—No sé. Solamente sé que allí abajo el lecho marino se ha modificado y que cada vez llega más gas a la columna de agua. El sonar no puede localizar la fábrica, no tenemos la menor idea delo que pasa allí abajo.
—Tal vez hubo algún desprendimiento. O un derrumbamiento. En el peor de los casos, nuestra fábrica se ha hundido un poco. Suele pasar.
—Sí, tal vez.
—Entonces ¿dónde está el problema?
—El problema es que también podría hacerlo un robot — dijo Alban, crispado—. Pero usted quiere hacerse el héroe sea como sea.
Stone se señaló los ojos con dos dedos.
—Éste sigue siendo mi mejor modo de evaluar lo que pasa. ¿Entiende? Directamente in situ. Así se resuelven los problemas: hay que ir a ellos y plantarles cara.
—Bien. De acuerdo.
—Entonces ¿cuándo bajamos? —Stone miró la hora—. Ah, en media hora. No, veinte minutos. Maravilloso.
Saludó con una inclinación de cabeza a Eddie, que estaba en el interior del batiscafo. El piloto hizo un rápido ademán con la mano y se dedicó otra vez a la consola. Stone sonrió.
—¿Qué es lo que quiere? Tenemos el mejor piloto que hemos podido conseguir. Y si es necesario yo mismo puedo manejar esa cosa.
Alban guardó silencio.
—Así que está todo claro. Bien. Quiero revisar otra vez el plan de inmersión. Si me necesitan, estoy en mi camarote. Y por favor, Jean, traiga por fin a esos condenados cámaras. Tráigalos, a no ser que se hayan caído por la borda.
Trondheim, Noruega
—Loción de afeitar —reflexionó Johanson.
¿Podía ser que se le hubiera acabado la loción? Imposible. Se trataba de Sigur Johanson, el rey de los detalles. El vino y los cosméticos no se le acababan. En algún lugar debía de tener todavía Un frasco de perfume Kiton.
Volvió impaciente al baño y revolvió en el armario. Sabía que ya tenía que irse. El helicóptero lo esperaba en la pista de aterrizaje del centro de investigación para llevarlo a su cita con Karen Weaver. Pero para alguien que da importancia a la sencillez de la puesta en escena, hacer el equipaje es mucho más difícil que para Una persona ordenada. Las personas ordenadas no se entretienen en cosas como elegir erróneamente el color de la chaqueta.
Lo encontró detrás de dos frascos de loción para el cabello.
Guardó el frasco en el neceser, lo metió a presión en el bolso de mano junto con un tomo de poemas de Walt Whitman y un libro sobre el vino de Oporto, y lo cerró. Era un bolso caro, del estilo del equipaje de mano que solía usar la nobleza londinense para las excursiones al campo... a principios del siglo XIX. Las tiras de cuero habían sido cosidas a mano, y que parecieran gastadas era algo que Johanson aprobaba decididamente.
¡El quinto día!
¿Había guardado el CD? Había hecho una copia con los datos que documentaban su enigmática idea del plan superior. Tal vez hubiera ocasión de discutirlos con la periodista. Se fijó otra vez.
Ahí estaba, sepultado entre camisas y medias.
Con pasos ligeros salió de su casa de la Kirkegata y subió al todoterreno, aparcado al otro lado de la calle. Desde primera hora de la mañana se sentía especialmente animado, lleno de un dinamismo casi histérico. Un momento antes de poner el motor en marcha, volvió a recorrer con la mirada la fachada de la casa. Su mano derecha, con la llave entre el pulgar y el índice, se detuvo junto al encendido.
De pronto supo qué lo inquietaba.
Estaba tratando de distraerse. Actividad febril contra reflexión. Silbando en el bosque. Tralarí, tralará, el lobo ¿dónde estará?
Sobre Trondheim había una neblina húmeda que difuminaba los contornos. Incluso su casa, al otro lado de la calle, le pareció más plana que de costumbre. Casi parecía un cuadro.
¿Qué sucedía con las cosas que uno amaba?
¿Por qué tantas veces había estado horas enteras ante los cuadros de Van Gogh y había sentido una paz en su interior, como si los cuadros no hubieran sido pintados por un paranoico desesperado, sino por un hombre completamente feliz?
Porque nada podía destruir la impresión.
Por supuesto que un cuadro se podía destruir. Pero mientras existiera, el instante en él cautivado era definitivo. Los girasoles no se marchitarían jamás. Las bombas no caerían sobre el puente levadizo de Langlois, en Arles. Nada podría robar su intención al motivo pintado, aunque se retocase. Por debajo, el original se conservaba. Lo terrible seguía siendo terrible, lo bello no perdería jamás su belleza. Incluso el retrato del hombre de rasgos pronunciados y el vendaje blanco en la oreja, que miraba con ojos profundos al observador, poseía cierta confianza reparadora, pues al menos en el cuadro no podía ser más infeliz, ya que ni siquiera podía envejecer. Encarnaba el instante eterno. Había vencido. Al final había triunfado sobre los verdugos y los ignorantes, los había eliminado con su pincel y con su genio.
Johanson contempló su casa.
«Por qué no puede quedarse así —pensó—. Si fuera un cuadro y si yo formara parte de él...».
Pero no vivía en un cuadro, y tampoco en una galería en que pudiera pasar revista a los escenarios de su vida. La casa del lago sería otro cuadro maravilloso; al lado, los retratos de su ex mujer y de las mujeres que había conocido, y los de algunos amigos, y por supuesto uno de Tina Lund. Quizá del brazo de Kare Sverdrup. Sí, ¿por qué no? Un cuadro en el que Tina se tranquilizara para siempre. Él le hubiera dado tranquilidad y paz de espíritu.
De golpe lo invadió un miedo sordo a la pérdida.
«Ahí fuera el mundo está transformándose —pensó—. Cierra filas contra nosotros. En algún lugar secreto se ha tomado una decisión y nosotros no estábamos presentes. Los seres humanos no estaban presentes».
Una casa tan bonita. Tan pacífica.
Encendió el motor y se alejó.
Kiel, Alemania
Erwin Suess entró en el despacho de Bohrmann, escoltado por Yvonne Mirbach.
—Llama a Johanson —dijo—. En seguida.
Bohrmann levantó la cabeza. Conocía al director de Geomar desde hacía suficiente tiempo como para darse cuenta de que debía de estar pasando algo extraordinario. Algo que turbaba a Suess profundamente.
—¿Qué sucede? —preguntó, aunque ya lo presentía.
Mirbach acercó una silla y se sentó.
—Hemos calculado con el ordenador todos los escenarios posibles. El colapso se producirá antes de lo que pensábamos.
Bohrmann frunció el ceño.
—La última vez no estábamos seguros de que se llegara a un colapso.
—Me temo que sí —dijo Suess.
—¿Los consorcios de bacterias?
—Sí.
Bohrmann se reclinó en su asiento; sintió que la frente se le cubría de un sudor frío. «No puede ser —pensó—. Son sólo bacterias, seres vivos microscópicos. —De pronto comenzó a pensar como un niño—. ¿Cómo puede algo tan minúsculo destruir una cubierta de hielo de más de cien metros de espesor? Es imposible. ¿Qué puede hacer un microbio sobre miles de kilómetros cuadrados de lecho marino? Absolutamente nada. Es algo inconcebible. No es real. No está sucediendo.» Sabían poco sobre los consorcios de bacterias, pero estaba claro que en las profundidades del mar había microorganismos de distintas especies que vivían en simbiosis. Las bacterias del azufre se unían con arqueas, unicelulares primitivos que constituían una de las formas de vida más antiguas de la Tierra. La simbiosis era extremadamente exitosa. Hacía muy pocos años que habían detectado los primeros consorcios en la superficie de los hidratos de metano. Con ayuda del oxígeno, las bacterias del azufre metabolizaban lo que obtenían de las arqueas: hidrógeno, dióxido de carbono y diversos hidrocarburos, pues éstas eran las materias que liberaban las arqueas cuando paladeaban su plato favorito:
El metano.
En cierto modo, las bacterias del azufre también vivían del metano, sólo que no llegaban directamente a él, ya que la mayor parte del metano estaba en sedimentos carentes de oxígeno y las bacterias del azufre no podían vivir sin oxígeno. En cambio, las arqueas podían llegar al metano que estaba a kilómetros de profundidad bajo la superficie de la Tierra sin necesidad de oxígeno. Se calculaba que anualmente transformaban trescientos millones de toneladas del metano marino, posiblemente en beneficio del clima mundial, porque el metano desintegrado no podía llegar a la atmósfera como gas de efecto invernadero. Vistas de este modo, las arqueas eran una especie de policía ambiental.
Por lo menos en tanto se distribuyeran en una superficie amplia.
Pero también vivían en simbiosis con gusanos. Y aquellos extraños gusanos con mandíbulas monstruosas estaban repletos de consorcios de bacterias del azufre y arqueas, que vivían de él y sobre él. A medida que penetraban en el fondo, llevaban más adentro a los microorganismos, y éstos comenzaban a descomponer el hielo como un cáncer. Al cabo de un tiempo, los gusanos morían y después desaparecían las bacterias del azufre, pero las arqueas seguían comiéndose impertérritas el hielo hasta que llegaban al gas libre. De ese modo convertían en una masa porosa lo que antes había sido un hidrato compacto, y finalmente el gas se escapaba.
«Los gusanos no pueden desestabilizar el hidrato», se dijo Bohrmann.
Era cierto, pero tampoco era ésa su función. Los gusanos sólo llevaban su carga de arqueas hasta el interior del hielo, como si fueran un autobús: ¡Atención! Hidrato de metano, cinco metros de profundidad, todo el mundo abajo, a trabajar.
«¿Por qué nunca lo tuvimos en cuenta?», pensó Bohrmann. Oscilaciones de temperatura en el agua del mar, disminución de la presión hidrostática, terremotos: todo eso formaba parte del repertorio del terror de la investigación de hidratos. Pero casi nadie había reflexionado seriamente sobre las bacterias, aunque se sabía lo que hacían. Nadie podría haber concebido el escenario de semejante invasión. Nadie podría haber imaginado que existían unos gusanos que actuaban como suicidas de metanoxismo positivo. Su volumen, la difusión por un talud continental entero... ¡era algo absurdo! ¡Inexplicable! ¡Era imposible que aquel ejército de arqueas, llevadas por su apetito fatal, se desplegara de ese modo!
Luego reflexionó: «¿Cómo es posible que esos animales hayan llegado hasta ahí? ¿Por qué están ahí? ¿Qué los llevó allí?».
¿O quién?
—El problema —dijo Mirbach— es que nuestra primera simulación se basaba en gran medida en ecuaciones lineales, pero la realidad no sigue un curso lineal. Estamos ante evoluciones en parte exponenciales y en gran medida caóticas. El hielo se parte, el gas sale debido a la alta presión y arrastra pedazos enteros. El lecho marino se está desmoronando, de modo que acabará derrumbándose cuando...
—Está bien. —Bohrmann alzó una mano—. ¿Cuánto tiempo queda?
—Un par de semanas, un par de días, un par... —Mirbach vaciló. Luego se encogió de hombros—. Es imposible decirlo con exactitud. Ni siquiera sabemos con exactitud si se derrumbará. Casi todo indica que sí, pero estamos ante un escenario tan inusual que prácticamente sólo podemos barajar teorías.
—Dejémonos de argucias diplomáticas. ¿Cuál es tu opinión personal?
Mirbach lo miró.
—No la tengo. —Hizo una breve pausa—. Si tres hormigas migradoras se encuentran con un mamífero grande, éste las arrollará. Pero si ese mismo mamífero se encuentra con un par de miles de ellas, lo devorarán hasta los huesos. Algo así me imagino con los gusanos y los microorganismos. Capito?
—Llama a Johanson —volvió a decir Suess—. Dile que contamos con un efecto Storegga.
Bohrmann dejó salir el aire lentamente.
Asintió, mudo.
Trondheim, Noruega
Se hallaban al borde de la plataforma de aterrizaje. Desde allí podían ver el fiordo, pero apenas se distinguía nada de la orilla de enfrente. El mar se extendía ante ellos como una superficie de acero bajo un cielo que se volvía cada vez más gris.
—Eres un esnob —dijo Lund mirando el helicóptero que esperaba.
—Por supuesto que soy un esnob —respondió Johanson—. Si me reclutáis a la fuerza, me merezco algún lujo, ¿no crees?
—No empieces otra vez con eso.
—Tú también eres una esnob. En los próximos días podrás andar por ahí con un elegante todoterreno.
Lund sonrió.
—Entonces dame las llaves.
Johanson buscó en el bolsillo de su abrigo, sacó las llaves del jeep y se las puso en la palma de la mano.
—Cuídalo mientras yo no esté.
—No sufras.
—Y no se te ocurra andar besuqueándote con Kare ahí dentro.
—No andamos besuqueándonos en los coches.
—Seguro que lo hacéis en todas partes... En cualquier caso, has hecho bien en seguir mi consejo y romper lanzas por el pobre Stone. Ahora puede sacar él mismo su fábrica del agua.
—Siento desilusionarte, pero tu consejo no fue determinante. Indultar a Stone fue decisión de Skaugen.
—¿Es un indulto?
—Si vuelve a poner todo bajo control, podrá sobrevivir en la compañía. —Miró el reloj—. Más o menos a esta hora estará bajando con el batiscafo. Crucemos los dedos.
—¿Cómo es que no manda un robot? —se asombró Johanson.
—Porque le falta un tornillo.
—No, en serio...
—Creo que quiere demostrar que una crisis así sólo puede resolverse a su modo. Que Clifford Stone es irreemplazable.
—¿Y vosotros lo permitís?
—¿Y cómo podemos no hacerlo? —Lund se encogió de hombros—. Él sigue siendo el jefe del proyecto. Además, en cierto sentido tiene razón: si baja él, puede hacer una evaluación más diferenciada de la situación.
Johanson se imaginó al
Thorvaldson
en medio de las grises aguas mientras Stone se hundía en el mar, rodeado de tinieblas y con un enigma bajo sus pies.
—En cualquier caso, parece valiente.
—Sí. —Lund asintió—. Es un hijo de puta, pero no se puede negar que es valiente.
—Bueno. —Johanson cogió su bolso de mano—. No me rompas el coche.
—No sufras.
Fueron juntos hasta el helicóptero. Skaugen había puesto a su disposición la nave insignia del consorcio, un Bell 430 grande, el no va más del confort y la tranquilidad de vuelo.
—¿Y cómo es esa Karen Weaver? —preguntó Lund junto a la puerta.
Johanson le guiñó un ojo.
—es joven y hermosísima.
—Idiota.
—¿Y yo qué sé? Ni idea.
Lund vaciló. Luego lo abrazó.
—Cuídate, ¿vale?
Johanson le dio unas palmaditas en la espalda.