La compañía petrolera se convirtió en su vida, en su familia, en su satisfacción, porque le transmitía algo que en su hogar nunca había experimentado: la sensación de ser mejor que los demás. De estar por delante. Era una sensación que lo embriagaba y lo atormentaba a la vez, una cacería permanente. Con el tiempo empezó a dominarle en cierto modo la búsqueda de una excelencia definitiva, hasta el punto de que no sabía celebrar ninguno de sus logros, porque no tenía ni idea de cómo o con quién se celebraban. Una vez alcanzada una meta, no sabía detenerse. Como un poseso, se superaba a sí mismo a toda velocidad. Detenerse hubiera supuesto posiblemente tener que dedicar una mirada a un delgado muchacho de rasgos extrañamente adultos, que había pasado tanto tiempo ignorado que terminó por ignorarse a sí mismo. Y lo que más temía Stone era mirar esos ojos oscuros, desafiantes.
Unos años antes Statoil había creado un departamento exclusivamente dedicado a probar nuevas tecnologías. Stone distinguió en seguida las oportunidades que ofrecía la próxima puesta al día de las fábricas de extracción autónomas. Tras haber formulado una serie de propuestas a la cúpula de la compañía, finalmente le encargaron la construcción en el fondo del mar de una fábrica desarrollada por FMC Kongsberg, la famosa empresa noruega de tecnología. Por aquel entonces había toda una serie de fábricas subacuáticas, pero el prototipo Kongsberg era un sistema completamente novedoso, abarataba muchísimo los costes y estaba llamado a revolucionar la extracción mar adentro. Aunque la construcción se realizó con conocimiento y autorización del gobierno noruego, oficialmente jamás tuvo lugar. Stone sabía que su puesta en funcionamiento había sido realmente prematura. Greenpeace hubiera insistido especialmente en una serie de pruebas suplementarias; pruebas que requerirían meses y años. La desconfianza era comprensible; al fin y al cabo, la extracción de petróleo tenía una elevada posición en la estadística de fracasos humanos y morales. De entre las tramas de intereses que surcan el planeta, ninguna lo estrangulaba tanto como los presuntos intereses vitales de las compañías petroleras. De modo que el proyecto permaneció en secreto. Incluso cuando Kongsberg presentó en Internet la fábrica como mera idea, no se hizo público que hacía tiempo que Statoil ya la había puesto en marcha. En el fondo del mar trabajaba un fantasma que no quitaba el sueño a sus constructores gracias a su perfecto funcionamiento.
Stone no esperaba otra cosa. Tras infinitas series de pruebas estaba verdaderamente convencido de haber excluido todo riesgo. ¿Qué hubieran aportado las pruebas suplementarias? Como mucho, proporcionarían una satisfacción a la actitud vacilante que Stone creía percibir en las estructuras de la compañía de gestión estatal y que él despreciaba, como despreciaba a las cosas y a las personas vacilantes. Además había dos factores que excluían categóricamente cualquier espera. El primero era la oportunidad que Stone olfateaba de hacer una entrada triunfal como pionero tecnológico en las espaciosas oficinas del comité directivo. El segundo factor era que, pese a la instrumentalización de la política internacional y a las intervenciones militares en las estructuras de poder de Estados soberanos, parecía que iban a perder para siempre la guerra del petróleo. Al final lo importante no era cuándo salía la última gota de petróleo, sino cuándo la extracción dejaba de ser rentable. La evolución típica de la producción de un pozo de petróleo se ajustaba dócilmente a la física. Tras la primera perforación el petróleo salía a chorros debido a la alta presión, y a menudo seguía brotando así durante décadas. Pero con el tiempo la presión disminuía. Se diría que la tierra no quería seguir dando petróleo, que lo retenía por presión capilar en poros diminutos, y lo que al principio había salido por sí solo ahora tenía que extraerse con gran despliegue de medios. Y eso costaba muchísimo dinero. Mucho antes de que el yacimiento estuviera agotado, la cantidad extraída descendía rápidamente. Con independencia de la cantidad de petróleo que quedara abajo, en cuanto el despliegue para obtenerlo consumía más energía que la que proporcionaba, preferían dejarlo allí.
Ésta era una de las razones por las que a finales del segundo milenio se habían equivocado radicalmente los expertos en energía al calcular que había reservas de combustible fósil para décadas. En rigor, tenían razón. La tierra estaba saturada de petróleo. Pero o bien no daban con él, o el beneficio no guardaba ninguna proporción con el gasto.
Este dilema había llevado a comienzos del tercer milenio a una mala situación. La OPEP, declarada muerta en los años ochenta, experimentó un renacimiento como de zombie. No porque resolviera el dilema, sino simplemente por tener las mayores reservas. De modo que a los países del mar del Norte, que no querían que la OPEP dictara los precios, no les quedó más remedio que bajar drásticamente los costes de extracción, además de arremeter contra las profundidades marinas con sistemas completamente automatizados. El mar, por su parte, planteaba al renacido interés toda una serie de problemas, empezando por la presión y la temperatura extremas, pero prometía un segundo El Dorado a quien los resolviera. No para toda la eternidad, pero sí el tiempo suficiente para un sector que vivía de la dependencia casi adictiva del gas y del petróleo que padecía el mundo.
Stone, cuya vida estaba enteramente determinada por el ansia de ir por delante, había redactado en su momento un peritaje, había forzado el desarrollo del prototipo y había recomendado su construcción; y Statoil lo había hecho realidad. De la noche a la mañana se encontró con que el área de sus competencias y su prestigio se habían ampliado generosamente. Mantuvo excelentes contactos con las empresas de desarrollo y logró que se diera prioridad a los deseos y actitudes de Statoil. En todo momento fue consciente de que se movía al borde del precipicio. Mientras nadie pudiera enmendar la plana a la compañía, para su comité directivo él sería el conquistador bienvenido; si tenían que ponerse a dar mayores explicaciones, lo dejarían caer. El mejor de los hombres es siempre al mismo tiempo el mejor de los culpables. Stone sabía que debía obtener un sillón en la dirección lo más de prisa posible, antes de que a alguien se le ocurriera sacrificarlo. Siempre que su nombre fuera símbolo de innovación y beneficio, se le abrirían todas las puertas. El único interrogante sería entonces por cuál de ellas se dignaría entrar.
O por lo menos así se había imaginado el asunto.
Y ahora se hallaba en ese maldito barco.
No sabía qué lo hacía enfadar más. Si Skaugen, que lo había traicionado, o él mismo. ¿No había aceptado las reglas del juego? Entonces ¿por qué se irritaba? Había sucedido. Se había presentado el más desfavorable de los casos. Todos se ponían a cubierto. Skaugen sabía muy bien que tarde o temprano los desastrosos acontecimientos del talud llegarían a la opinión pública. Nadie se podía permitir el lujo de seguir callando si no quería arriesgarse a quedar comprometido. La ronda de consultas de Statoil entre las compañías petroleras había puesto en marcha un proceso que ya era imparable. En aquel momento, todo el mundo presionaba a todo el mundo. Con la amenaza de una catástrofe ecológica a la vista, los acuerdos conspirativos ya no eran posibles. Ahora se trataba únicamente de ver quién podía tomar la curva más elegantemente y a quién se sacrificaba en tan mala situación.
Stone hervía de furia. Cuando Skaugen se hizo el bueno, estuvo a punto de vomitar. Él, Finn Skaugen, que era el peor de todos. La perfidia de su juego era muy superior a lo que pudiera tramar Clifford Stone en sus peores momentos. ¿Qué delito había cometido? Por supuesto que se había movido en un marco de acción ampliado; pero ¿por qué? ¡Porque se lo habían autorizado! Era ridículo, ni siquiera lo había aprovechado del todo. Un gusano desconocido ¿y qué? Claro que había «olvidado» ese estúpido informe. Un gusano jamás había puesto en peligro los viajes marítimos o representado una amenaza para las plataformas de perforación. Miles de barcos navegaban diariamente entre miles de millones de seres vivos planctónicos. Y ¿acaso se quedaban en puerto debido a la aparición de una nueva especie de copépodos de las que constantemente se descubrían?
Y después estaba el asunto de los hidratos. Para morirse de risa. Los escapes de gas se hallaban absolutamente dentro de lo tolerable. Pero si hubiera presentado el informe, ¿qué hubiera pasado? Los malditos burócratas revolvían tanto los platos que había que servir calientes, que al final se quedaban totalmente fríos. Habrían aplazado la construcción por nada, sin ningún motivo.
«El sistema tiene la culpa», pensó Stone, rabioso. Sobre todo Skaugen, con su repugnante mojigatería. La gentuza de la dirección, que te palmeaba el hombro sonriendo y te decía: «Fantástico, compañero, sigue así, pero que no te pesquen, porque entonces nosotros diremos que no hemos sido»; ellos tenían la culpa de la inmerecida desgracia de Stone. Y también Tina Lund era culpable, pues había engatusado a Skaugen para quedarse con el puesto. ¡Probablemente se había ido a la cama con el muy hijo de puta! Sí, seguro que había sido así. ¿Se habría acostado con Stone? Maldita puerca. Hasta había tenido que fingir agradecimiento porque la muy cerda había intercedido por él, y Skaugen le había dado ocasión de reencontrar su fábrica perdida. Y lo que había que pensar de esa oportunidad también estaba claro. No era una oportunidad, era una trampa. ¡Todos, todos lo habían traicionado!
Pero ya verían. Clifford Stone todavía no estaba liquidado. Él averiguaría qué había ocurrido con la fábrica y lo solucionaría. Entonces se arreglarían las cuentas pendientes.
Él investigaría el asunto.
¡Él en persona!
Entretanto, el
Thorvaldson
había escaneado el emplazamiento de la fábrica con el sonar de barrido. La planta seguía desaparecida. En el lugar en que había estado, la morfología del suelo marino parecía haber cambiado. Allí abajo se abría un foso que no estaba hacía unos días. Stone no podía negar que pensar en las profundidades le producía malestar, como a la tripulación y equipo técnico. Pero reprimió su miedo. Sólo pensaba en el descenso y en cómo acabaría descubriendo lo que sucedía.
Clifford Stone. Impertérrito. ¡Un hombre de acción!
En la cubierta de popa del
Thorvaldson
lo esperaba el batiscafo para llevarlo a novecientos metros de profundidad. Por supuesto, tendría que haber enviado el robot a investigar. Jean».
Jacques Alban y todos los que estaban a bordo se lo habían recomendado insistentemente.
Victor
disponía de excelentes cámaras, de un brazo robot de alta sensibilidad y de todos los instrumentos necesarios para un rápido análisis de los datos. Pero si él mismo iba, era más impresionante. En el consorcio sabrían que Clifford Stone no era amigo de las medias tintas. Además, no compartía la opinión de Alban. En el
Sonne
había conversado con Gerhard Bohrmann sobre los viajes en batiscafos tripulados. Bohrmann había descendido con el legendario Alvin frente a las costas de Oregón. Mientras lo contaba, sus ojos habían adquirido un aire soñador. Había dicho: «He visto miles de grabaciones de vídeo. Grabaciones de robots, todas ellas muy impactantes. Pero estar sentado allí, estar allí abajo, esa tridimensionalidad... Nunca pensé que sería así. Es algo incomparable.
Y además había dicho que una máquina jamás podría sustituir por completo los órganos sensoriales y la intuición del ser humano.
Stone sonrió furioso.
Esta vez le tocaba jugar a él. Había actuado con sagacidad. Gracias a sus excelentes contactos habían conseguido el batiscafo rápidamente. Era un DR 1002, un Deep Rover de la compañía norteamericana Deep Ocean Engineering, un vehículo sumergible pequeño y ligero de última generación. Sobre sus poderosos flotadores, de los que salían dos brazos robot poliarticulados, descansaba una esfera completamente transparente. En su interior había dos asientos de aspecto confortable y los mandos estaban dispuestos en los laterales. Stone se sintió satisfecho de su elección al acercarse al Deep Rover. Estaba sujeto por los cables de la grúa y levantado sobre tacos, de modo que se podía pasar a su interior por la escotilla. El piloto, un robusto aviador de la Marina jubilado a quien todos llamaban Eddie, ya estaba sentado dentro y comprobaba los instrumentos. Como sucedía siempre antes de poner el batiscafo en el agua, la cubierta de popa estaba llena de marineros, técnicos y científicos. Stone miró a su alrededor buscando algo, vio a Alban y le silbó para que se acercara.
—¿Dónde está el fotógrafo? —dijo impaciente—. ¿Y el tipo de la cámara?
—Ni idea —dijo Alban mientras se acercaba—. Al cámara lo he visto antes rondando por algún sitio.
—Entonces que haga el favor de acercarse —ladró Stone—. No bajaremos sin haberlo documentado.
Alban frunció el ceño y miró el mar. Era un día algo brumoso y con mala visibilidad.
—Apesta —dijo.
Stone se encogió de hombros.
—Es por el metano.
—Está empeorando.
En efecto, en el mar olía a azufre. Debía de haberse liberado abajo una buena cantidad de gas para que oliera tan mal arriba. Todos habían visto lo que pasaba en el talud, habían visto los gusanos y las burbujas que subían. Nadie podía o quería hacerse una idea de lo que había al final de ese proceso, pero si todo el mar olía como si hubieran arrojado un camión entero de bombas fétidas, aquello no era buena señal.
—Todo se arreglará —dijo Stone.
Alban lo miró.
—Oiga, Stone, yo en su lugar lo dejaría.
—¿Qué?
—Lo del batiscafo.
—¡Bah, qué estupidez! —Stone miró furioso a su alrededor—. ¿Y dónde está ahora el maldito fotógrafo?
—Es demasiado arriesgado.
—Tonterías.
—Además, el barómetro está bajando. No deja de bajar. Tendremos tormenta.
—Las tormentas no tienen incidencia sobre los batiscafos. ¿Tengo que explicárselo? Bajamos y basta.
—Stone ¡no sea idiota! ¿Por qué lo hace?
—Porque así tenemos un panorama mejor, y más rápido —le explicó Stone—. Por Dios, Jean, no sea tan cobarde. El cacharro este es indestructible, y más para un par de gusanos. El sumergible baja cuatro kilómetros...
—A cuatro mil metros la cápsula se colapsa —le informó Alban con sequedad—. El sumergible sólo puede bajar hasta los mil.
—Eso ya lo sé. ¿Y? Queremos bajar novecientos metros ¿quién está hablando de cuatro mil? ¿Qué puede pasar, por todos los cielos?