El planeta misterioso (17 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El planeta misterioso
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—Cogedles —ordenó Miguel Ángel a Duria y Alar—. Capturadles vivos si es posible. Tres nuevos explosiones sacudieron el edificio. Bill Ley y sus dos saissai habían arrojado más bombas dentro del dormitorio. A continuación Bill entró en la sala de turbinas, dejando a sus dos compañeros vigilando afuera.

El thorbod se había quedado quieto ante el cuadro de mandos. La cara de un Hombre Gris solía ser inexpresiva, pero si algo podía expresar el horrible rostro de aquel extraño individuo tenía que ser sorpresa y terror. —¡Levanta las manos! —le ordenó Miguel Ángel en saissai. En el fondo de la sala tableteó una metralleta. Los saissai estaban dando caza a los dos mecánicos thorbod. El Hombre levantó sus brazos por encima de la cabeza.

—Bill, toma los grilletes de mi mochila y espósale —dijo Aznar.

Bill Ley sacó el par de esposas que Miguel Ángel traía en su mochila. Los dos terrícolas avanzaron hacia el thorbod, manteniéndole siempre el español bajo la amenaza de su arma.

—Pon las manos atrás —le ordenó Bill Ley.

El Hombre Gris obedeció. Bill le rodeó por detrás y le esposó las muñecas.

Mientras tanto Duria acababa de abatir a tiros a uno de los hombres grises. A la vista de lo ocurrido a su compañero, el otro thorbod se rindió levantando los brazos.

Miguel Ángel hurgó en la mochila de Bill, sacó otro par de esposas y se las colocó a su prisionero. Había oído decir que los thorbod poseían un vigor extraordinario, y un solo par de esposas podían ser insuficientes. Alar y Duria sabían bien esto, pues además de los dos pares de esposas amarraron a su prisionero con una cuerda de buena fibra de nylon americano.

Rápidamente Miguel Ángel se quitó la mochila y vació su contenido en el suelo.

—Haremos volar primero los cuadros de mandos —dijo mientras preparaba la carga de trinitrotolueno—. Con eso se producirá el apagón y Balmer dispondrá de tiempo para asaltar la emisora de radio. Ve con los muchachos y dispón la voladura de las turbinas.

Una ligera carga de TNT conectada a una mecha hizo saltar con estruendo el cuadro de mandos. Empezaron a saltar chispas eléctricas por todas partes y todo el gigantesco cuadro se envolvió en llamas. Las luces de la sala se apagaron, pero con el resplandor del incendio y los chispazos que saltaban del cuadro de mandos tuvieron los comandos luz bastante para disponer las cargas en la base de las seis turbinas. Bill salió en busca de las mochilas de Tarfé y Azorf, y la tarea prosiguió con prisas, pero concienzudamente realizada para prevenirse de cualquier posible fallo, Miguel Ángel conectó cada tres turbinas a un deflagrador de tiempo. Ajustó el reloj del dispositivo para que funcionara a los quince minutos. Para entonces ya había hecho salir a todos los demás juntamente con los prisioneros.

Miguel Ángel salió corriendo de la sala, alumbrándose con su linterna. Bill Ley le esperaba junto a la puerta.

—Vamos, Bill, sólo disponemos de doce minutos para alcanzar la coronación de la presa. ¿Tienes lista la pistola de señales?

—Aquí en la mano.

Salieron pasando sobre la derribada puerta de acero. Los cuatro saissai y los dos prisioneros thorbod estaban ya subiendo la escalera. Bill Ley levantó el brazo, apuntó con la pistola de señales al cielo y disparó. Una luz de bengala verde estalló en el cielo oscuro. Todos los focos se habían apagado y les envolvía la más densa oscuridad. Bill Ley y Miguel Ángel Aznar corriendo la escalerilla y empezaron a trepar por ella. Ya estaban muy arriba cuando se escuchó un grito. Algo pasó junto al hombro de Miguel Ángel, pegó en el rellano de la escalera y se precipitó en el vacío.

—¿Qué ocurre? —gritó el español. Desde arriba contestó la voz de Alar:

—Uno de los thorbod se tiró al abismo.

—Ese prefirió suicidarse —dijo Bill Ley.

—¡Procurad que el otro no haga lo mismo! —gritó Aznar.

—A este lo tenemos bien sujeto con las cuerdas —contestó Alar.

Jadeando a causa del esfuerzo llegaron a la coronación de la presa, donde ya estaban reunidos los cuatro saissai y el thorbod, este último tendido de bruces en el suelo. En esto escucharon el batir del rotor del helicóptero que se acercaba desde las tenebrosas profundidades de la noche. Miguel Ángel y Bill Ley dirigieron sus-linternas hacia el lago…

El suelo se estremeció bajo los pies de los hombres que se encontraban sobre la coronación de la presa. Un cráter de llamas iluminó el lago y las montañas a ambos lados del angosto valle, y un mazo de cascotes salió impelido a gran altura.

Las cargas acababan de estallar volando la planta eléctrica del pie de la presa.

—¡Magnífico! —se rió Bill Ley—. Los thorbod tardarán algún tiempo en reponerse de este contratiempo. En este momento veían las luces de situación del helicóptero que descendía verticalmente sobre la presa. Por un metro de distancia, el rotor no se hizo en pedazos en uno de los postes que sostenían los apagados focos. El aparato quedó posado sobre la presa, con el motor en marcha. Los saissai, no fiándose del thorbod, lo levantaron de piernas y brazos y lo llevaron en volandas hasta el pie de la portezuela. El Hombre Gris se resistía a subir. Arzah, el saissai que acompañaba a George Paiton en el helicóptero, lo cogió por las prominentes orejas. Los demás empujaron por detrás y el thorbod fue catapultado dentro de la carlinga. Todos subieron al aparato, siendo el último en hacerlo Miguel Ángel Aznar. Este tomó asiento junto a George Paiton.

—Vamos ya, George.

El helicóptero se elevó sobre el lago que formaba la presa, luego enderezó el rumbo y subió un poco más para salvar la cima de las montañas.

Todo el valle había quedado a oscuras, pero todavía el resplandor de los altos hornos thorbod les servía de guía. Paiton voló a lo largo de la cordillera, dejando a la izquierda el fulgor de la fundición de Pore, hasta que poco después veían la luz de una linterna haciéndoles destellos casi al pie del cerro donde estaba la emisora.

—Ahí está Richard —señaló Paiton guiando al aparato hacia allá.

Poco después Richard Balmer, Zarich y Norl trepaban como gatos al ya repleto helicóptero.

—¿Todo bien, Richard? —preguntó Miguel Ángel a gritos.

—¡O.K.! —dijo Balmer uniendo el índice y el pulgar para formar una "O" de sobras elocuente.

—Pues ahora al Sur a toda la velocidad que dé este cacharro.

Sirviéndose del girocompás, George Paiton puso rumbo a Abasora en donde aterrizarían sólo un minuto para dejar allí a sus valientes colaboradores saissai.

Aznar se puso los auriculares y encendió simultánemente la radio y el radar.

—¡Qué agradable es volver a casa después de un trabajo bien hecho! ¿No es cierto, Miguel? —dijo Paiton riéndose.

El español miraba fijamente a la negra pantalla del radar.

—No cantemos victoria tan pronto. Vuela lo más bajo que puedas, no vengan los «platillos volantes» a darnos un disgusto.

El helicóptero dejó atrás el canal y buscó en la oscuridad el río.

Volaban muy aprisa, a más de 400 kilómetros a la hora. Los saissai se reían comentando su aventura, en tanto que Richard y sus muchachos relataban como habían entrado al asalto en la emisora, matando a dos Hombres Grises y volando la instalación, incluso la gran torre metálica.

Miguel Ángel espiaba ceñudo la pantalla de radar. Ya era visible la gran cúpula dorada del templo de Abasora, que en la pantalla daba un eco vigoroso e inconfundible. De pronto vio algo en el borde inferior de la pantalla que le hizo exclamar:

—¡Ahí están, como me lo temía!

—¿Qué? —exclamó George Paiton pegando un respingo.

—¡Nos persiguen!

Se hizo súbito silencio en la cabina. En la pantalla, el punto de luz fluorescente aparecía por segundos más claro y vigoroso.

—Debe ser uno de esos «platillos volantes» —refunfuñó Paiton Se acerca a enorme velocidad. Se está elevando, la distancia es de cuatro mil metros. Está volando sobre las nubes. Hubo otro prolongado silencio.

—Mantiene la distancia —observó Paiton.

—Sí, ha reducido su velocidad acomodándola a la nuestra. Eso quiere decir que no van a interceptarnos por el momento. Esperan tal vez que les conduzcamos hasta el escondrijo del Lanza.

—¿Cómo saben ellos que tenemos el Lanza?

—No lo saben, pero lo suponen. Saben que un helicóptero no ha podido venir volando desde la Tierra a Venus. El piloto de ese «platillo» es un tipo listo. Desprecia la pequeña presa en espera de una captura mayor.

—¡Entonces estamos perdidos!

—Todavía no. Tenernos nuestros cohetes. Pon el aparato volando hacia atrás, encabrita la proa un segundo y dispara todos los cohetes a la vez.

—¿Crees que servirá para algo?

—Tenemos que intentarlo todo.

George Paiton hizo girar el aparato, de tal modo que este continuó volando a igual velocidad, pero hacia atrás.

—Sube mil metros, encabrita el aparato hasta entrar en pérdida y dispara —le ordenó Miguel Ángel Aznar. Paiton dio más gas a los motores. El helicóptero empezó a ascender rápidamente. Aznar vigilaba el altímetro radar.

—¡Muy bien, ahora!

Paiton hizo encabritar la proa del helicóptero al mismo tiempo que apretaba el botón disparador en el pomo de la palanca.

Seis grandes cohetes salieron como flechas dejando atrás sendos penachos de llamas.

—Cuidado, George, entramos en pérdida —advirtió Miguel Ángel.

El piloto abrió a fondo el gas y maniobró hasta poner de nuevo el aparato en horizontal. Hubo una breve espera cargada de ansiedad.

Un globo de fuego se encendió allá arriba, por encima de las nubes, y una fantástica luz verde-azulada, fría y deslumbrante, convirtió la noche en día por unos breves segundos.

—¡Una explosión atómica! —exclamó Bill Ley cerrando los ojos deslumbrados. La luz se apagó lentamente y la oscuridad pareció ser más densa en torno al helicóptero.

—¡Nos libramos de él! —exclamó George Paiton—. ¡Luego no son invulnerables a nuestras armas!

—¿Por qué tendrían que serlo? —repuso Aznar—.

También son máquinas, al fin y al cabo. Quizás nuestra ventaja haya estado en que ellos no estaban preparados para repeler un ataque con cohetes, o en que ignoraban de qué armas íbamos a valernos.

¡Rápido, Paiton, llévanos a la ciudad, antes que acuda algún otro «platillo» y nos sacuda a nosotros!

Veinte minutos más tarde el helicóptero se posaba en el fondo del valle. Desde la ciudad bajaban por la ladera centenares de antorchas a recibir al aparato, pero los terrícolas no tenían tiempo que perder. La portezuela fue abierta y Miguel Ángel Aznar estrechó rápidamente la mano a cada uno de sus amigos; Alar, Duria, Tarfe, Zarich, Azrof, Norl y el veterano Arzah.

—Vosotros poseéis armas para combatir a los thorbod —dijo Alar reteniendo la mano del español—.

¿Por qué no os quedáis con nosotros hasta que vengan vuestros ejércitos victoriosos?

—No podemos, amigo mío. Nuestras armas, aunque poderosas, no bastan para combatir al thorbod, no son suficientes. Esperad tres o cuatro años. En tres años llegarán nuestras aeronaves con un poderoso ejército que os librará de los thorbod.

—¿Volveréis?

—Volveremos, te lo prometo —dijo Miguel Ángel apretando la mano del joven saissai. Alar retrocedió agitando las manos, la portezuela se cerró de golpe y los motores rugieron tirando del aparato hacia arriba. El helicóptero pasó sobre la gran muralla ciclópea y voló en busca del gran río. Miguel Ángel Aznar utilizó la radio para comunicar con el Lanza.

Obtuvo respuesta instantánea, señal evidente de que sus amigos estaban a la espera de su llamada.

—¡Miguel! —llamó la voz angustiada de Bab—. ¿Estás bien?

—Todos estamos perfectamente. Regresamos con un prisionero thorbod. Tened lista la plataforma de aterrizaje y los motores del Lanza encendidos para despegar inmediatamente. Un platillo volante nos siguió y tuvimos que derribarlo. Pero pueden acudir otros.

—Está bien, Aznar, entendido —dijo la voz de Harry Tierney—. Voy a encender los motores. La plataforma estará iluminada y lanzaremos una bengala para indicaros el lugar. No cierre la comunicación, estaremos en contacto.

Poco después veían una luz de bengala que estallaba a gran altura y descendía lentamente colgando de un paracaídas. George Paiton condujo con mano segura el helicóptero hasta situarlo sobre el bosquecillo. La gran plataforma estaba iluminada con balizas rojas pero además podían distinguir las llamas que salían por las toberas de los cuatro poderosos motores.

El helicóptero se posó sobre la plataforma y Paiton apagó el gas.

—Bueno, ya estamos en casa —suspiró Bill Ley mientras todavía giraba el rotor por efectos de la inercia.

Paiton plegó primero la cola del aparato, y a continuación las palas del rotor.

—Vale, ya pueden bajarnos —anunció Miguel Ángel por radio.

El montacargas descendió velozmente y sobre sus cabezas se cerraron las grandes compuertas del techo. Inmediatamente sintieron el tirón de los poderosos motores del Lanza.

Miguel Ángel Aznar abrió la portezuela, saltó y se encontró entre los brazos de su esposa.

—¡Miguel, querido… cuanto miedo he pasado! —exclamó la joven. El la estrechó con fuerza besándola en los labios.

—También yo tuve miedo, Bab —confesó. Y no dejaré de tenerlo hasta que nos encontremos a diez millones de kilómetros de este condenado planeta.

El Lanza, con los cuatro motores apuntando hacia Venus, se elevaba con velocidad creciente. Las largas llamas de sus motores fueron vistas desde Abasora, donde una multitud, triste y nostálgica, les despedía agitando manos y antorchas.

—¡Hasta pronto, amigos! —gritó el joven Alar.

Las largas llamas de la aeronave se iban desvaneciendo entre las nubes. Se fueron desvaneciendo y finalmente dejaron de verse. El Lanza volaba ya rumbo al planeta Tierra.

FIN.

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