Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Un virus, pensó Jim, eso era lo que Mick le había explicado que era la teoría aceptada por la mayoría. La humanidad iba a pagarlo caro porque un gobierno (seguramente el nuestro) había creado el virus definitivo y después había tenido el descuido (o quizá no había sido ningún descuido) de soltarlo sin control. Nuestros peores miedos se habían hecho realidad al fin. Todo el mundo sabía que los gobiernos del mundo estaban inventando superbichos que podían acabar con poblaciones enteras sin dañar edificios o infraestructuras, pero aquello era diferente. Esto, pensó Jim, ha salido directamente del infierno.
—¿Adónde vamos? —le preguntó a Mick mientras miraba a través de la ventanilla el río que habían dejado abajo.
—Al último centro de rescate seguro del condado. Ya casi hemos llegado —dijo Mick—. Solo hay que cruzar este primer puente. El refugio está situado en una franja de tierra que queda entre los ramales norte y sur del río. Solo hay una forma de acceder desde cada dirección y para ello hay que cruzar un puente. Es fácil de defender, al menos hasta que esos monstruos aprendan a nadar.
Jim miró por la ventanilla hacia la construcción que salvaba el ramal norte del río Shenandoah. El puente era viejo y mostraba señales de deterioro. Construido en los años cuarenta del siglo XX y con una necesidad urgente de otro que lo sustituyera, las autoridades del pueblo se habían pasado buena parte de los últimos quince años discutiendo sobre quién debería hacerse cargo de los gastos de las reparaciones mientras los dos puentes seguían cayendo en el abandono. Un tema que carecía de sentido en ese momento, cuando lo que se estaba desintegrando era toda la raza humana. El hombre, ese ser que luchaba por ser el dueño de su propio destino, continuaba generando su propia destrucción.
—Todos los demás centros han desaparecido, y con ellos la gente que los ocupaba…
Jim miró más allá de Chuck, a Mick, que no terminó su frase, y pensó que ya conocía el destino que habían corrido aquellos que habían entrado en contacto con los muertos vivientes. Ellos también habían desaparecido aunque sus cuerpos siguieran en pie, alimentándose de los vivos.
Mick giró y entró en el aparcamiento del centro de rescate. El edificio era una gran estructura de cemento de unos sesenta y cinco metros de anchura y al menos lo mismo de profundidad. Dos portones de metal en el lado derecho del frente alojaban una ventanita de alrededor de treinta centímetros por quince, con una pequeña puerta de metal a su izquierda. Varios guardias se habían apostados en diferentes lugares alrededor del edificio.
Un guardia que vigilaba en el límite del aparcamiento habló por un walkie-talkie cuando se acercó la camioneta y se detuvo delante del refugio. Jon Henry, el hombre que estaba a cargo de la seguridad, esperaba junto a la puerta más pequeña. Era el único superviviente conocido del cuerpo de policía de Warren. Con un sobrepeso escandaloso, le temblaban los carrillos cuando hablaba por una radio portátil.
Los tres hombres salieron de la camioneta. Mick metió la mano en la parte de atrás, fue sacando una a una cuatro cajas del tamaño de cajas de zapatos y las puso sobre el capó. Después le hizo un gesto a Jon para que se acercara.
Este se metió la radio en el cinturón y se dirigió a la camioneta resoplando.
—Ya te dije que los traería —dijo Mick al tiempo que quitaba la tapa de una caja y sacaba una pistola y un silenciador—. Dales esto a los que estén de guardia y diles que los usen. Estoy harto de que aparezcan más monstruos de esos cada vez que tenemos que disparar un arma.
Jon cogió la pistola que le ofrecía Mick y le puso el silenciador. Apuntó a un árbol y disparó un tiro imaginario. Con los labios fruncidos hizo el sonido de un arma silenciada.
—Puf.
»Tendría que ayudar —dijo muy contento—. Pero nunca se sabe. Esos hijos de puta lo mismo tienen buen oído.
Mick frunció el ceño al oír el comentario y Jon devolvió la pistola a la caja. Después miró a Jim con curiosidad.
—¿De dónde habéis sacado al novato?
—Andaba por el 7-Eleven —se rió Chuck—. Ya sabes lo adictivo que es el café. Estaba sentado en su camioneta, arrinconado por unos cuantos de nuestros hambrientos amiguitos.
—Llevaba unas semanas en el monte y no tenía ni idea de la mierda que estaba pasando —añadió Mick.
—Eres un cabrón con suerte —dijo Jon con tono brusco mientras cogía las cajas que contenían las pistolas—. Ahora mismo no sobreviven muchos por ahí fuera. Bienvenido al Hilton del condado de Warren. Me alegro de tenerte de nuestro lado.
Jim observó a Jon, que se acercó al guardia más próximo y le dio su nueva arma. Mick y Chuck recogieron las suyas y se dirigieron al edificio.
—Los afortunados son los que ya están muertos —murmuró Jim antes de seguir a Mick y Chuck al interior.
Entraron en el edificio por la pequeña puerta de metal. Dentro había una gran sala llena de personas, algunas estaban echadas en mantas, otras conversaban en grupos. Sin ventanas por donde pudiera entrar la luz natural, la habitación estaba mal iluminada con lámparas de queroseno.
El fuerte hedor a sudor, combustible y suciedad hizo que a Jim le picaran los ojos y tuvo que contener el impulso de taparse la nariz. A Mick y Chuck no parecía afectarles el olor mientras se abrían camino entre la multitud, con Jim a remolque, hasta una especie de oficina.
La oficina estaba hecha un desastre. Había un equipo de radio compuesto por una emisora y receptor apilado a gran altura sobre un viejo escritorio que tenía toda la superficie arañada. Un pequeño televisor adornaba una mesa en una esquina y un colchón mugriento y lleno de manchas reposaba en el suelo. La televisión estaba encendida, pero en ese momento solo emitían la cortinilla del canal. Había dos sillas delante del escritorio y Jim se sentó en una.
—¿Para qué se usaba este sitio antes? —preguntó Jim mientras observaba la sala. El conocimiento es el arma más valiosa de una persona cuando las cosas se complican. Las cosas se habían complicado mucho y él no tenía ni idea de nada.
—En otro tiempo fue un almacén de muebles, pero hace unos años lo convirtieron en una discoteca —respondió Mick—. Hasta tiene una cocina en uso, que funciona con gas.
—¿De verdad creéis que aquí estamos a salvo? —preguntó Jim—. ¿No sería más seguro irnos a la cima de una montaña, a algún sitio más remoto, lejos de esas cosas?
—No hay ningún sitio lejos de esas cosas —dijo Mick con el ceño fruncido—. No me preguntes cómo, pero siempre se las arreglan para encontrarte. De momento, aquí estamos bien. Siempre que nos mantengamos alerta, no pasará nada.
Jim asintió mientras examinaba la habitación.
—Me habéis contado lo que pasó, pero todavía no me habéis dicho cómo es posible que se descontrolaran tanto las cosas. A mí me parece que las autoridades podrían haber contenido la situación sin mayores problemas.
Mick lanzó una risita mientras se frotaba el puente de la nariz. Sentía otro dolor de cabeza a punto de estallar, quizá pudiera apaciguarlo si se masajeaba las sienes.
—Eso habría sido lo más normal, ¿no? Pues en menos de una semana Washington D. C. se convirtió en una zona de guerra. El instinto de supervivencia lo invadió todo. Nadie trabajaba en equipo, no había unidad alguna. No te digo más que vi a vecinos míos, personas que conocía desde hace años, convertirse en salvajes. Infectados, no infectados, daba igual, el pánico los consumió a todos. A medida que la comida fue escaseando, los que no tenían se dieron cuenta de que merecía la pena matar por ella, y cuando los mataron, los muertos regresaron para asesinar a su vez. En dos semanas habían cerrado las empresas, los disturbios eran algo rutinario y la muerte estaba por todas partes. Nosotros perdimos la batalla, pero la guerra no ha terminado… Todavía no.
Mick abrió un cajón del escritorio y sacó un walkie-talkie. Sonó un chasquido cuando lo encendió, apretó el botón y llamó a Jon para que pasara por la oficina.
—Diez-cuatro —respondió Jon—. Estoy ahí en un segundo.
—Al parecer Nueva York cayó durante la primera semana —continuó Mick—. Esos chiflados hijos de puta no tuvieron ni una sola oportunidad. Washington D. C. lo lleva un poco mejor, pero tampoco espero que salga nada bueno de ahí. Aunque de vez en cuando todavía recibimos algún programa de televisión.
Chuck se apoyó en una pared.
—Yo solo quiero saber una cosa —dijo Chuck de repente—. ¿Cuándo salimos a pegarles cuatro tiros en la cabeza a esos putos pedazos de alcornoque, recuperamos nuestro pueblo y ganamos esta guerra?
—Cuando estemos listos —dijo Mick sin alterarse, mientras apagaba el walkie-talkie y lo dejaba en la mesa—. Si salimos ahí sin estar preparados, nos van a arrancar el culo de un bocado.
—Mierda, Mickey —exclamó, y el cigarrillo que estaba a punto de encender tembló—. Cada día son más, así que más vale que sea pronto. —Encendió el pitillo y se guardó un mechero de oro con un águila grabada.
Mick entrecerró los ojos y miró a Chuck, que siempre tenía prisa para todo. Además, no le tenía miedo a nada o quizá, para ser más precisos, el muy temerario no pensaba las cosas cuando se trataba de enfrentarse a aquellas criaturas. Seguro que algún día eso sería su perdición.
—Tienes razón —dijo Mick—. Cada día hay más de esos malditos monstruos y cada día nosotros somos menos, pero no podemos arriesgarnos todavía.
Jon se sujetó el walkie-talkie al cinturón al entrar en la oficina.
—¿Qué necesitas?
—Toma —dijo Mick mientras empujaba el equipo de radio del escritorio hacia él—. Pon esto en las dos camionetas que usamos para buscar supervivientes, para que nadie se quede atrapado ahí fuera sin poder llamar para pedir ayuda. No quiero que se repita lo del otro día. Perdimos a dos buenos hombres porque no nos enteramos de que tenían problemas.
Jon cogió una caja de mantas del suelo, la vació y metió el equipo dentro.
—Estarán instalados esta noche —dijo mientras salía.
Jim se levantó.
—Voy a necesitar algo de gasolina para mi camioneta. ¿Dónde puedo conseguir un poco para poder largarme de aquí? —preguntó.
—¿Largarte adónde? —preguntó Mick. La sorpresa le hizo alzar las cejas.
—Quiero volver a Manassas. Tengo que irme a casa.
Mick rodeó el escritorio y se quedó mirando a Jim.
—¿Tienes familia allí?
Jim no tenía familia en Virginia. Sus padres habían muerto, su hermano David vivía en Montana y quién sabía por dónde andaba su exmujer. Al menos David estaría más o menos a salvo en Montana, con todos esos kilómetros de campo abierto.
—No, pero tengo que…
—¡Chorradas, tío! —chilló Mick—. ¿Es que no has oído lo que te hemos dicho? ¡La ciudad es un caos! Todas las ciudades están hechas un puto desastre, están mil veces peor que esto. Jamás llegarías vivo. Las carreteras están bloqueadas por coches abandonados, y una moto es lo último que uno querría para salir ahí fuera.
Mick regresó a su escritorio y se sentó. Nadie dijo nada durante unos segundos, ambos hombres estaban intentando pensar en algo más que apoyara sus puntos de vista.
—Mira —dijo al fin Mick—, aquí necesitamos ayuda para intentar controlar de algún modo a esos cabrones. Tú no me vendrías nada mal. La mayor parte de los hombres que hay aquí tienen demasiado miedo como para salir a matar monstruos, o resulta que no quieren dejar a sus familias. Si intentas llegar a la ciudad, lo único que conseguirás será sumarte al enemigo. ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? No serás más que otro cabrón muerto cuyos sesos al final alguien tendrá que terminar reventando.
Jim pensó que quizá tuviera razón. Si las cosas ya iban mal allí, que era un pueblo pequeño, Manassas seguramente estaría plagado de muertos vivientes. Allí no le sería de ayuda a nadie. Al menos de momento.
—De acuerdo —dijo—, pero no pienso quedarme aquí sentado como un conejo en una jaula a esperar a que aparezcan esas cosas. Quiero hacer algo útil.
—¡Hecho! —Mick sonrió y se levantó para abrir un armario. Jim se asomó y vio las armas de fuego que lo llenaban—. Elige tú —le indicó con una gran sonrisa mientras agitaba la mano como el presentador de un concurso exhibiendo los premios.
Jim eligió una AK-47 y algo de munición.
—Esto servirá. Y dame munición para la 44. —Vio lo que necesitaba en la esquina de abajo, cogió una caja y cerró la puerta del armario.
Mick le tendió la mano.
—Bienvenido a bordo —dijo—. Y buena suerte. La vas a necesitar.
—La voy a necesitar, Mick. La vamos a necesitar todos.
El aire de la mañana estaba cargado y era inusualmente húmedo para ser octubre. Amanda se secó un hilillo de sudor que le caía por los ojos. Va a hacer un calor de muerte, pensó mientras pasaba junto a las casas de la urbanización abandonaba donde vivía.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó los cartuchos que le quedaban. Tenía cuatro, cinco contando el de la recámara. Sería mejor guardarlos para cuando los necesitara de verdad.
Volvió a meterse la munición en el bolsillo y se colocó bien la mochila en la espalda. Era pesada e incómoda, pero necesitaba el agua y la comida. Le dolía el cuerpo y ya solo caminar representaba todo un esfuerzo. La falta de sueño tampoco ayudaba, pero no podía parar. Ya la habían visto varias criaturas y la seguían a distancia. Amanda se había apresurado hasta perderlos de vista; por suerte para ella aquellos monstruos desalmados eran lentos y torpes. Siempre que no hubiera muchos, podría huir de ellos corriendo.
Amanda se detuvo y sacó la botella de agua del bolsillo exterior de la mochila. Le apetecía tomar grandes tragos del refrescante líquido, aunque reprimió el impulso. Volvió a taparla después de un solo sorbo. Hay tiempo de sobra, pensó mientras miraba el sol que se alzaba por el este. Aún falta bastante para que oscurezca.
Lo último que quería era estar fuera cuando cayera la noche, ya que entonces no podría ver a los monstruos antes de que se acercaran demasiado. Al menos de día podía correr, pero viajar de noche era una condena a muerte. Aunque no se preocuparía todavía. Seguro que encontraba algún refugio antes.
Amanda se acercó a una casa de estilo Tudor con un extenso jardín delantero. El dueño era el señor Jennings, un anciano de setenta años que tenía el jardín más cuidado del barrio. Cada día se dedicaba a plantar y podar, de la mañana a la noche. Pero en los últimos tiempos había descuidado el jardín y la hierba espesa se estaban poniendo marrón. La puerta de la calle, partida en varios trozos, estaba esparcida por todo el porche.