Sin un segundo de vacilación Miguel Ángel se arrojó entre las sarmentosas patas de aquel bicho. Las ramas le envolvieron a él también, enroscándole las piernas y los brazos. El joven probó a quebrar una de aquellas ramas, pero no pudo, pues eran elásticas como goma. Bab mientras tanto sollozaba.
—¡Miguel… Miguel!
—¡Calma, Bab… ten calma! —gritaba Miguel.
En este momento una de las ramas le rodeó el cuello, apretándole como los anillos de una pitón. Miguel Ángel conservaba la metralleta en la mano, mas por su experiencia anterior sabía que el monstruo era insensible a las balas. Tal vez, si te disparaba a aquellos bulbos… Haciendo un poderoso esfuerzo pudo acercar el cañón del arma a uno de aquellos globos cristalinos… apretó el disparador. El arma tableteó destrozando uno de los globos. El animal, o la planta, pues difícil era establecer su género, pareció sentir la herida… aflojando la terrible presión sobre la garganta de Miguel Ángel.
En este momento apareció Richard Balmer abriéndose paso entre el matorral. Empuñaba un hacha, la que mister Stefansson había traído consigo para cortar especímenes vegetales. También se había quitado la careta.
—¡Eh, tú, bicho…! —gritó Balmer—. Espera, que te voy a podar…
—¡Tírale al ojo, Richard! —le advirtió el español.
Balmer soltó un hachazo tremendo sobre el cuerpo del monstruo. Desclavó la hoja y tiró otro tajo fenomenal a la base del único bulbo que al bicho le quedaba sano. La prominencia ocular del monstruo saltó en el aire, limpiamente cortada de cuajo. El «animal» había quedado ciego. Balmer siguió manejando el hacha, cortando brazos aquí y allá hasta que el monstruo quedó prácticamente desarbolado. Bab primero, y Miguel después quedaron libres. El monstruo se arrastró por el suelo, buscando a ciegas la retirada. Balmer todavía le soltó un hachazo que casi hendió en dos al bicho.
En este momento llegaron Bill Ley y el profesor Stefansson.
—Buen trabajo, señor Balmer —dijo el profesor mirando las ramas esparcidas que todavía se contorsionaban.
—¡Bah, no tiene importancia! Partir leña siempre ha sido mi distracción favorita en la granja de mi abuelo —dijo Balmer.
Stefansson, pensativo, recogió una de las ramas que todavía se retorcían en el suelo.
—Salgamos de este maldito lugar —dijo Miguel Ángel. Junto al helicóptero, muy preocupada, esperaba la señorita Eiken.
—Mire esto, señorita Eiken —dijo e| profesor—. Observe el corte que Balmer hizo con el hacha. ¿Ño parece madera?
—¡Un animal planta! —exclamó Else von Eiken—. ¿Será posible que se haya cumplido en este planeta la predicción de Kenneth Heuer?
—¿Quién era Heuer, y cuál su teoría? —preguntó Bill curioso.
—Bueno, Heuer solo expuso la posibilidad de que en otros mundos el reino vegetal se hubiese desarrollado en formas superiores, capaces de sentir, de ver y quizás comunicarse entre sí.
—¡Vaya, solo nos faltaría encontrarnos en Venus un mundo de plantas que corren, piensan y hasta hablan!
—No hay que considerarlo como un disparate —dijo Else von Eike—. En principio, la célula vegetal y la animal no parecen tan distintas. Además sabemos que las plantas sienten. Investigaciones muy reciente han demostrado que las plantas poseen también células nerviosas sensitivas. Cuando cortamos una rama a un vegetal, el arbusto «siente» la amputación de alguna forma no precisada todavía. El profesor Stefansson contemplaba la rama que se retorcía en sus manos, dejando escapar una gota de líquido por el extremo cercenado.
—Es un vegetal, no cabe duda —murmuró. No se aprecian músculos ni tendones. Es una planta liberada del suelo, que se mueve, ve y reacciona bajo alguna clase de estímulo. Una forma evolucionada de estos vegetales podría haber alcanzado formas superiores, como los Hombres Grises, en cuyo caso los thorbod serían aborígenes de Venus y podrían haber desarrollado una cultura milenaria, incluso más adelantada que la nuestra. Me gustaría regresar y recoger uno de esos bulbos oculares…
—Ni lo piense, profesor —se negó Aznar rotundamente—. No me gusta pelear con unos bichos a quienes no afectan nuestras balas. Si la vida vegetal ha evolucionado en este planeta de tal suerte que se ha erigido en señor de su mundo, encontraremos otros especímenes muy pronto.
Los expedicionarios se acomodaron en el helicóptero, el cual levantó el vuelo en seguida emprendiendo el regreso remontando el río. Una hora después el aparato se dejaba caer sobre la plataforma, y replegando la cola y el rotor era introducido en el hangar.
Antes de entrar en el Lanza, los excursionistas se ducharon y lavaron con jabón en las duchas del hangar, en previsión a que se les hubiese adherido alguna bacteria peligrosa para la salud de todos. Vestidos con ropa limpia, entraron en el salón para dar cuenta de su viaje.
—¿A qué distancia calculan que se encuentra la emisora thorbod? —preguntó Tierney.
—A algo más de cuatro mil kilómetros, sin llegar a cinco mil —dijo Miguel Ángel Aznar, que era quien había realizado los cálculos—. Es difícil precisarlo con mayor exactitud, ya que siendo grande la distancia, tendríamos que habernos alejado más para situar los vértices de la base del triángulo lo más distanciados posible.
—Nos trasladaremos más al Norte —dijo Tierney.
Se hicieron los preparativos. El helicóptero y la plataforma lanza-cohetes fueron asegurados en la bodega, se cerró la compuerta y, después de haber almorzado, el Lanza puso en marcha sus motores y despegó verticalmente arrumbando al Norte.
A 800 kilómetros por hora de velocidad, la aeronave sobrevoló la altiplanicie, que era enormemente extensa. El radar detectó una cordillera que, como un muro formidable, se elevaba frente al Lanza ocultando sus cumbres en las nubes, a más de ocho mil metros de altura.
Elevándose continuamente la nave alcanzó la cota de los 8.600 metros. A partir de este punto el altímetro-radar denunciaba un descenso muy brusco de la altura, y ningún obstáculo por delante. Un largo planeo de 2.000 kilómetros llevó al Lanza a una altura de 3.500 metros. A los tres mil se apartaron bruscamente las nubes y la pantalla de televisión mostró un espectáculo sorprendente de grandes bosques que cubrían una serie interminable de pequeñas cordilleras orientadas de Sur a Norte.
—¡Coníferas! —se oyó exclamar al profesor Stefansson a través del circuito telefónico interior—. Esa elevada cordillera que hemos dejado atrás debe servir de muro de contención para las nubes cargadas de lluvia que ascienden desde el Ecuador venusino. El vapor se condensa en lluvia al chocar contra la cordillera. Eso hace que en la vertiente meridional sean abundantes las precipitaciones, dando origen a enormes ríos que retornan las aguas al océano. En cambio, de este lado de la gran cordillera, el clima debe ser más seco y, en general, más benigno.
Más adelante, la taiga venusina cedió el paso a una dilatada pradera de suelo suavemente ondulado, donde la alta hierba ondulaba al viento como las olas de un oscuro mar.
Volaban muy bajo, a menos de mil metros de altura, y apenas a 500 kilómetros por hora, haciendo un gasto extraordinario de combustible.
Por debajo del Lanza vieron unas grandes aves de color oscuro y vuelo lento y pesado.
—¡Pterodáctilos! —exclamó Stefansson regocijado—. ¡Reptiles voladores correspondiente a la Era Secundaria de nuestra Tierra! ¡Ah, miren allá, miren! …
Algo se movía en la pradera. Grandes masas oscuras levantaban sus largos cuellos al paso rugiente de la aeronave.
—¡Dinosaurios! ¡Grandes manadas de dinosaurios! —exclamó Else von Eiken regocijada—. ¡Qué gran parque natural para el estudio de la prehistoria!
Se sucedían los ríos y vieron nuevas manadas de gigantescos dinosaurios. Miguel Ángel Aznar echó una ojeado a la olvidada pantalla de radar. Un punto luminiscente brillaba en el negro cristal después de cada barrido de la antena giratoria.
—¡Atención, contacto radar! —gritó sobresaltado. Harry Tierney abandonó de un salto su asiento y vino a mirar.
—¡Sólo doscientos kilómetros! —exclamó alarmado—. ¡Rápido, busque cualquier sitio donde aterrizar!
Miguel Ángel detuvo la aeronave en el aire al tiempo que descendía.
En la pantalla radar el eco seguía fijo en el mismo lugar. Al parecer no se movía, pero esto no significaba nada. Si se trataba de un platillo volante thorbod, este podía haberse parado para investigar a su vez el «eco» que el gigantesco Lanza daría en aquel radar. El español vio un río caudaloso a su izquierda, y entre éste y una pequeña cordillera un bosque con algunos claros. Poco después el Lanza descendió suavemente en un claro del bosque.
V
estidos de nuevo con sus trajes anti-contaminación, protegidos con las caretas, Tierney, Aznar, Paiton, los dos Ley y el ingeniero Dyer salieron provistos de hachas y sierras para cortar ramas con lasque cubrieron totalmente la aeronave.
Siendo el LANZA de grandes dimensiones les ocupó varias horas enmascararlo. Mientras, a bordo, Richard Balmer permanecía atento al radar. En el laboratorio, el profesor Stefansson, auxiliado por Else von Eicken, analizaba cuidadosamente muestras de tierra y del agua del río inmediato.
La tarde duró mucho, lo que hacía suponer que se encontraban en el hemisferio venusino donde reinaba el verano. Muy cansados, los improvisados leñadores regresaron a bordo para comer y acostarse.
—No hemos encontrado diferencia apreciable entre las bacterias de este mundo y las de la Tierra —informó el profesor Stefansson—. Claro que pueden existir otras, así como insectos que todavía no hemos analizado en nuestros microscopios, pero en general, yo diría que Venus es perfectamente habitable para el hombre.
Richard Balmer, a su vez, rindió informe de sus observaciones:
—El objetivo que produce esa señal en nuestra pantalla de radar debe encontrarse a unos doscientos y pico kilómetros en dirección Norte, y no se mueve. Es curioso, pero su eco es muy fuerte, demasiado diría yo para tratarse de una antena de radio.
—Tendremos que investigar de qué se trata aproximándonos por tierra. Hacerlo con el helicóptero sería demasiado expuesto —apuntó Miguel Ángel Aznar—. El río parece discurrir en la misma dirección más o menos en que nos llega esa señal de radar. Podríamos navegar río abajo con gran economía de combustible, utilizando solamente el camión anfibio, y esperar a la noche para intentar una aproximación por tierra. Se adoptó el acuerdo de hacerlo como Aznar proponía, y aunque todos estaban cansados, todavía prolongaron mucho la sobremesa, estudiando el equipo, y en especial las armas que convendría llevar. La mayoría deseaba formar parte de esta expedición, pero era obvie que algunos tendrían que quedarse guardando el LANZA.
Finalmente se decidió que formarían la expedición Harry Tierney, Miguel Ángel Aznar, Edgar y Bill Ley, Thomas Dyer y el profesor Stefansson.
A la mañana siguiente, apenas se hizo de día y después de haber desayunado, el vehículo anfibio fue sacado de la bodega por medio del montacargas. Este vehículo, provisto de hélices para la navegación, y de orugas para la propulsión terrestre, estaba además blindado a proa y a popa. En el centro del vehículo, sobre una pequeña plataforma, se levantaba una torreta blindada con una ametralladora antiaérea de 20 mm.
Había otra ametralladora más pequeña a proa, junto al puesto del conductor. El vehículo era propulsado por un potente motor que utilizaba el mismo combustible que los motores del LANZA; es decir, habría podido operar igualmente en la Luna, o en un Venus en cuya atmósfera no existiera una partícula de oxígeno. Este era un combustible sumamente caro, pero a cambio tenía la ventaja de su gran poder energético. Con menor cantidad de combustible, el vehículo podía recorrer una distancia mayor.
El anfibio se puso en marcha rodando sobre sus cremalleras serpenteó entre el bosquecillo aplastando las altas hierbas, alcanzó el río y se metió en la corriente. En este elemento el anfibio se manejaba como una embarcación.
A un cuarto de su potencia, el motor impulsaba a la embarcación a 20 nudos. El profesor Stefansson echó al agua un anzuelo con cebo artificial, en la esperanza de capturar algún pez que le diera una pista sobre el desarrollo de la fauna en aquel planeta.
El bosque se deslizaba por la derecha de los expedicionarios, en tanto que por la izquierda se extendía la pradera con sus altas hierbas removidas por el viento. El viento hacía aletear también también la lona pintarrajeada que, para camuflar la embarcación, habían dispuesto a modo de toldo. Mientras esperaba a que los peces picaran, el profesor, de pie en la torrecilla de la ametralladora antiaérea, oteaba la pradera con los prismáticos.
Transcurrida una hora, Bill Ley lanzó un grito que sobresaltó a todos:
—¡Corra, profesor, algo ha picado!
El profesor acudió y entre los dos tiraron del sedal. Pero la pieza debía ser muy grande, requiriendo los esfuerzos de Edgar Ley y el ingeniero Dyer para sacarla del agua.
Lo que finalmente quedó dando coletazos en el fondo de la embarcación era un pez de medio metro de longitud, rechoncho, de cabeza aplastada y todo él recubierto de fuertes escamas óseas.
—Un pez acorazado —murmuró el profesor—. Existieron también en los mares y ríos en la Tierra en la Era Secundaria.
—En ese tiempo no había aparecido todavía el hombre, ¿verdad? —preguntó Bill Ley.
—No, y todavía tardaría millones de años en aparecer.
—¿Por qué, entonces, se han anticipado en tantos millones de años los Hombres Grises a los humanos como nosotros?
—Es difícil saberlo. Se supone que toda la vida en nuestro planeta surgió del mar. Primero en forma de seres unicelulares, algunos de los cuales alcanzaron hasta diez centímetros de diámetro, luego en formas más complejas; caracoles, crustáceos, y finalmente peces. Pero mucho antes, el reino vegetal, de formas más simples, había cubierto ya la Tierra de múltiples especies. Si los Hombres Grises tienen su origen en el Reino Vegetal, es lógico que estos alcanzaran la plenitud de su desarrollo en un tiempo más corto.
—Eso quiere decir que los Hombres Grises pueden ser millones, es decir, demasiado numerosos y fuertes para que nosotros podamos destruirles nunca, en el supuesto de que se entablara una guerra entre planetas.
—Pudiera ser así, muchacho. Pudiera ser —murmuró el profesor.
Una hora después, la pequeña cordillera que corría junto al río terminaba en una serie de pequeños collados poblados de bosque. El río describía una amplia curva a través de la pradera. El profesor había regresado a su atalaya de la torreta. Tiempo después gritaba extendiendo su brazo: