Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
El doctor Cowen sacudió la cabeza, perplejo.
—Semanas y semanas de estudio constante y nada. Ni siquiera podemos encontrar un organismo que pudiera estar causando el problema. —Lanzó el informe de la investigación sobre una mesa—. No hemos aprendido nada nuevo.
Las improvisadas instalaciones de investigación se encontraban en el interior de Mount Weather, cerca de Bluemont, Virginia; era un enorme complejo militar subterráneo, diseñado como fortaleza, adonde estaba previsto que se evacuara al presidente y su gabinete ministerial en caso de guerra nuclear u otra emergencia nacional. Pero desde el fin de la guerra fría, el emplazamiento no había servido más que para almacenar archivos y llevar a cabo simulacros bélicos, aunque la suite presidencial permanecía intacta.
La base era impenetrable. Cuatro entradas rodeaban el complejo montañoso y dos plataformas para helicópteros descendían para ocultar los aparatos después de aterrizar. En el extremo sur de la propiedad había una pequeña pista de aterrizaje.
La base había sido alto secreto hasta la década de los años 70 del siglo XX, cuando un avión se había estrellado contra la falda de la montaña y se había corrido la voz, lo que había convertido su ubicación en un secreto a voces. Al comenzar la emergencia, a seis de los mejores investigadores de Washington y a ciento veinte soldados más se les había ordenado ocupar la famosa base impenetrable y encontrar respuestas a la repentina plaga.
En un principio, el laboratorio del doctor Cowen había estado destinado a hacer lecturas en la superficie de las consecuencias de la radiación y otras pruebas, en caso de conflicto nuclear. La sala era bastante grande, con suelos de cemento y paredes sólidas. No era el mejor marco para la investigación de aquel campo concreto, pero no había habido mucho tiempo para montar algo más adecuado.
—¡Ha abierto los ojos! —exclamó Sharon.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó el doctor Cowen al tiempo que observaba los ojos vidriosos del cadáver, que se dirigían disparados hacia todas partes.
—Diez minutos y quince segundos desde la muerte a la reanimación —dijo la mujer tras mirar las notas sujetas a la mesa y después el cronómetro.
—Eso son dos minutos más que el último.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Sharon. La especialista se preguntaba por qué durante la última semana cada espécimen había tardado un poco más en revivir.
—No sé si significa algo —dijo el doctor Cowen—. Y me temo que vamos a necesitar más tiempo del que tenemos para encontrar respuestas.
El recién reanimado cuerpo de un hombre de unos treinta años se esforzaba por soltarse de las correas que lo sujetaban. Varios tipos de instrumentos médicos para autopsias o disecciones estaban repartidos por la mesa que había al lado de la criatura.
Sharon lo observó con aire pensativo.
—Continuarán moviéndose diez años, quizá más —dijo Cowen mientras le sacaba sangre a la criatura—. El ritmo de descomposición se ha ralentizado de forma drástica.
—El rígor mortis no parece estar asentándose en absoluto —dijo Sharon.
—Oh, lo presenta, pero en mucho menor grado de lo habitual. Creo que por eso son tan torpes y lentos. Me imagino que para ellos dar un simple paso es una agonía, porque pueden sentir, sabes. Observa esto.
El doctor Cowen cogió un escalpelo de la mesa y practicó una profunda incisión en el brazo izquierdo de la criatura. Esta reaccionó con un gemido y un siseo.
—¿Lo ves? Lo siente. No estoy seguro de hasta qué punto, pero lo siente. —El médico pareció mostrar cierta compasión por la criatura, una expresión de culpabilidad por haberlo cortado le ensombreció el rostro. Cowen tiró el escalpelo sobre la mesa, cogió la muestra de sangre y la llevó al microscopio. Después depositó una pequeña parte en un portaobjetos para examinarla en busca de anomalías. Tras mirar por el microscopio durante un minuto, el hombre levantó la cabeza y se quitó las gafas para frotarse los ojos enrojecidos.
—Normal, para ser la sangre de un muerto —dijo, desilusionado. Después volvió a ponerse las gafas—. Igual que la última vez que lo comprobé. Y que la vez anterior, también.
Sharon se dejó caer en una silla delante de un ordenador.
—No lo entiendo. Si no lo provocamos nosotros, puede que hayan sido los rusos. ¿Ha sabido alguien algo? Claro que, como si nos lo fueran a decir.
—No fueron ellos. Al menos eso dicen. Esto los está golpeando con tanta fuerza como a nosotros. De hecho, hace dos días que nadie sabe nada de Moscú. Los satélites muestran el mismo caos que estamos viviendo aquí.
Sharon cogió el vaso de agua que tenía junto al teclado y tomó un trago.
—Bueno, si no fuimos nosotros, no fueron ellos y no es un virus, ¿qué otra cosa podría ser?
—Hmm. Tú sabes tanto como yo. Que yo sepa, la causa podría estar hasta en el agua.
Sharon se atragantó al beber y le lanzó una mirada asustada a su compañero.
—Solo era una broma —sonrió este.
Era la primera vez en días que lo había visto sonreír.
Había bastante humedad en la parte más profunda del complejo. En muchas zonas, las gotas de agua chorreaban del techo, lo que hacía que el suelo de cemento fuera resbaladizo. El general Britten bajaba por el largo pasillo que llevaba a su oficina pensando en que aquello se parecía mucho a vivir en una cueva profunda y bien amueblada.
Después de lo que le pareció una eternidad, el general llegó a su despacho. La habitación estaba a oscuras, salvo por una pequeña luz en el escritorio. Se acercó a su sillón tapizado favorito y se derrumbó en él; después se quitó los zapatos de una patada sin molestarse en desatárselos.
El mordisco del brazo le ardía, y esa parte del cuerpo le dolía del hombro a la cintura. No había tenido suficiente cuidado cuando uno de los especímenes del laboratorio se había soltado y había atacado al doctor Cowen. No podía disparar por miedo a alcanzar al médico, así que había apartado al monstruo de un empujón; pero en el proceso este le había hundido los dientes en el brazo y le había rasgado la piel. No era una herida demasiado grave, pero sí era suficiente para llevarlo a la muerte. Cualquier herida infligida por una de aquellas criaturas era letal.
El general se aflojó la corbata. La única forma de matar a aquellas criaturas era destruirles el cerebro. Un cuerpo con el cerebro muerto no se levantaba. Estaba bien saberlo. Eso lo había ayudado a tomar una decisión.
Sin pensarlo más, el general Britten sacó el revólver de su pistolera, se lo apoyó en el paladar y apretó el gatillo.
Ernie Bradley se terminó el sándwich de mantequilla de cacahuete y entró en el estudio 1 de la emisora WFPR-FM, donde los altavoces emitían el tono de aviso del sistema de emisión de emergencia.
Se sentó en la silla giratoria y se acercó más al micrófono. Después de sacar la cinta de la emisión de emergencia de la máquina, apretó el interruptor para iniciar la emisión en directo.
—Les habla Ernie Bradley. Tengo noticias urgentes sobre los siguientes centros de rescate, así que, por favor presten mucha atención.
La alegre voz que usaba en su programa matinal había desaparecido. No había tiempo para chistes ni para charlas desenfadadas. Era una emergencia nacional.
—El hospital del condado y el instituto ya no están operativos como refugios seguros. No intenten ir allí en busca de ayuda. En lugar de eso, intenten dirigirse al almacén Riverton de la calle Dock. Repito. El almacén Riverton de Dock es el único centro de rescate que todavía puede garantizar su seguridad.
Ernie se secó la frente y tomó otro trago de agua del vaso de poliestireno que tenía encima de la consola antes de continuar.
—De igual modo, ya no se le permite a nadie ocupar una residencia privada, por muy segura que sea o bien aprovisionada que esté. El gobierno ha declarado la ley marcial y todo el mundo debe dirigirse al centro de rescate más cercano. Yo ya no seguiré emitiendo desde aquí. Voy a cerrar la emisora. Recuerden, el viejo almacén Riverton es el único centro de rescate que sigue operativo. Que Dios los acompañe. Los veré allí. —Se le fue la voz y cerró el micrófono.
Se levantó de la silla y fue al vestíbulo principal, donde Felicia seguía durmiendo. La electricidad se había cortado y era un generador lo que abastecía la emisora. No funcionaba a plena potencia, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que tenía.
Ernie oía el generador gimiendo en el sótano. Estaba llamando la atención y no tardarían en quedar atrapados. El edificio no podría soportar el asedio de una gran multitud, si se empeñaban en entrar.
Felicia dormía con una manta cubriéndole la cabeza, como una niña temerosa de la oscuridad. Ernie la apartó con cuidado para no asustarla.
—Eh, eh. Despierta —le dijo con suavidad dándole unos empujoncitos en el hombro.
Felicia abrió los ojos de repente.
—¿Qué hora es? —preguntó mientras se sentaba.
—Las diez en punto. Llevas horas durmiendo.
—¿Han venido?
—No. —El joven bajó la cabeza—. Aquí no ha vuelto nadie.
Se suponía que uno de los pinchadiscos de la emisora debía regresar a las ocho para relevar a Ernie, que ya llevaba de guardia más de veinte horas. Ernie suponía que el tipo estaba muerto o sencillamente no pensaba volver. Visto lo visto, tampoco le extrañaba mucho. Llegados a ese punto, hasta él iba a abandonar su puesto.
Felicia se levantó y se frotó la cara hasta borrar el sueño de los ojos. Le costaba pensar nada más despertar, pero el miedo y las premoniciones no tardaron en volver.
—¡Tenemos que irnos! ¡Tenemos que irnos ahora mismo! No van a venir, no va a venir nadie a relevarte. Esto no es seguro.
—Y nos vamos —le dijo él—. En cuanto coja unas cuantas cosas nos vamos de aquí, así que prepárate.
La noche anterior, Felicia había aporreado la puerta, aterrada, y él la había dejado entrar. La joven estaba muerta de miedo y decía cosas que para él no tenían ningún sentido. Felicia era una rubia alta y esbelta con una habilidad especial para ponerse histérica un minuto y aparentar una calma perfecta al siguiente. Se había derrumbado y caído en un sueño agotado en el sofá a los pocos minutos de llegar.
Después de reunir todo lo que necesitaba, Ernie regresó con Felicia.
—Venga, vamos.
—¿Adónde vamos? —le preguntó ella.
—Al centro de rescate de Riverton. Allí nos ayudarán. Vete corriendo directamente a mi coche y métete en él. Pero ten cuidado. Hay un par de ellos ahí fuera.
—¡No! ¡No! No podemos. ¡Tenemos que quedarnos!
—Shh —dijo Ernie mientras la rodeaba con un brazo—. Todo irá bien. Solo haz lo que te digo. Eras tú la quería irse hace solo un minuto.
Felicia asintió, sus malos presentimientos se calmaron un tanto. Ernie le quitó el cerrojo a la puerta y la entreabrió. Uno de los muertos estaba a cincuenta metros de distancia y se volvió hacia la puerta cuando Ernie la abrió. La criatura comenzó a andar hacia ellos a su trabajoso ritmo.
—¡Ahora! —ordenó Ernie—. ¡Vamos! —Cogió a Felicia de la mano y la empujó.
Felicia se esforzó por no quedarse atrás mientras él tiraba de ella hacia el coche. Después corrió hacia el lado del pasajero, entró de un salto y echó el seguro de la puerta nada más cerrarla. Ernie aseguró también su lado y metió la llave en el contacto. El motor se revolucionó pero no arrancó. El pinchadiscos siguió intentándolo hasta que la batería se quedó sin vida.
—¡Mierda! —chilló mientras se golpeaba la cabeza contra el volante—. ¡Tenía que ser ahora, joder!
No podía creer la mala suerte que tenía. Un coche no era el mejor lugar para quedarse atascado. Las criaturas podrían meterse rompiendo las ventanillas. La emisora tampoco era la respuesta. Ninguna de las ventanas estaba reforzada. Los demonios no tardarían mucho en darse cuenta de que estaban dentro y se meterían como fuera.
Las criaturas se acercaron a ellos; el que tenían más cerca era un hombre de corta estatura, mutilado de forma espantosa: las entrañas le colgaban de la cavidad abierta del estómago hasta el suelo. Las tripas se le enredaban en los pies al avanzar hacia ellos, cada vez se le salían más y las iba arrastrando en un horrendo despliegue de sangre e intestinos.
Ernie cogió una llave de cruz del asiento de atrás y abrió la puerta.
—Quédate aquí, Felicia. Me ocuparé de este e intentaré arrancar el coche otra vez.
Felicia estaba aterrorizada. Una sacudida conocida le recorrió el cuerpo entero, como una descarga de adrenalina, aunque mucho más potente. ¿Intuición? ¿Un presagio? ¿Una maldición? No estaba segura, pero había tenido una sensación parecida justo antes de que el mundo entero terminara patas arriba. Había sido tan intenso que se había pasado una hora inconsciente. Aquella sensación concreta siempre significaba un destino funesto.
—¡Ernie, echemos a correr, déjalo! ¡Vamos! —exclamó Felicia.
Ernie salió del coche con la llave levantada como un bate.
El joven blandió la llave y la lanzó contra la cabeza de la criatura como si quisiera darle a una pelota de béisbol, pero el zombi permaneció en pie. Rodeó la garganta de Ernie con las manos ensangrentadas e intentó morderlo. Ernie consiguió lanzar otro golpe contra la espantosa cabeza. El impacto alcanzó al ser con la fuerza suficiente como para que soltara la garganta de Ernie, pero entonces lo cogió por el brazo.
—¡Cuidado! —chilló Felicia al ver dos criaturas más que llegaban atraídas por el alboroto.
Ernie no los vio ni oyó la advertencia de Felicia, ocupado como estaba con el monstruo al que se estaba enfrentando.
Felicia salió del coche.
—¡Ernie, cuidado, detrás de ti!
Ernie se giró y vio a los que se acercaban. Fue entonces cuando la criatura con la que estaba luchando le hundió los dientes en el antebrazo.
El dolor repentino y la oleada de líquido caliente cuando le arrancaron un trozo de brazo hicieron que Ernie chillara envuelto en una agonía de dolor y pánico. Parte de su extremidad colgaba de la boca del monstruo y estaba sangrando mucho. Conmocionado, el joven dudó un instante.
Al oler la sangre, las otras dos criaturas se acercaron a toda prisa hacia él. Cuando uno lo mordió en la yugular, el locutor perdió el sentido, cayó al suelo, y las criaturas se abalanzaron sobre él como buitres sobre una presa fresca.
Felicia lanzó un chillido y uno de los demonios se volvió hacia ella. Paralizada por el miedo y casi fascinada, a la chica le costó apartar los ojos de aquellos monstruos grotescos que se atracaban de carne humana. Dos de ellos siguieron dándose un festín con Ernie mientras el tercero comenzaba a dirigirse poco a poco hacia ella.