Un hombre menudo, delgado, de largos y blancos cabellos, abandonó una mecedora en la sombra del porche. Era el profesor Louis Frederick Stefansson, que había sido jefe de la «Astral Information Office» en los tiempos en que tuvo lugar la famosa expedición al Tíbet en busca de los Hombres Grises de Venus.
—¡Profesor Stefansson! —exclamó Bab corriendo a coger las manos del viejo.
—¡Señorita Watt, qué sorpresa! —exclamó el sabio—. ¿Cómo está usted?
—Casada. Me casé con Aznar, aquel español testarudo que fue nuestro piloto en el viaje al Tíbet. Mírele, está aquí también.
—¡Ah, señor Aznar! Perdonen mi distracción, si no recuerdo yo mal, su boda fue… ¿cuándo fue la boda?
—Al regresar yo de la India y encontrarme de nuevo, con Bárbara Watt en Nueva York.
—Vamos, caballeros —dijo Harry Tierney—. Hace mucho calor aquí. Mejor entremos en la casa. Entraron en un espacioso salón que tenía puertas cristaleras sobre una terraza que daba directamente a la playa y al lago.
—¿Desde cuando está aquí? —preguntó Miguel Ángel al profesor.
—Llegué el sábado. El señor Tierney me invitó a pasar el fin de semana en su quinta. Hemos estado charlando de cosas muy interesantes.
—El profesor ha aceptado mi invitación de formar parte de nuestra expedición —dijo Tierney—. Tengo el propósito de hacer extensiva esta invitación al resto de los hombres que estuvieron con ustedes en el Tíbet; Richard Balmer, George Paiton y Walter Chase. Mis detectives están tratando de localizarles.
Tierney se sentó en un sillón frente a sus invitados.
—Siento que tenga que ser de este modo —dijo excusándose—, pero mientras permanezcan aquí tendrán que vivir en forzada reclusión. En lo que sea posible, no deberán mostrarse demasiado por ahí. Si algún periodista les identificara podría crearnos graves problemas. Ya hay demasiada gente que está en el secreto de este viaje a Venus. Un secreto compartido por muchos es difícil de guardar. Si trascendiera por algún resquicio lo que pensamos hacer, no tardaría en presentarse aquí la plana mayor de la NASA haciendo preguntas que no podríamos contestar.
—¿Hay ya una fecha fijada para la partida? —preguntó Miguel Ángel.
—Si. Venus, cuando se encuentra cerca de su conjunción superior, o sea detrás del Sol, dista de la Tierra más de doscientos cincuenta millones de kilómetros. Cuando está más cerca de la Tierra, en conjunción inferior, la distancia se reduce a sólo cuarenta millones de kilómetros. Tendremos que aprovechar las fechas de mínima distancia entre la Tierra y Venus para hacer más corto el viaje. Aún así calculamos que no invertiremos menos de 50 días en alcanzar a Venus. No disponemos de mucho tiempo para las muchas cosas que todavía tenemos que hacer.
—¿No está listo el Lanza para emprender el viaje?
Harry Tierney dijo que no lo estaba. Técnicamente el «Lanza P—50» podría emprender el vuelo a Venus en cualquier momento. Pero faltaba acondicionarle para un viaje interplanetario, para el que no estaba preparado.
No existían graves dificultades en cuanto a la puesta a punto del «Lanza». Todos sus problemas técnicos podrían resolverse. Era Venus la causa de los quebraderos de cabeza de Tierney. Para empezar, se sabía muy poco de Venus. Entre los detalles que le asemejaban a la Tierra podía citarse su masa, que era el 80 por 100 de la de la Tierra. La diferencia de gravedad apenas la notarían los astronautas. El diámetro de Venus era de 12.200 kilómetros, frente a los 12,750 de la Tierra. Su masa, de 5,1 también estaba próxima a la terrestre, que era de 5,7.
La observación de la superficie de Venus se veía impedida por un denso mar de nubes que rodeaban al planeta. Estas nubes estaban formadas sobre todo por nitrógeno, pero también se apreciaba la existencia de abundante anhídrido carbónico, además de trazas de vapor de agua, con tenues vestigios de oxígeno.
Como era sabido, los astrónomos realizaban análisis de la atmósfera de los astros, por muy lejos que estos se encontraran, sirviéndose del espectroscopio.
La luz, al atravesar un prisma, se descompone en la gama de colores del arco iris. Ahora bien; además de los colores que presenta el espectro, aparecen unas rayas luminosas, de posiciones determinadas, que varían con la clase de los cuerpos que intervienen en la refracción de la luz. Estas rayas estaban perfectamente estudiadas, y por ellas se podía conocer a distancia la composición de los gases. Por ejemplo, la luz del sol que reflejaba la superficie de Marte, atravesaba la tenue atmósfera de este planeta para llegar al espectroscopio de un observador situado en la Tierra, y este podía conocer los gases de que estaba formada la atmósfera de Marte.
Pero este procedimiento no era del todo válido para Venus. Las excelentes características reflectoras de Venus, cuyo «albeo» era más de las tres cuartas partes de la nieve (0,76) se debían a la existencia de una capa de «alto—cirrus» a gran altura, semejantes a las que se forman en la Tierra a una altura menor. Ello quería decir que la luz que se recibía en los espectroscopios terrestres era la reflejada por las altas capas atmosféricas, precisamente donde era menor el contenido de oxígeno.
—Parece que hay allí abundancia de anhídrido carbónico, pero no sabemos si encontraremos bastante oxígeno para respirar —dijo Tierney.
El profesor Stefansson contestó:
—La Tierra, en su evolución, ha pasado por periodos en los cuales la proporción de anhídrido carbónico era importante, y a pesar de ello prosperaron los animales y las plantas. Es más, los periodos glaciares de la Era Cuaternaria se explican por un notable aumento del anhídrido carbónico en nuestra atmósfera, y en esa época ya vivía el hombre. El anhídrido carbónico no es nocivo en sí. Simplemente, no sirve para respirar. En una atmósfera donde exista bastante oxígeno actúa como gas inerte.
—Este es nuestro problema —puntualizó Tierney—. A falta de datos fidedignos, no podemos programar nuestro plan de acción sobre supuestos. Debemos prepararnos tomando como base las alternativas más desfavorables o puede ocurrir que lleguemos a Venus y nos quedemos inmovilizados. Tierney explicó que tenía en proyecto llevar a Venus un helicóptero y un automóvil «jeep» u otro vehículo automóvil. Pero los motores de gasolina del helicóptero y el automóvil necesitaban oxígeno para la combustión. En otras palabras, no funcionarían en una atmósfera enrarecida con insuficiente proporción de oxígeno.
—Podríamos tal vez construir otros motores que, acoplados al helicóptero y al automóvil, funcionaran utilizando el mismo combustible que los motores del Lanza. Pero ¿podrá moverse un helicóptero en la atmósfera de Venus?
—¿Por qué no? —contestó el profesor Stefansson—. Con oxígeno o sin oxígeno, si su helicóptero puede hacer girar las palas del rotor, es de esperar que estas encuentren una atmósfera lo suficiente densa para favorecer el vuelo.
—Y de la velocidad del viento, profesor, ¿qué me dice usted?
—¡Ah! —murmuró Stefansson—. Esa es otra cuestión distinta. Depende del periodo de rotación de Venus. Los observadores no han logrado ponerse de acuerdo en esto, debido sobre todo a la dificultad de fijar un punto de referencia en la superficie del planeta. La mayoría de los astrónomos nos inclinamos por suponerle un tiempo de rotación sobre su eje de unas veintitrés horas aproximadamente. Otros opinan que Venus invierte en girar sobre su eje el mismo tiempo que tarda en dar una vuelta alrededor del sol. En este último caso habría un hemisferio de Venus vuelto siempre hacia el sol, en tanto que en el hemisferio opuesto reinaría la noche eterna. Esto originaría enormes diferencias de temperatura de un hemisferio a otro. El aire caliente de la zona tórrida tendería a «llamar» al aire frío del hemisferio opuesto, dando lugar a un continuo y violento huracán.
—Es decir —concluyó Harry Tierney—, ningún helicóptero podría volar en mitad de este huracán. En este caso tendríamos que valemos solo de nuestro automóvil.
Tierney se puso en pie para marcharse.
—Señor Tierney —dijo Miguel Ángel levantándose—. Usted me ha ofrecido un sueldo, pero todavía no hemos hablado de cual será mi cometido.
—Usted es aviador, señor Aznar. Por lo tanto cumplirá un cometido adecuado a sus aptitudes. Aprenderá a pilotar el Lanza.
—¡Pilotar el Lanza, yo! ¡Pero solo soy un aviador. Se necesitan meses, incluso años para formar un cosmonauta! No se si podré…
—Naturalmente que podrá, señor Aznar. Han pasado muchos años desde que el primer hombre hizo un vuelo orbital a bordo de una pequeña cápsula, y la astronáutica no ha dejado de progresar desde entonces. La imagen que el común de la gente conserva del cosmonauta clásico ha quedado tiempo ha desfasada. El automatismo ha desplazado al hombre dando entrada a la era de los computadores. Hoy día enviamos a Marte y a Venus sondas espaciales completamente automáticas. Las hacemos despegar, las dirigimos en vuelo o ellas mismas hacen las rectificaciones necesarias en su rumbo, nos envían fotografías y aterrizan por sí solas a doscientos millones de kilómetros de su base de partida. Usted me ha visto pilotar el Lanza, si bien en realidad solo hice que apretar unos cuantos botones.
—Usted tenía un piloto. ¿Qué ha ocurrido con él? —preguntó Aznar.
—Era un cosmonauta desechado de los cursillos de adiestramiento de la NASA. Un alto funcionario me lo recomendó y le acepté.
—¿No es un buen profesional?
—Sí lo es. No tengo quejas contra él como profesional. El, es decir McAllan, me ha estado chantajeando en las últimas semanas, amenazándome con hacer declaraciones a cierto periódico sobre las pruebas que estamos llevando a cabo en el Lanza. Finalmente he decidido despedirle.
—Pero si le despide él se vengará denunciando lo que estamos haciendo con el Lanza.
—A estas horas debe estar volando al Brasil con diez mil dólares en el bolsillo. Es posible que tenga que darle otros diez mil antes de que estemos preparados para despegar. No sé si realmente tiene algún periodista sobre la pista de nuestros propósitos. De ahí que tenga que insistir una vez y otra en que guarden la máxima reserva. Venga si quiere conmigo ahora, Aznar. Le enseñaré nuestro simulador de vuelo y recibirá las primeras nociones de astronáutica del profesor von Eicken.
Aquella misma mañana Miguel Ángel Aznar fue presentado a Thomas Dyer, el primer ingeniero de la factoría. Dyer era un hombre de cuarenta años, soltero, completamente calvo y propenso a la obesidad, aunque se cuidaba mucho y practicaba con asiduidad el tenis para mantenerse en forma. Dyer, pese a su apariencia poco llamativa, era el hombre que había diseñado los motores del Lanza. Actualmente estaba trabajando en el diseño de un motor turbina que, utilizando el mismo combustible revolucionario que el Lanza, pudiera acoplarse a un helicóptero convencional.
Thomas Dyer llevó a Miguel Ángel Aznar al laboratorio de la factoría, donde el profesor von Eicken estaba trabajando en el simulador.
El simulador de vuelo era un instrumento indispensable en el adiestramiento de los pilotos, y de hecho se construía antes que el prototipo a fin de estudiar todas las posibles reacciones que en vuelo tendría el avión original.
La cabina era una reproducción exacta de la del Lanza. Una computadora simulaba todas las condiciones que se darían en un vuelo real, desde las más elementales, como el cierre de las escotillas y el tren de aterrizaje, hasta las más complicadas, como la situación de ingravidez en que se encontraría el aparato a una altura determinada.
El Lanza había sido construido como un avión convencional. Sin embargo, el piloto tenía que olvidarse de todos los convencionalismos una vez el aparato hubiera ascendido a más de 50.000 metros de altura. Por encima de la atmósfera terrestre, donde no había aire, el Lanza tenía que dirigirse por medios completamente distintos al de un avión convencional. A esta altura ni los planos de sustentación ni los estabilizadores servían para nada. El aparato, convertido en cosmonave, tenía que dirigirse por medio de chorros de gases.
Aquí cobrará toda su importancia la particularidad de los motores del Lanza, capaces de girar sobre su eje y apuntarse en distintos ángulos. Con el motor de proa apuntando hacia abajo y el de cola apuntando hacia arriba, la aeronave empezaba a voltear como una campana. Pero si se apagaban los motores, el Lanza seguía volteando igual, porque en un medio sin aire, no existía freno alguno que lo detuviera. Entonces se hacía necesario un freno, proporcionado por los mismos motores pero en sentido inverso. Pero si el chorro aplicado en sentido inverso era demasiado fuerte, la cosmonave voltearía al revés. El piloto, por fortuna, no tenía que calcular a ojo qué impulso sería necesario para imprimir al avión un movimiento determinado. La computadora calculaba la fuerza y el tiempo necesarios, y además los aplicaba, teniendo el piloto solamente que apretar un botón.
Pronto Miguel Ángel Aznar se encontró inmerso en este mundo fantástico de las computadoras, metido horas y horas en el simulador de vuelo.
Ahora bien, el funcionamiento de una computadora se basaba en las matemáticas y la electrónica, y Miguel Ángel Aznar tuvo que estudiar de nuevo, a veces hasta altas horas de la noche, con las mismas inquietudes y anhelos que un colegial.
Llevaba Miguel Ángel tres semanas en Cleveland cuando un día, inesperadamente, vio llegar a Richard Balmer y George Paiton a la quinta de la playa.
Richard Balmer había sido el operador de radio y radar de Miguel Ángel Aznar en la expedición que les llevó al Tíbet siguiendo la pista de los Hombres Grises de Venus (1). En el mismo viaje, George Paiton era el copiloto.
No habían cambiado apenas. Balmer había aumentado un poco de peso, y Paiton era el mismo muchacho espigado de cabellos rubios y ondulados.
La sorpresa fue simultánea por ambas partes.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó Balmer—. ¿Ha sido usted, profesor Stefansson, quien nos hizo venir ocultándose bajo el falso nombre de Harry Tierney?
—No, se lo aseguro.
Ni el profesor ni Miguel Ángel sabían qué hacer, cuando la llegada del señor Tierney decidió el asunto. Tierney se presentó a sí mismo como autor de las cartas que ambos habían recibido, y a continuación habló a la pareja de su proyecto de volar hasta el planeta Venus en un intento por confirmar la existencia real de los Hombres Grises.
George Paiton y Richard Balmer cambiaron entre sí una mirada.
—El señor Aznar y su esposa, y el profesor Stefansson también, han aceptado tomar parte en la expedición —terminó diciendo Tierney.