El planeta misterioso (10 page)

Read El planeta misterioso Online

Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El planeta misterioso
10.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Dinosaurios! ¡Veo una manada allí!

Tierney no era partidario de acercarse a los dinosaurios. Recordó que su principal misión era acercarse al objeto misterioso que había detectado el radar y establecer su identidad.

—¡Pero si tenemos mucho tiempo, mister Tierney! —protestó el profesor—. Llegaremos a sus proximidades de día y todavía tendremos que permanecer escondidos muchas horas hasta que oscurezca.

Refunfuñando, Tierney dio vuelta a la rueda del timón y puso proa a la orilla derecha. Las orugas entraron en acción y el vehículo se encaramó a la orilla pisando tierra firme. El rebaño de dinosaurios se encontraba a unos tres kilómetros de distancia, moviéndose con lentitud en dirección al río.

—Vienen hacia este lugar —observó Edgar Ley—. Si nos ven acercarnos se asustarán y escaparán. Creo que deberíamos escondernos entre aquellas rocas y esperar a que pasen por delante de nosotros. Tierney condujo el anfibio hasta unas rocas cubiertas de musgo que se levantaban a un kilómetro más o menos del rebaño. Mientras iban hacia las rocas cayó un fuerte aguacero. Envueltos en la espesa cortina de la lluvia alcanzaron las rocas y se detuvieron.

Siguió lloviendo durante largo rato. Cuando cesó el aguacero el rebaño de grandes bestias se encontraba sólo a quinientos metros de distancia. .Avanzaban con gran lentitud e iban a pasar ante el escondrijo de los terrícolas.

Bill Ley tomó la cámara de cine, provista de teleobjetivo de gran alcance. El profesor tomó una cámara, igualmente provista de teleobjetivo, y el ingeniero Thomas Dyer se armó de un fusil y un par de granadas antitanque. Estas tenían un largo vástago del calibre adecuado para ser introducido en el cañón del fusil y ser disparadas por este.

—Cazaremos uno de esos grandes animales ——dijo el ingeniero que tenía aficiones cinegéticas—. Seremos los primeros hombres de la Tierra que hayan cazado jamás un dinosaurio.

—¿Pero no se lo llevará a casa para ponerlo como trofeo sobre la chimenea, eh? —dijo Bill Ley. Bill Ley rodó unos metros de película cuando el rebaño todavía se encontraba a cuatrocientos metros de distancia. Mientras esperaban a que la manada estuviera más cerca ocurrió algo inesperado. Una bandada de grandes aves de color obscuro apareció batiendo sus enormes alas. Su vuelo era lento y pesado, y su aspecto el de monstruosos murciélagos.

—¡Pterodáctilos! —exclamó el profesor.

—Son murciélagos, ¿no es cierto? —preguntó Bill mientras apuntaba su teleobjetivo y filmaba la curiosa escena.

—¿Murciélagos? No, hijo. Los murciélagos son mamíferos. Los pterodáctilos son reptiles voladores, el paso intermedio entre el reptil y las aves.

Los pterodáctilos habían empezado a maniobrar de una forma rara. La bandada se separó en dos hileras, que volaron pesadamente y a poca altura, flanqueando a la manada. Tierney empuñaba unos prismáticos y fue el primero en descubrir algo inusitado.

—¡Escuchen, esos pajarracos van montados por hombres!

—¿Cómo dice? —gritó Miguel Ángel pegando un brinco.

—Son hombres… ¡y están disparando flechas sobre los dinosaurios!

—¡Hombres Grises! —exclamó Miguel Ángel.

Los dinosaurios, al verse atacados desde el aire, empezaron a moverse con mayor rapidez. Iban a pasar por delante de las rocas donde estaba escondido el vehículo terrícola. Tierney se volvió hacia Miguel Ángel.

—Es nuestra gran ocasión, Aznar —dijo excitadamente. Esos demonios van a volar sobre nosotros. Debemos derribar un par de ellos.

—Tendríamos que derribarles a todos. De lo contrario, los supervivientes regresarán y denunciarán nuestra presencia.

—¿Qué importa eso? Hemos venido hasta Venus solamente para capturar uno o dos de esas extrañas criaturas y presentarlas en la Tierra ante los incrédulos que dudan de su existencia. Regresaremos con nuestros prisioneros al LANZA, y antes de que hayan organizado nuestra búsqueda habremos despegado y estaremos volando de regreso a la Tierra a toda la velocidad que den nuestros motores. Tierney tiró los prismáticos, se encaramó a la torrecilla y empujó la pesada ametralladora haciéndola girar.

Miguel Ángel no estaba muy seguro de que aquel fuera el procedimiento ideal. A fin de cuentas, sin embargo, Tierney estaba en lo cierto. El motivo de su viaje a Venus era capturar «vivo o muerto» a alguno p algunos de aquellos diabólicos thorbod. Y si era arriesgado atacar ahora, ¿sabían si no sería más peligroso hacerlo en ocasión distinta?

Miguel Ángel se dirigió a la ametralladora ligera, que estaba montada sobre un soporte giratorio en la proa del vehículo.

Los pterodáctilos sin embargo no llegaron en esta ocasión a ponerse a tiro de las ametralladoras. Dieron la vuelta y regresaron para situarse de nuevo a retaguardia de la manada.

Al atacar de nuevo en dos alas por ambos flancos del rebaño, podían verse a simple vista las cabezas y los hombros de los jinetes aéreos. Estos, al parecer, montaban a horcajadas sobre la base del largo cuello de los pterodáctilos, apoyando los pies en estribos…

Una lluvia de flechas cayó desde el aire sobre los dinosaurios. Las bestias corrían con pesadez y alguna se detuvo para sacudirse del cuello alguna flecha.

Parecía absurdo aquel intento de cazar un dinosaurio con flechas. Las probabilidades de matar a una de estas grandes bestias con tan primitivos proyectiles parecían muy remotas, a excepción quizás de que alguna alcanzara a un dinosaurio en la cabeza, que era precisamente el blanco más pequeño que ofrecían aquellas bestias.

Ahora, en su segunda pasada, los pterodáctilos iban a pasar casi encima del vehículo anfibio. Tierney tiró de la palanca recuperadora, apuntó a uno de los reptiles voladores y empezó a disparar. Tiraba con proyectiles trazadores, y éstos se veían perfectamente contra el fondo de plomizas nubes. Miguel Ángel empuñó la ametralladora ligera y apuntó a otro de los pterodáctilos. El estruendo de las armas pilló de sorpresa a los reptiles voladores y los asustó.

Batiendo pesadamente sus grandes alas, de casi 10 metros de envergadura, se detuvieron en el aire. Esta vacilación fue fatal para dos de ellos. Las balas de Miguel Ángel alcanzaron de lleno en la barriga a uno de ellos. Los grandes proyectiles de 20 mm. De la ametralladora antiaérea destrozaron las alas de otro reptil. Los dos pajarracos cayeron batiendo locamente sus membranosas alas, con sus jinetes fuertemente asidos al cuello del animal.

—¡Pronto, vayan por ellos! —gritó Harry Tierney.

La bandada de pterodáctilos escapaba batiendo sus oscuras alas, y el rebaño de dinosaurios había cambiado de rumbo, espantado por el estruendo de las ametralladoras.

Miguel Ángel Aznar cogió una metralleta y brincó al suelo, corriendo hacia uno de los pterodáctilos que en aquel momento se estrellaba contra el suelo.

Un hombre rodó y quedó oculto por las altas hierbas, de más de un metro de altura. El reptil volador todavía agitaba sus alas y era perfectamente visible.

De pronto, una figura humana saltó en pie, surgiendo de las hierbas ante el español.

¡No era un Hombre Gris!

Miguel Ángel Aznar quedó paralizado por la sorpresa. Por el contrario, lo que el otro vio en Miguel Ángel, por fuerza tuvo que estimular su instinto defensivo.

En efecto, ¿qué pensaría el venusino de aquel extraño ser cubierto de vestiduras blancas de pies a cabeza, con un rostro de fealdad terrorífica, donde los ojos eran dos grandes círculos vítreos, y la nariz una trompa prominente?

El jinete echó mano al cinto y desenfundó una larga espada.

—¡Quieto, no se mueva! —gritó el español encañonándole con su arma.

Pero su voz, ahogada por la careta antigás que le cubría el rostro, no debió oiría el otro. En todo caso, ¿le habría comprendido?

El venusino atacó. Era de estatura mediana, esbelto y bien proporcionado. Vestía un faldellín de tiras metálicas, bajo el que se adivinaba un taparrabos. Un atalaje de cuero le cruzaba el pecho, y por encima del hombro asomaban los extremos de las flechas metidas en un carcaj.

Lanzando un grito salvaje, el venusino tiró un terrible mandoble a la cabeza de Miguel Ángel. Este detuvo el golpe levantando la metralleta. El venusino retrocedió un pasó para cobrar nuevo impulso. Miguel Ángel se vio en un dilema. No quería matar al hombre, ni por supuesto deseaba dejarse matar por aquel. Bill Ley acudía corriendo. El venusino saltó hacia adelante tirando un pinchazo con su espada. Miguel Ángel saltó ágilmente a un lado y le asestó un golpe en la nuca con el cañón de la metralleta. El guerrero fue a caer de bruces a los pies de Bill Ley. Este saltó sobre las espaldas del venusino clavándole una rodilla en los riñones. Miguel Ángel aprovechó para inclinarse y arrancarle la espada de la mano. El venusino se sacudió al joven Ley de un empujón y se revolvió con furia incorporándose sobre una rodilla. Miguel Ángel le puso la punta de la espada en la garganta.

Tuvo el venusino un segundo de vacilación. Luego, repentinamente, se arrojó sobre la espada. Si Miguel Ángel no hubiese apartado a tiempo el arma, el venusino se la habría clavado por sí mismo en la garganta. Aún así, la afilada hoja le produjo un corte en el pómulo que empezó a sangrar con abundancia.

—¿Prefieres morir a caer prisionero, eh? —murmuró el español. Y disparó su puño contra la frente del otro, tirándole de espaldas en la hierba.

Bill Ley se arrojó sobre el venusino y, decidido a que esta vez no se le escapara, le cogió un brazo y se lo dobló a la espalda poniéndolo boca abajo.

—Vamos a llevarle al camión —dijo Miguel Ángel tirando la espada y cogiendo al prisionero por el otro brazo. El venusino se negaba tercamente a dar un sólo paso y tuvieron que llevarle a rastras hasta el vehículo. En este momento llegaban Thomas Dyer y Edgar Ley arrastrando por la hierba a otro prisionero. Este no les había dado ninguna clase de trabajo, pues al caer con su extraña montura parecía haber sufrido una conmoción cerebral que le dejó sin sentido.

—Busque un pedazo de cuerda por ahí, profesor Stefansson —dijo Miguel Ángel al profesor, que se asomaba a la borda del vehículo anfibio.

Pero el profesor no se movió y al levantar los ojos. Miguel Ángel le vio tan inmóvil como una estatua de mármol. El español comprendió lo que le ocurría al sabio, y le entró tal acceso de risa que tuvo que arrancarse la careta anti-contaminación para no ahogarse.

—¿Y ahora qué, profesor? —exclamó Miguel Ángel con regocijo—: ¿En que lugar de sus teorías encajan este par de especímenes?

Stefansson se arrancó la careta.

—¡Córcholis! —exclamó, y sus ojos brillaban de excitación detrás de los cristales de sus gafas—. ¿De dónde han salido estos hombres?

—¿Está seguro que son hombres? —preguntó el español con ironía.

Miró al rostro de su prisionero. El venusino le estaba mirando con la boca abierta de asombro, los oscuros ojos abiertos de par en par, como si no diera crédito a lo que veía. Tenía la piel oscura, de un color tirando a azul, las cejas muy arqueadas y los ojos almendrados y ligeramente oblicuos como los de un oriental.

—¡Increíble! —exclamó Stefansson—. ¡Estos hombres no deberían estar aquí!

—¿Por qué no, profesor?

—No es lógico. Este planeta atraviesa una Era en la que el hombre no puede haber aparecido todavía, mucho menos un ser tan evolucionado como estos. ¡Es imposible! En alguna parte ha tenido que haber un error.

—¿Quiere decir que estos venusinos se han equivocado de tiempo y que por lo tanto debemos rechazar su existencia por ilegal?

—No lo tome a broma, Aznar —dijo Harry Tierney muy serio—. Evidentemente, la existencia de seres humanos en Venus es un hecho que puede trastornar todos nuestros planes.

—¿Para bien, o para mal?

—Eso no podría decirlo.

—Pues yo al menos sé una cosa. Cuando fui a coger este hombre él se defendió valientemente con su espada. Tuvo que acudir Bill en mi ayuda para poder reducirle. Yo le amenacé poniéndole la punta de su propia espada en la garganta. ¿Saben lo que hizo? ¡Se arrojó sobre la espada intentando matarse! ¿Por qué prefirió morir a dejarse coger prisionero?

—Tal vez sea ese su concepto del honor…

—No creo que fuera por eso. Con nuestras vestiduras blancas y nuestras caretas estamos más cerca de parecemos a los Hombres Grises que a nosotros mismos. ¡Este valiente me confundió con un thorbod!

¿Qué nos dice todo esto?

—Que ellos conocen a los thorbod —contestó el profesor Stefansson.

—Y los temen a tal punto que prefieren morir a caer en manos de ellos. Luego si en Venus existe una humanidad que detesta a los thorbod, puede decirse que ya no estamos solos en nuestra lucha contra los Hombres Grises. ¡Ahora contamos tal vez con millones de aliados!

Un silencio elocuente siguió a las palabras de Miguel Ángel.

—¡Caramba! —exclamó Bill Ley. Eso sería un alivio para nosotros.

—Si los venusinos detestan a los thorbod, y nosotros conseguimos ganarnos su amistad y confianza, indudablemente nos sería de gran ayuda —admitió Harry Tierney.

El segundo prisionero empezaba a dar señales de vida.

—Bien —dijo Miguel Ángel—. ¿Qué hacemos ahora?

—Seguiremos adelante, ¿qué otra cosa podemos hacer? —dijo Tierney.

—Estoy pensando que si pudiéramos interrogar a estos indígenas, llegaríamos a saber más de los thorbod que todo lo que seamos capaces de averiguar por nosotros mismos —apuntó el ingeniero Thomas Dyer.

—En efecto —admitió Tierney—. Sólo que no será cuestión de un día ni dos hacernos entender por ellos. Atentos y volvamos al río.

Los dos prisioneros fueron atados de manos y echados en el fondo de la embarcación. El anfibio se puso de nuevo en marcha y regresó al río, donde sus hélices entraron en acción impulsándole a favor de la corriente. Poco después empezaba a llover y los terrícolas se guarecían bajo el toldo moteado de verde y amarillo.

Edgar Ley estaba curando la herida que el prisionero de Miguel Ángel tenía en la mejilla. Los venusinos todo era mirar a los extranjeros con visibles muestras de curiosidad. Miguel Ángel trató de entablar amistad con ellos, intentando hacerles comprender por señas que se llamaba Miguel. Pero los venusinos se limitaron a observar al gesticulante terrícola sin que por su parte pronunciaran una sola palabra.

—Parecen bastante estúpidos —suspiró Miguel Ángel renunciando.

El anfibio seguía navegando río abajo sin que apenas se advirtiera cambio en el paisaje. Únicamente por la derecha parecía que el río se aproximaba a una cordillera de montañas, difuminadas en la distancia por la tenue neblina.

Other books

The Boy Must Die by Jon Redfern
The Eternity Key by Bree Despain
The Arcanum by Janet Gleeson
Natural Reaction by Reid, Terri
Devall's Angel by Allison Lane