—¿De qué hablaron todo el tiempo que estuvieron dentro de aquel templo? —preguntó Miguel Ángel Aznar a Harry Tierney.
—No era un templo, sino algo parecido a la Corte. Esta no es la única ciudad saissai, sino que existen muchas otras, si bien ésta parece ser la principal. Estas ciudades están constituidas en repúblicas independientes, con un magistrado o «Tadd» que se elije por sufragio popular por un determinado período de tiempo. Esto al menos es lo que entendimos.
—¿Qué ocurrió la noche pasada con la visita de los thorbod?
—Parece que no es la primera vez que los thorbod vienen por aquí. Esta era hace años una ciudad muy populosa, pero los thorbod han venido efectuando razias periódicas, llevándose como esclavos a los hombres más robustos. Se los llevan a trabajar en sus minas. Si usted se fija observará cuan pocos hombres jóvenes quedan en la ciudad. La mayoría son mujeres y niños. O ancianos como el Consejo que nos recibió.
—Pues es raro que no advirtiéramos señales de batalla, a excepción de unos cuantos pterodáctilos muertos o heridos.
—Los thorbod, como las otras veces, se presentaron inesperadamente cuando la ciudad dormía. Desde sus platillo volante arrojaron sobre la ciudad un «humo azul» que deja la población paralizada.
—¿Gases nerviosos? .
—Seguramente. Los saissai no podían moverse, pero si ver y oír. Debió ser terrible. Al darse la alarma todos despertaron. Luego todos quedaron paralizados, viendo como los thorbod se movían a su alrededor. ¡Imagínese el espanto de los niños y las mujeres! Los thorbod son muy temidos aquí. Escogieron a placer los ejemplares que más les convenía, los encadenaron y esperaron a que sus prisioneros se fueran recuperando para llevarlos a sus barcazas.
—¿Desde cuándo viene ocurriendo esto?
—Desde hace cuarenta y siete años.
—Eso remonta la fecha a…
—Tenga en cuenta que son años venusinos —dijo el profesor—. El años de Venus tiene doscientos cincuenta y cinco días terrestres. En el tiempo de la Tierra eso representa treinta y tres años.
—O sea hacia mil novecientos cuarenta. ¡Esa es aproximadamente la fecha en que los «platillos volantes» empezaron a ser vistos en el cielo de la Tierra! —exclamó Miguel Ángel Aznar—_. ¿Se convence ahora, profesor? Los thorbod no nacieron en este planeta. Llegaron estableciéndose en Venus. Desde entonces, de manera sistemática, han estado utilizando la abundante mano de obra nativa para afianzar su presencia en nuestra galaxia.
—Es decir —concluyó Thomas Dyer—. Debemos considerar como un designio de la providencia que el profesor von Eicken viniera a la Tierney Aircraft y resolviera la fórmula que hizo posible el Lanza y este viaje a Venus. Ignoro qué grado de progreso hayan alcanzado los thorbod en estos treinta y tres años, pero estoy seguro que en un par de décadas más serán lo bastante fuertes como para que nadie pueda expulsarles de este planeta. Creo que debemos regresar a la Tierra y denunciar esta amenaza que pende sobre nuestras cabezas.
—¿Regresar ahora, cuando recién acabamos de llegar y apenas empezamos a conocer pormenores sobre las actividades de los thorbod en este planeta? —protestó Miguel Ángel. El ingeniero se volvió hacia Harry Tierney.
—Usted es el jefe de esta expedición, señor Tierney. ¿Qué se propone hacer?
—Creo que debemos aprovechar que estamos aquí para averiguar algo más respecto a los thorbod. Debemos sonsacar a los saissai cuanto sepan acerca de esa extraña raza, y para eso hace falta conocer mejor la lengua saissai. Tendremos que aprenderlo. Mientras, haremos venir hasta aquí el Lanza.
—¿Y arriesgarnos a que los thorbod nos descubran con su radar?
—Yo no creo que ellos tengan siquiera una instalación de radar en Venus. ¿Para qué? Sus «platillos volantes» nos visitan con frecuencia, conocen nuestro idioma, escuchan nuestra radio y están enterados al día de cuanto hacemos o nos proponemos hacer. Saben que todavía habrán de transcurrir unos años hasta que la primera astronave tripulada por terrestres llegue a Venus, y mientras tanto permanecen tranquilos.
—Pero sus «platillos volantes» se están moviendo continuamente de un lado a otro, y estos sí utilizan el radar para volar a través de las nubes. Un encuentro casual con uno de sus aparatos bastaría para arruinar nuestros planes —objetó Dyer.
—Realmente —dijo Miguel Ángel-es un riesgo que debemos tener en cuenta. No podemos exponernos a un encuentro casual con los «platillos volantes», como pudo haber ocurrido anoche, si en lugar de venir por el río lo hacemos volando en el helicóptero. Para mí, el Lanza está bien escondido allí. Haremos venir a nuestro helicóptero volando a ras del suelo, de forma que no sea fácil descubrirlo, aún en el caso de que hubiera algún aparato thorbod volando por los alrededores. El helicóptero puede recorrer en una hora lo que navegando necesitamos todo un día.
—Mas para hacer venir a nuestro helicóptero tendremos que utilizar la radio, lo cual también implica un riesgo, aunque utilicemos distinta longitud de onda que los thorbod.
—Bueno, en todo caso será un riesgo muy pequeño.
—No tenemos necesidad de utilizar la radio —dijo Bill Ley—. ¿No hemos visto a esos valientes saissai montar en sus horribles pajarracos? Yo podría aprender a montar en uno de esos bichos y llegar con un guía hasta el Lanza.
—Es una gran idea —aprobó Miguel Ángel—. Esa caballería aérea puede prestarnos inestimables servicios. Creo que todos deberíamos probar a montar esos pájaros.
—Se trata de reptiles, señor Aznar, no de pájaros —corrigió el profesor Stefansson.
—Tanto da. Si vuelan, para mí son pájaros.
En este momento entró en la habitación una joven de ojos graciosamente oblicuos, la cual dirigiéndose al Tadd le transmitió algún recado.
El Tadd se puso en pie como dando por terminado el banquete. Los invitados también abandonaron sus asientos. El magistrado entonces se dirigió a ellos con un largo parlamento del que nada entendieron los terrícolas. Sólo al final, cuando en su lengua dijo:
—Vengan ustedes con los saissai.
—¿Dónde querrán llevarnos ahora? —murmuró Edgar Ley.
—Probablemente a otra recepción —dijo Miguel Ángel—. Convendría que al menos un par de nosotros se quedaran aquí junto a nuestro camión. No dudo que esta gente sea honrada, pues ni siquiera tienen puerta en sus casas, pero hay en el camión demasiadas cosas que ellos podrían estropear con su curiosidad.
—Edgar, usted y Bill se quedarán aquí al cuidado del camión —dijo Harry Tierney. Todos los demás salieron de la casa siguiendo al Tadd de Abasora.
En el pórtico se hallaba reunido el Consejo de Ancianos en pleno. El resto de la calle estaba ocupada por una multitud de saissai hombres, ancianos, mujeres y niños. Los miembros del Consejo empuñaban largos báculos, y el Tadd de Abasora también tomó el suyo.
Con voz grave, el Tadd inició un cántico, al que inmediatamente se unieron más de dos mil voces formando un coro bien entonado. El Tadd se puso en marcha seguido del resto del Consejo. Harry Tierney, el profesor Stefansson, Thomas Dyer y Miguel Ángel Aznar siguieron al Consejo, al cual la muchedumbre dejó paso para permitirles situarse en cabeza.
—Esto tiene todo el aspecto de ser una rogativa —comentó Aznar.
—¿Tendrá algo que ver con aquella cúpula dorada que vimos anoche?
—Es posible, si la cúpula corresponde a un templo como parecía ser.
Dejaron atrás la ciudad y continuaron por una ancha calzada, ceñida a la ladera de la montaña. La carretera ascendía suave pero continuamente buscando los altos riscos cubiertos de musgo. La perspectiva que se dominaba desde este punto era impresionante, con aquellas paredes cortadas en vertical y exuberante vegetación creciendo entre las grietas de las rocas.
Por el fondo del valle se deslizaba el río en rápida corriente, y a ambos lados se extendían los bien cultivados campos de los nativos formando caprichosos cuadros con todas las gradaciones imaginables del verde. En lo alto, las nubes se enredaban en los picachos, y el espíritu quedaba suspendido a media altura entre la tierra y el cielo. La gente seguía cantando, a pesar del ejercicio y del calor reinante, húmedo y pegajoso. La calzada alcanzó el punto más alto sobre los acantilados que cerraban el valle, y los terrícolas vieron de nuevo la cúpula velada por la bruma. Empezó a Mover, pero nadie prestó atención al aguacero. Los nativos debían estar acostumbrados. Los terrícolas, que no lo estaban, casi agradecieron el frescor de la lluvia que les calaba de los pies a la cabeza. El terreno aquí era relativamente llano. La calzada salvaba con frecuencia pequeños arroyos que corrían a precipitarse al valle desde enorme altura. La cúpula dorada dejó de verse con la lluvia, pero reapareció al cesar el chaparrón. Parecía estar cerca, detrás de la próxima ondulación o más allá de aquellos árboles, pero por más que andaban nunca la alcanzaban.
La razón de esta ilusión óptica había que achacarla en parte a la bruma, pero sobre todo a las proporciones de la misma cúpula, las cuales era imposible de precisar sin puntos de referencia que determinaran sus auténticas medidas. Además de la cúpula dorada se veían ya las columnas que la sostenían y el largo mástil que, como un pararrayos, se proyectaba a gran altura como intentando agujerear las nubes. En cierto modo se parecía a la conocida silueta de la cúpula del Capitolio de Washington D.C. Luego vieron que la cúpula tenía por basamento otro edificio rectangular, sostenido a su vez por otra serie de columnas.
Cuando finalmente llegaron al pie del edificio, los terrícolas quedaron impresionados ante las majestuosas proporciones del templo.
Todo el monumento se apoyaba sobre una base de colosales sillares, a la cual se accedía por unas escalinatas de 15 metros. Sobre esta base se elevaba el primer cuerpo del edificio, sobre firmes columnas de 50 metros de altura y 8 de diámetro. Estas soportaban una plataforma con un largo friso de casi 300 metros de longitud, y por último, sobre esta plataforma, se levantaba el segundo cuerpo de columnas más esbeltas que sostenía en el aire una cúpula totalmente dorada de algo más de 125 metros de diámetro y 60 desde la base al punto superior del cual arrancaba el mástil o pararrayos.
En total, desde la plataforma de sillares a la cúpula, los terrícolas medirían más tarde 175 metros; 200 si se incluía la altura de la plataforma. Esto equivalía a la altura de un edificio de 66 pisos, suponiendo que cada piso tuviera tres metros desde el piso al techo.
Lo más sorprendente, sin embargo, era la cúpula.
—¡Una cúpula de oro! —exclamó el profesor Stefansson admirado.
—¿Cómo de oro? —gruñó Thomas Dyer—. ¿Cómo sabe que es oro?
—Sólo por una razón elemental, querido ingeniero —contestó el sabio con sorna—. Porque el oro es el único metal que no ataca la corrosión. Ningún otro material, en un clima húmedo como el de Venus, resistiría dos o tres mil años bajo la lluvia constante sin oxidarse.
—Pudiera ser de otro material… cerámica, por ejemplo.
—El musgo se agarraría a ese material, en cuyo caso la cúpula aparecería cubierta de verdín.
—Bueno, quizás los nativos la limpian con frecuencia —gruñó Dyer, cuya reconocida obstinación le había llevado a resolver los difíciles problemas que se le presentaron al construir los motores del Lanza para el combustible especial del profesor von Eicken—. En todo caso no creo que sea de oro. No hemos visto oro por ninguna parte, ni en los vestidos ni en las joyas de los nativos. Estoy seguro de que los saissai no conocen el oro.
El Consejo estaba ascendiendo la larga escalinata que conducía hasta la plataforma del monumento. Los terrícolas siguieron a los ancianos.
La hierba crecía entre los intersticios de los sillares que formaba la plataforma. Estos tenían la superficie muy rugosa, como acusando el paso de los siglos y la constante acción de los agentes atmosféricos, en especial la lluvia. También las gruesas columnas, para abarcar a cada una de las cuales harían falta diecisiete hombres con los brazos extendidos, denotaban su antigüedad. Algunas se hallaban bastante deterioradas, y todas picadas por la lluvia.
—Vamos dentro, tengo curiosidad por ver como resolvieron los antiguos el problema de las masas —dijo el ingeniero Dyer—. Casi no se explica cómo este edificio no se ha hundido bajo su propio peso. El interior del edificio era un bosque de grandes columnas de piedra separadas veinte metros una de otra. En el centro del patio columnado se formaba una rotonda, con una plataforma circular a la cual se accedía por unas escalinatas.
Dyer levantó sus sorprendidos ojos al techo y quedóse allí, con la boca abierta, contemplando las enormes vigas cuyos extremos se apoyaban en las columnas.
—¡Hormigón! —exclamó. ¡Las vigas son de hormigón armado… lo mismo que las losas que forman el techo!
Miguel Ángel Aznar, Harry Tierney y el profesor miraron al techo.
—Es decepcionante, ¿verdad? —dijo el profesor Stefansson.
—¡Decepcionante! —exclamó Dyer escandalizado—. ¿Qué dice usted? El edificio debe llevar construido por lo menos dos mil años. En esa época los romanos todavía construían sus puentes de piedra.
—Hay un contrasentido aquí, ¿no es cierto? —insinuó Harry Tierney.
—Lo hay —afirmó Dyer—. Curiosamente, los antiguos que construyeron este templo, nos llevaban idos mil años de adelanto en el conocimiento y cálculo de las estructuras de hormigón!
—¡Demonio! —exclamó Miguel Ángel—. Todo esto es muy raro, ¿no les parece a ustedes? No hemos visto trazas de hormigón ni en la muralla, ni en los edificios de la ciudad ni en los puentes. ¿Por qué sí aquí, y no en ninguna otra parte? ¿Es que los antiguos saissai conocieron el uso del hormigón, y posteriormente se perdió la noción de su empleo?
El Tadd de Abasora se había adelantado, ascendiendo solo las escalinatas de la rotonda con un hacha encendida en una mano y el báculo en la otra. Arriba, en el centro de la plataforma, directamente bajo la cúpula, se veía un enorme trípode sosteniendo un recipiente cóncavo.
El gran magistrado de Abasora miró a lo alto y pronunció un breve discurso. Luego aplicó la antorcha al cuenco, y de este brotó una gran llama, cuya humareda se llevó el viento hacia arriba, y luego a través de los huecos entre las columnas que sostenían la cúpula. La muchedumbre rompió de nuevo en cánticos. Terminado el canto, el Tadd de Abasora levantó sus brazo*, y mirando a lo alto de la cúpula hizo una invocación a sus antepasados para que éstos les libraran de la Bestia Gris y les devolvieran sanos y salvos a los hermanos saissai víctimas de la esclavitud y el látigo de los aborrecidos thorbod. Con referencia a los thorbod, esta fue la primera vez que los terrícolas escucharon el adjetivo de «bestias». Y era curioso, ya que los thorbod, al menos, estaban técnicamente, y tal vez culturalmente, mucho más avanzados que los venusinos.