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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (58 page)

BOOK: El quinto día
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—Saldrá todo bien. ¿Qué puede pasarme?

—Nada. —Guardó silencio un momento—. A propósito, tu consejo sí sirvió de algo. Lo que me dijiste fue decisivo.

—¿Ir a ver a Kare?

—Ver algunas cosas de otro modo. Sí, e ir a ver a Kare.

Johanson sonrió. Luego la besó en ambas mejillas.

—Te llamaré en cuanto llegue.

—De acuerdo.

Johanson subió y dejó el bolso en uno de los asientos posteriores. El helicóptero tenía espacio para diez pasajeros, pero Johanson disponía de la máquina para él solo. Por otra parte, viajarían algo más de tres horas.

—¡Sigur!

Se giró hacia ella.

—Eres... creo que eres realmente mi mejor amigo. —Alzó los brazos en señal de impotencia. Luego se rió—. Quiero decir...

—Ya lo sé —sonrió Johanson—. No eres buena para estas cosas.

—No.

—Yo tampoco. —Se inclinó hacia adelante—. Cuanto más quiero a alguien, más tonto me pongo cuando trato de decírselo. En cuanto a ti, debo de ser el tonto más grande de todos los tiempos.

—¿Es un cumplido?

—Como mínimo.

Cerró la puerta. El piloto puso en marcha los rotores. El Bell despegó lentamente y la figura de Lund saludando se hizo más pequeña. Luego, el helicóptero bajó su parte delantera y voló en dirección al fiordo. El centro de investigación quedó atrás, como un edificio de juguete. Johanson se acomodó y miró hacia afuera, pero la vista no era gran cosa. Trondheim desaparecía en la neblina, el agua y las montañas se deslizaban debajo de ellos como superficies incoloras y parecía que el cielo quisiera tragárselos.

Volvió a invadirle la sorda sensación de antes.

Miedo.

¿Miedo a qué?

«Es sólo un vuelo en helicóptero —se dijo—. A las islas Shetland. ¿Qué puede pasar?» .

A veces uno tenía esos momentos. Demasiado metano e historias de monstruos. Por no hablar del clima. Tal vez tendría que haber desayunado mejor.

Sacó el libro de poesía del bolso y comenzó a leer.

Por encima de él los rotores zumbaban sordamente. El abrigo, donde tenía el teléfono móvil, estaba echado de cualquier manera en la fila de asientos de atrás. Eso y el hecho de que estuviera sumergido en la lectura de Walt Whitman le impidieron oír el sonido del móvil.

Thorvaldson, talud continental noruego

Stone había decidido decir unas palabras antes de subir al batiscafo mientras el cámara lo filmaba y el otro tipo le sacaba fotos. Tenía que documentar con precisión todo el transcurso de la operación. En Statoil debían recordar lo profesional que podía ser Clifford Stone en su trabajo y lo que él entendía por responsabilidad.

—Un paso a la derecha —dijo el cámara.

Stone obedeció, apartando del encuadre a dos técnicos. Luego cambió de idea y volvió a llamarlos con una seña.

—Colóquense detrás de mí, en diagonal —dijo.

Posiblemente era mejor que hubiera técnicos en la foto. Nada debía despertar la sensación de que actuaban como irresponsables o aventureros.

El cámara fijó el trípode más arriba.

—¿Ya está? —gritó Stone.

—Un momento. No se ve bien. Está tapando al piloto.

Stone dio otro paso a un lado.

—¿Y ahora?

—Mejor.

—No se olvide de las fotos —indicó Stone al otro hombre. El fotógrafo se acercó y pulsó el disparador para calmar al jefe de la expedición.

—Bien —dijo el cámara—. Puede empezar.

Stone miró decidido hacia la lente.

—Ahora vamos a bajar para ver qué ha pasado con nuestro prototipo. Por el momento parece que la fábrica... eh... donde estaba originalmente... ¡Mierda!

—No importa. Empezaremos de nuevo.

Esta vez la toma salió bien. Stone explicó con términos objetivos que tenían la intención de buscar la fábrica durante algunas horas. Hizo una síntesis del estado de conocimiento actual, habló brevemente sobre las alteraciones que presentaba la morfología del talud y, finalmente, dijo que la fábrica debía de haberse deslizado como consecuencia de una desestabilización local del sedimento. Todo muy bien argumentado, aunque quizá demasiado objetivo. Stone, que no era precisamente hábil para la puesta en escena, recordó que todos los grandes descubridores e inventores habían dicho alguna frase ingeniosa antes o después de poner manos a la obra. Algo que sonaba muy bien. Por ejemplo: «Éste es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad.» Eso había estado bien. Por supuesto que prácticamente habían obligado a Neil Armstrong a decirlo como si se le hubiera ocurrido a él, pero eso no importaba. Julio César dijo: «Llegué, vi y vencí». ¿Había dicho algo Colón?¿Y Jacques Piccard?

Pensó un instante. No se le ocurrió nada.

Pero no tenía por qué inventar algo nuevo. Las reflexivas palabras de Bohrmann sobre los batiscafos tripulados tampoco habían sonado mal. Stone carraspeó.

—Claro que podríamos enviar un robot —dijo para terminar—. Pero no es lo mismo. He visto muchísimas grabaciones de vídeo realizadas por robots. Un material extraordinario. —¿Qué más le había dicho? ¡Ah, sí!—. Pero estar sentado allí, estar allí abajo, esa tridimensionalidad... uno no puede imaginárselo. Es algo incomparable. Y... además es la mejor vía... eh, el mejor acceso... para ver qué ha sucedido... eh... y qué podemos hacer.

La última frase había sido lamentable.

—Amén —dijo Alban en voz baja desde el fondo.

Stone se dio la vuelta, se metió por debajo del batiscafo y se deslizó por el agujero. El piloto le tendió la mano, pero él rechazó la ayuda. Subió por sus propios medios y tomó asiento. Aquello era prácticamente como estar en un helicóptero o en una moderna atracción de Disneylandia. Lo extraño era la sensación de seguir estando en el exterior, pero sin que pudieran oír los ruidos de cubierta. La esfera del Deep Rover, hecha de acrílico grueso y herméticamente cerrada, no dejaba pasar nada.

—¿Necesita que le explique algo más? —le preguntó Eddie amablemente.

—No.

Eddie ya lo había instruido antes. Lo había hecho a fondo, con sus maneras serenas. Stone echó una mirada a la pequeña consola monitorizada que tenían delante. Su mano derecha se deslizó por los elementos de mando situados junto al asiento. Afuera, el fotógrafo trabajaba con celo profesional y el cámara filmaba.

—Bien —dijo Eddie—. Entonces, vamos a divertirnos.

Una sacudida recorrió el Deep Rover. De pronto ascendieron sobre la cubierta y la cruzaron despacio en dirección al mar. Abajo se veía la superficie del agua agitada. Había bastante oleaje. Luego quedaron suspendidos un momento y miraron la popa del
Thorvaldson
. Alban alzó la mano con el pulgar hacia arriba. Stone lo saludó con una breve inclinación de cabeza. En las próximas horas sólo podrían comunicarse por el teléfono subacuático, pues no había cable de fibra óptica entre el batiscafo y el buque nodriza, sólo ondas sonoras. En cuanto los desengancharan de la grúa, quedarían librados a su propia suerte.

Stone empezó a sentir un cosquilleo en el estómago.

Hubo otra sacudida. Sobre ellos sonó un golpe metálico cuando se soltaron los cables. El batiscafo descendió, fue levantado por una ola, y luego el agua entró gorgoteando en los flotadores cuando Eddie llenó los tanques. El mar se cerró sobre la esfera. El Deep Rover comenzó a hundirse como una piedra, aproximadamente treinta metros por minuto. Stone miraba absorto hacia afuera. Salvo dos pequeñas luces de posición en los flotadores, todas las demás luces estaban apagadas. Tenían que ahorrar la energía que necesitarían abajo.

Apenas se veían peces. Cuando descendieron por debajo de los cien metros, el azul oscuro del mar se oscureció y se convirtió en un negro aterciopelado.

Afuera centelleó algo como si fuera un artículo pirotécnico. Primero una vez, luego por todos lados a su alrededor.

—Son noctilucas —dijo Eddie—. Bonitas, ¿verdad?

Stone estaba fascinado. Ya había bajado un par de veces a las profundidades, pero nunca con el Deep Rover. Parecía realmente que no hubiera nada entre ellos y el mar. Incluso las luces de control de la consola y de los instrumentos de mando, que despedían un débil destello rojo, parecían querer unirse a la multitud de animalitos fluorescentes que pululaban en el exterior. De pronto, la idea de que su fábrica pudiera estar en ese medio extraño le resultó tan absurda que estuvo a punto de soltar una carcajada.

«Soy el creador de este proyecto —pensó—. ¿Acaso he estado tanto tiempo sentado frente a un escritorio que ya no puedo imaginar cómo es la realidad?».

Estiró las piernas cuanto pudo. Hablaron poco mientras seguían bajando. A medida que aumentaba la profundidad, se enfriaba el interior de la esfera, sin que la temperatura llegara a ser desagradable. En comparación con batiscafos como el Alvin, el MIR o el Shinkai, que descendían hasta los seis mil metros, el Deep Rover disponía de un sistema para regular la temperatura interior que constituía un auténtico lujo. No obstante, Stone se había puesto calcetines gruesos —ya que en los batiscafos no se permitía llevar zapatos para evitar que un pisotón destruyera algún instrumento— y un suéter de lana. A pesar del frío, tenía una sensación de bienestar. A su lado, Eddie parecía relajado y concentrado. De vez en cuando salía del megáfono una voz sonora, las llamadas de control del técnico del
Thorvaldson
. Las palabras se entendían, pero llegaban distorsionadas, porque las ondas sonoras se mezclaban con miles de ruidos bajo el agua.

Caían y caían.

Al cabo de veinticinco minutos Eddie encendió el sonar. Un silbido y un clic suaves recorrieron la esfera, superpuestos con el débil zumbido de los aparatos electrónicos.

Se acercaban al fondo.

—Prepare las palomitas y la Coca-Cola —dijo Eddie—. Comienza la película.

Luego encendió los focos externos.

Gullfaks C, zócalo noruego

Lars Jórensen estaba en pie sobre la plataforma superior de la escalera de acero que llevaba de la pista de aterrizaje de helicópteros al sector de viviendas; miraba la torre de perforación. Tenía los brazos cruzados por encima de la baranda. Las puntas de su bigote blanco temblaban al viento. En los días despejados, la torre parecía estar al alcance de la mano, pero hoy se hallaba visiblemente alejada. A medida que se iba acercando la tormenta, la neblina se hacía más espesa y la torre se volvía más irreal, como si quisiera desvanecerse por completo y convertirse en puro recuerdo.

Desde la última visita de Lund, Jórensen se sentía cada vez más melancólico. Pensaba en lo que quería construir Statoil en el talud continental. Planeaba, sin duda, una fábrica completamente automatizada. Tal vez la conectaran con un barco de producción. Seguro que Lund creyó que con su respuesta se lo había quitado de encima, pero Jórensen no era tonto. Incluso podía entender cómo procedían, y que ahorraran personal sustituyéndolo por máquinas. Tenía sentido. A diferencia de Lars Jórensen, una máquina no daba importancia a la buena cocina, no dormía, trabajaba en condiciones hostiles a la vida y no pretendía un sueldo a cambio. No se quejaba, y cuando envejecía podía ser arrojada a la basura sin preocuparse de su bienestar posterior. Por otra parte, se preguntaba cómo un robot iba a sustituir a los ojos y a los oídos y a tomar decisiones intuitivamente. Sin seres humanos no había fallos humanos, eso era cierto. Pero si las máquinas fallaban y no había seres humanos cerca, pasaría lo que pasaba en las películas utópicas que solía ver a última hora de la noche, mientras el mar golpeaba fuera contra los pilares. El hombre perdería el control. Y la máquina no era sensible a la vida y al medio ambiente, no comprendía los intereses de sus constructores, que con la racionalización se estaban autoeliminando, no contaba con ningún tipo de humanidad y comprensión.

La luz desaparecía lentamente. El cielo se puso todavía más gris y empezó a lloviznar.

«Qué día de mierda», pensó Jórensen.

No bastaba con el hedor que había en el mar desde hacía cierto tiempo, como si el agua estuviera llena de productos químicos. Ahora, el clima también competía con su humor, para ver cuál era más sombrío.

«En el fondo estamos trabajando sobre una ruina —pensó—. Una ciudad fantasma en el mar, llena de zombies que van siendo exorcizados uno tras otro. Cuando el yacimiento se agote, quedará un esqueleto sin función. Se evacúa a los trabajadores, se evacúan las plataformas, y miramos el futuro por televisión. Grabaciones de vídeo de un mundo en el que no podemos entrar cuando es necesario hacerlo».

Jórensen suspiró.

¿Servían a alguien estas reflexiones? ¿Eran demasiado simples? ¿Muy superficiales, limitadas, pretenciosas? El automóvil había supuesto el fin de los coches de caballos. Por aquel entonces hubo mucha carne de caballo barata y se destruyeron existencias. Pero ¿quién quería coches de caballos? Probablemente visto en conjunto los demás tuvieran razón, y él sólo fuera un hombre viejo que detestaba jubilarse.

Mucho antes, recordó, se había dado ese momento mágico. Cuando los hombres de negro resplandeciente se abrazaban chorreando petróleo, mientras tras ellos saltaba del suelo arenoso un surtidor vertical hacia el cielo que prometía una riqueza inconmensurable. ¿Había sido realmente así? Esta escena con James Dean pertenecía a Gigante. A Jórensen le gustaba esa película. La escena con Dean le gustaba mucho más que la de Bruce Willis en Armageddon, aunque ésta transcurría en una auténtica plataforma y Gigante en el desierto tejano. Ver a James Dean reír y saltar como un loco, salpicado de negro, era un poco como estar sentado en las rodillas del abuelo y pedirle que contara historias de la época en que él mismo era joven y las cosas eran más sencillas. Y uno escuchaba y se creía cada palabra.

Abuelo. ¡Exactamente, él era un abuelo!

«Unos pocos meses más —pensó—. Después ya está. Listo, se terminó. En todo caso, a mí me irá mejor que a los que son jóvenes ahora. A mí no me pueden eliminar por las futuras reducciones de plantilla: yo me voy solo; y todavía hay jubilaciones. Casi creo que debería sentirme culpable de desaparecer antes de que llegue el fin de las plataformas. Pero entonces ya no será mi problema, tendré otros».

Desde la costa lejana se aproximaba un ruido. Un rugido rítmico que se convirtió en el tableteo de un helicóptero. Jórensen echó la cabeza hacia atrás. Conocía todos los modelos que transitaban por allí. Incluso a distancia y pese al mal tiempo vio un Bell 430 que pasó sobre Gullfaks y se perdió en la bruma. El golpeteo de las palas de los rotores se convirtió de nuevo en un zumbido, se alejó y finalmente se extinguió por completo.

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