El Reino de los Zombis (7 page)

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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Felicia subió corriendo el camino y se alejó de la emisora. En la cima de la colina, junto a la autopista, cayó de rodillas para recuperar el aliento.

Le dolía un costado, no podía seguir así. La autopista iba hacia el este, salía del pueblo rumbo a la interestatal 66 y desde allí iba a Washington D. C. Felicia se concentró en la zona que la rodeaba. Un sonido, un simple atisbo de movimiento y saldría disparada, con dolor o sin él.

¡El centro de rescate de Riverton! Pero estaba en el otro extremo de la ciudad, era una caminata de más de cuatro kilómetros y ella estaba muerta de miedo. Sin un arma sería un viaje muy peligroso, aunque tampoco habría sabido usar una si la hubiera tenido. Lo más probable era que terminara disparándose a sí misma.

Después de un breve e intranquilo descanso, se levantó tambaleándose y miró a su alrededor. Desde donde estaba podía ver todo el extremo sur del pueblo. No había tráfico, solo coches abandonados esparcidos por todos lados. A lo lejos vio hordas de muertos vivientes arremolinados alrededor del centro comercial y un complejo de apartamentos que había al lado.

Pensó en lo ocurrido unos cuantos días antes. Se preguntó dónde estarían su madre y su hermana. No las había visto desde hacía cuatro días. John, el novio de su madre, sabía de un lugar lejos de todo el mundo. La familia había empaquetado lo esencial para su viaje hasta el refugio.

—Lo suficiente para un mes o dos —había dicho John—. Las autoridades lo tendrán todo controlado para entonces.

¡Qué equivocado estaba! El estado de emergencia solo se había intensificado. A Felicia la habían enviado a una tienda a comprar pilas para las linternas. Entonces todavía había alguna tienda abierta, antes de que la situación empeorara, antes de que la población de criaturas se multiplicara por mil.

Felicia buscó de tienda en tienda hasta que encontró las pilas. Al volver a casa, se la encontró vacía. La mayor parte de las provisiones seguía allí, pero su familia había desaparecido.

No entendía cómo habían podido irse sin ella. No había señales de lucha ni sangre.

—No están muertos —se había dicho una y otra vez. No pensaba aceptar esa posibilidad.

Felicia vivía a unas cuantas manzanas de la emisora de radio y sabía que todavía estaban emitiendo. Después de pasar varias noches aterradoras completamente sola y tras comprender que su familia no iba a volver, se dirigió allí en busca de ayuda y un lugar seguro. Había sido un buen refugio durante un breve espacio de tiempo y al menos había podido dormir un poco y decidir cuál iba a ser su siguiente movimiento.

Felicia echó a andar hacia el sur del pueblo. Había muertos por todas partes, pero si no se dejaba ver quizá pudiera escabullirse y llegar al centro de rescate. Era eso o una caminata de quince kilómetros para rodear el pueblo y llegar al mismo destino. Era preferible el trayecto más corto.

Los cadáveres vivientes vagaban sin rumbo por todas partes. Chocaban con todo y entre ellos. Algunos arrastraban objetos. Un niño pequeño con la tez de un color azul pálido arrastraba una carreta roja tras él. Una especie de novia de Frankenstein llevaba un vestido de boda aferrado contra el pecho. Si la situación de Felicia no hubiera sido tan desesperada, se habría echado a reír a carcajadas.

La joven se dirigió sin ruido al cruce. A veces se escondía, si percibía que una de las criaturas se acercaba mucho. En ese momento estaba en la esquina de un 7-Eleven sin dejarse ver.

Se asomó por el lateral y se percató de que había varios muertos cerca. Entonces la vio. El sol se reflejaba en una camioneta de color azul metalizado que había aparcada delante de un surtidor de gasolina, como si alguien la hubiera abandonado mientras repostaba. La camioneta le dio de repente cierta sensación de seguridad. Había muertos vivientes cerca del vehículo, pero quizá pudiera correr más que ellos. Si la camioneta tenía las llaves puestas, sus problemas estaban resueltos. Y si no… bueno, prefería no pensar en eso.

Felicia se lanzó a por el vehículo tan rápido que chocó contra la puerta del conductor, incapaz de detener el impulso. El golpe la tiró al suelo y le quitó el aliento. Cuando por fin levantó la cabeza, fue para ver el cañón de un arma apuntándola desde el otro lado de la ventanilla del conductor, toda manchada de sangre. Felicia lanzó un chillido y por un segundo creyó que le había fallado la intuición.

—¡Jesús! —gritó Amanda—. He estado a punto de pegarte un tiro al confundirte con una de esas cosas.

Aunque era una cara que no le resultaba familiar, al menos era el rostro de una persona viva y el corazón de Felicia fue recuperando el ritmo.

Las criaturas oyeron el alboroto y empezaron a acercarse entre tropezones a la camioneta. Amanda giró la llave y el motor cobró vida con un rugido.

—¡Sube! —le chilló a Felicia.

Esta se levantó de un salto, corrió hasta la puerta del copiloto y se metió como pudo. Amanda puso el rifle entre las dos y salió con un chirrido del aparcamiento.

—Tenemos que ir a Riverton. Allí hay un centro de rescate —dijo Felicia.

Amanda asintió.

—Espero que tengamos gasolina suficiente para llegar.

Capítulo 8

Jim observaba a Mick manipular los cables de la emisora de radio. Chuck, que nunca podía quedarse quieto mucho tiempo, se paseaba por la oficina.

—Si necesitas ayuda, sé un poco de estas cosas —se ofreció Jim—. Las he usado alguna vez.

—Creo que ya le he pillado el truco —contestó Mick.

Jim asintió.

—¿Dónde conseguiste el equipo?

—Mandé a Chuck y Jon a buscarlo a los camiones de la fábrica de cemento. Ellos también los usan en sus flotas.

—¡Sí! ¡Y casi nos arrancan el culo a mordiscos! —dijo Chuck con una gran sonrisa.

—Sí, bueno, a Jon no le pasaría nada si le quitaran un poco de culo —dijo Mick—. Con todos los dónuts que se ha comido durante tantos años, lo que le sobra es grasa.

Jim se echó a reír. Era cierto, Jon tenía un culo muy grande. De hecho, el tipo no tenía nada pequeño.

—Échame una mano para poner la radio en esa mesa de ahí —le dijo Mick a Jim. Mantuvo los cables apartados de la parte posterior de la radio para no confundirlos tras organizarlos.

Después de que Jim lo ayudara a poner la radio en la mesa, Mick se apartó un poco y la miró con aire suspicaz al tiempo que se tiraba con gesto pensativo del bigote rubio y después se frotaba el tosco rastrojo de la barbilla.

—¿Qué pasa? —preguntó Jim.

—Estos trastos funcionan con corriente de ciento diez. ¿Cómo vamos a encenderla? No hay electricidad.

—Consigue un generador.

—Hacen demasiado ruido. Los atraerá.

—Algunos son bastante silenciosos. Solo tienes que meterlo en el sótano con un tubo de escape para llevar los gases fuera.

—Sí, eso podría funcionar. —Mick miró a Chuck—. ¿Por qué no vais tú y uno de los guardias que no estén de servicio, os coláis en el pueblo y cogéis uno? Trae el más silencioso que encuentres… y ten cuidado, coño. No hagas tonterías.

—¿Tonterías? ¿Yo? Yo no soy tonto, soy completamente idiota —dijo Chuck con una gran sonrisa al tiempo que se ponía bizco y se rascaba la calva.

Mick le lanzó una mirada dura y Chuck recogió su rifle y se dirigió a la puerta.

—Menudo personaje —dijo Mick—. Si no tiene cuidado, va a terminar muerto.

Chuck acababa de irse cuando la cortinilla de la televisión a pilas cambió y aparecieron dos hombres en una sala de redacción. Uno llevaba un traje desaliñado y Mick lo reconoció como el presentador local del telediario de la noche. El otro llevaba un uniforme militar. La señal no era muy clara, así que Mick manoseó la antena retráctil hasta que empezaron a ver un poco mejor.

—¿Estamos en el aire? ¿Se nos está viendo? —preguntó el hombre del traje, que se apretaba el auricular contra la oreja.

Jim y Mick se sentaron a mirar por si se trataba de buenas noticias, pero sin muchas esperanzas.

—Soy Dan Brenner y a mi lado está el general George Custis. Emitimos desde WRG, en Washington D. C.

Los nombres de los centros de rescate de la zona de Washington D. C. empezaron a pasar por la parte inferior de la pantalla para dar a los espectadores información sobre dónde podían acudir en busca de ayuda.

—Por favor, presten mucha atención a lo siguiente —dijo Brenner, sensiblemente afectado—. Intenten ir solo a los centros de rescate sobre los que les estamos informando ahora en directo. No intenten ir a ninguno que no esté en la lista. Se verían envueltos en una situación hostil.

Brenner se volvió hacia el militar que tenía al lado.

—General Custis, ¿cuál es la situación en la zona de Washington D. C.?

—Grave. Si pueden abandonar la ciudad, les sugiero que lo hagan de forma ordenada. Si no pueden, diríjanse al centro de rescate más cercano en cuanto les sea posible. Hace unos pocos días la situación pasó de lo que creíamos que era bajo control a emergencia nacional.

—¿Qué ocurrió? —lo interrumpió Brenner.

—No disponíamos de la información necesaria para enfrentarnos al problema, lo que se combinó con una falta de cooperación por parte de los ciudadanos en general, que no prestaron atención a las advertencias realizadas por el gobierno. —El general siguió hablando—. Esa es la razón principal de que las circunstancias sean las que son. Todos los cuerpos de las personas muertas o infectadas deben ser entregados a unidades de equipos especiales o a la policía local. Cualquiera que no obedezca estas instrucciones sufrirá las consecuencias.

—¿Consecuencias? —preguntó Brenner.

—En Washington D. C. y la zona circundante ha entrado en vigor la ley marcial. Deben dirigirse sin más dilación al centro de rescate más cercano o bien abandonar la ciudad. Si encuentran un cadáver, no lo toquen. Pónganse en contacto con las autoridades competentes y se enviará un equipo de eliminación. Los intentos de permanecer en una residencia privada o de conservar los cuerpos de los fallecidos se considerarán delitos capitales, castigados con la pena de muerte. Este es un asunto muy serio.

—Dios mío —dijo Jim—. ¡Se han vuelto locos! ¿En qué coño están pensando? ¡Solo están empeorando las cosas!

Jim miró a Mick, que seguía atento a la pantalla con la boca abierta.

—¡Chiflados! Ahora resulta que tenemos que estar preparados para algo más que luchar contra los muertos. Puede que también tengamos que defendernos de los vivos.

—Me parece que las autoridades tienen más que suficiente con ocuparse de las ciudades —dijo Jim—. No tendrán tiempo ni recursos para venir a pueblos pequeños como este a darnos problemas. Al menos por ahora.

—Pero es posible que alguien más lo haga —dijo Mick—. La gente no está actuando de forma muy racional en estos momentos. No sabemos qué esperar.

—Puede que tengas razón. Deberíamos estar listos para lo que sea. Dios, cuando crees que la humanidad no podía ir a peor, allá va.

Jim y Mick volvieron a mirar la televisión.

—… No son sus amigos. No son su familia —decía el general—. No les responderán como tales. No pueden razonar con ellos. Hay que eliminar a todos los fallecidos destruyendo el cerebro o separándolo del resto del cuerpo. La incineración también es una solución aceptable.

—¿Y ahí está el problema? —preguntó Brenner.

—Sí, la situación se nos ha ido de las manos precisamente por eso. Las personas están reaccionando de forma emotiva y eso ha permitido que el número de enemigos crezca de forma espectacular. Si no hacemos lo que debemos, vamos a estar en una situación muy comprometida.

La televisión parpadeó y después se desvaneció, dejando solo un punto de luz en el centro de la pantalla. Mick se levantó y le dio un manotazo al aparato.

—Ah, mierda, las pilas.

—¿Tienes más?

—Sí, pero a decir verdad, ya he oído todo lo que quería de esos tipos. —Mick volvió a la silla, se sentó y cruzó las manos en el regazo—. Tenemos que organizarnos mejor. Necesitamos unidades de búsqueda y destrucción y unidades de limpieza. Después de dispararles a esos hijos de puta, no podemos dejarlos ahí tirados para que se pudran sin más. El pueblo ya apesta lo suficiente con esos monstruos caminando por ahí. ¿Crees que puedes organizarlo?

—¿De cuántas personas puedo disponer?

Mick se echó a reír.

—Alrededor de ciento treinta, pero, en la gran mayoría de los casos, te va a costar que salgan ahí fuera.

A Jim le sorprendió.

—¿Eso es todo, ciento treinta supervivientes? ¿Esos son todos los que quedan con vida?

—Estoy seguro de que hay más, ocultos por ahí fuera, en alguna parte. Supongo que eso también forma parte del trabajo, llevar a esas personas a un sitio seguro. Y puede que esa sea la parte más difícil. —Mick cogió el rifle y se lo echó al hombro—. Vamos, Jim. Avisaré a Jon de que te vas a encargar tú de organizar los equipos de búsqueda.

Jim cogió su AK-47 y siguió a Mick hasta la gran sala llena de gente. Al llegar, examinó la habitación en busca de posibles voluntarios. La mayor parte eran familias, acurrucadas y juntas, dándose consuelo. Parecían refugiados, vencidos y cansados después del largo viaje a un nuevo hogar. Jim tenía serias dudas sobre la posibilidad de encontrar suficientes voluntarios.

Los dos hombres salieron al porche. El suave aire otoñal era cálido, aunque una brisa ligera lo enfriaba.

Jim estudió su entorno. Si no hubiera sido por los guardias armados, no habría adivinado que pasaba algo raro. Delante del edificio había unas cuantas casas, pero los bosques rodeaban ambos flancos. El ramal norte del río Shenandoah fluía con pereza a unos cien metros del edificio, por la parte de atrás. Mick tenía razón. Solo había una forma de llegar desde el pueblo, un solo camino que defender, pero eso también significaba que solo había una forma de salir.

Mick llamó a Jon, que acababa de doblar la esquina del edificio y se dirigía a ellos.

—Jim se encargará de limpiar la ciudad y traerse a los rezagados. Necesito que seas su mano derecha y lo ayudes en lo que necesite. ¿De acuerdo?

Jon le echó un vistazo a Jim como si hiciera una valoración rápida de su carácter y después miró a Mick y asintió con gesto de aprobación.

—Sí, claro. Lo que necesite, no hay problema.

Los tres hombres se giraron al oír un arma con silenciador y vieron un cuerpo que caía al suelo. Dos guardias corrieron a recuperarlo.

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