El planeta misterioso (12 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El planeta misterioso
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—¿Qué han visto? —preguntó Harry Tierney a Aznar.

—Poca cosa. Hay una especie de muralla cerrando el valle, y una ciudad detrás del muro, en la falda de un cerro. Sale mucho humo de la ciudad pero no se aprecian llamas que indiquen un incendio. ¿Qué dicen este par de mozos? —preguntó Aznar señalando a los saissai.

—No resulta fácil entenderles. Parece que los thorbod son sus enemigos ancestrales, que vienen con alguna frecuencia aquí y se llevan a muchos saissai para obligarles a trabajar en otra parte, probablemente en alguna mina…

Miguel Ángel se puso a observar a sus prisioneros, los cuales empleaban una mímica bastante expresiva en sus esfuerzos por hacerse entender. «Trompa larga y orejas puntiagudas, grandes ojos así de redondos». Estos debían ser los thorbod u Hombres Grises.

«Humo o gases… todos dormidos. Los thorbod cogían algo del suelo y lo cargaban como fardos. Luego se marchaban. Acción de manejar un pico… de manejar una pala… acción de empujar algo como vagonetas». La interpretación, salvo algunas lagunas oscuras, podía ser ésta:

Los thorbod llegaban, arrojaban bombas de gas nervioso que dejaba dormidos o paralizados a los saissai. Los cargaban y se los llevaban lejos a trabajar en unas minas.

—Parece lógico —comentó Miguel Ángel Aznar—. Los thorbod deben ser pocos en numero, y aunque poseen tan alta técnica, superior incluso a la nuestra, no disponen de medios, de materias primas ni de mano de obra para desarrollarse. En mi opinión, los thorbod proceden de algún lejano mundo. Llegaron de otra galaxia tripulando sus «platillos volantes» o alguna otra astronave mayor y se establecieron en Venus después de haber explorado las posibilidades de otros planetas de este sistema, como la Tierra y Marte. Pocos en número, tal vez solamente un millar, se encontraron al llegar aquí con que tenían que rehacer su industria empezando desde abajo. Abrir minas, fundir el hierro, levantar fábricas… y para ello cuentan con la mano de obra nativa. ¿Usted qué opina, profesor?

—Bueno —farfulló el profesor Stefansson—. Siempre he sido de la opinión de que los thorbod eran oriundos de Venus, pero puedo haber estado equivocado. Si thorbod y saissai hubiesen nacido al mismo tiempo en Venus, la raza más débil tendría que haber sucumbido hace tiempo ante la más inteligente y mejor dotada, y los saissai no hubiesen llegado a existir siquiera como pueblo organizado. Pero los saissai tienen sus ciudades, su propia lengua y su cultura, lo cual nos lo presenta como un pueblo que siempre fue libre.

—Siga hablando a los saissai, profesor —dijo Tierney—. En cuanto podamos empezaremos a confeccionar un diccionario «saissai-inglés».

Toda la noche transcurrió en vigilia. Los platillo volante seguían vigilantes en el cielo, aunque ya no lanzaban bengalas. Poco antes del amanecer los platillo volante que habían aterrizado despegaron verticalmente, se reunieron en cerrada formación y desaparecieron volando en dirección Norte. Entre las luces del alba se escuchó el ronquido de los motores de las lanchas que regresaban. Pasaron por delante del escondrijo del anfibio, muy hundidas a causa del peso que cargaban, y una tras otra desaparecieron.

—¿Fueron quince? —preguntó Miguel Ángel.

—Sí.

—Entonces regresaron todas. Creo que podemos continuar y acercarnos a ver que ha ocurrido en la ciudad —dijo Aznar.

El motor del anfibio dejó oír su rugido característico, las hélices batieron el agua y la embarcación abandonó el que había sido su escondrijo toda la noche para navegar de nuevo remontando la corriente.

Capítulo 7

U
na muralla ciclópea de dieciocho metros de altura, formada por sillares de cinco metros de lado por tres de altura, se extendía a lo largo de doce kilómetros cerrando la entrada a un valle de veinte kilómetros de profundidad.

Tres arcos sucesivos daban paso al río, pudiendo verse otros dos más angostos en tierra firme, uno a cada lado del río, pero los terrícolas optaron por utilizar la vía fluvial pasando bajo el arco central. La muralla resultó tener quince metros de espesor, y aunque se advertía el deterioro causado por el paso de los siglos, eran de admirar tanto sus proporciones como la perfecta colocación de los sillares y el problema en sí que habría supuesto para sus constructores el tallar, transportar y colocar en su sitio aquellas piedras tan enormes.

La muralla carecía de almenas y no daba la impresión de haberse construido para detener a un posible enemigo. Esto no tenía sentido en un país donde la caballería aérea, montada en gigantescos «pterodáctilos» era capaz de salvar las murallas más altas.

—Los antiguos debieron construir esta muralla simplemente para impedir el paso de las manadas de grandes dinosaurios —opinó el profesor Stefansson.

El anfibio salió del arco, que era largo como un túnel, y los expedicionarios miraron sorprendidos a su alrededor el hermoso valle que se extendía ante sus ojos.

El valle era de una belleza extraordinaria y casi utilizable en toda su amplitud, pues las laderas se elevaban verticalmente, formando altas paredes inaccesibles, y el suelo subía con poca pendiente. Como en cualquier parte de Venus, la roca no era visible en la forma descarnada que solía darse en los lugares áridos de la Tierra. Los árboles, las plantas y el musgo lo cubrían todo de verdor. Frecuentemente, desde las alturas inaccesibles de los riscos, se despeñaba una cascada que formaba un riachuelo que iba a engrosar el caudal del río.

La ciudad se levantaba a la derecha, unos cinco kilómetros valle adentro, encaramada sobre la ladera roqueña de una montaña, formando escalones sucesivos. Esta posibilidad de ofrecerse a la vista en planos a distinta altura le daba un pintoresquismo excepcional.

Era una ciudad muy grande, capaz tal vez para quince o veinte mil habitantes, y en su arquitectura recordaba la de las antiguas ciudades romanas, con edificios de piedra, profusión de columnas y calzadas empedradas.

Considerando el clima húmedo de Venus era lógico el empleo exclusivo de la piedra como elemento de construcción, ya que era e! único material capaz de resistir a la humedad. La madera allí debía de pudrirse sin llegar a secarse.

La localización de la ciudad en la falda de la montaña también debía deberse a un concienzudo e inteligente cálculo. La roca ofrecía un buen asentamiento para los cimientos, sin el riesgo de los deslizamientos de tierra, y por otra parte, las calles en pendiente, eran lo mejor para un eficaz y rápido drenaje, mirando la frecuencia con que llovía en este planeta.

La ciudad, según los saissai, se llamaba Abasora.

Desde la muralla, dos calzadas empedradas de grandes losas se dirigían hacia el interior del valle, una por cada ribera del no. Otros caminos más estrechos, igualmente empedrados, venían de los extremos del valle a unirse a estas dos carreteras principales.

Por la derecha, la calzada iba subiendo y apartándose del río para acceder a la ciudad. El anfibio abandonó el río, cruzó a campo través hasta alcanzar la calzada, y corrió por esta en dirección a la ciudad. Poco después veían un pterodáctilo muerto junto al camino. Encontraron otros reptiles voladores más adelante, la mayoría muertos, y algunos heridos que no podían volar.

El valle, que daba la impresión de estar densamente habitado, aparecía curiosamente desierto. Las rodadas en las rocas de la calzada indicaban que los saissai utilizaban alguna clase de carros de llantas metálicas, pues sus huellas estaban marcadas en la piedra. Un kilómetro más adelante vieron los animales que los nativos utilizaban como bestias de tiro una especie de rinocerontes cubiertos de grandes corazas óseas paciendo mansamente en la ladera de la montaña.

Cerca de la ciudad el vehículo se detuvo. Tierney era de la opinión de dejar marchar a los prisioneros para que estos se les anticiparan y tranquilizaran a la gente de la ciudad respecto de las intenciones de los extranjeros.

Visiblemente decepcionados, los dos indígenas saltaron a tierra, lanzaron una última mirada al vehículo y echaron a correr.

—Si cuando regresemos a la Tierra contamos todo lo que nos está ocurriendo, nadie nos va a creer —dijo Bill recargando su cámara de cine.

—La mejor forma de que nos crean es llevar con nosotros un Thorbod, o un par de ellos —respondió mister Tierney.

—Pero pillar a un Thorbod de la oreja y embalarlo en un cajón no va a ser cosa fácil —argumentó Bill.

—De cualquier forma tenemos que hacerlo —aseguró Tierney.

El calor era agobiante. Los terrícolas esperaban con impaciencia los acontecimientos, y estos no tardaron en producirse. Una muchedumbre apareció entre las últimas casas de la ciudad y se dirigió resueltamente hacia el lugar donde estaba el vehículo anfibio.

Al frente del grupo, con una docena de ancianos, venía Doria. La mayoría de la gente vestía de cuero de dinosaurio. Solamente algunas mujeres, y los ancianos como probable distintivo de su rango, vestían túnicas de un tejido grueso y basto, parecido a arpillera.

Miguel Ángel puso el motor en marcha e hizo avanzar al anfibio un centenar de metros. La muchedumbre se detuvo amedrentada. Duria hablaba animadamente con los ancianos. Finalmente Duria avanzó solo.

—Venir —dijo haciendo señas imperiosas a los terrícolas—. Venir.

Harry Tierney, Thomas Dyer y el profesor Stefansson saltaron a tierra y siguieron al saissai, reuniéndose con los ancianos que se habían adelantado a recibirles y les saludaban con repetidas inclinaciones al estilo oriental.

La conversación fue larga, casi de media hora. Finalmente Tierney hizo señas a Miguel Ángel para que les siguieran. El español cuso el anfibio en marcha y siguió al grupo. La muchedumbre se abrió respetuosamente a ambos lados de la calle, permitiendo que la rezongante máquina siguiera a marcha lenta detrás del grupo formado por los ancianos y los representantes terrícolas. Luego la multitud cerró detrás del vehículo, siguiéndole de cerca, especialmente los chiquillos.

La ciudad era muy bella, con calles anchas totalmente empedradas, y amplias aceras porticadas que resguardaban a los transeúntes de la lluvia. Estando la ciudad edificada sobre la falda roqueña de la montaña, las calles principales formaban sucesivos escalones estando unidas entre si por otras calles en pendiente, algunas con escalinatas.

Los edificios, de sobria arquitectura, estaban construidos de sillares de piedra unidos con argamasa y tenían anchos portales, aunque sin puertas. Grandes cortinas de cuero, y de canutillo en las ventanas, permitían el libre juego del aire en esta ciudad calurosa.

Dominaba cierto olor a establo, indicio cierto de la existencia de animales domésticos, especialmente bestias de tiro y pterodáctilos, que los nativos llamaban dracos. Más tarde, los terrícolas sabrían que el pterodáctilo era un animal esencial en la vida de la nación saissai, muy superior en rendimiento al caballo terrícola, pues permitía a los nativos volar grandes distancias en un país donde no existían carreteras, y donde el construirlas y mantenerlas habría representado un esfuerzo que estaba lejos de las posibilidades de este pueblo primitivo.

Los dracos solían tener su cuadra en el último piso de la casa, utilizando la azotea como plataforma para levantar el vuelo, así como para posarse en ella al regreso.

La comitiva, después de recorrer una larga calle y subir por otra en cuesta, llegó hasta una amplia plaza de forma semicircular. Aquí, una amplia escalinata conducía hasta una airosa columnata rematada por un largo friso rectangular.

Mientras el camión anfibio quedaba al pie de la escalinata, Harry Tierney, Thomas Dyer y el profesor Stefansson siguieron a los ancianos de la túnica por las escaleras hasta desaparecer entre las columnas. La muchedumbre se quedó en la plaza, rodeando al vehículo con curiosidad y respeto. Alar y Ouria alejaban a los más osados con aire autoritario.

Casi una hora tardaron en reaparecer los tres americanos acompañados de los ancianos.

—Síganos, Aznar —dijo Tierney haciendo una seña.

—¿Pero adonde demonios nos llevan ahora?

—No lo sé, pero no importa.

Refunfuñando, Miguel Ángel Aznar puso de nuevo el vehículo en marcha y siguió lentamente al grupo hasta una casa que no parecía distinta de las demás, excepto porque la gran cortina que cubría el portal era roja. Allí los ancianos se despidieron tras repetidas reverencias, y uno de los principales, el que hasta aquí parecía haber llevado la voz cantante invitó con un ademán a los terrícolas a entrar en la casa. En efecto, se trataba de una invitación del «Tadd» o magistrado de la ciudad para que fueran sus invitados.

—No podemos abandonar el camión en la calle —observó Edgar Ley al requerimiento de Tierney—. Estos salvajes lo desvalijarían.

Finalmente, después de gesticular un rato, el magistrado comprendió los deseos de sus invitados e hizo ademán para que el vehículo entrara también en la casa. Se apartaron las rojas cortinas de cuero y el anfibio entró por el ancho portalón hasta el interior de la casa, donde se detuvo ante un carro. Las cortinas volvieron a ser corridas, aislando a los extranjeros de la curiosidad de la muchedumbre que seguía afuera. Ciñendo sus pistolas, los tripulantes abandonaron el camión reuniéndose con sus compañeros. Todos juntos fueron introducidos en una habitación muy amplia e invitados a sentarse alrededor de una mesa de mármol.

La mesa era redonda, pulida en su superficie. Las sillas consistían simplemente en unos cilindros de granito con un breve respaldo que sólo alcanzaba a los ríñones.

Mujeres vestidas con túnicas de arpillera, algunas jóvenes y muy bonitas, sirvieron varias fuentes colmadas de carnes, verduras crudas y frutos exóticos. El Tadd tomó asiento a la mesa e indicó con un gesto que podían comer.

—¿De qué será esta carne, de dinosaurio? —murmuró Bill Ley mirando aprehensivamente el enorme pedazo de asado que acababan de ponerle delante en artística fuente de cerámica.

—Pruébala —le dije su padre—. Y si te gusta cómela sin preocuparte de su origen. Evidentemente, los saissai conocían el hierro, pues de este metal eran las llantas de sus carros, sus espadas y los cuchillos y tenedores que estaban sobre la mesa. De las sobrias paredes de piedra, entre algunas pieles de animales, colgaban lanzas, escudos de cuero y bronce, cascos y grandes ballestas. La carne era muy sabrosa y los terrícolas hacía casi dos meses que no comían carne fresca recién asada.

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