Como método para elevar una nave espacial desde la superficie de la Tierra hacia la Luna, la presión de la luz, o cualquier fuerza parecida, es totalmente inoperante. El «plan de Repulsión» queda descartado.
Y esto es todo, Dodge era un hombre inteligente y entendido que evidentemente comprendía la ciencia (hasta el punto al que había llegado en 1903); pero si observamos sus cinco planes tal como él los presenta,
ni uno solo
tiene la más remota posibilidad de conseguir llevar al hombre a la Luna.
¡Y, sin embargo, se ha conseguido! Mi padre estaba vivo cuando fue escrito este artículo, y también cuando los primeros hombres aterrizaron en la Luna.
¿Cómo es posible?
Bien, ¿han observado cuál es la palabra que Dodge no menciona? ¿Se han dado cuenta de que
no vio el camión?
¡No ha mencionado el cohete!
No existe ninguna razón para esta omisión. Los cohetes se conocían desde hacía ocho siglos. Se habían utilizado en tiempos de paz y en tiempos de guerra. En 1687 Newton explicó cabalmente el principio del cohete. Incluso antes, en 1656, Cyrano de Bergerac, en su historia
Un viaje a la Luna
, enumeraba siete modos de llegar a la Luna, e
incluía
entre sus métodos el del cohete.
¿Cómo es posible entonces que Dodge lo dejara de lado? No por falta de inteligencia. De hecho, era lo bastante sagaz como para prever al final de su articulo, redactado en 1903, la posibilidad de utilizar la superficie lunar para recoger la energía solar.
No; no mencionó el cohete porque hasta el mejor de entre nosotros a veces no ve el camión. (Por ejemplo, me pregunto qué camiones no estaremos viendo en este mismo momento.)
Dodge estuvo
a punto
de conseguirlo con su plan de retroceso, pero cometió un viejo error. Supuso que para conseguir que la fuerza de retroceso fuera lo bastante potente el arma tendría que disparar un proyectil con una masa al menos igual a la suya, lo cual no es cierto.
Lo importante en el disparo y el retroceso, en la acción y la reacción, es el momento. Si una bala sale de un arma con un determinado momento, el arma tiene que alcanzar un momento de igual intensidad en la dirección contraria, y el momento es igual a la masa
por la velocidad
. Es decir, una masa pequeña provocará un retroceso suficiente si se mueve a la velocidad suficiente.
En los cohetes los vapores calientes que son expulsados se mueven hacia abajo a mucha velocidad y de manera continua, de forma que el cuerpo del cohete se mueve hacia arriba con una aceleración sorprendente, teniendo en cuenta la pequeña masa de vapor expulsada. Aun así, la masa necesaria para enviar un objeto relativamente pequeño hasta la Luna sigue siendo bastante considerable, pero la diferencia es muchísimo menor de lo que se temía Dodge.
Además, el efecto de retroceso es continuo mientras siga ardiendo combustible y se sigan expulsando vapores, lo que equivale a desplazar un proyectil por un cañón durante cientos de kilómetros. La aceleración es suficientemente pequeña como para ser soportable.
La existencia de una provisión de combustible de reserva cuando el cohete se dirige ya hacia la Luna asegura su maniobrabilidad: es posible frenar su descenso hasta la superficie lunar, puede volver a despegar en dirección a la Tierra a voluntad y puede realizar las maniobras necesarias para entrar en la atmósfera terrestre.
Y eso es todo en realidad, excepto por dos coincidencias, una pequeña y otra increíble… y ya saben cuánto me gusta descubrir coincidencias.
La pequeña coincidencia es la siguiente: en el mismo año en que se escribió este artículo para
Munsey’s Magazine
, Konstantin Tsiolkovsky empezó a escribir una serie de artículos para una revista de aviación rusa que trataban sobre la teoría de los cohetes y sus aplicaciones a los viajes espaciales. Se trataba del primer estudio científico de este tipo, de manera que la astronáutica moderna comenzó precisamente en el momento en que Dodge hacia especulaciones sobre todas las posibilidades
excepto
la del cohete.
La coincidencia enorme es la siguiente: inmediatamente después del artículo de Dodge, en el que no mencionó la palabra «cohete» ni se dio cuenta de que el cohete era la única posibilidad de que los seres humanos se apuntaran el gran triunfo de llegar a la Luna, venia otro artículo, y ¿a que no saben cuál era su título?
No se molesten en intentar adivinarlo; voy a decírselo.
El título era
Rocket’s Great Victory (La gran victoria del cohete)
.
No, no se trata de otra persona que corrigiera la omisión de Dodge. Se trata de un artículo de ficción subtitulado «La estratagema mediante la cual Willie Fetherston consiguió ganar una carrera y una novia».
En esta historia,
Rocket
es el nombre de un caballo.
Cuando llevaba aproximadamente un año escribiendo esta serie de artículos, establecí la costumbre de empezar cada uno de ellos con una anécdota personal, generalmente divertida. En parte lo hago porque quiero que el lector se relaje antes de empezar a abrumarle con mis argumentos, y en parte porque me gusta hablar de mí mismo.
A veces me han preguntado si me invento estas anécdotas. La respuesta es (con la mano en el corazón) que no. Cada una de ellas me ocurrió de una manera más o menos parecida a la descrita. A veces, les doy una forma un poco más literaria, retinando la materia prima, por decirlo así, pero nunca hasta el punto de falsear los hechos en lo más mínimo.
Lo digo en este momento porque la gente no se cree que fui capaz de cruzar la calle sin darme cuenta de que estuve a punto de ser atropellado por un camión. Pero así es. Mi capacidad de concentración es así de impresionante.
Por supuesto, entonces esa gente decide que no pueden creer que con esa capacidad de concentración no haya sido aplastado por algún vehículo hace muchos años. Bueno, me gustaría creer que tengo un hada madrina que cuida de mi, pero como la verdad es que no me lo creo (y, créanme, no saben cuánto lo siento), no puedo ofrecerles ninguna explicación.
En el artículo titulado «Algunos pensamientos sobre el pensamiento» manifestaba mis objeciones a las pruebas de inteligencia y daba las razones que tenía para ello. Aducía mis razones para suponer que la palabra «inteligencia» se refiere a un concepto muy sutil que no puede ser medido con una sola cifra, como, por ejemplo, la que representa el «coeficiente de inteligencia» (CI).
Quedé muy contento de ese artículo, y con mayor motivo cuando fue el blanco de los ataques de un psicólogo por cuyo trabajo siento muy poco respeto (véase el artículo «Ay, todos humanos»).
No pensaba que alguna vez tuviera que retomar el tema. La verdad es que más bien tenía la impresión de que me había vaciado de todas las ideas que se me podían ocurrir sobre el asunto.
Pero no hace mucho me encontré en una cena en la que tenia a Marvin Minsky del MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets) a mi derecha y a Heinz Pagels, de la Universidad Rockefeller, a mi izquierda.
Pagels estaba dando una serie de conferencia de tres días sobre ordenadores, y ese mismo día había sido el moderador de un debate titulado «¿Han contribuido las investigaciones sobre inteligencia artificial a iluminar el proceso del pensamiento humano?».
Yo no había asistido al debate (me lo habían impedido varios compromisos), pero sí mi querida esposa Janet, y por lo que me contó, parece ser que Minsky, uno de los participantes, y John Searle, de la Universidad de California, se enzarzaron en una discusión sobre la naturaleza de la inteligencia artificial. Minsky, el principal defensor de esa línea de investigación, no estaba de acuerdo con la opinión de Searle, según la cual la conciencia es un fenómeno puramente biológico y es imposible que una máquina pueda llegar a tener conciencia o inteligencia.
En la cena, Minsky siguió defendiendo la opinión de que la inteligencia artificial
no
era un término contradictorio, y Pagels defendía la legitimidad de los argumentos de Searle. Como yo estaba sentado entre los dos, la educada pero acalorada discusión se desarrollaba por encima de mi cabeza, tanto literal como figuradamente.
Yo escuchaba sus argumentos cada vez más preocupado, porque hacia algunos meses había cometido la imprudencia de aceptar dar una charla después de la cena de esa noche. Tenía la impresión de que toda la atención de los dinámicos asistentes a la cena de esa noche estaba concentrada en la discusión entre Minsky y Searle, y que la única oportunidad que tenia de que me prestaran atención era que yo también hablara del tema.
Por tanto, tenía que volver a pensar sobre el pensamiento, y me quedaba menos de media hora para hacerlo. Por supuesto, conseguí arreglármelas; si no, no se lo estaría contando ahora a ustedes. Incluso me dijeron que durante el resto del congreso mi charla fue citada en alguna ocasión con aprobación.
No puedo transcribir mi charla palabra por palabra, ya que siempre improviso, pero a continuación les ofrezco una reproducción bastante aproximada.
Empecemos por la fácil asunción de que el
Homo sapiens
es la especie más inteligente de la Tierra, incluyendo a las que existieron en el pasado. Por tanto, no hay por qué admirarse de que el cerebro humano sea tan grande. Tenemos tendencia a asociar el cerebro con la inteligencia y viceversa, y no nos falta razón.
El cerebro de un hombre adulto tiene una masa aproximada de 1,4 kilos por término medio, y es mucho mayor que el cerebro de cualquier animal no mamífero del presente o del pasado. Esto no es demasiado sorprendente si tenemos en cuenta que los mamíferos son los organismos vivos más inteligentes y con mayores cerebros de todos los seres vivos.
Dentro de los mamíferos, tampoco tiene nada de extraño que cuanto mayor sea un organismo, mayor sea su cerebro, pero el cerebro humano se desvía de esta regla general. Es más grande que el de otros mamíferos mucho mayores que el hombre. El cerebro humano es más grande que el del caballo, el del rinoceronte o el del gorila, por ejemplo.
Y, sin embargo, no es el cerebro más grande que existe. El del elefante es mayor; se ha comprobado que los cerebros más grandes de elefantes alcanzan masas de 6 kilos aproximadamente, más o menos 4 1/4 veces más que el cerebro humano. Y los cerebros de las grandes ballenas son todavía mayores. El récord lo ostenta el cerebro de un cachalote, con una masa de unos 9,2 kilos, seis veces y media más que la del cerebro humano.
Pero aunque los elefantes y las grandes ballenas son más inteligentes que la mayoría de los animales, su inteligencia nunca se ha considerado ni remotamente comparable a la de los seres humanos. Es evidente que la masa cerebral no es el único factor a tener en cuenta en lo relativo a la inteligencia.
El cerebro humano representa aproximadamente el 2 por 100 de la masa total del cuerpo humano. Pero un elefante con un cerebro de 6 kilos pesa aproximadamente 5.000 kilos, así que su cerebro representa aproximadamente sólo el 0,12 por 100 de su masa total. En cuanto al cachalote, que puede llegar a pesar 65.000 kilos, su cerebro de 9,2 kilos sólo representa aproximadamente el 0,014 por 100 de su masa total.
Es decir, la masa del cerebro humano por unidad de masa corporal es 17 veces mayor que la del elefante y 140 veces mayor que la del cachalote.
¿Es justo dar más importancia a la relación cerebro/ cuerpo que a la masa. cerebral sin más?
Bueno, aparentemente al menos nos proporciona una respuesta veraz, ya que pone de relieve el hecho manifiestamente evidente de que los seres humanos son más inteligentes que los elefantes y las ballenas, cuyos cerebros son más grandes. Además, también podríamos hacer el razonamiento de este modo (posiblemente un tanto simplista):
El cerebro controla el funcionamiento del cuerpo; aquellas partes de éste que no se ocupan de estas tareas de control automático pueden dedicarse a otras actividades como la imaginación, el razonamiento abstracto y las fantasías creativas. Aunque los elefantes y las ballenas tienen grandes cerebros, sus cuerpos son enormes, de tal manera que sus cerebros, a pesar de su gran tamaño, están totalmente concentrados en las tareas rutinarias de mover esas enormes masas, y no les queda mucho espacio para preocuparse por funciones «más elevadas». Por tanto, los elefantes y las ballenas son menos inteligentes que los seres humanos, a pesar del tamaño de sus cerebros.
(Y ésta es la razón de que por término medio los cerebros de las mujeres sean un 10 por 100 más pequeños que los de los hombres sin que esto implique que sean un 10 por 100 menos inteligentes. Sus cuerpos también son más pequeños, y la relación masa cerebral / masa corporal es, en todo caso, un poco mayor que la de los hombres.)
Sin embargo, la relación entre las masas del cerebro y el cuerpo tampoco puede explicarlo todo. Todos los primates (los simios y monos) tienen una relación masa cerebral / masa corporal bastante alta; en general, cuanto menor es el primate más alta es esta relación. En algunos monos pequeños el cerebro representa el 5,7 por 100 de la masa corporal, casi tres veces más que en los seres humanos.
¿Por qué no son entonces estos pequeños monos más inteligentes que los seres humanos? Es posible que la respuesta esté en que sus cerebros son demasiado pequeños para ello.
Para alcanzar una inteligencia verdaderamente considerable es necesario que el cerebro sea lo bastante grande como para proporcionar la capacidad de pensamiento requerida, y que el cuerpo sea lo bastante pequeño como para no acaparar todo el cerebro y dejar espacio para el pensamiento. Esta combinación de un cerebro grande y un cuerpo pequeño parece encontrar el equilibrio ideal en el ser humano.
¡Pero un momento! La relación cerebro / cuerpo tiende a aumentar en los primates a medida que disminuye su tamaño, y lo mismo ocurre con los cetáceos (la familia a la que pertenecen las ballenas). El delfín común tiene aproximadamente la misma masa que un hombre, pero su cerebro tiene una masa de unos 1,7 kilos, 1/5 más que el cerebro humano. La relación cerebro / cuerpo es del 2,4 por 100.
En ese caso, ¿por qué el delfín no es más inteligente que el ser humano? ¿Acaso existe alguna diferencia cualitativa entre las dos clases de cerebro que condene al delfín a una estupidez relativa?
Por ejemplo, las células cerebrales efectivas se encuentran en la superficie del encéfalo y constituyen la «materia gris». El interior del cerebro está formado en gran parte por las prolongaciones de las células envueltas en grasa; esta parte (debido al color de la grasa) se conoce con el nombre de «materia blanca».