—¿Eres bueno con los ordenadores? —le preguntó al fin.
Syl se encogió de hombros.
—Te está afectando, ¿verdad? —Se levantó y caminó hacia la ventana que daba al aparcamiento—. Mira, si realmente te molesta, puedes conectarte y comprobar tu correo. —Syl encendió el ordenador y le hizo una seña a Amy para que se acercara.
Ella no veía qué bien podría hacerle aquello, pero de cualquier forma, se registró.
—Nunca guardo mis correos enviados —dijo—, así que no sé de qué va a servir.
Como era de esperar, cuando echó un vistazo a su bandeja de entrada, esta estaba llena de los típicos correos basura anunciando viagra y citas
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. Alguien, el francotirador, había visto aquello. ¡Qué patético! Estaba a punto de cerrar la sesión cuando Syl, apoyándose en su hombro, le señaló que tenía tres mensajes enviados guardados. Al parecer, el francotirador quería que Amy viera su trabajo, por lo que no había borrado los mensajes.
Efectivamente eran tres correos del francotirador. El primero había sido enviado a Pete, Ricky, Ginger, Tiffany, Chuck, Surtees, Edna, Harry B., y Marvy, naturalmente desde [email protected]:
Lo siento, ha habido un cambio de planes. Syl va a estar fuera de la ciudad, así que nos reuniremos en casa de Carla a la hora de siempre.
¡Nos vemos allí!
Un segundo correo, redactado exactamente de la misma forma excepto por el lugar de reunión que en esta ocasión se señalaba como la casa de Chuck, le fue enviado a Carla. Y el tercero le fue enviado a Frank, diciéndole que la clase era en casa de Dot. Amy imprimió los tres y los miró fijamente.
—Me duele la cabeza —dijo al final—. ¿Cuál puede ser el objetivo de todo esto? ¿Por qué no enviar a todo el mundo a casa de Carla?
—Falta alguien —dijo Syl—. Somos trece, ¿no? Ahora bien, según esto, once personas recibieron correos electrónicos falsos además de mí, que entonces hacen doce.
—Dot —dijo Amy.
—No, Dot está aquí.
—Su casa está aquí. Supuestamente, Frank tenía que ir a su casa. Pero el francotirador no la envió un correo. O si lo hizo, no lo guardó. Odio todo esto.
Amy se excusó y fue al baño. Syl tenía toallas mullidas de color marrón a juego con una alfombrilla de baño y la funda del inodoro. Además, usaba un producto de aseo personal llamado «Axe». ¡Dios! ¿Quién se pondría algo llamado «Axe» sobre la piel desnuda? Había un montón de
Maxims
en una estantería de pared pintada de marrón. Idea para una historia: de gira por los baños solitarios de tipos solteros. Amy se sintió repentinamente golpeada por una oleada de soledad, así que cerró los ojos para poder alejarla. A través de la puerta podía escuchar a Syl hablando con alguien por teléfono.
—Era Marvy —dijo Syl abriendo dos cervezas más y pasándole una a Amy—. Todavía no han salido. Están esperando a Carla.
—Deberíamos posponerlo.
Syl negó con la cabeza.
—No, en serio. Cuando lleguen serán más de las nueve. No nos va a dar tiempo a nada.
—¡Seguro que sí! Además, todo el mundo está excitado.
No, tú estás excitado, Syl. Tú, pobre solitario y bastardo coleccionista de toallas marrones
.
—Mientras esperamos —dijo ella—, ¿por qué no me das una copia de tu relato?
John Blovio tenía un problemón. Su arma estaba atascada, y tenía seis Raggmots a la cola. Tenía una resaca del tamaño del Phimiander IV, y Cinnamon Sominoid tenía el periodo.
Amy hojeó las páginas, que serían unas cuatro escritas a triple espacio. Blovio aparentemente tenía, o al menos usaba, una
thrummox
que repicaba contra el suelo de la nave espacial como las campanas de Cumberling cada vez que él maldecía y la lanzaba hacia abajo, cosa que ya había hecho en dos ocasiones en tan solo las dos primeras páginas.
—¿Tiene título, Syl?
—Bueno —dijo sonrojándose—, estoy barajando uno, pero es un poco tonto.
—¿Tonto? ¡Sorpréndeme! —lo alentó.
—
Encuentros cercanos de la peor índole
.
—Es divertido —dijo Amy.
—No, no lo es —dijo Syl dejándose caer sobre el sofá marrón—. ¿Puedo serte sincero?
—Por favor.
—En realidad no estoy interesado en escribir.
¡
Gracias a Dios
!
—¿Estás intentado volver a coger el ritmo, eh? —Syl parecía asustado—. Mira, este es un curso de extensión universitaria. Al menos el veinticinco por ciento de las personas en cualquier grupo están intentando conectar y empezar a salir con alguien. —Amy dio un trago a la cerveza—. Normalmente son bastante fáciles de identificar porque nunca llegan a traer nada para comentar en clase. Eres un buen tipo, Syl. Tú al menos te has molestado.
—Bueno, más o menos. ¿Sabes si alguna vez alguien ha tenido éxito? ¿Ligando?
—Ni idea.
—¿Qué me dices de ti?
—¿Perdona?
—¿Estás casada?
¿Qué estaba preguntando aquel hombre? Amy había sido atractiva en otro tiempo, pero hacía tanto que no le hacían una proposición que, de repente, se sintió como un viejo mecanismo oxidado. Quiso decirle que había cometido un error.
—De hecho, dos veces.
—El divorcio —dijo Syl—, es un asesino. Eileen y yo estuvimos casados durante diez años. Tenemos dos hijos.
—En realidad, la primera vez, enviudé.
—Un día va, se levanta y me dice: «Quiero seguir con mi vida».
—¿En contraposición a…?
—¡Bueno, eso! Dos niños de cinco y ocho años además de una gran casa en Del Mar.
—¿Allí es donde ella vive ahora? —Syl no estaba interesado en Amy. Solo se había desahogado con ella. Amy se hacía una buena idea de por qué Eileen había querido continuar con su vida.
Amy intentó recordar la última vez que había escuchado la vida de una persona extraña. Había sido una ermitaña durante tanto tiempo que le resultaba difícil recordar los detalles de la vida social. Sin embargo, ahora lo estaba haciendo rápidamente: nunca había tenido paciencia suficiente para escuchar las historias de la vida de personas extrañas. Esas eran conversaciones triviales, y las conversaciones triviales le producían sudores fríos. Ahora recordaba una ocasión en la que, apoyada contra un alce disecado en algún restaurante de Bangor (uno de los que solía frecuentar Max), tuvo que aguantar la charla de un hombre de negocios, el padre, ahora se acordaba, de uno de los amigos de Max. Un vendedor de alfombras que hablaba sin cesar de la horrible distancia que había tenido que recorrer en su Monte Carlo teniendo en cuenta el montón de muestras de alfombras que siempre tenía que llevar consigo. «Tengo muestras de alfombras hasta debajo de donde yo te diga», decía. Se llamaba Carmine algo, y cuando ella después se quejaba implacablemente a Max, este siempre le decía lo mismo: «Utilízalo Amy. Utilízalo todo. Escribe una bonita historia sobre Carmine y sus muestras». Max sabía que ella nunca lo haría, porque ella jamás utilizaba personas reales en sus textos. Por ejemplo, nunca escribió nada sobre él, sobre su feliz vida o su terrible muerte, y el cariño que ambos se profesaban y que habían hecho pasar por amor.
—Mi primer matrimonio —le contó a Syl—, fue la típica «boda de Vietnam». Me casé con Max para salvarlo del reclutamiento.
—¿Era vietnamita?
—Era de Augusta, Maine. Éramos muy buenos amigos. Él era homosexual.
Syl volvió a tener esa mirada intensa y estreñida.
—¿Era ciudadano estadounidense?
—Sí, un ciudadano americano homosexual, de Augusta, Maine. Verás, en los años sesenta, los hombres casados tuvieron la oportunidad de librarse del temido telegrama. —Syl la miraba aun más perplejo—. Él y yo éramos muy buenos amigos desde el instituto y a él no le quedaba otra salida más que…
—¿Cómo obtuvo la ciudadanía? ¿No resulta difícil para esos tipos?
—¿A qué te refieres? Él nació en Maine.
—Pero sus padres, ¿eran vietnamitas? —Syl, que al parecer había escuchado algo, se puso en pie y corrió hacia la ventana—. No —dijo.
—Murió de sida en 1989.
—Vaya —comentó Syl.
Amy luchó contra la repentina necesidad que sentía de hablar con alguien, aunque fuera Syl, acerca de Max, y contarle lo cómoda que había estado con él. No feliz, porque Amy jamás lo había sido, pero tranquila. Lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia estrictamente hablando, pronto se convirtió en un sistema de vida utópico. Para su sorpresa, ambos eran perfectamente compatibles. En todos los sentidos excepto en uno. Pero la casa que habían alquilado en Waterville tenía muchos dormitorios. Ella aprendió a cocinar y él a llevar la casa, que siempre estaba abierta a amigos y a amantes. Vivieron juntos durante diecisiete años y nunca tuvieron una discusión seria. Amy trabajó de secretaria mientras Max se sacaba el doctorado, y después, él la estuvo apoyando, más o menos, en su trabajo de profesora sin plaza fija de lenguas romances en Colby, en Bowdoin y en la Universidad de Maine. Mientras tanto, Amy escribió un montón de historias y después una novela, y después dos más. Vendió todo por sumas modestas y con muy poco esfuerzo. Todo era tan fácil…
Demasiado fácil. Max decía que estaban tomándole el pelo a la vida de la forma en que mucha gente le toma el pelo a la muerte. Ella se las apañó para evitar el drama y los desengaños de las aventuras esporádicas y de los matrimonios con una pasión delirante, como aquellas parejas cuyas recepciones de boda estaban ya embrujadas por los fantasmas de sus propias decepciones. Max y ella se respetaban el uno al otro, disfrutaban el uno del otro, y se apoyaban el uno en el otro cuando la vida diaria arremetía contra ellos. Ella tenía aventuras, no tantas como Max, pero las suficientes como para sentirse satisfecha. Estaba tomándole el pelo a la vida, pero también era joven, tenía talento y suerte. Ya habría tiempo después, si es que quería, para enamorarse. Pero el tiempo, naturalmente, se agotó. Max enfermó en 1985, y ella cuidó de él hasta que murió cuatro años después, en 1989.
—¿Sabes lo que es divertido? —dijo Syl—. Que no puedo contactar con Frank. Sigue saltando su contestador.
Amy consultó los correos impresos.
—Supuestamente tiene que estar en casa de Dot. ¿Has probado a llamarla a ella?
—Estoy en ello. —Desde el otro lado de la habitación, Amy pudo escuchar a Dot decir «hola». Syl, que al parecer solo estaba preparado para escuchar las señales de los contestadores automáticos, se quedó mirando al teléfono.
Amy agarró el móvil de Syl y saludó.
—¿Está Frank ahí? —preguntó.
—¿Qué Frank? ¿Frank Waasted? ¿Por qué debería estar aquí?
—Porque… —Amy volvió a mirar los correos impresos, cerrando los ojos para poder concentrarse—. Dot, ¿te envié un correo electrónico?
Aparentemente, a Dot aquella no le pareció una pregunta extraña, aunque tampoco pareció hacerle mucha gracia.
—Sí, y además a última hora, después de que hubiera terminado con prisas mi obra de misterio y hubiera pasado toda la noche en Kiko para tenerla lista y poder distribuirla en clase. Supongo que puedo enviarla por correo para la semana que viene, pero va a costarme una fortuna, te lo aseguro.
—Dot, ten paciencia conmigo solo un minuto. ¿Qué te dije sobre la clase de esta noche?
—Solo que se había cancelado. No me dijiste por qué. Y la verdad es que me gustaría saberlo…
—Adelante, envía las copias por correo.
—¿Qué? No entiendo. ¿Por qué…?
Amy tampoco, pero tenía que colgar el teléfono.
—Envíalas mañana, ¿vale? Te llamaré para decirte dónde nos reuniremos la semana que viene.
—Pero…
—Dot, lo siento. Contribuiré con los gastos del envío. Ahora tengo que dejarte.
¿Dónde diablos estaba Frank?
Eran casi las diez cuando llegaron. Armaron un gran jaleo en el aparcamiento haciendo caravana, dando portazos y llamándose a gritos los unos a los otros. Carla, saltando como una niña pequeña, saludó a Amy, que los miraba desde la ventana.
—¡Mamá se ha vuelto loca! —chilló.
—¡Oh, Dios! —dijo Syl—. La mayoría de mis vecinos se van a la piltra a las ocho y media. —Bajó corriendo las escaleras, haciendo callar a la gente mientras subían.
—Esto es lo que pasa —anunció Carla dejándose caer en uno de los cojines que había en el suelo. Mientras tanto, la gente tomaba asiento y Syl repartía cerveza y refrescos—. Dot no ha venido. Ni tampoco Frank.
—¿Dónde está Ginger? —preguntó Amy. Ginger tenía que traer la otra historia para comentar esa noche.
—Ginger vino, pero después se achicó —explicó Carla.
—Bien. ¿Os ha dejado a alguno las copias de su relato?
Edna, la última en subir las escaleras, se sentó junto a la profesora.
—En mi opinión —le dijo—, Ginger no había traído nada para repartir.
Amy volvió a recostarse sobre su asiento.
—Entonces, ¿para qué diablos estamos aquí?
—Aún tenemos la de Syl, ¿no? —dijo Marvy.
Mientras Syl repartía su mal preparado texto de cuatro páginas, Carla se inclinó hacia delante y le susurró a Amy.
—Creo que Ginger ha hecho bien en marcharse. Se comportó de forma muy rara. Empezó a mover la cabeza y a expresarse usando un montón de lenguaje corporal mientras se quejaba de que todo esto estaba resultando ser una pérdida de tiempo por culpa del francotirador. Pero estoy con Edna. Creo que estaba bloqueada y no había escrito nada. Y se marchó sin admitirlo. Adiós y hasta nunca, ¿no crees?
—¡Genial! —exclamó Marvy mirando el texto de Syl—. ¡Es ciencia ficción!
—Damas y caballeros —dijo Amy. Tuvo que repetirlo tres veces antes de que se callaran—. Aunque me cueste, debo animaros a explorar los sentimientos…
—¡Escuchad! —dijo Edna.
—Me veo obligada a informar de cómo las alarmas y excursiones de hoy nos han afectado a todos como grupo. Me parece que la baja de Ginger y el no saber dónde está Frank, sin mencionar a Dot Hieronymus…
—Ni la menciones —dijo Chuck, lo que suscitó un aplauso alborotador.
—Además del hecho de que hemos perdido casi toda la tarde, y Dios sabe cuánta gasolina.
—¿Qué os dije? —Carla se giró para mirar a los demás—. ¿Nos os dije que seguro que hacía esto?
—¡Diablos! ¡No! —dijo el doctor Surtees, que ahora se comportaba y saludaba como un tipo normal. A Amy le gustaba más cuando se portaba como un pedante—. ¡No vamos a dejarlo! De hecho, hemos estado comentando antes de venir que nos gustaría alargar el curso una vez acabara el semestre y empezara el año nuevo.