Partículas de lluvia que parecían polvillo cubrieron la baranda de un brillo húmedo. Jórensen pensó si no debería entrar. Tenía una hora libre, lo cual no ocurría casi nunca, y podía ver la televisión, leer o jugar con alguien al ajedrez. Pero no tenía ganas de entrar. No hoy, que se sentía como si viviera en un ataúd de acero. Encima eso, entrar y dejarse enterrar, no. El mar por lo menos estaba igual que siempre, gris, quebrado, subiendo y bajando todo el tiempo.
Bastante más atrás de la torre, en la punta del brazo, ardía pálida la llama de gas. El faro de los extraviados. ¡Eh, eso estaba bien! ¡Parecía el título de una película! No estaba mal para un viejo que se había pasado la vida controlando el tráfico de helicópteros y barcos.
Tal vez debiera escribir un libro cuando se jubilara. Sobre una época de la que apenas quedaría recuerdo en pocas décadas. La época de las grandes plataformas.
Y el título sería:
El faro de los perdidos
.
Abuelo, cuéntanos una historia.
El humor de Jórensen mejoró un poco. No era mala idea, no. Tal vez no era uno de esos días de mierda.
Kiel, Alemania
Gerhard Bohrmann tenía la sensación de hundirse en arenas movedizas.
Corría alternativamente a las oficinas de Suess y de Mirbach, quienes con el ordenador seguían calculando incansablemente nuevos escenarios, con resultados cada vez más fatales. Entretanto, intentaba comunicarse con Sigur Johanson, pero éste no atendía. Lo intentó con la secretaría de Johanson en la NTNU, pero le dijeron que el doctor estaba de viaje y que probablemente no fuera a clase o que, mejor dicho, no aparecería por allí durante un tiempo. Que había sido eximido de sus tareas para asumir otras funciones, al parecer por encargo del gobierno. Bohrmann podía imaginarse aproximadamente cuáles eran esas funciones. Llamó a la casa de Johanson. Después, de nuevo con el móvil. Nada.
Finalmente habló por segunda vez con Suess.
—Si no, tiene que haber alguien más del ambiente de Johanson que sea capaz de tomar una decisión —dijo Suess.
Bohrmann sacudió la cabeza.
—Son todos gente de Statoil. Es lo mismo que guardárnoslo para nosotros. Y en cuanto a la confidencialidad, si seguimos tratando el tema de forma confidencial y se produce un efecto Storegga, nos echarán el muerto a nosotros y se nos caerá el pelo...
—Entonces ¿qué hacemos?
—Por lo que se refiere a Statoil, yo no me acerco.
—Está bien. —Suess se frotó los ojos—. Tienes razón. Entonces nos dirigimos al Ministerio de Educación e Investigación y a las autoridades de Medio Ambiente.
—¿En Oslo?
—Y en Berlín. Y Copenhague. Y Ámsterdam. Ah, y en Londres. ¿Me olvido de alguna?
—Reikiavik. —Bohrmann suspiró—.Cielo santo. Está bien, vamos a hacerlo.
Suess miró absorto por la ventana de su despacho. Desde allí se podía ver el puerto. Las inmensas grúas que cargaban los barcos, las agencias marítimas, los almacenes. Un destructor de la Marina desaparecía entre el gris del agua y el de las nubes.
—¿Y qué dicen sobre Kiel tus simulaciones? —preguntó Bohrmann.
Era raro que no hubiera pensado en ello. Allí, tan cerca del agua.
—Podría no haber problemas.
—Es un consuelo, al menos.
—Intenta comunicarte con Johanson. No dejes de intentarlo.
Bohrmann asintió y salió.
Deep Rover, talud continental noruego
No se podía hablar de un gran alcance. Cuando Eddie encendió los seis focos externos, cuatro proyectores halógenos de cuarzo de 150 vatios y dos lámparas HMI de 400 vatios, éstos inundaron con una luz potente y metálica una zona de un radio aproximado de veinticinco metros. No se veían estructuras fijas. Stone parpadeó molesto después del largo viaje por la oscuridad. El Deep Rover caía como a través de una cortina de perlas destellantes.
Se inclinó hacia adelante.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Dónde está el suelo marino?
Luego reconoció lo que ascendía a su alrededor: eran burbujas. Subían girando hacia la superficie: unas, pequeñas y como en sartas, otras, torpes y oscilantes.
Seguían oyéndose el silbido y el clic característicos del sonar. Con el ceño fruncido, Eddie estudiaba los indicadores LED de la consola, que daban información sobre el estado de las baterías, la temperatura interior y exterior, las reservas de oxígeno, la presión en la cabina, etc., y consultaba los datos de los sensores externos.
—Enhorabuena —gruñó—. Es metano.
La cortina de perlas se hizo más densa. Eddie desenganchó dos pesas de acero fijadas a los costados de los flotadores e hizo que en los tanques entrara más aire para dar estabilidad al batiscafo. Ahora tendrían que haber quedado flotando, pero seguían bajando.
—No podemos levantar el culo. ¡No puedo creerlo!
Iluminado por los focos, bajo ellos apareció el suelo. Se les venía encima con demasiada rapidez. Stone alcanzó a ver fisuras y agujeros, y a continuación todo volvió a llenarse de burbujas. Eddie maldijo y volvió a extraer agua de los tanques.
—¿Qué pasa? —quiso saber Stone—. ¿Tenemos problemas de flotabilidad?
—Creo que es el gas. Estamos en medio de un escape de metano.
—Mierda.
—Tranquilo.
El piloto puso las hélices en marcha. El sumergible se empezó a mover hacia adelante entre las sartas de burbujas. Stone tuvo por un momento la sensación de estar en un ascensor que se detenía suavemente. Su mirada buscó el batímetro. El Deep Rover seguía descendiendo, pero más despacio. De todos modos se acercaban al suelo a gran velocidad. No faltaba mucho para que se estrellaran.
Se mordió los labios y dejó que Eddie hiciera su trabajo. En tal situación no había nada más inoportuno que molestar al piloto hablando sin ton ni son. Así que Stone se limitó a contemplar cómo las burbujas se iban haciendo más grandes y la cortina más densa, y a observar lo que, en medio de aquel escape de metano, todavía se podía reconocer del suelo, que se volcaba lentamente hacia el costado. El flotador derecho desapareció en el intenso torbellino y el batiscafo se ladeó.
Contuvo la respiración.
En cuestión de segundos volvieron a la normalidad.
Un momento antes había a su alrededor mucha espuma, y ahora el lecho marino estaba ante ellos, absolutamente tranquilo. Por un instante, el sumergible empezó a ascender de nuevo. Eddie manipuló sin demasiada prisa las válvulas y dejó entrar en los tanques un poco de agua del mar, hasta que el Deep Rover quedó estabilizado flotando por encima del talud.
—Todo bajo control —dijo.
Estaban viajando ahora a máxima velocidad, dos nudos, aproximadamente 3,7 kilómetros por hora. Cualquiera que hiciera jogging era más rápido que ellos; pero aquí no se trataba de recorrer distancias. En rigor, estaban casi exactamente donde Stone había instalado la fábrica. No podía estar muy lejos.
El piloto sonrió.
—Podríamos haber contado con esto, ¿no?
—No con tanta intensidad —dijo Stone.
—¿No? El mar apesta ya como la peor de las cloacas, de alguna parte tiene que salir el gas. Pero bueno, usted lo quiso así; fue usted quien se empeñó en bajar.
Stone no se dignó responderle. Se irguió y buscó indicios de hidratos, pero de momento no se veían; sólo se veían algunos gusanos aislados. Un gran pez plano, similar a una solía, yacía en el suelo. Cuando se acercaron, se alzó indolente, levantó una nube de barro y se alejó de la luz.
Era muy irreal estar allí sentados mientras fuera actuaban sobre cada centímetro cuadrado de la esfera de acrílico casi cien kilos de presión de agua. Todo en esta situación era artificial. La zona iluminada de la meseta del talud, con las sombras que se movían cuando el Deep Rover la atravesaba lentamente. La negrura más allá del alcance de la luz. La presión interior mantenida mecánicamente. El aire que fluía constantemente de botellas de gas, mientras el dióxido de carbono que exhalaban era eliminado por medios químicos.
Allí abajo nada invitaba al ser humano a quedarse.
Stone chasqueó la lengua, la tenía pegada al paladar. Pensó que desde horas antes de la inmersión no habían bebido nada. Por las dudas, a bordo había botellas especiales para un caso de absoluta necesidad; pero a todos los que subían a un batiscafo se les recomendaba vaciar de antemano la vejiga y mantenerla un rato así. Además, desde la mañana temprano Eddie y él sólo habían ingerido sandwiches de mantequilla de cacahuete, unas chocolatinas y barras energéticas. Comidas de inmersión. Nutrían, saciaban y eran secas como la arena del Sahara.
Trató de relajarse. Eddie hizo un breve informe al
Thorvaldson
. De vez en cuando veían moluscos o estrellas de mar. El piloto señaló con un ademán el exterior.
—Sorprendente, ¿no? Estamos a más de novecientos metros y está absolutamente oscuro. Y sin embargo este ámbito se denomina zona de luz residual.
—¿No se dice que hay regiones donde el agua es tan clara que la luz llega hasta los mil metros? —preguntó Stone.
—Seguro. Pero no hay ojo humano capaz de reconocerlo. Como máximo a partir de cien o ciento cincuenta metros, para nosotros está oscuro como boca de lobo. ¿Ha estado más allá de los mil metros?
—No. ¿Y usted?
—Algunas veces. —Eddie se encogió de hombros—. Está tan jodidamente oscuro como aquí. Yo prefiero estar donde hay luz.
—¿Qué? ¿No tiene ambiciones con la inmersión?
—¿Para qué? Jacques Piccard llegó a los 10.740 metros. No me gustaría hacer algo así. Fue un mérito científico de primera categoría, pero allí apenas hay nada para ver.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé. Pero no puedo imaginar que allí haya gran cosa. Quiero decir que, aunque lo hubiera, el bentos es más divertido que las aguas abisales, en él pasan más cosas.
—Perdón —dijo Stone—. ¿Pero Piccard no llegó a los 11.340 metros?
—Ah, eso. —Eddie se rió—. Ya sé que está en todos los manuales escolares. Pero no es una información correcta. Se debe al aparato de medición. Había sido calibrado en Suiza, en agua dulce. ¿Entiende? La densidad del agua dulce es diferente. Por eso se equivocaron al medir la única inmersión tripulada hasta lo más profundo de la superficie de la Tierra. Habían...
—Un momento. ¡Mire!
Delante de ellos, el cono de luz desapareció en las sombras. Al acercarse reconocieron que el suelo caía de modo escarpado. La luz se perdía en el abismo.
—Deténgase.
Los dedos de Eddie volaron por las teclas y los botones. Produjo un empuje contrario y el Deep Rover se detuvo. Luego comenzó a girar paulatinamente.
—Hay una corriente bastante fuerte —dijo Eddie. El batiscafo siguió girando con lentitud hasta que los focos iluminaron el borde del abismo. Se quedaron mirando el borde de una grieta.
—Tiene todo el aspecto de haberse derrumbado algo hace poco —dijo Eddie—. Es bastante reciente.
Los ojos de Stone miraban nerviosos en todas direcciones.
—¿Qué dice el sonar?
—Hay por lo menos cuarenta metros hacia abajo. Y a derecha e izquierda no puedo localizar absolutamente nada.
—Es decir que la meseta...
—Aquí ya no hay meseta. Se ha desmoronado.
Stone se mordió el labio inferior. Debían de estar muy cerca de la fábrica. Pero un año antes aquí no había un abismo; ni siquiera unos días antes.
—Bajemos más —decidió—. Veamos adónde conduce.
El Deep Rover aceleró la marcha y descendió rodeando el borde de la grieta. Menos de dos minutos después, los focos volvían a iluminar el suelo. Parecía un campo de ruinas.
—Deberíamos subir un par de metros —dijo Eddie—. Esto es bastante accidentado. Podríamos caer en cualquier parte.
—Sí, en seguida. ¡Maldita sea, allí delante! ¡Mire!
Un tubo desgarrado de más de un metro de diámetro entró en su campo visual. Se retorcía por encima de grandes bloques de piedra y desaparecía más allá del cono de luz. Varios filamentos de petróleo, delgados y negros, salían del tubo y ascendían verticales a la superficie.
—Es un oleoducto —exclamó Stone, agitado—. Dios mío.
—
Era
un oleoducto —dijo Eddie.
—Sigamos su curso.
Stone se estremeció. Sabía adónde llevaba el oleoducto o de dónde venía. Estaban sobre el solar de la fábrica.
Pero el solar ya no existía.
Ante ellos apareció súbitamente una pared escarpada. Eddie elevó el batiscafo en el último segundo. La pared parecía no tener fin; luego pasaron a duras penas por encima del borde. Entonces Stone pudo ver que no se trataba de una pared, sino de un trozo inmenso de lecho marino que se había colocado en posición vertical. Detrás de él seguía la bajada escarpada. En la luz había partículas de sedimentos que dificultaban la visión. Luego las luces volvieron a captar una corriente de burbujas que ascendía con rapidez. Salían con fuerza de un foso de bordes angulosos.
—Cielo santo —susurró Stone—. ¿Qué ha pasado aquí?
Eddie no respondió. Describió una curva y pasaron junto a la corriente de burbujas. La visión empeoraba cada vez más. Por un momento perdieron de vista el oleoducto; luego reapareció en el cono de luz de los focos. Descendía.
—Maldita corriente —dijo Eddie—. Nos arrastra hacia el escape de metano.
El Deep Rover comenzó a girar.
—Siga el oleoducto —ordenó Stone.
—Es una locura. Tendríamos que emerger.
—La fábrica está aquí —insistió Stone—. Debería de aparecer en seguida aquí delante.
—Aquí no va a aparecer nada. Aquí todo está roto.
Stone no dijo nada. Ante ellos el oleoducto se curvaba hacia arriba como torcido por un puño gigantesco y terminaba en un muñón desgarrado. Los jirones de acero se retorcían formando extrañas esculturas.
—¿Quiere seguir?
Stone asintió. Eddie maniobró hasta situarse junto al tubo. Durante un momento quedaron flotando sobre la abertura dentada como sobre una boca inmensa. Luego, el batiscafo dejó atrás el oleoducto.
—Por aquí se va al precipicio —dijo Eddie.
A su alrededor volvieron a aparecer las perlas.
Stone cerró los puños. Se dio cuenta de que en definitiva Alban tenía razón. Deberían haber mandado un robot. Pero rendirse ahora le parecía aún más absurdo. ¡Tenía que saberlo! No se presentaría ante Skaugen sin un informe detallado. Esta vez no le pillarían de improviso.
—Siga, Eddie.
—Usted está loco.
Más allá del tubo arrancado, el campo de ruinas caía abruptamente y la lluvia de sedimentos aumentaba. Por primera vez también se apreció en Eddie cierta tensión. En cualquier momento podían aparecer nuevos obstáculos.