Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Amanda se detuvo y se quedó mirando la finca destrozada. El señor Jennings se encontraba en el porche, mirando la calle como lo había visto hacer muchas veces, cuando saludaba a los vecinos que pasaban. Tenía una herida visible en el cuello y la pechera de la camisa cubierta de sangre seca.
Amanda siguió caminando sin dejar de observarlo, lista para echar a correr, pero el señor Jennings no se movió. Su rostro arrugado y descolorido le dirigió una mirada vacía, pero no se movió de donde estaba. Era uno de ellos, estaba claro, solo había que ver que le habían arrancado medio cuello, pero el anciano se limitó a quedarse allí plantado y mirarla.
Amanda lo mantuvo vigilado hasta que dobló una curva del camino. Le pareció muy extraño que el anciano no la persiguiera. Cada uno de los monstruos parecía tener una especie de personalidad diferente. Algunos estaban enfadados y alerta, otros eran lentos y era como si estuvieran en trance, y había un tercer tipo que casi rogaba que les permitieras atraparte. El señor Jennings era un anciano lleno de bondad. Quizá parte de esa bondad seguía todavía enterrada en su subconsciente.
Entonces la autopista apareció ante ella y Amanda dio un suspiro de alivio. Con un poco de suerte, pasaría alguien y la recogería. Desde su casa había seis kilómetros hasta el pueblo, pero, por lo que ella veía, la carretera estaba libre de peligro. Una brisa repentina le dio cierto respiro de la humedad y se detuvo a disfrutarla un momento. Ya eran casi las diez. Amanda dejó la mochila en el suelo, se quitó la cazadora y la metió en la mochila. Sería más fácil correr sin el estorbo añadido y se estaba mucho mejor sin ella con el calor que empezaba a hacer. Volvió a echarse la voluminosa mochila al hombro y reanudó su viaje hacia el pueblo.
La creciente sensación de seguridad que sentía desde que había llegado a la autopista se convirtió en tensión nerviosa cuando se acercó a los restos de un choque frontal que había a cincuenta metros. Había un coche volcado y el otro se había detenido al lado del primero.
Amanda se quedó paralizada.
Si había víctimas, podría encontrarse con compañía. Era difícil saber cuánto tiempo llevaban allí los coches. Todavía estaba demasiado lejos para advertir los detalles. Verificó el rifle para asegurarse de que estaba cargado y después se acercó despacio.
La parte delantera del coche que seguía sobre sus cuatro ruedas estaba aplastada hasta el salpicadero. Amanda vio sangre en el parabrisas astillado. Cuando se asomó al interior, los vapores de la gasolina estuvieron a punto de asfixiarla, pero allí no había nadie. La invadió el alivio. No tendría que mirarse en unos ojos vidriados y carentes de emoción. Cuando había mirado a Will a los ojos, no había visto alma alguna, ni emoción. Quizá solo fueran eso, cuerpos humanos sin alma ni espíritu, pensó. Quizá ansiaban llenar ese vacío, y solo los vivos podían hacerlo. En su fragmentada forma de pensar, quizá aquellos seres anhelaban consumir el espíritu a través de la carne. Tuvo un escalofrío con solo pensarlo.
Se acercó con sigilo al coche volcado. El techo llegaba casi al salpicadero. La mujer se arrodilló para mirar en el interior. Prácticamente tuvo que apoyar la cabeza en el suelo para poder ver algo. Se apartó con una sacudida por puro instinto. La frente del conductor estaba destrozada por el golpe con el volante. Sus ojos abiertos no veían nada. La lesión de la cabeza debía de haber sido lo bastante grave como para evitar que resucitara convertido en un monstruo comedor de carne humana. O eso, o el accidente acababa de ocurrir y la transformación todavía no se había completado. Amanda se puso en pie. Si ese era el caso, no quería estar allí cuando ocurriera.
El camino hacia el pueblo era casi todo cuesta abajo y eso hizo el viaje más fácil, pero la posibilidad de encontrarse con monstruos la mantuvo alerta. Hacía más de una semana que no hablaba con nadie. No tenía ni idea de lo que le esperaba en el pueblo, o en cualquier otra parte, si a eso iba. Solo Dios sabía lo que tendría por delante.
Dios y la religión, menudo tema, pensó. Los últimos acontecimientos también habían cambiado las ideas preconcebidas que tenía acerca de ello. ¿Quién era ese Dios que permitía que semejante horror levantara su espeluznante cabeza y reclamara la Tierra como si fuera de su propiedad? Desde luego no el que le habían enseñado a ella en el catecismo cuando era niña.
Amanda se giró y miró por última vez los coches accidentados que había dejado atrás. Eran simples motas a lo lejos y no vio ningún signo apreciable de motricidad en el único ocupante.
Por un momento sintió una calma extraordinaria. Escuchó el trino de los pájaros en los árboles junto a la carretera. Fue música celestial para sus oídos.
El reverendo R. T. Peterson estaba sentado en el primer banco de la iglesia de la Nueva Vida. Diez días antes había llegado la Guardia Nacional y después se había ido del pequeño pueblo. Habían evacuado a todo el mundo hacia lugares protegidos diseminados por todo el condado, pero él había decidido esconderse cuando llegaron a hacer un último registro. No hay sitio más seguro que la casa de Dios, pensó, mientras los soldados atravesaban la capilla, llamando a los supervivientes para que salieran y pudieran ponerlos a salvo de la amenaza.
La iglesia se había quedado vacía, una cáscara hueca que carecía de propósito alguno sin un rebaño al que servir. En el pueblo no quedaba nadie para asistir a los servicios, solo unas cuantas de aquellas almas condenadas que se habían apartado de la paz eterna del Señor para vagar por la tierra, sombras antinaturales de lo que en un tiempo fueron.
El reverendo se levantó y se acercó al púlpito desde el que había predicado cada domingo. Se volvió para mirar la iglesia vacía. Estaba solo de verdad.
Estoy aislado de Dios, se dijo. Hasta el Todopoderoso había mirado hacia otro lado y lo había abandonado para que se perdiera entre las ruinas. El día del Juicio Final había llegado, estaba convencido, pero ¿cuál era su lugar en él? ¿Dónde encajaba él en los planes de Dios? Peterson luchaba con ese pensamiento.
La vidriera que había tras el púlpito estaba hecha pedazos, rota por un miembro de la congregación enfadado que había perdido su fe en Dios al comenzar la epidemia. El reverendo se acercó a ella y miró el barrio desierto.
Las ventanas estaban a cuatro metros del suelo y no había peligro de que los muertos vivientes entraran a través de ellas. Eran bastante lentos y no muy ágiles, y el predicador era testigo de que su razonamiento era más bien reducido. Ahí estaban; contó cinco, cinco criaturas que vagaban sin rumbo, sin saber adónde ir y sin ser siquiera conscientes de su propia identidad.
Una botella de burbon Jim Beam seguía en el banco donde había estado sentado. La cogió y la retorció con las manos como si quisiera escurrir un paño mojado. La abrió para tomar otro trago, pero no quedaba nada y la lanzó al otro lado de la sala. La botella se estrelló contra la pared y el estallido lanzó cristales rotos en todas direcciones.
—¿Por qué me has abandonado? —exclamó en voz alta y después se estiró en el banco y avanzó por él a gatas. Las puertas atrancadas empezaron a bramar con los esfuerzos de varias criaturas por entrar. El reverendo se puso de lado y cayó en un sueño ebrio.
Seis horas después el predicador despertó en medio del silencio. Los golpes habían cesado. Le dolía la cabeza por beber demasiado. Por eso Dios no lo había librado del horror de lo que estaba ocurriendo: en el reino de Dios no había sitio para un borracho. Al parecer no había podido alcanzar la gloria del Señor.
El pastor se acercó a la mesa donde había puesto el pan y el vino para el sacramento cada semana. Empezó a tironearse de la túnica hasta que la tela se rasgó por el pecho, después cogió el cuchillo que usaba para cortar el pan.
—¡Perdóname —dijo con la cabeza inclinada—, pues he pecado! —Empezó a grabarse una cruz en el pecho con el cuchillo—. ¡Me arrepiento! —gritó al tiempo que caía de rodillas. La sangre goteaba e iba formando un pequeño charco en el suelo.
Robert Thomas Peterson siempre había sido un predicador extravagante. Era un santurrón egocéntrico con tendencia a juzgar las acciones de los demás. Siempre había soñado con tener una gran congregación y unas instalaciones nuevas y elegantes, como esos estrambóticos predicadores de la tele con sus anillos de diamantes y sus Rolls Royce. Aquello nunca ocurrió. Muerte y destrucción era lo que estaba llamado a evangelizar, el día en el que Dios se ocuparía de los pecadores, el día en el que todos tendrían que rendir cuentas de sus acciones. El reverendo estaba convencido de que había llegado el día del Armagedón. El mundo estaba lleno de pecadores, muchos pecadores. Él se lo había advertido, vaya si se lo había advertido. Pero su profecía había caído en oídos sordos e impenitentes.
El pastor se levantó. La hemorragia se había reducido y ya tenía la señal de la cruz en su pecho, la señal que declaraba su fe. Le palpitaba la cabeza y le costaba concentrarse. La sed provocada por deshidratación alcohólica hacía que le resultara difícil tragar. Fue a la cocina atravesando una puerta oculta tras una cortina de terciopelo escarlata. Otra puerta de la cocina daba al salón de actos de la iglesia, pero estaba cerrada y entablada. El salón de actos tenía demasiadas ventanas como para fortificarlo, y aun así no sería un lugar seguro.
Peterson cogió de un manotazo un frasco de pastillas de codeína de la mesa y manoseó el tapón a prueba de niños. Este cedió, el reverendo sacudió el bote, y dos píldoras le cayeron en la palma de la mano temblorosa. El frasco estaba casi vacío. Los dolores de cabeza eran cada vez más frecuentes, provocados por sueños inquietantes que era incapaz de recordar al despertar, bañado en un sudor frío. No tardaría en quedarse sin las útiles pastillitas.
Se las metió en la boca y bebió con avidez de una lechera que tenía llena de agua, sofocando así la sed de su reseca garganta hasta que quedó satisfecho. Se miró en el espejo de la pared que había junto a la puerta y se acercó un poco más. Le devolvía la mirada un rostro pálido, cansado y sin afeitar. Las marcas de la cara eran inusualmente profundas ese día, casi arrojaban sombras por sí solas, un regalo de sus pecadores padres.
Al igual que su padre, el reverendo había sufrido de un acné muy grave. Por eso a veces se sentía demasiado avergonzado para salir de casa o asistir a la escuela.
—Es culpa de ellos —le dijo a su reflejo—. Todos mis defectos son por su culpa.
Su padre había sido un hombre estricto y las palizas habían sido duras y numerosas. Ya estaba muerto. Un ataque al corazón le había quitado la vida dos años antes. Una imagen del cuerpo casi descompuesto de su padre arañando la tapa del ataúd, ansiando alimento e incapaz de satisfacer unas necesidades incontrolables, hizo sonreír al pastor.
Pero la sonrisa se desvaneció cuando los pavorosos recuerdos comenzaron a invadir su mente. Su infancia torturada lo había perseguido incluso hasta la edad adulta. Apartó aquellas imágenes de su mente y le dio la espalda al espejo y su reflejo.
Peterson regresó al santuario y permaneció observando en silencio la sala vacía. Era una gran tragedia tener una casa de Dios sin que nadie en ella pudiera escuchar sus sermones. Bueno, les había dicho que sus pecados los llevarían a la muerte. Seguramente en este momento estarán ardiendo en el infierno, pensó con una suave risita.
—Mi rebaño ha huido —exclamó mientras se acercaba al podio—. ¡Devuélvemelos, Señor!
Su voz resonó por toda la sala. Comenzaron de nuevo los golpes en las puertas.
Centro de operaciones de emergencia
Bluemont, Virginia
El doctor Cowen cubrió la cara del hombre con una sábana y le ató las muñecas y los pies con unas correas.
—Está muerto —le dijo a su ayudante—. Nueve y catorce de la mañana.
—¿Qué es lo que está matando a estas personas? —preguntó el general Britten, que odiaba aquella sensación de impotencia.
—No tengo respuestas —dijo Cowen, aunque sabía de sobra que eso no iba a satisfacer al general.
—¿Pero por qué no?
—No lo sé. No aparece nada. No podemos aislar la causa. Lo siento.
—Yo también lo siento —dijo el general con voz ronca, después tosió—. El mundo se está yendo a la mierda. Se están multiplicando demasiado rápido. No podemos responder. Estamos perdiendo la batalla. Tenemos que saber cómo parar esto o estamos acabados. Ganarán ellos. —Le devolvió al doctor Cowen el informe de la investigación que había estado leyendo y se dio la vuelta para irse.
—¿Qué tal el brazo? —preguntó el doctor Cowen antes de que el general llegara a la puerta.
Britten se dio la vuelta y miró al médico. Su mirada, en otro tiempo dura, parecía débil e insegura. Estaba pálido y enfermo y se tapó la herida con la mano con gesto inconsciente.
—Me duele muchísimo —dijo con tono sobrio—. El muy hijo de puta me hizo polvo esta mañana —gimió mientras se frotaba las vendas—. Mira, tienes que encontrar una respuesta a lo que está pasando, hijo. Los de arriba no van a durar mucho más. Cuando se hayan ido y no queden más que esos malditos zombis, no tendremos ningún sitio al que ir. No podemos quedarnos aquí abajo para siempre. —El general Britten salió de la habitación dando un portazo.
Cowen lanzó una mirada al otro lado de la habitación, a su ayudante, la doctora Sharon Darney, una experta en el campo de la virología. La mujer se encontraba junto al intercomunicador con un cronómetro en la mano, y observaba la esfera a medida que iban pasando los segundos.
—¿Y ahora qué? —preguntó el médico.
Sharon levantó la vista del reloj, sus altos pómulos destacaban todavía más bajo la luz del laboratorio.
—Empezamos otra vez. Seguiremos intentándolo hasta que encontremos algo. Hay una causa, es solo que no hemos mirado donde debíamos.
Se acercaron juntos a la mesa de reconocimiento y apartaron la sábana del cadáver atado que todavía no había revivido.
—No hay circulación que lleve sangre al cerebro —dijo el doctor Cowen—, no hay órganos en funcionamiento, ¡pero coño, por el amor de Dios, si su cuerpo queda a temperatura ambiente tras la reactivación! Es imposible que esta cosa se levante y camine. —Cowen se frotó la frente de pura frustración.
—Tiene que ser algo que hay en la estructura del ADN humano —dijo Sharon—. No ha afectado a ningún otro animal del mismo modo. Los muertos reanimados solo atacan a animales de sangre caliente, aunque parece que los humanos son su plato favorito, pero este virus no afecta a ningún otro animal y solo los cuerpos humanos se reactivan tras morir.