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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

El planeta misterioso (16 page)

BOOK: El planeta misterioso
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El viento soplaba con fuerza por detrás, facilitando en gran manera el vuelo de los grandes reptiles. Cuando se encontraban a mitad del canal les alcanzó la noche. Sin embargo, para entonces, ya era visible el resplandor rojizo de los altos hornos y el alumbrado eléctrico de Pore.

Tarfe, en cabeza, volaba recto hacia aquel resplandor. Los que le seguían podían ver la sombra oscura de su predecesor contra el fondo iluminado del horizonte. Luego, ya más cerca, pudieron ver la baliza que sobre el acantilado señalaba a los barcos la entrada al estuario del río.

El acantilado se extendía como el lomo de un cachalote tierra adentro, y en este punto fueron a tomar tierra para conceder un descanso a los dracos. Sin embargo los animales no estaban apenas cansados.

—Vamos a proseguir —dijo Miguel Ángel al cabo de diez minutos.

Desde la costa a la entrada del valle se extendían 20 kilómetros de bosques, donde en caso de caer un «draco» no podría volver a remontar el vuelo. Pero el viento seguía soplando con fuerza y esto iba a ser de gran ayuda para el vuelo de los reptiles, quienes con nueve metros de envergadura recogían en sus grandes alas membranosas tanto viento como un velero.

Sirviéndose del acantilado como plataforma de despegue, los dracos se remontaron de nuevo batiendo sus grandes alas. El viento removía la masa arbórea del bosque produciendo un rumor impresionante. Volaba tan bajo que a veces los jinetes sentían el azote de alguna rama alta en los pies metidos en los largos estribos. Los dracos eran unos animales testarudos y tan sumamente perezoso que siempre volaban a la menor altura indispensable para sostenerse en el aire. Ni Miguel Aznar, ni Bill Ley ni Richard Balmer olvidarían nunca este vuelo en la noche, casi en tinieblas y sin más guía que un difuso resplandor reflejado en las nubes bajas cargadas de lluvia, temiendo a cada momento que su fantástica montura se precipitara sobre la copa de un árbol. La mole compacta de un cerro, en el extremo de la cordillera que ceñía el valle, se fue perfilando en la oscuridad. Allí arriba lucía un fanal rojo, en el extremo más alto de la torre metálica de los thorbod, probablemente como aviso a los «platillos volantes» que tuvieran que volar en la noche. El guía condujo su draco hacia el cerro.

Los nativos aseguraban que los dracos veían perfectamente en la oscuridad, aunque Aznar más bien pensaba que, al igual que los murciélagos, poseían una especie de radar, que les advertía de la presencia de un obstáculo, como también podían hacer algunos hombres ciegos de sentidos muy sensibilizados, entrenados para este fin. Los dracos batieron sus membranosas alas en un esfuerzo por ganar altura y volaron rozando las rocas de la ladera de la montaña. Aquí se separaron del grupo Richard Balmer y los dos saissai que iban a acompañarle en la voladura de la emisora de radio thorbod. Miguel Ángel Aznar y los restantes continuaron adelante por la vertiente occidental de la cordillera.

Por encima de las cumbres podían ver el resplandor rojizo, muy intenso ahora, de los altos hornos y las luces de la gran fundición que los Hombres Grises tenían en Pore. Todo el valle, a lo largo y a ambos lados del río, debía desarrollar una intensa actividad industrial. Cuando quedaban atrás las luces de la fundición, ya aparecían por delante los resplandores de la mina, donde los esclavos saissai trabajaban en turnos de día y de noche. Las montañas iban aumentando en altura y los dracos, perezosamente se ceñían al terreno como si siempre tuvieran las fuerzas justas para sostenerse en el aire. El guía, sagazmente, trataba de arrimarse a la ladera de la montaña para obligar a los pájaros a sostenerse en su esfuerzo.

De este modo, poco a poco, los jinetes estaban cada vez más arriba y más cerca de la cresta de las montañas. A Miguel Ángel Aznar ni a ninguno de sus compañeros se les habría ocurrido jamás esta treta, y fue entonces cuando comprendieron que nunca habrían podido llegar hasta aquí sin el concurso y la valiosa experiencia de sus compañeros saissai.

El resplandor de la mina quedó atrás y a su derecha. Delante todo era ahora oscuridad.

«Si estos buenos amigos nos abandonaran ahora, no sabría donde me encontraba», pensó Miguel Ángel con terror. También se preguntó si su guía lo sabría, y si no estaría tan desorientado como los demás. Pero como respuesta a este temor, un minuto después veía muy lejos, abajo y a su derecha, unos puntos de luz. Lejos, y a mayor altura por delante, vio otras luces que cruzaban en una línea el valle.

¡Habían salvado la cordillera y estaban a la vista de la presa!

—¡Muy buenos estos saissai! —exclamó Miguel Ángel agradecido.

Las luces que se veían en el fondo del valle debían ser las de la vía férrea que unía la planta hidroeléctrica con Pore. Las luces más juntas que cruzaban el valle de derecha a izquierda eran los focos sobre la coronación de la presa. ¡Habían alcanzado su objetivo!

Los dracos volaban ahora como al subir, ceñidos a la ladera y descendiendo poco a poco en dirección a la presa. Unos minutos después los cansados animales se dejaban caer sobre las rocas donde se apoyaba el extremo occidental del dique de cemento.

Rápidamente los jinetes se desembarazaron de los estribos y saltaron de la silla. Se reunieron en el mismo borde del peñasco, a dos o tres metros de altura sobre la coronación de la presa.

—¡Madre mía, creí que nunca llegaríamos aquí! —suspiró Bill Ley.

—Los thorbod hicieron aquí una gran obra —observó Miguel Ángel admirando el grosor y la longitud de la gran presa—. Lastima que no pudiéramos hacer saltar la presa entera. La inundación arrastraría todo el valle llevándose los altos hornos hasta el mar, y la industria de los Hombres Grises sufriría un rudo golpe.

—¿Por qué no se nos ocurrió?

—Ya se nos ocurrió Bill. Pero no lo consideramos oportuno. No es cosa fácil hacer saltar una presa de estas proporciones. Además seis mil prisioneros saissai habrían perecido ahogados como ratas. Habría sido un precio demasiado alto. De todos modos sólo tardaremos tres o cuatro años en regresar aquí con una flota de Lanzas y un ejército que saltará en paracaídas para ocupar el valle sin necesidad de sacrificar la vida de un saissai.

Los comandos sacaron las metralletas de sus respectivas mochilas y cargaron las armas. Mientras sus compañeros se preparaban, Miguel Ángel se asomó al abismo para inspeccionar el lugar. Había una larga escalera con barandilla de hierro que descendía en zigzag hasta la planta eléctrica, al pie de la presa. Estaban en el lugar indicado. Si la escalerilla hubiese quedado del otro lado, el guía les habría llevado allá haciendo volar a los dracos sobre la garganta que cerraba la presa.

—¡Esperen, alguien viene! —siseó Alar echándose de bruces sobre la roca.

Todos los demás se agazaparon también. Un par de dracos batieron sus alas inoportunamente. Tarfe y Azorf corrieron a tranquilizar los animales.

En efecto, dos hombres venían por el coronamiento de la presa, que tenía cinco metros de ancho y setenta u ochenta de largo.

—¡Centinelas thorbod! —exclamó Bill Ley poniéndose nervioso.

—Tendremos que librarnos de ellos —dijo Miguel Ángel sombríamente.

—Si nos ven darán media vuelta y se alejarán. El último foco eléctrico estaba a diez metros de distancia, pero la pantalla que protegía a la bombilla de la lluvia dejaba en la sombra la roca donde estaban apostados los comandos.

—Si no los liquidamos ahora pueden crearnos graves problemas cuando regresemos en busca del helicóptero —dijo Miguel Ángel—. Alar, ¿podréis abatir a los thorbod con vuestras ballestas desde aquí?

—Si se acercan lo suficiente, sí —contestó el joven saissai.

—Que vengan también Azorf y Tarfe.

Duria fue en busca de sus compañeros. Los cuatro saissai se tendieron de bruces sobre la roca y tensaron el bien templado acero de sus ballestas.

—Recordar que los thorbod apenas tienen puntos vitales —les dijo Miguel Ángel—. Tenéis que acertarles en la cabeza, en el cuello o en el centro de la espalda, en la columna vertebral. De cualquier modo tenéis que impedir que disparen sus armas o promuevan cualquier ruido que pueda poner alerta a los de abajo.

—Llevamos los dardos emponzoñados con el mismo veneno que utilizaban para abatir a los dinosaurios —dijo Duria—. Un thorbod no es más grande que un dinosaurio.

Los seis hombres esperaron con los músculos en tensión. Temiendo por todo, Miguel Ángel temió que los centinelas no llegaran a ponerse al alcance de las ballestas. Los thorbod venían despacio, vestidos de pardo, el fusil colgado al hombro. De abajo llegaba el rumor del agua saliendo con fuerza de las tuberías, después de haber movido las turbinas de la planta eléctrica.

Los thorbod llegaron al cono de luz del último foco. Eran dos seres horribles, de más de dos metros de estatura, de recia constitución, los hombros cuadrados y anchos, el cuello largo y robusto. Sus cabezas eran como un gran huevo, el cráneo pelado y reluciente, la frente abombada y una corta trompetilla en lugar de la nariz. Sus ojos, grandes y redondos, miraban atentamente a su alrededor.

Se detuvieron bajo el foco, a punto de dar la vuelta para regresar.

En este momento uno de los dracos batió ruidosamente las alas.

Los thorbod reaccionaron con rapidez. Uno dirigió el haz de su linterna eléctrica alumbrando a los dracos, el otro descolgó el fusil.

Cuatro dardos silbantes salieron de las ballestas. Dos flechas se clavaron en la cabeza del hombre de la linterna. Otra flecha entró por el ojo del segundo monstruo. Los dos thorbod se derrumbaron como sacos, quedando tendidos sobre el cemento.

—¡Córcholis, vaya puntería! —exclamó Bill Ley.

—Vayan bajando, voy a tratar de comunicar con Balmer por radio.

Miguel Ángel sacó de la mochila la pequeña emisora.

—¡Hola, Balmer! ¡Hola. Balmer! —llamó aplicando el auricular a su oído. Casi en seguida se escuchó la respuesta de Balmer:

—Hola, Miguel. Aquí Richard, ¿cómo os van las cosas?

—Estamos sobre la coronación de la presa. Acabamos de matar a dos centinelas y nos disponemos a bajar hasta la planta. Puedes empezar la acción.

—Ese es el caso, Miguel. No puedo hacer nada hasta en tanto vosotros no voléis los generadores y se produzca el apagón. Hay una sólida cerca electrificada alrededor de la torre de la emisora y no me atrevo a volarla con explosivos.

—No lo hagas —le ordenó Miguel Ángel—. El ruido de las explosiones precipitaría los acontecimientos y daría tiempo a los thorbod a utilizar la emisora. Espera a que se produzca el apagón, y entonces entras sin perder un segundo.

—O.K., así lo haremos. Buena suerte.

Miguel Ángel apagó la emisora y la volvió a guardar. Sacó su linterna eléctrica, recogió la metralleta y saltó de lo alto de la roca, reuniéndose con sus compañeros que le esperaban examinando los cuerpos de los dos centinelas.

—Vamos, no perdamos tiempo.

Miguel Ángel se lanzó escalerilla abajo, seguido de Bill Ley y los cuatro saissai. La presa era muy alta y la escalerilla trazaba zigzags. A medida que bajaban iba en aumento el trueno ensordecedor del agua saliendo de las turbinas por debajo del edificio de la planta eléctrica. Por fin llegaron abajo.

Una estrecha plataforma de hormigón conducía hasta la puerta de la planta. Bill Ley tocó al español en un brazo y le señaló un poste que sostenía un par de hilos telefónicos. Aznar asintió con la cabeza. Bill trepó ágilmente por el poste, se afianzó con las piernas y utilizó una mano para cortar los hilos con un par de alicates.

Mientras tanto Miguel Ángel examinaba la puerta. Esta era de hierro recubierto de pintura antióxido. Probó el picaporte y vio que estaba cerrada por dentro. A un lado había un pulsador y una rejilla de aluminio probablemente un sistema electrónico para que al pulsar el botón el que estaba afuera pudiera dar el santo y seña a través de un micrófono.

Miguel Ángel preparó rápidamente una carga de TNT que conectó a una mecha. Con su encendedor de gas dio fuego a la mecha y se apartó.

Con una estruendosa explosión, la puerta fue arrancada de sus goznes y arrojada dentro de la casa. Miguel Ángel se plantó de un salto ante el hueco.

Un foco eléctrico alumbraba crudamente una habitación en la que había una centralita telefónica. Un thorbod, con los auriculares sobre los oídos, se incorporaba después de haber sido arrojado al suelo por la violenta explosión. Miguel Ángel Aznar se lanzó dentro de la casa disparando a bocajarro su metralleta. Las balas hicieron saltar los sesos del Hombre Gris, salpicando con ellos el muro que estaba detrás. Había una puerta a la derecha, y otra al fondo ante la cual acababa de caer muerto el thorbod. Miguel Ángel señaló a Bill Ley la puerta de la derecha y él corrió hacia la que quedaba al fondo. Tarfe y Azrof siguieron a Bill Ley, en tanto que Duria y Alar pisaban los talones del español. La habitación a la que se asomaron Bill Ley y sus dos compañeros era un largo y espacioso dormitorio. Ocho camas de aluminio se alineaban a cada lado, cada una con su correspondiente armario. En el ancho pasillo central que quedaba entre las camas había un armero.

Diez Hombres Grises habían saltado de sus camas o se disponían a hacerlo cuando el joven americano y los dos saissai irrumpieron en el dormitorio metralleta en mano. Las tres armas crepitaron al mismo tiempo rociando de balas todo cuanto se movía en aquel dormitorio. Los sorprendidos thorbod saltaban, rodaban por el suelo, se retorcían bajo aquella lluvia implacable de plomo.

—Atrás! —gritó Bill Ley—. ¡Atrás!

Los tres hombres retrocedieron hacia la puerta después de haber agotado los cargadores de sus respectivas armas. Cada uno arrancó de su cinto una granada de mano y la dejó rodar por el suelo. Los comandos salieron cerrando la puerta… tres violentas explosiones sacudieron el edificio y derribaron la puerta… Mientras tanto Miguel Ángel Aznar, Duria y Alar irrumpían en la sala de máquinas de la planta eléctrica. Allí seis turbinas verticales zumbaban al mismo tiempo. La sala era muy larga y tenía el piso de mármol pulimentado. A la derecha estaban los cuadros de mando y un thorbod ante ellos, mirando hacia la puerta. Miguel Ángel Aznar ignoraba si los thorbod todos hablaban ingles, pero estaba casi seguro de que al menos chapurreaban la lengua saissai.

—¡Quieto donde estás, Thorbod! —le gritó el español encañonando con su metralleta. El thorbod estaba desarmado. Otro thorbod corrió por el fondo de la sala y un tercero se escondió tras una de las turbinas.

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