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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (11 page)

BOOK: El taller de escritura
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—No suelo mencionárselo a desconocidos. Es mi secreto de culpabilidad.

El teléfono móvil de Amy empezó a sonar y Harold sonrió, hizo un gesto para despedirse y se marchó a buscar un café. Harry estaba bien.

Quien llamaba era Marvy. Lo hacía para disculparse por no haber asistido a clase. Amy le aseguró que no pasaba nada porque faltara a una clase o dos siempre que no fueran las clases en las que estaba prevista la crítica de sus relatos. Marvy le dijo que no, que ese no era el caso, pero que, aunque lo sentía porque realmente le gustaban las clases y la manera en que Amy las conducía, iba a darse de baja.

A ella ya le había sucedido esto antes. Se puso furiosa al instante.

—Marvy, estableciste una buena ronda de debate con los demás. Todo el mundo leyó tu historia y pasó tiempo pensando en ella, y ahora vas y dices que ya lo has probado y has tenido suficiente. ¿Y vas a darte de baja? ¿Antes de que puedas hacerle al resto el mismo favor? ¿Sabes cómo resulta esto? Resulta fatal para la moral.

—Sí —dijo Marvy—, por supuesto que lo sé. Y por eso te he llamado. No es por nada de eso en absoluto. —En la pausa siguiente, Amy pudo escuchar el crujido de papeles—. Es solo que recibí esta crítica, ya sabes… estaba realmente ahí, ¿sabes?

—¿Hablas de los comentarios escritos en las copias que te fueron devueltas? Marvy, hay un montón de principiantes que al principio no tienen ni idea de lo que están haciendo. —
O nunca
—. Reescriben tus frases, menosprecian los nombres que has elegido…

—En realidad tengo un montón de comentarios útiles.

—Ahí lo tienes entonces.

—Ya pero… esto es simplemente soez. Y ni siquiera está firmado, así que no sé de quién se trata.

Amy se inclinó hacia atrás y cerró los ojos.

—Dame un ejemplo.

—Realmente no quiero hacerlo.

—¿Por qué? Mira, este es mi trabajo. Por favor, dame al menos una idea acerca de lo que estás hablando.

Marvy suspiró y se aclaró la garganta.

—Eh, tonto del culo.

—¿Perdón? ¿Qué has dicho?

—Así es como empieza. También escribe mi nombre en la parte superior de cada hoja y añade «capullo».

Para su consternación, Amy tuvo que ponerse el móvil contra el estómago con el fin de sofocar las carcajadas que le habían sobrevenido sin avisar. Pronto resultó obvio que no iba a poder parar de reírse.

—¡Dios, Marvy, cuánto lo siento! —dijo resoplando—. No es que sea muy gracioso pero no sé por qué…

—No te preocupes. Mi mujer está aquí partiéndose la caja. Yo también lo haría.

—Si no te hubiese pasado a ti.

—Exactamente. Pero bueno, ¿recuerdas la parte en que Bill Mansfield se imagina lo de las galletas de perro? Bien, pues aquí sigue diciendo «No tienes ni pajolera idea de qué es la metanfetamina, perdedor».

—¿Está escrito a mano?

—Es letra de imprenta escrita a lápiz. Y después me da…

—Marvy, ¿hay una coma entre «metanfetamina» y «perdedor»?

—No. Entonces me da esta hoja impresa, la que empieza con «Eh, tonto del culo» y lo siento, Amy, pero no puedo leértelo todo, es muy porno.

—¿Te refieres a que es sexual?

—Bueno, no exactamente.

—Hablas entonces de algo irreverente.

—Sí, supongo que es eso. Simplemente dice lo que puedo hacer con mi relato, ya sabes a lo que me refiero, además de que debo de haber crecido en una granja de cerdos porque bla, bla, bla y finalmente suelta que debería saltar desde el puente de Coronado. —Marvy empezó a reírse—. Ahora que lo miro detenidamente, es bastante divertido, ¿sabes?

—Marvy, no sabes cuándo lo siento, de veras. Llevo dando estos cursos bastante tiempo y jamás me había sucedido algo semejante.

Amy continuó disculpándose hasta que por fin Marvy se aplacó un poco, algo que ella no había pretendido en un principio. Había cesado ya en su intento de convencerlo para que no se diera de baja, pero al final de la conversación él le prometió que volvería la próxima semana.

—Supongo que —le dijo Marvy—, en todo grupo siempre hay de todo.

Ya te digo
, pensó Amy.

—Marvy, asumo que esa persona no firmó su trabajo. ¿Cuántas críticas te fueron entregadas?

—Trece.

—¿Incluida la mía?

Más crujido de papeles.

—No, con la tuya son catorce.

—Pero esa no cuenta. En clase sois trece alumnos, y tú no te evaluaste a ti mismo.

—No, pero alguien debe haberlo hecho dos veces. Y si alguna vez descubro quién ha sido, voy a aplastarlo.

Amy le preguntó lo que le había preguntado a Carla y lo que se había preguntado a sí misma: ¿en realidad quería saber quién era? Pero naturalmente él sí quería saberlo. Marvy no era el mejor escritor del mundo, pero su manera de enfrentarse a la vida era totalmente directa.

—No me voy a esforzar en averiguar quién ha sido, pero si lo hago tendré entonces que ver cómo trato el tema.

Amy le pidió que llevara todas las críticas el próximo miércoles y le prometió enviarle por correo los dos nuevos relatos, de Dot Hieronymus y de Pete Purvis. Después de que hubiera colgado, escribió una nota para sí misma para acordarse de enviar por correo las nuevas historias a Marvy y a Tiffany, momento en el cual la clase empezó a llenarse, siendo Tiffany la primera en entrar.

La mujer se inclinó sobre el escritorio de Amy.

—Simplemente era incapaz de soportar el sexismo de esa estúpida historia —susurró—. Y en verdad tenía el fuerte presentimiento de que tú tampoco querrías abordar el tema.

—Así es —dijo Amy.

—Y lo respeto. Sé que no puedes elegir, que tienes que permitir el acceso a todo el mundo. No me gustaría estar en tu puesto. En cualquier caso, aquí estoy. Quería estar aquí por Edna.

—Gracias —dijo Amy. Quiso defender a Harold, cuyo trabajo no estaba siendo lo suficientemente bien considerado al tacharlo de sexista. Tiffany era como la señorita Groby de Thurber, la profesora inglesa que rebuscaba en todos los libros para encontrar figuras retóricas poco frecuentes—. Veo en mi agenda que supuestamente debes traer un relato dentro de dos semanas. ¿Todavía piensas hacerlo?

Tiffany asintió y fue a tomar asiento junto al resto, y así empezó la segunda parte de la clase.

El relato de Edna Wentworth,
La buena mujer
, era una de las mejores historias que le habían entregado en clase. La historia estaba narrada desde el punto de vista de una mujer joven, casada, y quien de repente, sin pretenderlo, mantiene una aventura amorosa con un instalador de televisión por cable. La señorita Hestevold, profesora jubilada, una solterona que vive en lo alto de una colina justo encima de la familia de la joven, deduce la aventura a partir de las frecuentes visitas de la furgoneta del instalador de la televisión por cable. Había un excelente pasaje en el que la mujer joven, ignorante del hecho de que estaba siendo espiada, agarra a su hijo colina arriba para hacerle disculparse ante la señorita Hestevold por haberla insultado.

—Mi hijo tiene algo que decirle.

La señorita Hestevold, al parecer nada sorprendida, solo asintió. De cerca era verdaderamente fea. La parte inferior de su rostro era alargado y equino. No era que estuviera deformado exactamente, pero era tan prominente que era difícil evitar mirarlo fijamente, además de que tenía pelos blancos bajo la barbilla y sobre el labio superior. Tenía los grandes ojos de la que un día fuera una mujer bella, pero su crueldad resaltaba su fealdad, por lo que ciertamente nunca habría sido guapa. Alice dudaba que siquiera hubiera sido feúcha. La señorita Hestevold ahora observaba a Dougie con una especie de cautela atroz.

Dougie, con los ojos fijos en la barba de la vieja, lloró en silencio con la boca abierta. Alice le apretaba la mano. Él era tan joven y vivía tan intensamente cada momento… Lo inmediato y lo eterno eran la misma cosa para él, y ahora se veía envuelto en un universo de vergüenza sin límite ni perspectiva. Alice le apretaba sin cesar la mano, pero no decía nada, y tampoco lo hacía la señorita Hestevold. Finalmente consiguió soltarlo:

—Lo siento, señora —le dijo—. No quería hacerlo. —Ahora ya podía gritar en voz alta. Había liberado la tensión de su cuerpo. Tendió la cabeza y su madre se movió detrás de él, acariciándole los hombros con suavidad. Ella sonrió a la señorita Hestevold, cuya expresión no se alteró.

—¿Y por qué lo sientes? —le preguntó al chico la señorita Hestevold.

Dougie miró hacia arriba.

—Porque —dijo mientras la mujer lo observaba—, porque la he insultado. —La señorita Hestevold esperaba—. Porque la llamé amargada y… —Humillado, Dougie empezó a llorar otra vez.

—Pero ¿por qué lo sientes? —preguntó la señorita Hestevold.

¿
Por qué, bruja despiadada
?

—Lo siente —dijo Alice—, porque fue muy mal educado para con usted y dijo palabras mal sonantes. Y él lo sabe.

La señorita Hestevold no apartó la mirada de Dougie.

—¿Es eso por lo que lo sientes?

Dougie asintió.

—Decir palabrotas está mal.

La señorita Hestevold también asintió de forma solemne.

—¿Y por qué está mal?

Alice atrajo a su hijo hacia atrás, hacia su cuerpo. Dougie giró la cabeza y miró hacia arriba, hacia su madre, aturdido por la pregunta.

—Porque simplemente lo está —dijo Alice.

—Porque simplemente lo está —dijo Dougie.

Alice abrió la boca para decir adiós, pero la vieja suspiró y le lanzó una mirada de asco, una mirada que transformó a Alice en una niña indefensa tan insignificante como su hijo.

—¡Simplemente está mal! ¿Qué quiere que diga? —dijo Alice, avergonzándose de sí misma por su voz quejumbrosa.

La señorita Hestevold se arrodilló entonces frente a Dougie, le sonrió y le estrechó las manos entre las suyas, nudosas.

—¿Te digo yo por qué? —le preguntó. Dougie asintió rápidamente justo como lo haría frente a la gallina Caponata viendo la televisión. Aunque no podía verle la cara, Alice podía imaginársela, estaría fascinado por la repentina atención de la vieja—. Porque cuando ofendes a la gente, aunque sea para divertirte, normalmente la hieres. No siempre. Porque por ejemplo a mí no me has herido, pero es un riesgo que corres. Corres el riesgo de hacer que alguien pueda sentirse idiota, feo, triste o causarle dolor sin realmente haber tenido intención de hacerlo.

Alice tuvo el absurdo impulso de alzar la mano y gritar:

—¡Lo sabía!

Obviamente la señorita Hestevold creía tener el número de Alice. Alice todavía era una persona joven y superficial que no podía distinguir entre maneras y moral. Alice odiaba ser malinterpretada.

—¿Sabes lo que significa «dignidad»? —preguntó la señorita Hestevold.

Dougie agitó la cabeza.

—Bueno, tú no tienes por qué saberlo. Solo recuerda esto. Siempre está mal tratar a otras personas como si fueran juguetes o marionetas. Siempre está tremendamente mal ser cruel. ¿Lo entiendes ahora? —Dougie asintió despacio. Ella le echó hacia atrás su brillante pelo con una mano llena de manchas—. Ha sido un placer conocerte —le dijo.

A Amy le gustaba tanto esta escena que quiso empezar leyéndola en voz alta. En primer lugar, la vieja Edna podía escribir una historia cautivadora cuyo último párrafo podría haber sido escrito, especialmente, para la edificación moral de la persona en la que estaba empezando a pensar como el «francotirador del taller». Pero esto habría dado al grupo claros indicios de sus propios sentimientos demasiado pronto, los cuales gustaba de reservarse hasta que el debate hubiera iniciado curso.

Tiffany comenzó elogiando el lenguaje de Edna, su atención creativa hacia el detalle, la precisión de sus frases. Cuando Amy le pidió ejemplos, Tiffany citó el pasaje en el que Alice, recién convertida en adúltera, se enfrenta a su culpabilidad después de que su absurdo nuevo amante se haya marchado. «Se sentó rígida, como una marioneta, y se detuvo a contemplar su viejo y corriente
body
de color rosa, el mismo que acababa de prender sobre su piel como un perro rabioso. Entonces pensó que ya era capaz de cualquier cosa».

—La autora —dijo Tiffany—, nos muestra el body de esta mujer tal y como lo ve ella, no como podría verlo un fotógrafo de la revista
Penthouse
.

Esa iba por Blasbalg, Reyes y Surtees. Detrás de Tiffany, por encima de su hombro, Chuck movía las cejas haciéndole gestos a Amy, y le puso a Tiffany, usando los dedos corazón e índice, orejas de conejo en la cabeza. ¡Qué cómico!

—Y un poco más abajo —continuó Tiffany—, su descripción del instalador de cable: cómo su piel es «lisa, húmeda, y su cuerpo grande y lustroso. Él era simple, táctil, irresistible, y fuerte como un muñeco de baño, y suyo para hacer con él lo que ella quisiera». —Tiffany alzó la vista del papel—. ¡Eso es escribir con sensualidad!

—Estoy de acuerdo —dijo Frank Waasted—, aunque no sé si estoy seguro de que me guste ser cosificado de esa forma.

Tiffany se giró. Estuvo a punto de pillar a Chuck poniéndole orejas de conejo.

—¡Oh, vamos! —dijo la mujer.

—No, en serio —dijo Harold—. ¿Te gustaría que te comparasen con un patito de goma?

Ricky Buzza saltó en defensa de Tiffany, cabreándola de inmediato, y Amy intervino para pararlo.

—Tiffany tiene razón, y vosotros estáis equivocados —dijo a un coro de abucheos—. ¿Alguien más quiere añadir algo sobre el lenguaje antes de que nos ocupemos de la historia en sí misma?

Casi todo el mundo elogió el manejo de las palabras de Edna, incluido el doctor Surtees, que no se había dignado a participar en debates anteriores. Pete Purvis, el pobre, se quejó tímidamente sobre una frase del pasaje favorito de Amy, el cual la profesora volvió entonces a leer en alto.

—Me hice un lío —dijo Pete—, con la frase: «Tenía los grandes ojos de la que un día fuera una mujer bella, pero su crueldad resaltaba su fealdad, por lo que ciertamente nunca habría sido guapa». Bueno, entonces, ¿fue alguna vez guapa o no?

Pete tenía algo de razón. Según dijo Amy, la frase técnicamente podría venir a decir de forma coherente: Tenía los grandes ojos marrones de un basset hound sin que esto implicara que ella jamás había sido un basset hound, o que nunca había podido ver uno por esa cuestión. Pero era un poco confuso, así que Amy le agradeció que lo señalara. Ahora quería debatir la historia en su conjunto, como relato. ¿Qué era lo que sucedía en este relato? La historia, ¿satisfacía?

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