Cuando recibí la carta, ya había leído el articulo de Dorfman en
Science
, y sabía que mi corresponsal había sido un enérgico defensor de Burt, denunciando «la inmolación al estilo McCarthy» de la que, según él, Burt era víctima. Parece ser que también le consideraba «un critico implacable del trabajo de otras personas cuando éste se apartaba en lo más mínimo de la más escrupulosa precisión y coherencia lógica», y que «era capaz de hacer trizas cualquier argumento mal planteado o poco consistente». En otras palabras, parece ser que Burt no sólo era un tramposo, sino que además era un hipócrita en lo relativo a su misma falta de honradez. (Una situación que me parece que se da con bastante frecuencia.)
Así que redacté una breve respuesta para X en la que le preguntaba hasta qué punto había basado su trabajo en los descubrimientos de Cyril Burt.
El 11 de octubre me envió otra carta. Esperaba otra fogosa defensa de Burt, pero, al parecer, ahora era más prudente con respecto a él. Me decía que la cuestión del trabajo de Burt no era pertinente; que había vuelto a analizar todos los datos de los que disponía, sin tomar en consideración para nada las contribuciones de Burt, y que su conclusión seguía siendo la misma.
En mi respuesta le explicaba que en mi opinión la obra de Burt era totalmente pertinente, porque demostraba que en la controversia entre herencia y medio ambiente los científicos estaban emocionalmente implicados hasta tal punto que uno de ellos se había rebajado a falsificar los resultados para demostrar que estaba en lo cierto.
Estaba claro que en esas condiciones
cualquier
resultado favorable a las tesis del experimentador tenía que ser cuidadosamente sopesado.
Estoy seguro de que mi corresponsal es honrado, y por nada del mundo pondría en duda su trabajo. Pero la cuestión de la inteligencia humana y de las maneras de medirla sigue sin estar clara. Hay tantos puntos oscuros que es muy posible que alguien absolutamente honrado e integro obtenga resultados muy discutibles.
Sencillamente, no creo que sea razonable utilizar el CI para obtener resultados, cuyo valor es discutible y que pueden ser utilizados para que los racistas se sientan justificados, contribuyendo de esta forma a desencadenar la clase de tragedias que ya hemos presenciado en este mismo siglo.
Evidentemente, mis opiniones también pueden parecer sospechosas. Es muy posible que yo tenga tanto interés en demostrar lo que quiero como el mismo Burt, pero si tengo que arriesgarme (honradamente) a estar equivocado, prefiero hacerlo desde la oposición al racismo.
Y no hay más que hablar.
NOTA
Como soy un decidido partidario de la ciencia y la tecnología, mis argumentos en ese sentido pueden ser fácilmente considerados sospechosos. Pienso en ello a menudo, y no puedo evitar cuestionarme mi honradez. ¿Hasta qué punto tiendo a ignorar los informes que contradicen mis firmes creencias? ¿Hasta qué punto estoy dispuesto a aceptar, sin ponerla en duda, cualquier cosa que las confirme?
Alguien me preguntó en una ocasión qué haría si alguna vez veía realmente un «platillo volante» y tenía la oportunidad de comprobar que efectivamente se trataba de una nave extraterrestre. Respondí que inmediatamente renunciaría a mi firme convicción de que los platillos volantes son meras quimeras o, en ocasiones, engaños deliberados, y que aceptaría su existencia real. Pero no pude resistirme a añadir: «Y el día que eso ocurra también me iré a patinar al infierno, que para entonces se habrá helado.»
Pero llegué a sentirme tan inquieto que he intentado exorcizar mis crecientes temores escribiendo este articulo, para hacerles frente sin concesiones. He hablado de algunos casos en los que científicos de renombre, a veces incluso geniales, permitieron que sus emociones fueran más fuertes que sus razonamientos. ¡A veces ocurre!
También podría pasarme a mí, pero lucho continuamente contra ello.
Hace algún tiempo estuve firmando libros en los grandes almacenes Bloomingdale's. Es una práctica que no recomiendo a nadie mínimamente nervioso o sensible.
Para empezar, hay que sentarse ante una mesa improvisada rodeado de montones de tus libros, en medio de enormes cantidades de ropa de señora (esa era la sección junto a la que me colocaron). La gente pasa a tu lado, con actitudes que oscilan entre la indiferencia más absoluta y una leve hostilidad. A veces miran los libros con una expresión que podría interpretarse como «¿Qué basura es ésta que ven mis ojos?», y luego pasan de largo.
Y, por supuesto, de vez en cuando alguien se acerca y compra un libro, y tú se lo firmas por pura gratitud.
Afortunadamente, carezco totalmente de timidez y puedo mirar a los ojos de cualquiera sin sonrojarme, pero me imagino que para otras personas más sensibles que yo tiene que ser un tormento. Hasta yo me lo quitaría de encima si no fuera porque mi editor organiza estas cosas y no quiero dar la impresión de que soy un ser poco razonable que no está dispuesto a cooperar en las medidas encaminadas a vender mis libros.
En cualquier caso, allí estaba yo cuando una mujer alta, de treinta y tantos años (me pareció) y bastante atractiva, se acercó rápidamente, sonriendo y con un ligero rubor que le favorecía mucho, y me dijo:
—Me alegro
tanto
de conocerle, es todo un honor.
—Bueno —dije yo, adoptando al instante una actitud zalamera, como hago siempre en presencia de una mujer bonita—, eso no es nada comparado con lo que yo me alegro de conocerla a
usted
.
—Gracias —dijo, y luego añadió:
—Quería decirle que acabo de ver
Teibele y el demonio
.
No parecía venir a cuento, pero le respondí:
—Espero que le haya gustado.
—Oh, ya lo creo. Me ha parecido maravillosa, y quería decírselo.
En realidad, no había ninguna razón para que lo hiciera, pero la cortesía ante todo.
—Es usted muy amable —dije.
—Y espero que gane millones de dólares con ella —añadió.
—Seria estupendo —admití, aunque en mi fuero interno no creía que los autores de la obra se avinieran a compartir conmigo ni un solo centavo de las ganancias.
Nos estrechamos la mano y se marchó, y yo no me tomé la molestia de decirle que yo era Isaac Asimov y no Isaac Bashevis Singer. No habría servido más que para hacerla sentirse avergonzada y para estropear el efecto de sus buenos deseos.
Lo único que me preocupa es que algún día conozca a Isaac Bashevis Singer, y le diga:
—¡Impostor! Conozco al
verdadero
Isaac Bashevis Singer y es joven y guapo.
Por otra parte, a lo mejor no sería eso exactamente lo que diría.
Pero lo cierto es que es fácil cometer equivocaciones.
Por ejemplo, la mayoría de la gente que ha oído hablar de John Milton lo considera un poeta épico de genio y renombre sólo inferiores a los de Shakespeare. Como prueba, se remiten a
El paraíso perdido
.
Pero yo siempre he pensado que Milton era algo más que eso.
En 1802 el poeta William Wordsworth decidió en un momento de abatimiento que Inglaterra era un pantano de aguas estancadas, y exclamó: «¡Milton! Deberías vivir para ver esto.»
Bueno, Bill, si Milton estuviera vivo
ahora
, a finales del siglo XX, estoy seguro de que se dedicaría en cuerpo y alma a esa cima de las artes que es la ciencia-ficción. Como prueba, me remito a
El paraíso perdido
.
El paraíso perdido empieza en el momento en que Satán y su grupo de ángeles rebeldes se están recuperando en el infierno de la derrota sufrida en los cielos. Los maltrechos rebeldes se han pasado nueve días inconscientes, pero en ese momento Satán empieza a darse cuenta poco a poco de dónde está (si no les importa, voy a citar sin respetar la separación entre los versos para ahorrar espacio):
«Al instante, su inteligencia angélica contempló su triste situación en ese salvaje yermo, la horrible mazmorra, que todo a su alrededor llameaba como un gran horno; mas esas llamas no arrojaban luz, sino oscuridad visible que revelaba espectáculos de aflicción.»
Milton describe esencialmente un mundo extraterrestre. (Como observó Carl Sagan, nuestra imagen actual del planeta Venus no es muy diferente de la versión popular del infierno.)
La observación sobre la «oscuridad visible» seguramente está tomada de la descripción de Sheol (la versión del infierno del Antiguo Testamento) del Libro de
Job:
«El país de tinieblas y sombras, la tierra lóbrega y opaca, de confusión y negrura, donde la misma claridad es sombra.»
Pero la expresión de Milton es más gráfica, y es un concepto bastante audaz, que se adelanta en un siglo y medio a la ciencia; porque lo que Milton está diciendo es que es posible que exista algún tipo de radiación que no se ve como la luz ordinaria y que, sin embargo, pueda ser utilizada para detectar objetos.
El paraíso perdido se publicó en 1667, y hubo que esperar hasta el año 1800 para que el astrónomo anglo germano William Herschel (1738–1822) demostrara que el espectro visible no incluía todas las radiaciones existentes; que más allá de la banda del rojo estaban las radiaciones «infrarrojas», invisibles, pero que podían detectarse mediante otros procedimientos.
Es decir, Milton, dando muestras de una notable presciencia, describió un infierno iluminado por llamas que despedían radiaciones infrarrojas, pero no luz visible (por lo menos podemos interpretar así este pasaje). Para la visión humana el infierno está envuelto en tinieblas, pero la retina sobrehumana de Satán era capaz de detectar la radiación infrarroja, que para él era «oscuridad visible».
¿Dónde está el infierno habitado por Satán y sus ángeles caídos? Desde la antigüedad la teoría más popular es que se encuentra en algún lugar de las profundidades de la Tierra. Supongo que el hecho de que los cadáveres se entierren bajo tierra tiene mucho que ver con esta opinión. La existencia de terremotos y volcanes confirma la teoría de que en estas profundidades se registra una gran actividad, y que además es un lugar de fuego y azufre. Dante situó su infierno en el centro de la Tierra, y tengo la impresión de que los simples de nuestra época son de la misma opinión.
No así Milton. Esta es su descripción del lugar en el que está situado el infierno:
«Este lugar aprestó la Justicia Eterna para aquellos que se rebelaran contra ella; ésta es la prisión que decretó, en la oscuridad total, y así dispuso su suerte, tan apartados de Dios y de la luz del Paraíso como tres veces del centro al polo más extremo.»
Es lógico suponer que el «centro» era el centro de la Tierra, que en la concepción geocéntrica del Universo de los griegos se consideraba el centro del Universo visible. Esta concepción permaneció inmutable hasta 1543, fecha de la publicación de la teoría heliocéntrica de Copérnico, que además no fue inmediatamente aceptada. Los conservadores de la ciencia y la literatura se aferraron a la antigua concepción griega. Hubo que esperar a las observaciones telescópicas de Galileo, realizadas a partir de 1609, para confirmar la posición central del Sol.
Pero aunque Milton escribe más de medio siglo después de los descubrimientos de Galileo, fue incapaz de renunciar a la concepción griega. A fin de cuentas, su historia estaba basada en la Biblia, y la concepción bíblica del cosmos es la de un Universo geocéntrico.
Tampoco se trata de que Milton no estuviera al corriente de los descubrimientos realizados con el telescopio. Hasta visitó a Galileo en Italia en 1639, y habla de él en
El paraíso perdido
. En un momento de la narración describe el escudo redondo y reluciente de Satán. (Todos los personajes de
El paraíso perdido
hablan y actúan esforzándose por imitar a los héroes homéricos lo mejor posible, y están armados igual que Aquiles, como exigían las convenciones de la poesía épica.)
Milton dice que el escudo de Satán es como la Luna, «cuyo orbe el artista toscano contempla a través de un cristal óptico… para divisar nuevas tierras, ríos o montañas en su globo cubierto de manchas.» No cabe ninguna duda de que el «artista toscano» es Galileo.
No obstante, Milton no quiere implicarse en controversias astronómicas, y en el Libro VIII del poema pone en boca del arcángel Rafael la siguiente respuesta a las preguntas de Adán sobre los mecanismos del Universo:
«No os culpo por preguntar e indagar, pues el Cielo es como el Libro de Dios puesto ante vos, en el que habéis de saber de sus obras maravillosas e ilustraros sobre sus estaciones, horas, o días, o meses, o años: para alcanzar este saber no ha de importaros si es el Cielo o la Tierra el que se mueve, si vuestras conjeturas son acertadas; el resto sabiamente ocultó el gran Arquitecto a los hombres y los ángeles, sin divulgar los secretos que no han de sondear aquellos que deberían más bien maravillarse ante ellos.»
Es decir, los seres humanos sólo necesitan la astronomía como guía para confeccionar su calendario, y a esos efectos da igual que lo que se mueva sea la Tierra o el Sol. No puedo por menos de pensar que ésta es una evasiva muy cobarde. Algunos de los beatos de la época estaban más que dispuestos a denunciar, excomulgar y hasta condenar a la hoguera a los que sostenían que la Tierra se movía… hasta que las pruebas de que la Tierra
efectivamente
se movía empezaron a ser tan concluyentes que tuvieron que decir: «Oh, bueno, no tiene importancia; ¿qué más da?» Si «no tiene importancia», ¿por qué montaron todo ese jaleo?
Así que el Universo de Milton sigue siendo geocéntrico, el último Universo geocéntrico de importancia de la cultura occidental. El «centro» al que se refiere Millón al hablar de la situación del infierno es el centro de la Tierra.
La distancia desde el centro de la Tierra hasta el polo, ya sea el Polo Norte o el Polo Sur, es de 4,000 millas (6.500 kilómetros), y Milton conocía esta cifra. En su época ya se había dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, y su tamaño era bien conocido.
En ese caso, «tres veces» esa distancia serían 12.000 millas (19.500 kilómetros), y si interpretamos así «tres veces del centro al polo más extremo», la conclusión es que el infierno estaba a 12.000 millas del cielo.
Parece razonable suponer que la Tierra sea equidistante del infierno y del cielo. Si, por tanto, el cielo estuviera a 2.000 millas (3.250 kilómetros) de la Tierra en una dirección y el infierno a otras 2.000 millas de la Tierra en dirección contraria, el infierno estaría a 12.000 millas del cielo, teniendo en cuenta que la Tierra tiene un diámetro de 8.000 millas (13.000 kilómetros).