Claro que los primitivos carros no podían moverse por si solos, pero con el tiempo se inventó la máquina de vapor, y más tarde el motor de combustión interna y el cohete, ninguno de 1os cuales tiene un funcionamiento parecido al de los músculos.
Por el momento, los ordenadores están en una fase equivalente a la etapa anterior a la invención de la máquina de vapor. Los ordenadores pueden funcionar, pero no pueden hacerlo «ellos solos». Con el tiempo se desarrollará el equivalente a la máquina de vapor, y los ordenadores podrán resolver problemas por si solos, pero el proceso de resolución seguirá siendo totalmente distinto al utilizado por el cerebro humano. Seguirán tendando y no pensando.
Esto parece descartar los temores de que los ordenadores nos «sustituyan», o de que los seres humanos acaben resultando superfluos y extinguiéndose.
A fin de cuentas, las ruedas no han hecho que las piernas resulten superfluas. En muchos casos caminar es más cómodo y práctico que rodar. Abrirse camino por un terreno accidentado es fácil si se está caminando, pero muy difícil si se va en coche. Y para ir del dormitorio al cuarto de baño no se me ocurriría jamás utilizar otra cosa que mis piernas.
Pero ¿y si a la larga los ordenadores son capaces de hacer todo lo que hacen los seres humanos, aun cuando «tendan» en lugar de pensar? ¿Y si acaban por «tendar» sinfonías, dramas, teorías científicas, amoríos… cualquier cosa que se les ocurra?
Es posible. Algunas veces he visto una máquina cuya función es alzar sus patas sobre los obstáculos, de manera que es una máquina que camina. Pero es tan complicada y sus movimientos son tan poco airosos que tengo la impresión de que nadie se va a tomar nunca las enormes molestias que supondría producir y utilizar estos aparatos, como no sea para realizar un
tour de force
(como el avión que atravesó el Canal de la Mancha con el mecanismo de una bicicleta… y que nunca volverá a ser utilizado).
Sea lo que sea «tendar», es evidente que es el proceso mejor adaptado para manipular con gran rapidez y sin cometer errores las cantidades aritméticas. Hasta el más sencillo ordenador es capaz de «tendar» multiplicaciones y divisiones de cantidades enormes mucho más rápidamente que los seres humanos.
Esto no quiere decir que «tendar» sea superior a pensar, sino simplemente que está mejor adaptado para este tipo de procesos. En cuanto al pensamiento, está bien adaptado a procesos relacionados con la penetración psicológica, la intuición y la combinación creativa de datos para producir resultados inesperados.
Es posible que se puedan proyectar ordenadores capaces de realizar estos procesos en cierto modo, de la misma forma que algunos genios de las matemáticas pueden «tendar» en cierto modo… Pero en ambos casos se trata de una pérdida de tiempo.
Dejemos que los pensadores y los «tendadores» se ocupen cada uno de su especialidad y unamos los resultados alcanzados. Me imagino que los seres humanos
y
los ordenadores pueden hacer mucho más trabajando juntos que cada uno por su lado. El futuro estará conformado por la simbiosis de ambos.
Una última cuestión: si «tendar» y pensar son dos cosas tan diferentes, ¿es previsible que el estudio de los ordenadores pueda llegar a arrojar alguna luz sobre el problema del pensamiento humano?
Volvamos al problema de la locomoción.
Una máquina de vapor puede impulsar a otras máquinas que realizan tareas que originalmente requerían la fuerza muscular, y que llevan a cabo estas tareas a pleno rendimiento e infatigablemente, pero la estructura de la máquina de vapor no se parece en nada a la estructura muscular. En la máquina de vapor el agua se calienta hasta evaporarse, y el vapor en expansión empuja los pistones. En el músculo, una delicada proteína llamada actomiosina experimenta ciertas alteraciones moleculares que provocan la contracción del músculo.
Me da la impresión de que, aunque nos pasáramos un millón de años estudiando el agua en ebullición y el vapor en expansión, no podríamos deducir absolutamente nada acerca de la naturaleza de la actomiosina. O, a la inversa, aunque estudiáramos todos y cada uno de los cambios moleculares que experimente la actomiosina no aprenderíamos nada sobre las causas de que el agua se evapore.
Pero en 1824 un joven físico francés, Nicolás L. S. Carnot (1796–1832), estudió la máquina de vapor para determinar los factores que afectan a la eficacia de su funcionamiento. En el curso de estas investigaciones empezó a desarrollar la línea de razonamiento que, a finales del siglo pasado, resultó en la formulación de todas las leyes de la termodinámica.
Estas leyes se encuentran entre las afirmaciones generales más importantes de la física, y se descubrió que son perfectamente aplicables a los sistemas vivos, y no sólo a objetos más sencillos como la máquina de vapor.
La acción muscular, por muy complicados que sean sus mecanismos internos, tiene que obedecer las leyes de la termodinámica del mismo modo que las máquinas de vapor, lo que nos proporciona datos de enorme importancia sobre la naturaleza de los músculos. Y además estos datos los hemos conseguido gracias a la máquina de vapor, y es posible que nunca los hubiéramos deducido de habernos limitado a estudiar los músculos.
Del mismo modo es posible que el estudio de los ordenadores no nos proporcione ninguna información directa sobre la estructura profunda del cerebro humano o de las células nerviosas humanas. No obstante, el estudio del «tendar» puede conducir a la formulación de las leyes básicas del «zornar», y es posible que descubramos que estas leyes son tan aplicables al «tendar» como al pensamiento.
Por tanto, existe la posibilidad de que, aun cuando los ordenadores no guarden ningún parecido con el cerebro, nos enseñen algo acerca de éste que puede que nunca descubriéramos mediante el solo estudio de este órgano… Así que resulta que, a fin de cuentas, estoy del lado de Minsky.
NOTA
Tengo que admitir que en mis obras de ciencia-ficción no siempre pongo en práctica lo que predico en mis ensayos científicos.
En éstos sostengo la firme convicción de que la velocidad de la luz es una barrera definitiva imposible de franquear, pero en mis historias de ciencia-ficción siempre hablo de viajes a velocidades mayores que la de la luz.
También sostengo en mis artículos que a la larga la «inteligencia artificial» robótica será muy distinta de la «inteligencia natural», y que estos dos tipos de inteligencia se complementarán más que entrar en conflicto.
Pero en mis historias de robots, que llevo más de medio siglo escribiendo, éstos han experimentado una continua evolución, y cada vez son más complejos, más competentes y más y más parecidos a los seres humanos. Por último, mi suprema creación robótica, R. Daneel Olivaw, ha acabado por ser totalmente idéntico a los seres humanos, tanto física como intelectualmente. En realidad, lo único que delata su condición de robot es que es mucho más inteligente, mucho más honrado, mucho más virtuoso y recto de lo que jamás podría serlo un ser humano.
¿Significa esto que me contradigo? Sí.
El otro día recibí una notificación de un departamento de recaudación de impuestos. Estas notificaciones tienen dos características invariables: en primer lugar, provocan sudores (¿que estarán tramando? ¿qué es lo que he hecho mal?), y, en segundo lugar, están escritas en marciano arcaico. Es sencillamente imposible interpretar su contenido.
Por lo que pude entender, había algún error en uno de los impuestos secundarios que había pagado en 1979. Debía 300 dólares más otros 122 de intereses, así que me desplumaban por un total de 422 dólares. Entre toda esa densa y floreciente verborrea me pareció distinguir una serie de palabras que parecían amenazarme con colgarme del pulgar durante veinte años si no pagaba en los próximos cinco minutos.
Llamé a mi contable, quien, como de costumbre, no se alteró en lo más mínimo ante esta amenaza que se cernía sobre la vida de otra persona.
—Envíamelo —dijo, ahogando un bostezo—. Le echaré un vistazo.
—Me parece —dije con nerviosismo— que será mejor que lo pague primero.
—Como quieras —dijo—, ya que puedes permitírtelo.
Y eso hice. Extendí el cheque, lo metí en un sobre y me fui a toda prisa a la.oficina de correos para llegar a tiempo de salvar mi pulgar.
Luego llevé el documento a mi contable, que se sirvió de su lupa especial de contable para leer la letra pequeña.
Dijo, formulando su diagnóstico:
—Aquí dicen que
ellos
te deben dinero.
—Entonces, ¿por qué me cobran los intereses?
—Son los intereses que
ellos
te deben a
ti
.
—Pero me amenazan en el caso de que no pague.
—Ya lo sé, pero recaudar impuestos es un trabajo muy aburrido y no puedes echarles la culpa de que se permitan alguna broma inofensiva.
—Pero si ya he pagado.
—No importa. Les escribiré y les explicaré que han aterrorizado a un ciudadano honrado, y acabarán por enviarte un cheque de 844 dólares que cubra la deuda que tienen contigo y tu innecesario pago.
Después añadió, con una alegre sonrisa:
—Pero ya puedes esperar sentado.
Eso me dio la oportunidad de decir la última palabra.
—Una persona acostumbrada a tratar con editores —dije adustamente—, siempre espera sentada a que le paguen
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.
Y ahora que ya he presentado mis credenciales de persona de vista penetrante y previsora, vamos a hacer algunas penetrantes previsiones.
Supongamos que me adentro en el futuro todo lo que alcanza a divisar el ojo del hombre (parafraseando una frase que Alfy Tennyson utilizó en una ocasión). ¿En qué estado se encontraría la Tierra? Para empezar, vamos a suponer que la Tierra está sola en el Universo, aunque conservando su edad y estructura actuales.
Naturalmente, si está sola en el Universo no hay un Sol que la ilumine y la caliente, así que su superficie está a oscuras y a una temperatura cercana al cero absoluto. Por tanto, no hay vida en su superficie.
Pero su interior está caliente a causa de la energía cinética de los cuerpos más pequeños que se fundieron entre sí para formarla hace 4,6 eones (un eón equivale a 1.000.000.000 —mil millones— de años). El calor interno e filtraría muy lentamente, atravesando la capa de rocas aislantes de la corteza, y además se vería constantemente renovado por la descomposición de los elementos radioactivos de la corteza terrestre, como, por ejemplo, el uranio 238, el uranio 235, el torio 232, el potasio 40, etcétera. (De todos ellos, el uranio 238 es el que aporta aproximadamente el 90 por 100 del calor.)
Por tanto, podríamos suponer que si la Tierra se encontrara sola en el Universo, se mantendría durante mucho tiempo en estas condiciones de frío exterior y calor interior. Pero el uranio 238 se va descomponiendo lentamente; su vida media es de 4,5 eones. El resultado es que ya ha desaparecido la mitad de la provisión de uranio original, y que la mitad restante desaparecerá en los próximos 4,5 eones, y así sucesivamente. Dentro de unos 30 eones, en la Tierra no quedará más que un 1 por 100 del uranio 238 existente en la actualidad.
Por tanto, cabe esperar que con el tiempo el calor interno de la Tierra se vaya agotando, y que el proceso de sustitución de éste por el cada vez más reducido depósito de materiales radioactivos vaya perdiendo eficacia. Cuando la Tierra tenga 30 eones más de antigüedad, su interior estará solamente templado. Continuará perdiendo calor (a un ritmo cada vez más lento) durante un período de tiempo indefinido, acercándose cada vez más al cero absoluto, aunque, por supuesto, sin llegar a alcanzarlo jamás.
Pero la Tierra no es el único cuerpo existente en el Universo. Sólo en nuestro Sistema Solar existen innumerables objetos de tamaño planetario y subplanetario, desde el inmenso Júpiter hasta las pequeñas partículas de polvo y otras aún más pequeñas, como los átomos individuales y las partículas subatómicas. Es posible que existan agrupaciones similares de objetos celestes alrededor de otras estrellas, por no hablar de los objetos que deambulan por los espacios interestelares de nuestra galaxia. Supongamos entonces que en toda la galaxia no existieran más que estos objetos sin brillo. ¿Cuál sería su destino final?
Cuanto mayor es un cuerpo más alta es su temperatura interna y mayor cantidad de calor se acumula en el proceso de su formación, y por tanto, más tiempo tarda en enfriarse. Según mis cálculos aproximados, Júpiter, cuya masa es un poco más de trescientas veces mayor que la de la Tierra, tardaría en enfriarse por lo menos mil veces más que la Tierra: unos 30.000 eones.
Pero a lo largo de este período de tiempo tan dilatado (que equivale a dos mil veces la edad actual del Universo) también ocurrirían otras cosas de mayor importancia que el simple proceso de enfriamiento. Me refiero a las colisiones entre distintos cuerpos. En los períodos de tiempo que estamos acostumbrados a considerar estas colisiones no son demasiado frecuentes, pero en un intervalo de 30.000 eones se producirían en gran número. Algunas de estas colisiones provocarían disoluciones y desintegraciones de los cuerpos celestes en otros más pequeños. Pero cuando un cuerpo pequeño entra en colisión con otro mucho mayor que él, queda atrapado por éste y se integra en él. Así, la Tierra arrastra cada día billones de meteoritos y micrometeoritos, con lo que su masa va aumentando de manera lenta pero constante.
De hecho, podemos considerar que por regla general los cuerpos de gran tamaño aumentan su masa a expensas de los cuerpos más pequeños, de manera que con el tiempo éstos son cada vez menos frecuentes y los cuerpos grandes son cada vez mayores.
Con cada colisión no sólo se produce un incremento de la masa del cuerpo mayor, sino también de la energía cinética. Esta se transforma en calor, lo que prolonga aún más el proceso de enfriamiento del cuerpo más grande. De hecho, los cuerpos especialmente grandes, que atraen a una gran cantidad de cuerpos pequeños, adquieren energía a un ritmo tal que más que enfriarse se calientan. El aumento de las temperaturas, unido al aumento de la presión sobre el centro provocado por el incremento de la masa, acabarán por provocar reacciones nucleares en el centro del cuerpo (cuando éste tiene una masa al menos diez veces mayor que la de Júpiter). Es decir, el cuerpo experimentará una «ignición nuclear», y su. temperatura global se elevará todavía más, hasta que por último su superficie emite una débil luminosidad. El planeta se habrá convertido en una débil estrella.