de Edna sonó, sonó y sonó.

—¿No contesta? —preguntó Syl.

—Lo sé —dijo Amy—. Quiero decir… ¿Chuck no contesta? —Se miraron el uno al otro durante diez segundos—. Ha pasado algo —dijo Amy.

—¿Crees que…?

El teléfono móvil de Amy sonó, un tono que ella misma había elegido y descargado, en tiempos menos agitados, para su propia diversión. Era el tema de
Más allá del límite
: Ni, ni, ni, ni, ni, ni… Syl la miró fijamente con esa mirada estreñida que pone la gente cuando se ve obligada a procesar demasiada información en muy poco tiempo, y aunque Syl nunca resultó ser de los más listos, Amy apenas podía culparlo. Tampoco ayudaba que para cuando ella pudo echar mano del maldito móvil, estaba riéndose descontroladamente. Ni siquiera era capaz de decir hola.

—¿Qué es tan divertido? —Era Carla—. ¿Lo has hecho a propósito?

—¿Hacer qué? —preguntó Amy, tratando controlarse.

—¡No está en casa! Además, aquí tampoco hay nadie más, así que me fui para tu casa porque es la que está más cerca y…

—¿Quién no está en casa?

—¡Chuck! ¿En quién estabas pensando?

—¿Fuiste a casa de Chuck?

Carla maldijo.

—¡Naturalmente que fui a casa de Chuck! ¿Qué es…? —Escuchó como inspiraba una gran bocanada de aire—. ¡Oh, no!

—Mira, Syl y yo estamos aquí sentados y nadie…

—¿Syl? ¡Oh, ya lo cojo! ¡Dios, soy tan lista que no puedo creerlo!

—¿El qué?

—Tú no enviaste el correo electrónico, ¿verdad? El que nos decía que nos reuniéramos en casa de Chuck.

—Espera un minuto. ¿Recibiste un correo electrónico de mi parte? ¿Cómo es posible?

—Déjame a ver si lo entiendo. Estás en casa de Syl, ¿con quién más?

—Con nadie.

—Estás sola con Syl.

—¿Qué se supone que significa eso?

Carla permaneció en silencio. Syl miraba a Amy como si fuera un hombre que estuviera ahogándose, después miró a su móvil con la misma expresión, ya que de repente empezó a sonar la melodía de
Peter Gunn
.

—No seas ridícula —dijo Amy.

—Dame un minuto —dijo Carla—. Contactaré con todo el mundo y llegaremos a casa de Syl lo antes posible. —Amy podía escuchar el chirrido de las ruedas del coche de la mujer probablemente dando marcha atrás en la entrada de su propio hogar. Amy sinceramente esperaba que la señora Franz no estuviera merodeando por la calle. Probablemente no, puesto que era invierno y normalmente se acordaba de dónde vivía para cuando el sol se había puesto—. Carla, cuidado con…

—¡Quedaos ahí sentados! —dijo Carla colgando el teléfono.

Mientras tanto, Syl asentía.

—Ajá, ajá. Espera un minuto —miró a Amy—. Chuck dice que todo el mundo está en casa de Carla excepto Carla. La vieja los ha amenazado con llamar a la policía.

Amy suspiró. Daba un poco de miedo entender lo que realmente Syl estaba diciendo. Chuck y todos los demás (excepto, aparentemente, Carla), estaban pululando alrededor de la casa de Carla habiendo sido dirigidos allí por el francotirador. Sin duda, el timbre había sonado muchas veces.

—Dile a Chuck —dijo Amy—, que diga a los demás que vengan aquí.

—Pero eso llevará…

—Una hora aproximadamente. Lo sé. Pero tenemos que reagruparnos.

—¿Guacamole?

Parecía como si hubieran estado sentados unos quince minutos permaneciendo en un silencio incómodo, lo que significaba que tan solo habían sido unos pocos minutos. Quizá cinco.

—Tengo guacamole, salsa verde, salsa roja y salsa de chile. —Syl parecía estar un poco más contento, o menos ansioso ahora que, en teoría, la gente estaba viniendo de camino a su casa—. También cerveza Pete’s Wicked y Miller Lite.

—El francotirador ha escrito a todo el mundo haciéndolos pensar que era yo —dijo Amy—. Estaba dándole vueltas a cómo ha podido hacerlo.

Syl mordió una palomita gigante.

—¿Qué proveedor tienes?

—No tengo ni idea de a qué te refieres.

—¿Cuál es tu dirección de correo electrónico?

—Ah, vale, ya veo. Es una dirección de Hotmail. ¿Así que eso significa que cualquier persona puede conectarse y…?

—Necesitan tu contraseña.

—Me rindo. ¿El tipo es adivino o qué?

Syl se levantó y salió de la habitación volviendo un minuto después con el archivador de tres anillas que siempre llevaba a clase pero, según Amy había podido comprobar, en el que apenas anotaba nada. Lo abrió y miró algo.

—MujeresM —dijo—. MonstruosasM, FerozI…

—Esos son títulos de mis… Bueno, no utilizo los títulos de mis novelas como estúpida contraseña.

—¿Qué me dices de un título y el año de publicación?

—No. —A Amy nunca se le había ocurrido utilizar eso—. Nunca lo adivinarás —dijo con toda seguridad—. Simplemente hay demasiadas posibilidades. Nadie, ni siquiera el francotirador, va a pasar horas probando con cada posible permutación…

—Alphonse —dijo Syl.

—¿Qué?

—Es esa, ¿a que sí?

—¿Cómo demonios lo has sabido?

Syl sonrió, con lástima.

—Nombres de mascota. El truco más viejo. Debería haberlo intentando en primer lugar.

—Pero yo nunca hablo de Alphonse.

—Lo hiciste durante la primera clase. Carla te preguntó por él, y tú nos hablaste sobre los basset hound y sus enormes patas.

Amy estaba conmocionada.

—¿Y anotaste todo eso?

¡
Dios mío
!, pensó, cómo parloteaba de su vida privada.

—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? Simplemente lo recuerdo. Es un nombre bastante bonito —masticó Syl—. Yo una vez tuve un cocker que se llamaba Joe.

—¿Cuándo eras pequeño?

—No, cuando estaba con Eileen. —El alumno se sacudió la sal y la grasa de las manos y se levantó—. Voy a por otra cerveza. ¿Quieres una?

Amy aceptó la cerveza y permaneció en silencio un rato. Que el francotirador hubiera sido capaz de hacerse pasar por ella en la red era mucho más perturbador que el hecho de que hubiera echado a perder toda la tarde.

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