El planeta misterioso (11 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El planeta misterioso
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El bote anfibio estaba equipado con un radar de corto alcance para la navegación nocturna. Además de la radio que formaba parte del equipo del vehículo, Miguel Ángel había traído un radiogoniómetro portátil que habría de serles de la máxima utilidad para fijar la dirección de las emisiones de la radio thorbod.

Estaba Miguel Ángel manejando el radiogoniómetro, cuando brotó del altavoz de la radio de a bordo la voz en lengua thorbod. Los dos prisioneros, hasta entonces tranquilos, se sobresaltaron mirando a cada uno de los terrícolas con temor.

Miguel Ángel les señaló la radio, invitándoles con gestos a acercarse. El prisionero de Miguel Ángel se acercó tímidamente, y después de observar el aparato arrimó el oído al altavoz.

—¡Thorbod! —dijo mirando al español.

—No cabe duda, estos hombres conocen la lengua thorbod —dijo el profesor Stefansson.

—Y además les conocen por el mismo nombre que nosotros —apuntó Miguel Ángel. Los terrícolas no habían vuelto a ponerse sus caretas anti-contaminación. Si las bacterias venusinas permitían la vida humana a sus nativos, no había razón para que los terrícolas fueran diferentes. La existencia de seres humanos en Venus, idénticos a la humanidad de la Tierra, seguía despertando la curiosidad del profesor Stefansson, quien a duras penas podía admitirla.

—No hemos visto mamíferos, ni siquiera en sus formas más rudimentarias. Estos venusinos no pueden haber aparecido en este planeta por generación espontánea. Entre ellos y la familia de los reptiles tiene que existir una larga escala de especies intermedias.

—Tal vez haya monos en alguna parte. Después de todo no hemos explorado la totalidad del planeta —apunto Harry Tierney.

Mientras tanto había pasado el tiempo y llegó el momento de almorzar. Las provisiones consistían principalmente en conservas. Los venusinos rechazaron haciendo ascos las carnes y las verduras, y sólo aceptaron unas rebanadas de pan tostado y fruta seca.

Aquella tarde el profesor Stefansson se apuntó un notable éxito, logrando averiguar que el venusino herido se llamaba Alar, y el compañero de este Duria. La palabra «saissair», frecuentemente pronunciada, sugería el nombre de ciudad, la tribu o la raza de los venusinos.

Hacia el final de la tarde, tras repetidas comprobaciones, Miguel Ángel llegó a una conclusión.

—Vea esto, señor Tierney. El «eco" del radar y la señal de la emisora thorbod no están en la misma línea. Mientras las señales de radio continúan llegando del Norte, el "eco» del radar se está alejando cada vez más al Este.

—¿A qué distancia está ese «eco»?.

—A unos sesenta kilómetros.

—Es un fastidio esto de andar a ciegas en un mundo rodeado de peligros. ¡Si al menos pudiéramos hacer hablar a esos saissai!

—Sería lo mismo. Aunque ellos hablaran, nosotros no los entenderíamos.

—Bueno, usted ya me entiende lo que quiero decir.

Seguiremos adelante, puesto que estamos tan cerca. Quiero ver qué cosa produce ese «eco». El anfibio siguió navegando con las últimas luces de la tarde. Antes que oscureciera por completo prepararon el equipo especial de «luz negra». Dos faros, de los cuatro delanteros del anfibio, emitían esta luz invisible para el ojo humano. Otro faro iba fijo a la ametralladora de proa y se movía con esta en todas direcciones.

La «luz negra», o luz invisible, se basaba en un principio físico elemental. El espectro de la luz visible se extiende desde el rojo al violeta, pero por debajo del rojo y por arriba del violeta existen otras radiaciones que el ojo humano no ve, aunque pueden ser percibidos por medio de placas fotográficas, o de células fotoeléctricas sensibles a estas radiaciones.

Utilizando las propiedades de las células sensibles a las radiaciones infrarrojas se habían podido fabricar estos aparatos capaces de ver en la oscuridad. El secreto estaba en los faros, que iban provistos de filtros que sólo dejaban pasar los rayos infrarrojos. Los objetos iluminados por estos proyectores podían verse por medio de un dispositivo de óptica electrónica, que producía una imagen luminiscente semejante a la de una pantalla de televisión. Para obtener la aceleración de los electrones, indispensables a la luminosidad, la placa electrónica debía ser sometida a una tensión superior a 10.000 voltios. Un generador acoplado a los acumuladores del vehículo producía esta enorme tensión, aunque, naturalmente, con una débil intensidad, en evitación de accidentes.

Los visores eran a modo de unos grandes anteojos, bastante voluminosos y pesados, que tenían que sostenerse por medio de un casquete especial, y estaban conectados por un hilo al circuito eléctrico. Harry Tierney se puso uno de los visores y Miguel Ángel Aznar el otro. Tierney era en esta ocasión el conductor, permaneciendo Miguel Ángel de pie a su lado, detrás de la ametralladora. Las noches de Venus eran de una obscuridad como no se conocía en la Tierra. La densa envoltura de nubes no dejaba llegar hasta la superficie del planeta ni el más tenue resplandor de las estrellas. Los venusinos no habían visto nunca las estrellas, y por lo tanto debían ignorar la existencia de otros mundos. Los faros de «luz negra» fueron encendidos; Dos de ellos iluminaban el río por delante del anfibio. Miguel Ángel registraba con el tercero las riberas del río. Para los demás tripulantes del anfibio todo era oscuridad a su alrededor. Los saissai, asustados, deberían estar preguntándose como era posible guiar una embarcación a tan gran velocidad sin estrellarse contra una orilla del río o cualquier árbol flotante. Después de navegar una hora en la más completa oscuridad, Miguel Ángel Aznar encendió el radar. El «eco» era muy fuerte en la pantalla del radar y se había movido más al Este, quedando ahora 40 grados a estribor. La distancia se había reducido a sólo 30 kilómetros.

Pronto tendrían que abandonar el río para dirigirse a campo través hacia aquel potente «eco" que como un faro les guiaba en la oscuridad. Miguel Ángel apagó el radar y volvió junto a la ametralladora, apuntando el arma, y con ella el faro de "luz negra», hacia la orilla, en busca de un lugar apropiado para salir.

Lo que descubría poco después era otro río que venía por la derecha a desembocar en la corriente principal.

—¡Un afluente! —exclamó Aznar—. ¡Y viene en la misma dirección que la señal de radar!

—Bueno —dijo Tierney—. Eso puede ahorrarnos kilómetros de andar por tierra. Seguiremos el afluente hasta donde podamos.

El anfibio cabeceó al alcanzar el punto de confluencia de los dos ríos, viró a estribor y enfiló el afluente. La abundante pluviosidad hacía de los ríos de Venus corrientes caudalosas de régimen muy regular. El tributario que acababan de tomar no era ni con mucho tan caudaloso como el principal, pero aún así no tendría menos de 50 metros de orilla a orilla. Sus riberas, al contrario, eran más altas y se veían cubiertas de altos bambús y árboles de grandes, nudosas y descarnadas raíces que se hundían en el agua. Unas millas más adelante fue Tierney quien encendió el radar, inclinándose sobre la pantalla.

—Creo que hemos tenido mucha suerte en dar con este río —dijo—. Si no cambia de dirección nos va a llevar casi derecho al punto donde queremos ir.

Apagó el radar, volviendo a colocarse el visor especial para la «luz negra». Cinco minutos después se escuchaba un grito de alarma.

—¡Thorbod! ¡Thorbod! —gritaron los dos venusinos a un tiempo.

Miguel Ángel Aznar pegó un respingo.

—¿Dónde? ¿Dónde?

Fue Edgar Ley quien contestó con voz excitada.

—¡Platillos volantes! ¡Allí arriba! …

Aznar se arrancó el visor y levantó los ojos. Un estremecimiento le recorrió la médula, a pesar del calor reinante que le tenía empapado en sudor.

Vio una formación de platillos volantes progresando a poca velocidad. Venían del Norte e iban a pasar a unos siete u ocho kilómetros por delante de ellos.

—¡Pare el motor! —gritó Miguel Ángel—. Si llevan equipo detector de rayos infrarrojos nos descubrirán por el calor del tubo de escape. ¡Y también por nuestros proyectores de «luz negra», maldición!.

Tierney apagó rápidamente el motor mientras Aznar apagaba los proyectores. Entonces quedaron envueltos en la más densa oscuridad.

—¡Los UFO se han detenido! —anunció Bill Ley angustiado—. ¿Nos habrán descubierto?

En efecto los «platillos volante» habían quedado inmóviles en el aire, a unos mil metros de altura, brillando con una vaga luminiscencia azul-verdosa. Eran casi un centenar y su aspecto, luciendo en mitad del cielo negro, era amenazador.

De pronto estalló en el cielo, sobre los «platillos volantes» una luz de bengala. La noche se hizo bruscamente día, y una potente luz blanca iluminó todo en un amplio radio e hizo brillar en chisporroteos áureos algo que se encontraba todavía a unos diez kilómetros de distancia, a bastante altura sobre lo que parecía ser la cima de una montaña.

Los tripulantes del vehículo anfibio se miraron unos a otros. Reflejaban especial temor los rostros de los dos saissai, cuyos temblorosos labios se movían apenas murmurando siempre la misma palabra, «¡THORBOD!». El vehículo anfibio, arrastrado por la corriente, derivaba lentamente hacia una de las orillas.

—¡Tenemos que escondernos! —gritó Miguel Ángel Aznar.

—¿Nos buscarán a nosotros? —preguntó Bill Ley.

—No lo sé, no lo creo. Pero si buscan algo nos verán. ¡Somos demasiado visibles, aquí en medio del río!

Resueltamente Miguel Ángel apartó a Tierney de su lado, se hizo con los mandos del anfibio y puso el motor en marcha. Dirigió la embarcación hacia la orilla más próxima, que era la izquierda, y buscó un escondrijo entre las grandes raíces de los árboles y las ramas que caían hasta el agua formando a modo de un telón protector.

Bill saltó a tierra para pasar una amarra alrededor de un tronco.

El vehículo anfibio quedó bien escondido, pero ahora no podían seguir los movimientos de los «platillos volantes», por impedírselo el techo de vegetación que tenían sobre sus cabezas. Pero Bill, que seguía en tierra, se alejó unos pasos y luego regresó anunciando:

—Algo raro está ocurriendo como a tres millas de aquí. Casi todos los «platillos volantes» están aterrizando. Arriba permanecen tres o cuatro que siguen lanzando bengalas.

En esto se escuchó el poderoso ronquido de unos motores, y el haz de unos faros electrónicos abrían las aguas del río.

—Alguien viene remontando el río —anunció Edgar Ley, que se encontraba a popa con los nativos. Instintivamente todos buscaron sus armas. Miguel Ángel se encaramó de un salto a la torrecilla blindada que montaba la ametralladora pesada.

La luz de las bengalas iluminaba perfectamente el río y ambas orillas. Mirando entre las ramas vieron una embarcación de proa achatada que remontaba la corriente haciendo sonar sus motores. Inmediatamente detrás de la primera vieron los faros de otra docena de barcos que avanzaban en convoy, siguiendo cada una la estela de la que le precedía.

La primera embarcación pasó frente al escondite de los terrícolas.

Era muy parecida a los lanchones de desembarco de la infantería de Marina USA, pero de los del tamaño mayor, que se utilizaban para llevar tanques y material pesado a la costa.

La proa plana era seguramente abatible, y los mandos y la máquina estaban a popa. Aquí, en la popa, se erguían de pie dos figuras siniestras de elevada estatura, cráneo pelado y prominente trompa en lugar de la nariz.

—¡Hombres Grises! —exclamó roncamente Thomas Dyer.

El barco pasó por el centro del río. El oleaje que provocó hizo moverse rudamente al anfibio donde los terrestres permanecían agazapados y en tensión. Detrás del primero pasaron los otros en ordenada fila. Miguel Ángel contó quince embarcaciones en total, y su cuenta coincidió con la que hicieron también Edgar Ley y Harry Tierney.

Al apagarse en la distancia el ronquido de los motores se escucho sobre las cabezas de los terrícolas un ruido como de batir de alas. En efecto, como una docena de pterodáctilos cruzaron por encima del escondrijo del anfibio y se alejaron volando con su característica pesadez.

—Los thorbod deben estar llevando a cabo una operación militar a gran escala —observó Miguel Ángel—. Voy a tratar de encaramarme a lo más alto de uno de esos árboles para ver lo que pasa. Me llevaré unos prismáticos. Búsquenme un par de cuerdas con gancho.

—Yo voy con usted —se ofreció Bill.

Sirviéndose de las cuerdas, con un gancho en su extremo, treparon a un árbol. No era cosa fácil trepar a un árbol venusino, pues debido a la omnipresente lluvia, tanto los troncos como las ramas estaban cubiertas de musgo sumamente resbaladizo.

Las luces de bengala se sucedían unas a otras, por la que la visibilidad era perfecta en varios kilómetros a la redonda.

Aplicando los prismáticos a sus ojos, Miguel Ángel vio una especie de muro que parecía cerrar la entrada a un valle. Por encima del muro se veían algunas edificaciones situadas más lejos, en un plano superior. Grandes humaredas salían de la ciudad aunque, paradójicamente no se apreciaban llamas que indicaran la existencia de un incendio. El humo, a la luz de las bengalas, tenía un color azul y parecía bastante pesado. Este humo azul se fue desvaneciendo poco a poco en el transcurso de una hora. Allá arriba seguían como clavados en el cielo los «platillos volantes» lanzadores de bengalas.

—Me pregunto como se las arreglarán esos condenados «platillos volantes» para mantenerse inmóviles en el aire —murmuró Bill Ley—. No veo que tengan rotores, ni se aprecia salida de gases por ninguna tobera.

—Tal vez emplean campos de fuerza magnéticos.

—¿Qué es eso?

—Es difícil de explicarlo, cuando ni siquiera sabemos en qué consiste. Yo me imagino algo así como una fuerza eléctrica repeliendo la atracción de la Tierra… que en este caso sería la de Venus.

—Quiere decir que un aparato que fuera capaz de desarrollar un campo de fuerza igual a la atracción de la Tierra, lograría neutralizar a ésta y no pesar prácticamente nada.

—Algo así, Bill. ¡Demonio, daría cualquier cosa por saber qué está pasando allí en la ciudad de los saissai!

Tres horas permanecieron Miguel Ángel Aznár y Bill Ley encaramados al árbol, hasta que sintiendo cansancio, y en vista de que nada sucedía, decidieron bajar y reunirse con sus compañeros en el vehículo anfibio.

Encontraron al profesor Stefansson enzarzado en una animada conversación con los dos prisioneros. A estos de pronto parecía habérseles desatado el deseo de hacerse comprender de los terrícolas.

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