Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
—Es el tercer bicho que matamos desde que volviste esta mañana —dijo Jon—. Incluso con los silenciadores, siguen apareciendo por aquí.
—Ahora mismo, en el pueblo, hay un montón —dijo Mick—. Están por todas partes. Cuando nos tropezamos con Jim, había cientos de ellos bajando por la calle South. Sigue usando los silenciadores. Si no saben que estamos aquí, no aparecerán. Espero que esos solo fueran vagabundos, de los que van adonde el viento los lleva.
Observaron el cuerpo, al que se llevaban a un volquete que había en el otro extremo del aparcamiento. Uno de los guardias abrió la compuerta y expuso un montón de cuerpos. A Jim le recordó a aquellas viejas imágenes del Holocausto, de los cuerpos de los judíos apilados por los nazis para incinerarlos.
Una voz crujió en el walkie-talkie de Jon y sacó a Jim de su ensueño de repente.
—Viene alguien —proclamó la voz.
—¿Y bien? —preguntó Jon—. ¿Qué son? ¿Personas o zombis?
—Es una camioneta, Jon. No es de las nuestras. Parecen dos chicas.
—Déjalas pasar.
La camioneta dobló la esquina y entró en el aparcamiento, después se detuvo delante de ellos.
—No me jodas —dijo Jim—. Esa es mi camioneta.
Sharon Darney subió por el vestíbulo hasta el último control, pero el guardia le cerró el paso.
La especialista se sacó la tarjeta de seguridad del bolsillo de la blusa y se la enseñó antes de que el hombre tuviera la oportunidad de preguntar.
—Necesito un poco de aire fresco —le soltó ella—. Estoy cansada de respirar este oxígeno reciclado.
—Diez minutos —dijo el guardia—. No me haga ir a buscarla. Podría meterme en un lío por dejar subir a alguien a la superficie.
Las inmensas puertas se deslizaron, abriéndose, y el sol y el aire fresco de la montaña llenaron los sentidos de Sharon.
—Lo que son las cosas —le dijo la científica al guardia—, el sol sigue brillando y el mundo sigue girando. La vida, o lo que sea que queda de ella, continúa. ¿Quién lo habría pensado?
Se acercó a uno de los bancos de piedra que había junto a los parterres y se sentó. Arrancó una de las flores, se la llevó a la nariz y aspiró su fragancia. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había tomado un tiempo para detenerse, literalmente, y oler las flores.
Pero la flor no tuvo el efecto que ella pensaba. Los pequeños placeres de la vida ya no servían de mucho cuando lo que imperaba era el deseo de sobrevivir. De repente, Sharon tuvo la sensación de que habían añadido la humanidad a la lista de especies en peligro de extinción.
Examinó el cuidadísimo césped que rodeaba una docena de edificios erizados de antenas y sistemas de transmisión de microondas. No muy lejos de la verja de entrada había una torre de control y una de las plataformas de helicópteros. Los verdaderos secretos de la montaña no eran visibles desde la superficie. Vallas de tela metálica de tres metros de alto con alambre de púas rodeaban el complejo y había soldados defendiendo el perímetro.
—¿Qué está haciendo aquí arriba, doctora? —le preguntó una voz conocida a su espalda.
Sharon contuvo un escalofrío, se volvió y vio a Gilbert Brownlow, el hombre que estaba al mando de las instalaciones. Todo un Gobierno en la sombra se ocultaba en aquel centro, todos y cada uno de los aspectos del liderazgo del país estaban duplicados allí. En un principio, el procedimiento se había creado por si algo eliminaba a los líderes electos de un modo inesperado. Cuando el centro principal de la defensa de la nación se había trasladado a NORAD y tras terminar la guerra fría, nadie se había molestado en relevar de sus funciones a aquel pequeño rey feudal. Al parecer, las oportunidades para que los líderes del país se dedicaran a tirar millones de dólares de los contribuyentes no tenían fin.
Brownlow representaba el cargo de presidente del país y esperaba que lo trataran como tal. Cuando el infierno se congele, pensó Sharon. Y el infierno quizá hubiera cobrado vida, pero todavía no se había congelado.
—Necesitaba tomar un poco el sol, Gil, solo para asegurarme de que todavía está ahí.
Brownlow hizo caso omiso del informal tratamiento que le había dedicado la mujer.
—No tiene tiempo para disfrutar del paisaje, doctora —dijo con brusquedad—. Ya habrá tiempo más tarde para eso. No quiero que vuelva a salir aquí, ninguno de ustedes. Hay demasiado trabajo por hacer.
—Bueno, Gil —dijo Sharon mientras se ponía en pie—. No creo que pueda permitirse despedirme a estas alturas de la película. Por si se le ha olvidado, soy investigadora civil, no uno de sus vasallos militares.
Sharon pasó junto al funcionario, que se había quedado con la boca abierta, dándole un leve empujón, y después entró en tromba en las instalaciones. No podía evitar pensar que aquel sitio era como una cárcel y sus líderes unos dictadores. Las personas a las que habían designado para aquel puesto antes de la emergencia debían asumir el papel de líderes del país y estar listas si el verdadero gobierno se derrumbaba, pero resultaba que se habían acomodado demasiado a aquel antropomorfismo.
Mientras caminaba por la animada calle de la ciudad subterránea, a Sharon le pareció asombroso que hubieran pensado en todo: tiendas, apartamentos, cafeterías, un hospital; incluso un lago alimentado por un manantial subterráneo de agua dulce. Había monitores de televisión y cámaras colocados en lugares varios para no perder nunca de vista a los trabajadores, aparatos siempre encendidos y listos para el siguiente anuncio.
Cuando llegó al final de la calle, giró a la izquierda y se dirigió al laboratorio. Abrió la puerta y encontró al doctor Cowen estudiando uno de los monitores médicos.
—¿Encuentras algo? —preguntó.
—Ondas cerebrales. Tenues, pero ahí están.
Sharon miró al espécimen que seguía atado a la mesa. Tenía la cabeza cubierta de sensores que transmitían datos al monitor que observaba el doctor Cowen.
—¿Se ha sabido algo de las otras instalaciones? —preguntó Sharon.
—Nada. Y a Johnston y Mitchell los han trasladado a NORAD, así que ahora tenemos dos cerebros menos trabajando aquí.
—¿Es que no saben que esto funciona mucho mejor cuando podemos consultar con otros colegas, comentar ideas y hallazgos?
—¿Los peces gordos de la sala de crisis? —preguntó el médico antes de poner los ojos en blanco—. ¡Los muy idiotas! Están tan ocupados mirando esas grandes pantallas y estudiando los mapas para averiguar cuánto tiempo van a tardar en invadirnos, que son incapaces de encontrar una solución de verdad. No creo que tengan ni idea de lo que significa esto en realidad.
El médico dejó lo que estaba haciendo y se acercó al espécimen. Le arrancó los sensores de la cabeza y los tiró al suelo.
—¡Aquí no hay nada! No hay respuestas, ni soluciones. Este sitio no es más que una inmensa tumba hecha a medida para nosotros. Puede que nunca salgamos de aquí.
—Todo va a ir bien, Rich —dijo Sharon—. Mira, todos hemos estado trabajando demasiado sin apenas descanso. Respira hondo. ¿Los demás han encontrado algo?
—El señor presidente tiene a esos dos trabajando para encontrar un modo de deshacernos de las criaturas; al parecer están buscando un virus para matarlos. Lo que nos faltaba. Seguro que termina matando a todo el mundo menos a esos monstruos y después ya podremos ser una gran familia feliz. Te juro que esos dos son unos inútiles. Como Brownlow se dé la vuelta sin avisar, va a terminar partiéndoles las narices que le han metido por el culo. Me alegro de no tener que compartir el laboratorio con ellos.
Rich le puso a Sharon las manos en los hombros y la acercó a él.
—Tenemos que salir de aquí, Sharon. Si nos quedamos aquí, vamos a terminar como él. —Señaló con la cabeza a la criatura.
—¿Y adónde podríamos ir?
—Todavía no lo sé. A algún sitio donde no haya gente.
—No podemos irnos. Tenemos que quedarnos e intentar encontrar una respuesta. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?
—¡No hay respuestas! —gritó el médico—. Y no tenemos que encontrarlas nosotros.
—¡No! —le gritó ella a su vez—. ¡Todavía no! Tiene que haber una respuesta. Tengo que quedarme. Por lo menos de momento.
Amanda abrió la puerta de la camioneta, salió y se colgó la mochila del hombro. Felicia permaneció en su asiento, estudiando a la gente, solo quería tener la certeza de que todo iba bien. Le parecía un sitio seguro. Es más, tuvo la impresión de que era un sitio seguro y saboreó el alivio que la invadió.
Felicia estaba familiarizada con el edificio. Había estado allí varias veces cuando era una discoteca. Había ido allí a ver a Foghat, una banda de los setenta, y se había emborrachado tanto que su novio había tenido que llevarla en brazos hasta el coche. Después de eso rompió con ella. El chico le había dado alguna excusa patética, pero ella sabía que lo había espantado su don, su capacidad para saber cosas antes de que ocurrieran. En el trabajo a veces oía sin querer a los demás cuando hablaban de ella en voz baja, la llamaban cosas como «tipa extraña», «bicho raro», «inadaptada». Desde entonces había aprendido a callarse las cosas.
Jim se acercó a la preciosa mujer de cabello negro que permanecía junto a su camioneta. Le dio unas palmaditas al capó y frotó el guardabarros como se haría con un perro fiel.
—No le habrás hecho ningún arañazo, ¿verdad? —dijo con una sonrisa ladina.
—¿Disculpa? —dijo Amanda, sin saber muy bien a lo que se refería.
—Es mi camioneta. La encontraste en el 7-Eleven, ¿no?
—Sí. La necesitábamos para llegar aquí.
—Me alegro de que pudiera serle útil a alguien. ¿Estáis bien las dos?
—Sí.
—Bien. Venga, vamos a instalaros.
Amanda se volvió hacia Felicia y le hizo un gesto para que saliera.
Felicia abrió la puerta, se bajó del coche deslizándose con suavidad hasta el suelo. Jim observó su belleza etérea, era como contemplar a un hada. La apariencia de la joven era casi sobrenatural, como si fuera un espíritu.
—Soy Jim.
—Yo, Amanda. Y esta es Felicia. —Señaló con la cabeza a su nueva amiga.
—Ahora que hemos hecho las presentaciones, os acompañaré dentro.
Jim las llevó dentro y pasó junto a Mick de camino. Mick miró a las mujeres de arriba abajo y le dedicó un gesto de aprobación a Jim cuando pasaron.
Los tres se abrieron camino entre la multitud y encontraron un lugar para que las mujeres pudieran descansar y poner sus cosas. Amanda arrugó la nariz al notar el mugriento hedor de la sala, pero no comentó nada. Jim notó el desagrado y se llevó dos dedos a la nariz.
—Lo siento, no hay mucho espacio. No tiene las comodidades de una casa, pero es todo lo que tenemos ahora mismo.
—Las comodidades de una casa no eran muy atractivas cuando me fui —dijo Amanda mientras dejaba la mochila en el suelo.
Jim asintió con gesto comprensivo.
—Si necesitas algo, dímelo.
Amanda tuvo la sensación de que había encontrado un aliado.
Jim regresó entre la multitud con una ligera sonrisa tirándole de las comisuras de la boca. Había pasado un tiempo desde la última vez que se había sentido atraído por alguien, pero Amanda desde luego le había impactado. Incluso con aquel aspecto desaliñado era una mujer muy guapa. Le había resultado difícil apartar los ojos de su sorprendente belleza.
Mick se echó el pelo hacia atrás con los dedos y se frotó la barba de una semana. Tenía la camisa húmeda pegada a la piel. No tardarían en aparecer más muertos. Los atraería la camioneta de Jim, a algunos porque la habrían visto, a otros porque la habrían oído.
Miró a su alrededor una vez más para asegurarse de que los guardias estaban en sus puestos y se dirigió a la puerta. Al acercarse, el alcalde Stan Woodson, un hombre flaco de unos cincuenta años, salió sin prisa y levantó la mano delante de Mick para detenerlo.
—¡Este sitio es una pocilga! —le soltó Woodson mientras apoyaba la mano en el pecho de Mick—. ¡No soporto la suciedad que hay ahí dentro! ¡Exijo una habitación para mí y para mi familia!
Mick apartó con gesto colérico la mano del alcalde de su pecho, como si se quitara un bicho repugnante de la pechera de la camisa.
—Tendrás que arreglarte con lo que hay. Como todo el mundo.
—¡Soy el alcalde! ¡Debería tener un sitio decente donde dormir!
Mick cogió al alcalde por la camisa y lo estrelló contra la pared.
—¡Sí, eres el alcalde, hijo de puta! Si hubieras actuado antes, podríamos haber salvado a muchos más. Lo único que te preocupaba era salvar tu propio culo. En mi opinión, ¡les has costado la vida a miles de personas!
—¡No teníamos datos suficientes!
—¡No tenías agallas! Tuviste miedo de equivocarte. Eso podía hacerte perder unos cuantos votos, ¿no? Si el alojamiento que tenemos aquí no es de tu gusto, te sugiero que te vayas al pueblo y pidas una habitación en el motel. Tengo entendido que tienen unas cuantas habitaciones libres, ¡y deja de quejarte, cabrón!
Se aproximó al alcalde un poco más, las caras de los hombres quedaron a solo unos centímetros de distancia.
—Y no te acerques a mí, ¿me oyes? Aquí no tienes ninguna autoridad. ¡Ninguna! —Asqueado, Mick lo empujó contra la pared una vez más antes de soltarlo.
El alcalde se arregló el cuello de la camisa.
—Eso ya lo veremos. —Le lanzó a Mick una mirada indignada y volvió a entrar como un huracán sin más palabras.
Mick se quedó junto a la puerta con los puños todavía apretados e intentando calmar la rabia que sentía. Stan Woodson iba a crearles problemas, tendría que mantenerlo vigilado.
Amanda se deslizó por la pared en la que se había apoyado. Habían pasado semanas desde la última vez que había dormido de verdad y las pocas fuerzas que le quedaban se estaban agotando a toda velocidad. El cansancio la había dominado casi por completo.
Vio dos mantas en el suelo, no muy lejos, y puesto que nadie parecía estar usándolas, las estiró para echarse encima.
—Hay sitio suficiente para que te puedas echar tú también —le dijo a Felicia, que examinaba la habitación.
—Todavía no puedo dormir. Quizá dentro de un rato.
—Bueno, yo sí. De hecho, lo que me cuesta es evitarlo —dijo Amanda con un bostezo.
—¿Acabáis de llegar?
Amanda miró al anciano, un poco encorvado y de larga barba blanca, que llegaba apoyado en un bastón.