El Reino de los Zombis (2 page)

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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Jim estiró la mano, sacó la 44 de la guantera y se puso como pudo el cinturón del arma sin dejar de conducir. Seguía necesitando echar gasolina en alguna parte, tenía el depósito casi vacío. Le gustara o no, en algún momento tendría que abandonar la seguridad de la camioneta.

Jim no tardó mucho en ver un área de servicio, con gasolinera y una pequeña tienda. Se dirigió hacia allí y se detuvo delante de los surtidores. Sus esperanzas de echar gasolina y salir cuanto antes de allí disminuyeron en cuanto vio el estado en el que estaba el establecimiento. Habían roto las grandes puertas de cristal y desde donde estaba vio que habían vaciado la tienda de todo lo que contenía.

Examinó detenidamente la zona y salió con cuidado de la camioneta. En ese momento su única opción era comprobar si había electricidad para así poder conseguir la gasolina que necesitaba.

Cogió la manguera y la introdujo en el depósito. Tiró de la palanca varias veces, pero fue en vano. No había corriente y los surtidores estaban inutilizados. Desilusionado, volvió a dejar la manguera en su sitio y se acercó con cautela a la tienda oscura, haciendo crujir con cada paso los cristales bajo sus botas.

Al entrar en el establecimiento, totalmente destruido, se le hizo obvio que tendría que buscar en otro sitio lo que necesitaba. Las extrañas personas que se había encontrado antes seguramente eran saqueadores, después de todo. Las únicas existencias que quedaban eran artículos de limpieza y productos no comestibles. La comida, los cigarrillos y todo lo que hubiera de valor, había desaparecido.

La confusión del momento le hizo poner en duda su propia cordura. Sus ojos, azules y penetrantes, miraron sin ver a través del escaparate roto de la tienda mientras luchaba por pensar con claridad. ¿Qué debería hacer a continuación?

Había visto una cabina junto a la pared, fuera.

Salió por las destrozadas puertas con precaución, para no cortarse con los bordes dentados del cristal que sobresalían. En la zona más próxima seguía sin haber ni un alma salvo él, y de momento se sintió seguro mientras dejaba caer dos monedas de veinticinco centavos en la ranura del teléfono.

El tono habitual de llamada fue sustituido por unos chasquidos que se repitieron varias veces antes de que se hiciera el silencio. Jim volvió a colgar el teléfono. Cuando lo hizo, la máquina le devolvió las monedas y lo volvió a intentar. Esa vez el auricular emitió un silbido leve y rítmico acompañado por breves estallidos eléctricos de tono más grave. Dejó caer el inútil aparato y lo dejó colgando del cable retorcido.

Cuando se volvió para irse, una mano fría lo cogió por el hombro como una garra de acero. Jim giró en redondo y vio a un hombre de su altura, pero ahí terminaba todo parecido con él. Un gran agujero del tamaño de una pelota de tenis en la mejilla izquierda dejaba al descubierto unos dientes amarillentos que chasquearon en su dirección como los de un perro callejero listo para morder. La camisa azul oscura que llevaba, rasgada y cubierta de sangre seca, lucía una etiqueta sobre el bolsillo del pecho que decía «Repuestos Burkett». Tenía la cabeza ladeada, formando un ángulo extraño. El hombre gimió, como si la cabeza le pesara demasiado para mantenerla erguida. Tenía los ojos recubiertos por una película lechosa, y de él emanaba el olor pútrido de un cadáver que hubiera yacido durante demasiado tiempo bajo el sol ardiente.

El exhaustivo adiestramiento militar que había recibido Jim y la rapidez de sus reflejos le fueron de gran ayuda en ese momento, cuando interpuso los brazos entre él y aquella aparición ensangrentada y la apartó de un empujón. El tipo se tambaleó hacia atrás, recuperó el equilibrio y después se abalanzó de nuevo. Con toda la fuerza que pudo reunir, Jim lanzó un gancho que aterrizó bajó la barbilla del desconocido. La fuerza del golpe lo mandó volando hacia atrás, y lo hizo aterrizar a tres metros de distancia, sin dejar de apretar y rechinar los dientes, y eso que la mandíbula inferior estaba inquietantemente desviada con respecto al resto de la cara.

Un nuevo movimiento llamó la atención de Jim, que se dio la vuelta de golpe para mirar. Más personas, tan extrañas y grotescas como el dependiente de la tienda de repuestos, se acercaban por detrás de la tienda. Había dos hombres y una mujer. Un hombre movía los brazos, paralelos y estirados, como el monstruo de Frankenstein de las películas antiguas. La cara de la mujer estaba mutilada hasta resultar irreconocible. Los tres gemían como si les doliera algo.

Jim dio un paso atrás y sacó la pistola de la funda.

—¡No se muevan de ahí! —chilló.

Esa chusma siguió avanzando hacia él y el dependiente de la tienda de repuestos se levantó para unirse a la refriega.

Jim se preguntó si podía disparar. Toda aquella escena estaba comenzando a provocarle una sensación de desorientación, era surrealista. Estaba empezando a dudar de la realidad de la situación. Decidió que una retirada a tiempo era una victoria y echó una carrera hacia la camioneta, entró de un brinco y aseguró las puertas. Estaba buscando las llaves cuando oyó el sonido de otro vehículo. Miró por encima del hombro y vio una camioneta negra con barrotes de metal en las ventanillas que entraba a toda velocidad en el aparcamiento. El vehículo se detuvo con un chirrido y salieron de un salto dos hombres con rifles. A tres de las repulsivas figuras las despacharon de inmediato con un tiro en la cabeza. Sin embargo, el vendedor de repuestos se había adelantado hacia la camioneta de Jim y golpeaba el parabrisas con las manos ensangrentadas.

Este observó pasmado, sin poder creérselo, al conductor de la camioneta negra: un hombre rubio, con bigote, de casi dos metros de altura, que se acercó a la parte delantera de su vehículo, se inclinó sobre el capó, apuntó y disparó. Trozos de hueso, pelo y materia gris resonaron como la lluvia al salpicar la ventanilla de la camioneta de Jim.

El compañero del tirador, una especie de motero lleno de tatuajes y aspecto nervudo que llevaba la cabeza afeitada, se sacó un trapo del bolsillo y limpió la sangre del cristal.

—¿Estás bien? —gritó mientras se asomaba al interior. Se volvió sin esperar respuesta y se acercó a uno de los cuerpos.

El otro tirador se irguió sobre el capó.

—¡Ya puedes salir! —le gritó a Jim y después se unió al calvo junto a los cuerpos.

Jim se preguntó si el siguiente iba a ser él. Claro que no parecía muy probable que acudieran en su ayuda para después meterle una bala en la cabeza.

Salió de su camioneta y pasó por encima del dependiente asesinado. Con la 44 todavía en la mano se acercó a los dos hombres.

—No lo conozco —dijo el hombre de la cabeza afeitada al tiempo que miraba el cadáver que tenía a los pies.

—Yo tampoco —dijo el rubio, que parecía aliviado.

Jim sacudió la cabeza para intentar aclararse un poco.

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué coño le pasa a esta gente?

—Soy Mick —dijo el rubio y le tendió la mano con gesto cortés—. Y te presento a Chuck. —Señaló con un gesto al motero—. Estamos de patrulla, buscamos supervivientes.

—¿Supervivientes? ¿Supervivientes de qué? —Jim estiró el brazo y estrechó la mano de Mick. Cumplir con las normas sociales de la civilización hacía aquella situación todavía más surrealista.

Jim se alarmó y se preguntó si no sería todo un mal sueño. Quizá todavía estaba dormido en la cabaña. Era como si se hubiera despertado en medio de un episodio de aquella serie de televisión, La dimensión desconocida. Al igual que los personajes, él no tenía ni idea de lo que estaba pasando allí. Por lo menos, aquellos tipos parecían estar al corriente de lo que ocurría en ese extraño «nuevo mundo» en el que de repente se encontraba.

Chuck ladeó la cabeza y lo miró.

—¿Dónde coño has estado, tío? ¿En una isla desierta o algo así?

—Por decirlo de alguna manera. Llevo las últimas tres semanas en la cima de una montaña, en mi cabaña de caza.

Chuck le dedicó a Jim una amplia sonrisa mientras regresaba a la camioneta negra y volvía a meter la pistola en su funda.

—Joder, tío. ¿No es el colmo? No me jodas, apuesto a que acabas de bajar de allí.

—Podríamos decirlo así —dijo Jim mientras volvía la cabeza y miraba los cuerpos que cubrían el suelo. Aparte del tiro en la cabeza, todos tenían varias heridas más. A uno le faltaba el brazo desde el codo. Por un desgarro en los pantalones justo por encima de la rodilla, Jim vio que al otro hombre le habían arrancado un gran trozo de carne. La mujer no mostraba señales de herida alguna salvo por el rostro previamente desfigurado que se había desintegrado casi por completo, convertido en una masa de carne pútrida y materia gris sin parecido alguno con la cara de un ser humano.

—¿Podría explicarme alguien qué coño está pasando aquí? —preguntó Jim.

—¡Ahora no! ¡Tenemos que largarnos! —dijo Chuck señalando algo. Mick y Jim se volvieron hacia el centro comercial por el que este último había pasado poco antes. Dirigiéndose hacia los tres, sin prisa pero sin pausa, había al menos un centenar de la misma clase de personas que Mick y Chuck acababan de matar.

—¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó Jim, horrorizado.

—Ahora no hay tiempo —dijo Mick—. Te lo explicaré de camino. Te vienes con nosotros. Tu camioneta no es segura.

Jim se quedó inmóvil, con los ojos clavados en el ejército que se acercaba.

—¡Venga! ¡Vámonos! —le ladró Mick, cogiéndolo por el brazo.

Jim salió de repente de su estupor. Los gemidos y gruñidos de la multitud no se parecían a nada que hubiera oído jamás. Sus espeluznantes lamentos se alzaban con un tono agudo y febril a medida que se iban acercando milímetro a milímetro, entre tambaleos.

Los tres hombres se metieron en la camioneta negra. Mick arrancó y salió del aparcamiento hacia el ejército que se acercaba. Viró de repente en la intersección, justo delante de la turba, y se dirigió al norte atravesando el pueblo.

De momento estaban a salvo.

Capítulo 2

Amanda se despertó con un chillido espeluznante, jadeando y temblando con desesperación. Otra pesadilla que la había sacado con una sacudida del escaso sueño que había logrado conciliar. Su vida se había convertido en un juego de supervivencia, un juego de pesadilla, peor que todo lo que hubiera podido imaginarse jamás. Luchó por recuperar la conciencia y dejar atrás el terror nocturno… aunque fuera solo para abrazar uno todavía peor, el de la realidad.

Relajó la presión con la que agarraba el rifle de caza que sostenía en el regazo y lo apoyó en la pared. Eran las ocho menos cuarto de la mañana. Había dormido una hora entera, si a eso se le podía llamar dormir. Sus breves momentos de descanso eran constantemente interrumpidos por pesadillas en las que revivía la muerte de su marido. Había llegado a temer el sueño casi tanto como el horror del mundo real.

Amanda y William se habían casado tres años antes y su vida había sido feliz, en general, hasta entonces. Ella trabajaba como reportera en un periódico local y él tenía su propia empresa de topografía. Se habían conocido en el juzgado del pueblo por casualidad un día, mientras los dos buscaban en los archivos del condado, en una vida que a Amanda le parecía un recuerdo ya muy lejano. Le costaba recordar la cara de William. La cara que aparecía en sus pesadillas era la fisonomía muerta y ansiosa de aquello en lo que su marido se había convertido, no el rostro del hombre al que había amado.

El único modo de visualizarlo era relacionarlo con un recuerdo concreto. Solo entonces podía recordarlo tal y como realmente había sido en vida. Una tarea ardua en su estado mental actual, cada vez más deteriorado.

Aguzó la vista para distinguir algo en la oscura habitación. William había entablado todas las puertas y ventanas antes de morir. De momento estaba a salvo, pero la comida y el agua comenzaban a escasear.

Había llegado el día. Tenía que salir de allí antes de que fuera demasiado tarde. Los pasos lentos y pesados continuaban sonando en el porche. Todo el día, e incluso durante la noche, los sonidos invadían la mente de Amanda; los diablos manoseaban, incansables, hasta las grietas y hendiduras más pequeñas de las paredes, en un esfuerzo por entrar en la casa.

No se irían mientras ella continuara allí. De eso estaba segura, y cada día llegaban más. No tardarían mucho en echar las puertas abajo. Moriría de hambre o, lo que era peor, a manos de los fétidos monstruos que acechaban fuera.

Amanda se levantó y fue a la cocina con gesto rígido. Las únicas provisiones que le quedaban para continuar eran varias latas de verduras. Cogió una e hizo una mueca al pensar en otra comida fría. Pero en lugar de tomarse el contenido, metió la lata, junto con todas las que quedaban, en una vieja mochila que había encontrado en el sótano.

Amanda tenía treinta y un años. Había sido una mujer guapa antes de que todo se hiciera pedazos. Pero en ese momento su largo cabello negro era una maraña de nudos y sus impresionantes ojos de color esmeralda estaban inyectados en sangre por la falta de sueño. Ya hacía tiempo que no se daba un baño de verdad y tenía la sensación de que se desmoronaba, al borde de un ataque de nervios.

Se preguntó cómo habían perdido el control de todo tan rápido, pero, en el fondo, conocía la respuesta. Ella era tan culpable como el resto de aquellos pobres necios. La mayor parte de la gente era incapaz de acabar con quienes consideraban familiares o amigos. Luego estaban las autoridades, que intentaban racionalizar la situación hasta un punto absurdo. Oh, sí, si algo sobraba eran culpables. A pesar de los hechos, todo el mundo había reaccionado dando prioridad a los sentimientos.

Había estado al lado de Will cuando había muerto. Sabía qué sucedería. Al final, a los informativos se les permitió decir la verdad: «Cualquiera que haya sido mordido por una persona infectada morirá sin remedio y regresará convertido en uno de ellos»; aunque estuvieran muertos, y por increíble que fuera, sus cuerpos revivían para matar.

Había muchas teorías al respecto. Al principio, la televisión y la radio informaron sobre oleadas de violencia cuya causa era desconocida. Los primeros incidentes se habían limitado a la costa Este de Estados Unidos, pero no habían tardado en extenderse al resto del país, y después a todo el mundo. Se extendía tan rápido que la gente no podía, o no quería, creer lo que les decían: los cuerpos de los que acababan de morir regresaban a la vida, atacaban a los vivos y se comían a sus víctimas.

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