—Hemos resistido —dijo el piloto.
Johanson vio una pequeña figura erguida al borde de la pista. Los cabellos le flameaban al viento. Pensó que sería Karen Weaver. Le gustó el modo en que estaba allí esperando, en el páramo. No lejos de ella había una motocicleta detenida. Todo a su gusto. Una isla arcaica y una figura solitaria enfrentadas entre sí. Se estiró, guardó en el bolso el libro de poemas de Whitman y tomó su abrigo.
—Por mí podríamos dar un par de vueltas más —dijo—. Pero no quisiera hacer esperar a la dama.
El piloto se giró hacia Johanson y arrugó la frente.
—¿Es usted así de frío o realmente no se ha inmutado?
Johanson intentaba ponerse las mangas de su abrigo.
—Eso lo tendrá que averiguar usted solo. Usted tiene experiencia con directivos.
—Sí, claro.
—¿Y bien? ¿Soy frío?
—No sé. Tal vez sólo esté fingiendo. La mayoría de las personas con quienes viajo me habrían vuelto loco.
—¿Skaugen también?
—¿Skaugen? —El piloto se quedó pensando mientras encima de ellos se hacía más lento el tremolar de los rotores—. No. Creo que no hay absolutamente nada que impresione a Skaugen.
«Lo contrario me hubiera extrañado», pensó Johanson.
—¿Puede recogerme mañana al mediodía aquí mismo, digamos a las doce?
—No hay problema.
Esperó a que se abriera la puerta y bajó por la escalerilla. ¿Era frío? En lo más profundo de sí estaba contento de volver a pisar suelo firme. El piloto debía seguir viaje, pero al parecer estaba acostumbrado a las condiciones climáticas adversas. Haría sólo una pequeña pausa y luego seguiría hasta Lerwick para reponer combustible. Johanson se colgó el bolso del hombro y cruzó hacia la figura que lo esperaba. El abrigo se infló y se le pegó a las piernas, pero al menos no llovía.
Karen Weaver venía a su encuentro lentamente.
Curiosamente, a cada paso parecía volverse más pequeña. Cuando finalmente se detuvo frente a él, Johanson calculó que no debía de medir más de un metro sesenta y cinco. Era atractivamente compacta. Los vaqueros cubrían sus piernas musculosas y bajo la chaqueta de cuero se perfilaban unos hombros anchos. Por lo que Johanson pudo ver, no llevaba maquillaje. El dorado de su piel era del que se adquiere al viento y al aire libre. El sol abrasador y la sal habían colaborado, y además tenía numerosas pecas en los altos pómulos y en la frente. El viento alborotaba un mar de bucles de color castaño. Weaver lo observó con interés.
—Sigur Johanson —afirmó—. ¿Qué tal el vuelo?
—Una porquería. He tenido que recurrir a la consoladora compañía de Walt Whitman. —Miró en dirección al helicóptero—. Pero el piloto opina que soy frío.
Ella sonrió.
—¿Quiere comer algo?
«Extraña pregunta. Nos acabamos de conocer...», pensó Johanson. Luego se dio cuenta de que, efectivamente, tenía hambre.
—Cómo no. ¿Dónde?
Ella hizo un movimiento con la cabeza en dirección a la motocicleta.
—Podemos ir al pueblo más cercano. Si no está harto de tanto vuelo, aguantará también la Harley. Sirven más rápido en la estación, si se contenta con carne enlatada y puré de guisantes.
Johanson la miró y comprobó que sus ojos eran de un azul inusitadamente intenso. El azul del fondo del mar.
—¿Por qué no? —dijo—. ¿Sus científicos han salido al mar?
—No. Hay mucha tormenta. Han ido al pueblo a hacer recados. Yo aquí puedo hacer y deshacer, y también puedo abrir una lata. Hasta ahí llega mi arte culinario. Vamos.
Johanson la siguió por la zona de grava del helipuerto hacia la estación. Desde abajo los edificios no parecían tan desparejos como desde el aire.
—¿Y dónde están los botes? —preguntó.
—No nos gusta dejarlos fuera. —Señaló el edificio más cercano al agua—. La bahía apenas tiene protección, por eso cada vez que los usamos los metemos en la barraca que está al lado del mar.
El mar...
¿Dónde estaba el mar?
Johanson se detuvo, perplejo. Donde hasta hacía un momento las olas rompían contra la playa se extendía ahora una planicie embarrada salpicada de rocas chatas. El mar se había retirado, pero debía de haber sucedido hacía un minuto. En una amplia extensión sólo se veía el fondo.
No había bajamar que produjera eso en tan poco tiempo. El agua se había retirado cientos de metros.
Weaver dio un par de pasos más y luego se giró hacia él.
—¿Qué pasa? ¿No tiene hambre?
Johanson sacudió la cabeza. Un ruido llegó hasta sus oídos, creció, se hizo más intenso. Primero pensó que era un avión grande que se dirigía a la isla volando a ras del agua. Pero no sonaba como un avión. Más bien como un trueno que se acercaba, sólo que demasiado regular para ser un trueno, y no cesaba...
De pronto supo qué era.
Weaver había seguido su mirada.
—¿Qué diablos es eso?
Johanson iba a contestarle. En ese momento vio cómo el horizonte se oscurecía. Weaver también lo vio.
—¡Al helicóptero! —gritó Johanson.
La periodista parecía paralizada. Luego salió corriendo. Corrieron juntos hasta el helicóptero. Tras los cristales de la cabina, Johanson vio al piloto comprobando los instrumentos. Pasó un segundo hasta que la mirada del hombre cayó sobre las figuras que venían corriendo. Se detuvo. Johanson le hizo señas para que bajara la escalerilla. Sabía que el piloto no podía ver lo que venía del mar. La cabina del helicóptero estaba orientada tierra adentro.
El hombre frunció el ceño y luego asintió. La puerta se abrió con un silbido y la escalera descendió.
El trueno se acercaba, y sonaba ya como si el mundo entero se estuviera moviendo más allá de la isla.
«Y es exactamente así», pensó Johanson.
El lugar equivocado en el momento equivocado.
Dividido entre el espanto y la fascinación, se detuvo al pie de la escalera y vio que el mar regresaba y volvía a bañar la planicie barrosa. «Dios mío —pensó—, ¡es tan inverosímil! Es algo que no forma parte de esta época, que no corresponde a la civilización. Cosas de manual escolar.» Ya se sabía que los meteoritos, los terremotos, las erupciones volcánicas y los maremotos habían transformado la imagen de la Tierra durante millones de años, pero se diría que por un acuerdo secreto ese tipo de acontecimientos habían terminado para siempre con el comienzo de la era tecnológica.
Ana.
—¡Johanson!
Alguien le dio un golpe. Se desprendió y subió corriendo los peldaños, seguido por Weaver. El helicóptero había comenzado a temblar. Vio el desconcierto en los ojos del piloto y gritó:
—¡Despegue ya!
—¿Qué es ese ruido? ¿Qué está pasando?
—¡Vamos, suba este cacharro!
—No puedo hacer magia. ¿Qué significa esto? ¿Adónde vamos?
—Da igual. Gane altura.
Los rotores se pusieron en movimiento con un tableteo. El Bell se desprendió del suelo balanceándose y ascendió uno o dos metros. Entonces la curiosidad del piloto triunfó sobre su miedo. Viró el helicóptero ciento ochenta grados para poder ver el mar. Quedó demudado.
—¡Oh, mierda! —balbuceó.
—¡Allí! —Weaver señaló por la ventana en dirección a las barracas—. ¡Allí afuera!
Johanson volvió la cabeza. Alguien venía corriendo hacia ellos desde el edificio principal. Un hombre vestido con vaqueros y camiseta. Con la boca completamente abierta. Corría con todas sus fuerzas agitando los brazos.
Johanson miró perplejo a Weaver.
—Pensaba...
—Yo también —dijo mirando espantada a la figura que se acercaba—. Tenemos que bajar. Dios mío, juro que no sabía que Steven se había quedado, creía que realmente...
Johanson sacudió enérgicamente la cabeza.
—No lo logrará.
—No podemos dejarlo.
—Mire afuera, maldita sea. No lo logrará. No lo lograremos.
Weaver lo apartó de un golpe y se precipitó hacia la puerta. Al instante perdió el equilibrio, cuando el piloto movió el helicóptero de costado sobre la franja de arena en dirección al hombre que corría. La máquina comenzó a girar y trepidó al alcanzarla, una tras otra, una serie de fuertes ráfagas. El piloto maldijo a gritos. Por un momento perdieron de vista al científico, y a continuación lo tuvieron muy cerca.
—Lo está consiguiendo —gritó Weaver—. ¡Tenemos que bajar!
—No —susurró Johanson.
Ella no lo oyó. No podía oírlo. Hasta el ruido de los rotores se perdió ahora en el tronar del mar que se acercaba. Johanson sabía que ya no podían salvar al científico, pero habían perdido un tiempo valioso, y ahora dudaba de que pudieran salvarse ellos mismos. Se obligó a apartar la mirada de la figura que corría y a dirigirla al frente.
La ola era enorme. Tendría cerca de treinta metros, una estruendosa pared vertical de agua verde oscuro. Aún la separaban de la orilla unos cientos de metros, pero se acercaba a una velocidad tremenda, y eso significaba que quizá sólo faltaran segundos hasta la colisión. Era evidente que no tenían tiempo para subir a bordo al hombre y al mismo tiempo salvarse de las masas de agua que se precipitaban. No obstante, el piloto volvió a intentar acercar al máximo el helicóptero al fugitivo. Tal vez tenía la esperanza de que el hombre pudiera salvarse entrando de un salto por la puerta abierta o alcanzando uno de los patines, una de esas cosas que se ven en las películas y que generalmente funcionan si uno se llama Bruce Willis o Pierce Brosnan.
El científico tropezó y cayó cuan largo era.
«Se terminó», pensó Johanson.
Frente a ellos todo se oscureció. Por los cristales de la cabina ya no se veía el cielo, sólo el frente de la ola, que llenaba el campo visual en todas las direcciones y se desplazaba hacia ellos a toda velocidad. Habían desaprovechado la oportunidad. Todas las posibilidades, desbaratadas. Un ascenso vertical les haría chocar a mitad de camino con la ola gigantesca. Si huían tierra adentro a ras del suelo se ahorrarían el tiempo del ascenso, pero la ola les daría alcance. En todo caso, el tsunami era más rápido, y además primero tenían que girar el Bell. Tampoco daban para tanto los segundos que quedaban.
En un rapto de distanciamiento, Johanson se preguntó cómo podía tolerar la visión del frente vertical de agua sin perder la razón. Luego la realidad volvió a apoderarse de él cuando el piloto hizo lo único correcto: maniobró el helicóptero hacia atrás y hacia arriba a la vez. El morro del Bell se inclinó hacia abajo. Por unos momentos se vio el suelo por los cristales de la cabina, pero no estaban cayendo; se alejaban del suelo y de la ola que se acercaba a toda velocidad en un vuelo marcha atrás y ascendente. El Bell bramó como si su motor fuera a explotar. Johanson jamás hubiera creído que un helicóptero fuera capaz de semejante maniobra, y quizá el piloto tampoco, pero funcionó.
La destructora ola echaba espuma como un animal rabioso. Barrió la playa y comenzó a derrumbarse. Montañas blancas siguieron al Bell en su fuga disparatada. El tsunami rugía y bramaba. En seguida un golpe terrible sacudió al helicóptero y Johanson cayó contra la pared lateral, al lado de la puerta abierta. El agua le abofeteó la cara. Su cabeza se estrelló contra la pared y vio rayos de color rojo oscuro. Sus dedos tocaron metal, una barra, y se aferraron a ella. Un dolor punzante lo atravesó. No podía decir si el espantoso bramido que oía procedía de la ola o de su cabeza, si subían o caían. Su único pensamiento fue que la ola los había alcanzado al fin y que ahora los estaba destrozando, y esperó el final.
Luego su visión se aclaró. La cabina estaba salpicada de agua. Jirones de nubes grises pasaban por encima del helicóptero.
Lo habían logrado.
Se habían salvado. No habían caído al tsunami, habían superado su cresta a duras penas.
El helicóptero siguió subiendo al tiempo que describía una curva, de modo que ahora pudieron reconocer la costa debajo de ellos. Pero ya no había costa. Allí abajo no había nada más que una marea enfurecida que seguía avanzando a la misma velocidad y se tragaba la tierra. La estación, los vehículos y el científico habían desaparecido. A la derecha, muy lejos, donde comenzaba la costa escarpada, resplandecientes surtidores de espuma explotaban contra los acantilados y salían disparados sin fin hacia el cielo, mucho más arriba que la altura de vuelo del Bell, como si quisieran unirse a las nubes.
Weaver se incorporó con un esfuerzo. Se había caído sobre los asientos al chocar el torrente de agua contra el Bell. Se quedó mirando al exterior y repitiendo:
—¡Oh, Dios mío!
El piloto callaba. Su rostro estaba ceniciento, las mandíbulas le temblaban.
Pero lo había logrado.
Persiguieron la ola. Las masas de agua corrían por el suelo a una velocidad que el Bell no podía seguir. Se vio una loma, que la marea, apenas contenida, superó a toda marcha para derramarse entre espumas por la planicie que había detrás. Como el terreno era llano, penetraría kilómetros en el interior del territorio. Johanson vio la planicie sembrada de manchas blancas y se dio cuenta de que eran ovejas desbandadas en una fuga enloquecida; y luego también las ovejas desaparecieron.
«Una ciudad costera hubiera sido borrada del mapa», pensó.
No, error.
Será
borrada del mapa. Y no sólo una. Casi todas las ciudades situadas en las costas de los mares del norte se hundirían en el maelstrom. El tsunami, desde dondequiera que hubiera surgido, se propagaba en forma de anillo, como correspondía a la naturaleza de los frentes de ondas. Su fuerza destructiva llegaría hasta Noruega, hasta Holanda, Alemania, Escocia e Islandia. De golpe fue consciente de la catástrofe que estaba sucediendo y se dobló como si le hubieran clavado un hierro candente en el abdomen.
Se le ocurrió quién estaba ahora en Sveggesundet.
Sveggesundet, Noruega
Lund consideró que a los hermanos Hauffen no se les podía negar un cierto grado de amenidad. Hicieron cuanto pudieron para conseguir que se quedara. Entre guiños y palmoteos en la espalda, llegaron incluso a afirmar que ambos eran mejores amantes que Kare Sverdrup, y Lund tuvo que tomar otra copa de aguardiente con ellos hasta que finalmente accedieron a dejarla ir.
Miró el reloj. Si se marchaba en ese instante, llegaría puntual al Fiskehuset. De pronto le pareció que llegar tan puntual era casi vergonzoso. Quien es tan puntual tiene urgencia. Un par de minutos de retraso quizá la harían parecer más firme.
¡Qué estúpida!