El Reino de los Zombis (10 page)

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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Cuando los tres hombres dejaron el puente, un volquete se acercó a los cuerpos, marcha atrás, y varios guardias con guantes y máscaras empezaron a cargar a los muertos.

Mick y Jim llevaron a Duane por la atestada sala hasta la enfermería improvisada donde varios heridos yacían en pequeños catres. Algunos estaban vendados a causa de las heridas infligidas por los merodeadores muertos. Uno estaba cubierto por una sábana manchada de sangre.

El doctor Brine, un facultativo de medicina general ya retirado, se apoyó en su bastón.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó con tono cansado.

—Una mordedura. Chuck tuvo que cortarle el pie. ¿Puede mantenerlo dormido un tiempo? —preguntó Mick.

—Nunca he visto que sirviera de algo —dijo el médico—, me refiero a la amputación, pero haremos todo lo posible.

Mick y Jim pusieron a Duane en un catre vacío y lo taparon. El doctor Brine levantó una aguja y apretó el émbolo para sacar el aire de la dosis.

—Se extiende con demasiada rapidez —dijo mientras le ponía a Duane una inyección—. La amputación de la zona infectada no funciona.

—¿Qué le pasó? —preguntó Jim mientras señalaba el cuerpo cubierto.

—Es una chica, murió esta mañana. Le puse una inyección de ácido sulfúrico a través de la cuenca del ojo para que llegara al cerebro, para que no pueda volver y hacerle daño a nadie. Consume el cerebro y evita que vuelvan a levantarse. Es mucho mejor que rebanarles la cabeza, desde luego, y yo ya soy demasiado viejo para ese trabajo.

—Tenemos que sacar a esa muerta de aquí, doctor —dijo Mick—. Si los malditos zombis no acaban con nosotros, lo hará la falta de higiene. Avise a Jon de lo que tiene aquí. —Mick se volvió hacia Jim—. Ven conmigo.

Jim lo siguió al sótano. Al final de las escaleras, Mick encendió una lámpara de queroseno. El sótano era tan grande como la sala de arriba y solo tenía una puerta de metal para salir. Los dos hombres se acercaron a la pared occidental, que daba al bosque y al río. Mick puso una mano en la pared, más o menos a la altura de su cintura, y le dio unos golpecitos.

—Podemos hacer un agujero aquí para dar salida a los gases del generador y pasar un alargador por el suelo hasta la radio de la oficina. —Mick quitó la mano de la pared y se volvió hacia Jim—. Estoy preocupado. Quiero celebrar una reunión con todo el mundo mañana por la mañana. Las provisiones empiezan a escasear y el tráfico que cruza el puente los está trayendo directamente hasta nosotros. Si no tenemos cuidado, vamos a terminar con todos esos bichos aquí metidos.

Capítulo 13

El predicador despertó al oír el ruido de los cristales rotos. El salón de actos, pensó. Han entrado.

Siguió echado en el banco, escuchando las mesas que se volcaban y las ventanas que se hacían añicos. Así que había acertado, sabía que al final romperían las ventanas de esa habitación y se meterían dentro. Por eso había entablado a conciencia la puerta que separaba el salón de actos de la cocina. Confiaba en que no pudieran atravesarla.

La luz de la mañana atravesaba la vidriera. Había sobrevivido a otra noche. Si hacía falta, podía quedarse en la iglesia hasta que por fin terminara todo. Disponía de comida suficiente para bastante tiempo. La vieja bomba de la cocina podía seguir sacando agua del pozo.

Le echó un vistazo a su reloj: las diez menos cuarto de la mañana. Se sentó y se frotó los ojos cansados. Su estómago gruñó, dolorido. El día anterior no había ingerido nada y el anterior a ese solo había hecho una comida. Tenía que racionar la comida porque no sabía cuánto tiempo podría seguir allí encerrado. Pero estaba seguro que Dios le daría la respuesta antes de que se muriera de hambre.

El pastor fue a la cocina. Allí la conmoción en el salón de actos era mucho más audible. Tenía que tener cuidado de no hacer demasiado ruido, no quería sacar de quicio a los intrusos que tenía tras la puerta. Si se empeñaban, siempre cabía la posibilidad de que fueran capaces de atravesarla.

R. T. Peterson abrió la puerta de la despensa. Los estantes seguían llenos de la comida enlatada comprada para el pícnic de la iglesia que nunca llegó a celebrarse. Debería haber sido la semana anterior, pero los últimos acontecimientos lo habían aplazado de forma permanente. Había suficiente para comer un mes entero, quizá más. Si lo racionaba bien, podría aguantar el doble de tiempo.

Cogió una lata de judías en salsa de tomate y la abrió haciendo el menor ruido posible, después cogió la jarra de agua de la mesa, regresó al santuario y se sentó a comer. Mientras tomaba aquellos sencillos alimentos pensó en su situación. De momento estaba a salvo, Dios se había ocupado de eso. Lo estaba protegiendo, ocultándolo de su ira. ¿Por qué si no seguía vivo?

—¡Dios me protegerá! —exclamó al tiempo que estrellaba la lata de judías contra el banco.

Se levantó de un salto y corrió a la cocina.

—¿Me oís? —gritó a través de la puerta bloqueada del salón de actos—. ¡No podéis hacer nada conmigo! El Señor tiene trabajo para mí. ¿¡Me… oís!?

Las criaturas del salón de actos empezaron a aporrear la puerta, el predicador se apartó poco a poco y cayó en una silla junto a la mesa.

—Soy uno de los elegidos. ¡Soy uno de los elegidos! —dijo, y después se echó a llorar.

Capítulo 14

Amanda se arrodilló junto a Felicia, que yacía dormida. Respiraba con normalidad y su sueño no se había alterado a pesar de que en algún momento de la noche se le había sumado una nueva compañera de cama. Una niña pequeña y rubia dormía acurrucada contra Felicia, cuyo brazo la envolvía con gesto protector. La visión conmovió de forma inesperada a Amanda, que apartó un mechón de cabello clarísimo y sedoso del rostro de la pequeña.

Aquella caricia desconocida disparó una alarma interna. La niña ahogó un grito y abrió los ojos de pronto, aterrorizada. La repentina reacción sorprendió a Amanda, pero igual de sorprendente era el semblante de la niña, que parecía un fantasma. Era, sin lugar a dudas, la niña más increíblemente hermosa que Amanda había contemplado en su vida. Los impresionantes ojos azules de la pequeña eran hipnotizantes.

El brusco movimiento de la niña contra ella llevó a Felicia a un estado semiconsciente. Abrazó a la niña de forma automática en un esfuerzo por consolarla al tiempo que intentaba apartar las telarañas mentales y calcular la posible amenaza tan rápido como su mente le permitiese.

—¿Qué pasa?

—Nada —la tranquilizó Amanda—. Parece que tienes otra nueva amiga. Es hora de desayunar. Si queréis algo de comer, dormilonas, será mejor que os levantéis.

Felicia apartó la manta y se sentó apoyada en la pared. La niña imitó sus acciones punto por punto y miró por toda la sala.

—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó Felicia.

La niña levantó los ojos, miró a Felicia sin decir una palabra, y la joven sintió el conocido cosquilleo de siempre que comenzaba a vibrar bajo su piel. La pequeña levantó la mano para tocar el rostro de Felicia y la caricia irradió una descarga casi eléctrica. Felicia lo comparó a lo que se siente cuando se toca una pila con la lengua para comprobar la carga.

Felicia le devolvió el gesto y entre ellas se produjo un momento silencioso y profundo. Con aquel gesto, sus dos almas se habían vinculado de una forma profunda e inexplicable. Felicia sabía que toda su vida acababa de cambiar. Por alguna razón había estado predestinada a sobrevivir a aquella espeluznante situación para llegar a ese lugar, a esa niña.

Amanda presenció el asombroso intercambio que tuvo lugar entre las dos. Era algo extraño e inquietante, como si hubiera una cantidad ingente de diálogo tácito sucediéndose entre aquellas dos hadas humanas. A Amanda se le puso de punta el vello de la nuca mientras observaba la silenciosa comunicación.

Todo el mundo se había puesto a la cola para recibir su ración de comida para el desayuno. La mayor parte todavía estaba traumatizada por el insondable giro que habían tomado lo que en otro tiempo habían sido sus rutinarias vidas. Engullían con avidez las escasas raciones y los buenos modales no entraban en la ecuación; a Felicia le recordaban al frenesí por comer de los monstruos que había visto mientras huía. Sus compañeros de encierro se atiborraban sin expresión alguna en los rostros, casi como si ellos también estuvieran en trance.

—¿Qué están comiendo? —preguntó Felicia, pensando que ojalá pudiera hacer desaparecer esa imagen.

—Parece avena —dijo Amanda.

—Odio la avena. Mi madre me la dio hasta hartarme cuando era pequeña. ¿Y qué hay de ti, Isabelle? —le preguntó a su nueva pupila—. ¿Quieres un poco de avena?

La niña respondió con una mirada muy poco entusiasmada al tiempo que arrugaba la nariz con una expresión de asco.

—Bueno —Amanda sonrió con tristeza—, pues parece que es el especial del día y el único plato del menú.

Felicia volvió a acordarse de su madre y su familia. No estaban allí, así que debían de haber llegado a algún otro sitio seguro, quizá en las montañas de Virginia Occidental. No quería pensar en la posibilidad de que estuvieran muertos. La muerte ya no era la paz eterna, se había convertido en el lugar donde vivían los demonios.

Felicia e Isabelle siguieron a Amanda hasta la larga cola de personas que esperaban un poco de alimento. A cada persona se le servía una pequeña ración de simple avena. La mayor parte comía su parte sin ayuda de cubiertos, cogían la ración con dos dedos y lamían hasta el último bocado del plato. Las tres esperaron con paciencia su ración.

—¿La conoces? —preguntó Amanda señalando con un gesto a Isabelle.

—En cierto modo. Las dos somos lo que mi abuela llamaba almas viejas, aunque antes de esta mañana no la había visto jamás. Nos conocemos a un nivel mucho más profundo.

—¿Entonces cómo sabes que se llama Isabelle?

—Porque era el nombre de mi abuela —respondió Felicia como si fuera lo más sencillo del mundo.

Amanda frunció el ceño, su nueva amiga la desconcertaba, era una chica única y extraña.

Cuando Duane empezó a agitarse, sufrir alucinaciones y hablar con personas que solo él podía ver, el doctor Brine le dio otra dosis de morfina. Duane estaba muy pálido y tenía círculos oscuros bajo los ojos. La infección estaba avanzando.

Entró Mick y se acercó al doctor Brine.

—¿Cómo está, doctor?

—No muy bien. No va a salir de esta.

—¿Cuánto tiempo le queda?

El doctor Brine puso la mano en la frente de Duane.

—Hoy, quizá. Está ardiendo. No hay nada que pueda hacer salvo aliviar el dolor y ponerlo cómodo. La enfermedad que transmiten esos monstruos no se parece a nada que haya visto jamás. Quizá nunca se encuentre una respuesta. Joder, ni siquiera somos capaces de curar un puñetero resfriado, así que no creo que vayamos a encontrar rápida y fácilmente una solución para esto.

Duane levantó de repente la mano y cogió el brazo de Mick, al que asustó.

—Necesito un vaso de agua. Tengo mucha sed.

Mick asintió y miró al doctor Brine, que llevó un vaso de agua tibia a los labios resecos de Duane. Mick quería consolar a Duane, pero lo superaba la impotencia que le hacía sentir la situación. Ver a personas que había llegado a conocer profundamente morir de forma lenta y dolorosa le desgarraba. No soportaba presenciarlo durante demasiado tiempo.

—Aguanta, Dewey —fue todo lo que pudo decir antes de volver a la oficina.

Jim, Chuck y Jon lo esperaban cuando entró en la oficina. Como jefe del cuerpo de bomberos, estaba acostumbrado a las reuniones con los voluntarios, pero en esa situación estaba fuera de su elemento. ¿Quién no lo estaría en medio de esa pesadilla viviente? Apagar un fuego no se parecía en nada a erradicar un ejército de muertos vivientes.

—Llegas tarde —bromeó Chuck—. Diez minutos de retraso. —Sus chistes eran una forma de ocultar sus verdaderos sentimientos. No podía evitar sentirse culpable por lo ocurrido con Duane. La plaga estaba acabando con sus amigos, uno por uno. Hasta ese momento había creído que los dos juntos eran invencibles. El repentino giro de los acontecimientos había alterado su forma de pensar.

—Lo lamento profundamente, Chuck.

—Voy a tener que pedir un aumento de sueldo —dijo el otro intentando relajar el ambiente.

—Muy bien. Te doblaré lo que cobras ahora. Y apaga ese maldito cigarrillo. Me molesta —gruñó Mick mientras daba manotazos en el aire lleno de humo.

Chuck frunció el ceño y aplastó el cigarrillo contra la suela del zapato.

—Tenemos problemas —dijo Mick al sentarse tras el escritorio—. Si no hacemos algo, van a terminar invadiéndonos. Necesito que me deis ideas para hacer de este un sitio más seguro.

—Bueno, para empezar —dijo Jon—, cada vez que vuelven las camionetas, algunos de esos bichos las siguen. Vamos a tener que empezar a regresar al refugio saliendo a la ruta 66 y volviendo por allí. De ese modo los monstruos no verán el tráfico que llega del pueblo y no lo seguirán.

—Es una buena idea —dijo Mick—. Yo también lo había pensado, pero ¿la sesenta y seis está despejada? ¿Podemos pasar por allí?

—Sí, está despejada, por lo menos por esa zona. Pasé ayer.

—Muy bien. De ahora en adelante todo el mundo vuelve al refugio por la sesenta y seis. Corred la voz entre los que tengan que saberlo. Todas las tiendas del pueblo están vacías, las han limpiado a conciencia. Tenemos que buscar otro sitio donde encontrar víveres.

Todas las grandes cadenas de alimentación estaban vacías y los pequeños autoservicios tampoco tendrían la cantidad necesaria aunque no los hubieran saqueado. Mick había comprendido de inmediato que iba a ser un problema.

—¡Las escuelas! —dijo Jim; se había dado cuenta de repente de dónde se podía encontrar una gran abundancia de comida—. Las escuelas del pueblo tendrían comida suficiente para alimentar a mil niños durante una semana. Si lo racionamos bien, debería durarnos varios meses.

—Sí, bien pensado, Jim. Las escuelas estarán bien surtidas. Cuando esto empezó solo faltaban unos días para que comenzara el curso. No será fácil entrar y conseguir las provisiones antes de que los zombis nos superen en número, pero posiblemente es el único sitio que queda en la zona para conseguir lo que necesitamos.

—Hay una cosa más —dijo Jim con tono inquieto—. Ayer casi nos rodeó una horda que venía del pueblo. No podemos dejar que nos acorralen. Hay que buscar una solución, eso tiene que tener prioridad sobre todo lo demás.

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