Entonces vieron la fábrica.
En realidad lo que vieron fueron sólo algunos puntales transversales, pero Stone supo en ese mismo instante que el prototipo Kongsberg ya no existía. La fábrica, sepultada por las ruinas de la meseta derrumbada, se hallaba más de cincuenta metros por debajo de donde había estado.
Miró mejor. De aquellos puntales metálicos se desprendía algo que subía hacia ellos.
Burbujas.
No, era algo más que burbujas. A Stone le recordó el colosal remolino de gas que habían observado a bordo del
Sonne
. El escape de metano que se había producido cuando se hundió la videoexcavadora.
De pronto le invadió el pánico.
—¡Vámonos! —gritó.
Eddie soltó los últimos lastres. El batiscafo dio un brinco y salió disparado hacia arriba, seguido por una inmensa burbuja. Después quedaron en medio del remolino y se hundieron. A su alrededor el mar hervía.
—¡Mierda! —bramó Eddie.
—¿Qué está pasando allí abajo? —dijo la voz metálica del técnico desde el
Thorvaldson
—. ¿Eddie? ¡Informa! Estamos observando cosas raras aquí, suben grandes cantidades de gas y de hidratos.
Eddie pulsó el botón para responder.
—Me deshago de la cápsula. Subimos.
—¿Qué pasa? ¿Tenéis...?
La voz del técnico se perdió en un ruido atronador. Se oyeron silbidos y estallidos. Eddie había hecho saltar el conjunto de baterías y otros elementos de la cápsula. Era la última medida de emergencia para perder peso rápidamente. Lo que quedaba del Deep Rover, con la esfera de acrílico, comenzó nuevamente a girar y ascender. Luego un golpe intenso hizo temblar el sumergible. Stone vio aparecer a su lado un enorme bloque de roca que el gas levantaba consigo. En la esfera, todo se puso patas arriba. Cuando recibieron un segundo impacto oyó gritar al piloto. Esta vez recibieron por la derecha un golpe que los sacó lateralmente del torbellino. Por un momento el Deep Rover recibió un impulso ascendente y se disparó hacia arriba. Stone se aferró a los reposabrazos, más recostado que sentado. Eddie cayó contra él con los ojos cerrados. Le corría sangre por el rostro. Espantado, Stone se dio cuenta de que ahora estaba completamente librado a su propia suerte. Trató de recordar febrilmente cómo se equilibraba el batiscafo. Los mandos podían transferirse de Eddie a él, ¿pero cómo?
Eddie se lo había enseñado. Ahí estaba el botón.
Stone lo oprimió intentando al mismo tiempo quitarse de encima el cuerpo del piloto. No estaba seguro de que las hélices aún funcionaran después de haber hecho saltar la cápsula. En el batímetro las cifras pasaban velozmente, indicándole que ahora el batiscafo subía muy de prisa. En el fondo no tenía importancia la dirección que tomara. Lo importante era subir. En el Deep Rover no había que temer problemas de descompresión. La presión de la cabina era idéntica a la presión de superficie.
Se encendió una luz de alerta.
Los focos del flotador derecho se apagaron. Luego se extinguieron todas las luces. En torno a Stone reinaba una negrura profunda.
Comenzó a temblar.
«Tranquilízate —pensó—. Eddie te explicó cómo funciona. Hay un grupo electrógeno de emergencia. Es uno de los botones en la hilera superior de la consola.» Si no se encendía solo, tenía que hacerlo él. Sus dedos palpaban los botones, sólo veía la oscuridad.
¿Qué era eso?
Sin las luces del batiscafo tendría que estar completamente a oscuras. Pero allí había luz.
¿Tan cerca estaban ya de la superficie? La última indicación del batímetro antes de que se apagaran los focos señalaba algo a más de setecientos metros. El batiscafo seguía flotando a lo largo del talud. Estaban muy por debajo del borde del zócalo y más allá de toda luz natural.
¿Una ilusión óptica?
Entrecerró los ojos.
La luz irradiaba una débil luminosidad azul, tan débil que más que verse se intuía. Se erguía desde la profundidad y tenía la forma de una especie de tubo a modo de embudo, cuyo extremo inferior se perdía en la oscuridad del abismo. Stone contuvo la respiración. Era una locura, pero juraría que cuanto más se acercara, más claro sería el resplandor de esa cosa. El agua absorbía la mayor parte de las ondas luminosas. De ser así, debía de estar a una distancia considerable.
Y debía de ser inmensa.
El tubo se movió.
El embudo pareció estirarse mientras toda la formación se curvaba lentamente. Stone seguía inmóvil, los dedos paralizados en su búsqueda del botón del grupo electrógeno, y miraba cautivado. Lo que estaba viendo era bioluminiscencia, no cabía ninguna duda, filtrada por millones de metros cúbicos de agua, partículas y gas. ¿Qué ser vivo marino provisto de luz podía ser tan enorme? ¿Un calamar gigante? No, no podía ser, aquello era más grande que cualquier calamar. Era más grande que cualquier imagen posible de un calamar, por osada que fuera.
¿O era todo imaginación suya? ¿Una ilusión de la retina provocada por el paso repentino de la claridad a la oscuridad? ¿Fantasmas de los focos apagados?
Cuanto más lo miraba, más débil parecía la luminosidad. El tubo se hundía lentamente.
Luego desapareció.
Stone volvió en seguida a la búsqueda del botón del grupo electrógeno de emergencia. El batiscafo subía tranquila y regularmente. Sintió cierto alivio: pronto llegaría a la superficie y terminaría la pesadilla. En todo caso, cuando Eddie hizo saltar la cápsula, las cámaras de vídeo no se perdieron. ¿Habrían filmado también la cosa luminosa? ¿Podían procesar impulsos tan débiles?
La había visto. No se había confundido. Y de pronto recordó la extraña toma de vídeo que había hecho
Victor
. Esa otra cosa que se había retirado súbitamente del cono de luz. «Dios mío —pensó—. ¿Con qué nos hemos encontrado?».
¡Ah! Ahí estaba la tecla.
El grupo electrógeno se encendió con un zumbido. Primero se encendieron las luces de control de la consola, luego los focos exteriores. Al momento, el Deep Rover volvió a flotar en una envoltura de luz.
A su lado yacía Eddie con los ojos abiertos.
Mientras Stone se inclinaba hacia él, de repente apareció algo en la luz por detrás de Eddie; era una forma nubosa y rojiza que se aproximaba al batiscafo; la mano de Stone voló hacia los mandos, ya que creyó que iban a chocar contra el talud.
Luego se dio cuenta de que era el talud lo que chocaba contra el sumergible.
Se les venía encima.
¡El talud caía sobre ellos!
Fue lo último que pensó Stone antes de que la violencia del choque hiciera añicos la esfera de acrílico.
Bell 430, mar de Noruega
En Trondheim aún parecía que el vuelo sería tranquilo. Pero ahora se tambaleaban tanto que Johanson tenía problemas para dedicar la debida atención a su libro de poesía norteamericana. Durante la última media hora, el cielo se había oscurecido de modo espectacular y parecía que había descendido sobre ellos. Pesaba sobre el helicóptero como si quisiera sumergirlo en el mar. Ráfagas intensas sacudían al Bell de un lado a otro.
El piloto miró hacia atrás.
—¿Todo en orden?
—Perfecto. —Johanson cerró el libro y miró hacia afuera. La superficie del mar estaba cubierta por una densa bruma. Reconoció vagamente plataformas y barcos. Calculó que en los últimos minutos la marejada había crecido mucho. Empezaba una tormenta formidable.
—No tiene por qué preocuparse —dijo el piloto—. No hay absolutamente nada que temer.
—No me preocupo. ¿Qué dice el servicio meteorológico?
—Que tendremos viento. —El piloto echó una mirada al barómetro—. Parece que se nos viene encima un pequeño huracán.
—Muy amable por no habérmelo dicho antes.
—No lo sabía. —El piloto se encogió de hombros—. El pronóstico meteorológico no siempre acierta. ¿Le da miedo volar?
—En absoluto, me encanta volar —dijo Johanson con énfasis—. Lo único que me preocupa es la caída.
—No nos vamos a caer. En el negocio submarino, esto es juego de niños. Lo peor que nos va a pasar hoy es que nos agitaremos un poco.
—¿Cuánto falta para llegar?
—Ya hemos recorrido la mitad.
—Entonces...
Volvió a abrir el libro.
Con el ruido de los motores se mezclaban infinidad de otros ruidos. Chasquidos, estrépitos, silbidos. Hasta pareció sonar una campanilla. Era un sonido que se producía a intervalos regulares en alguna parte situada tras él. ¡Lo que llegaba a hacer el viento con la acústica! Johanson giró la cabeza hacia el asiento trasero, pero el ruido había enmudecido.
Volvió a dedicarse a los pensamientos de Walt Whitman.
Efecto Storegga
Hacía dieciocho mil años, en el punto álgido del último período glacial, el nivel del mar estaba en todo el planeta unos ciento veinte metros más abajo que a comienzos del tercer milenio. Gran parte de las masas de agua del globo estaban congeladas en forma de glaciares. En consecuencia, por aquel entonces gravitaba una presión del agua menor sobre las plataformas submarinas y algunos de los mares actuales todavía no existían. Otros fueron perdiendo profundidad en el curso de la glaciación y finalmente algunos se secaron, convirtiéndose en extensas zonas pantanosas.
Entre otras cosas, en muchas partes del mundo el descenso de la presión del agua hizo que cambiaran de modo espectacular los parámetros de estabilidad de los hidratos de metano. En muy poco tiempo se liberaron enormes cantidades de gas, sobre todo en las regiones altas de los taludes continentales. Las jaulas de hielo en que este gas estaba atrapado y comprimido se fueron fundiendo. Lo que durante miles de años había funcionado en los taludes a modo de argamasa se convertía ahora en explosivo. El metano liberado aumentó vertiginosamente de volumen, que se multiplicó por ciento sesenta y cuatro, y en su camino hacia el exterior desgarró los poros y hendiduras de los sedimentos, dejando tras de sí unos residuos porosos que ya no podían soportar por mucho tiempo su propio peso.
La consecuencia fue que los taludes continentales empezaron a derrumbarse, arrastrando en su caída grandes fragmentos de las plataformas. A lo largo de cientos de kilómetros, inmensas cantidades de material se precipitaron a las profundidades del mar en forma de aludes de lodo. El gas llegó a la atmósfera, donde causó cambios climáticos revolucionarios. Pero los deslizamientos tuvieron otros efectos inmediatos; no sólo sobre la vida en el mar, sino también sobre las zonas litorales de los continentes y de las islas.
En la segunda mitad del siglo XX, unos científicos hicieron un inquietante descubrimiento frente a las costas del centro de Noruega. Encontraron los rastros de uno de estos deslizamientos. Más exactamente, habían sido varios los deslizamientos que habían eliminado gran parte del talud continental, y habían tenido lugar en el transcurso de más de cuarenta mil años. Muchos factores habían contribuido a ello: épocas cálidas en que la temperatura media de las corrientes marinas cercanas al talud había aumentado, o períodos de glaciación, como el de hacía dieciocho mil años, en que si bien el frío se mantuvo, la presión del agua descendió. En rigor, las fases de estabilidad de los hidratos —consideradas en términos de historia de la Tierra— constituían una excepción.
Pues bien, en una de esas excepciones vivía la humanidad de la llamada Edad Moderna. Y los seres humanos tendían en exceso a interpretar como regla aquel engañoso estado de calma.
En total habían sido arrastrados por entonces a las profundidades, en varios aludes inmensos, más de cinco mil quinientos kilómetros cúbicos de lecho marino de la plataforma noruega. Los investigadores encontraron entre Escocia, Islandia y Noruega una capa de lodo de ochocientos kilómetros de longitud. Lo verdaderamente inquietante fue saber que el mayor de los desprendimientos no era tan antiguo, pues no llegaba a los diez mil años. Llamaron al fenómeno «deslizamiento Storegga» y confiaron en que nunca volviera a suceder algo así.
Por supuesto, esta esperanza era disparatada. Pero quizá hubieran transcurrido milenios de calma, y posiblemente las nuevas épocas de frío o de calor sólo hubieran ocasionado desprendimientos tolerables, de no haber aparecido de la noche a la mañana cierto gusano con su carga de bacterias; y entonces las circunstancias habían llevado a lo que ahora sucedía.
Al interrumpirse el contacto, a bordo del
Thorvaldson
Jean-Jacques Alban intuyó que no volvería a ver el batiscafo. Pero no pudo imaginar las dimensiones de lo que estaba ocurriendo a unos pocos cientos de metros por debajo del barco de investigación. Era indudable que la descomposición de los hidratos había entrado en una fase catastrófica: durante el último cuarto de hora el olor a huevos podridos había aumentado de manera insoportable, y en las olas de tempestad, cada vez más altas, flotaban espumas blancas cada vez mayores. Alban sabía además que permanecer en el talud continental equivalía a un suicidio colectivo. La mayor presencia de gas haría descender la tensión de superficie del agua, y entonces se hundirían. Lo que estaba sucediendo en las profundidades, fuera lo que fuese, era incalculable. Alban odiaba la idea de abandonar al Deep Rover con sus ocupantes, pero algo le decía claramente que Stone y el piloto ya estaban perdidos.
Mientras tanto, entre los científicos y la tripulación imperaba la mayor excitación. No todos sabían interpretar correctamente la espuma y el hedor. También la tormenta aportaba lo suyo a la inseguridad general. Se había precipitado desde los cielos como un dios encolerizado y lanzaba con creciente violencia sobre el mar noruego unas olas cada vez más empinadas. Éstas se estrellaban contra el casco del
Thorvaldson
y se deshacían en miríadas de gotas relucientes. Pronto sería difícil mantenerse en pie.
En semejante situación, Alban tenía que tener en cuenta muchas cosas. La seguridad del
Thorvaldson
no podía considerarse desde el punto de vista de la empresa naviera o de los intereses científicos. Sólo podía medirse en función del valor de las vidas humanas. Lo que incluía la vida de los dos seres humanos del batiscafo; la intuición de Alban sobre el destino de estos hombres luchaba por hacerse oír. Tanto quedarse como huir era un error, y al mismo tiempo ambas cosas eran igualmente correctas.
Alban miró el cielo oscuro con los ojos entrecerrados y se secó la cara. En ese mismo momento, el revuelto mar se calmó unos instantes. Aunque en realidad la tormenta no amainaba, era más bien un respiro antes de seguir con ímpetu redoblado.