Y todos y cada uno de ellos eran inmortales.
—¡Pobre Sond! —rugió Pukah dándole una sañuda patada a la lámpara—. ¡Pobre Sond! ¡Sentenciado a una vida de continua juerga, amor, bebida y juego! Mientras yo estoy encadenado, día y noche, a una bestia de
'efreet
que, con toda seguridad, me zurrará con regularidad…
—Si lo hace, no hará más que darte tu merecido —se oyó de pronto una indignada voz femenina.
Una columna de humo brotó del pitorro de la lámpara y se convirtió en el apuesto y musculoso Sond. Inclinándose con galantería, el djinn extendió la mano para ayudar a otra figura a salir de la lámpara; ésta, esbelta y hermosa con sueltos cabellos plateados y un par de alas de pluma blanca, miró amenazadoramente a Pukah con unos centelleantes ojos azules.
—¿Qué es eso de que… yo te abaniqué con mis alas? —inquirió Asrial furiosa.
—¿Se puede saber qué estabas haciendo tú ahí? —inquirió a su vez Pukah.
—¡Precisamente lo que tú y yo hicimos en tu cesta! —replicó Asrial.
—¡Ajá! —exclamó Pukah levantando sus puños apretados hacia Sond.
—¡Nada! —gritó rabiosamente Asrial, estampando su pie descalzo contra el suelo.
—¡Una pelea! ¡Una pelea! —gritaron varios curiosos.
Un enjambre de inmortales se congregó al instante en el callejón, apretujándose con ansia alrededor de los dos djinn.
—¡Apuesto mi dinero por el grande y bien parecido!
—¡Y yo el mío por flacucho de ojos astutos! Seguramente lleva una daga en el turbante.
—Sois idiotas, los dos. Mi dinero por la encantadora criatura con alas. Mi morada está cerca de aquí, dulzura mía. Un poco de vino para refrescarte te hará bien, después de tu largo viaje…
El acero brilló en las manos de Pukah.
—¡Claro que tengo una daga, y la vas a sentir si no la dejas en paz! —dijo Pukah rescatando a Asrial de los brazos de un bárbaro barbudo de pelo rojo, vestido con pieles de animal.
—No va a haber ninguna pelea —añadió Sond cerrando su fuerte mano en torno al brazo del bárbaro, quien estaba levantando una impresionante espada de dos manos.
En la palma del djinn apareció un puñado de monedas de oro.
—Toma. Id y echad un trago en nuestro honor. ¡Pukah, guárdate ese chisme! —ordenó Sond.
Jurando para siempre lealtad, el bárbaro echó sus brazos alrededor de Sond y le dio un abrazo tan efusivo que casi lo parte en dos. Después, haciendo eses, él y sus compañeros descendieron, tambaleándose, el callejón y salieron a la calle. Viendo que, después de todo, no iba a haber ninguna pelea, los demás asistentes se fueron dispersando decepcionados.
—Bien, ¿y qué
estabas
haciendo tú ahí? —volvió a preguntar Pukah malhumorado.
Asrial se liberó del asimiento del djinn.
—Era obvio que el
'efreet
debía de haber adivinado dónde me escondía. Cuando lo oí venir, no tuve otro remedio que huir y ocultarme en la lámpara de Sond. Tu amigo —dijo sonriendo a Sond con dulzura y coquetería— ha sido un perfecto caballero. —Y, volviendo sus ojos azules hacia Pukah, le dijo mirándolo fríamente—: Más de lo que puedo decir de ti.
—Lo siento —se disculpó Pukah con acento lastimero y, súbitamente arrepentido, se arrojó de golpe a los pies del ángel—. ¡Soy un miserable! ¡Lo sé! ¡Y tú también lo sabes! Ya te lo dije antes —y, arrastrándose hacia ella, continuó—: ¡Písame! ¡Tritúrame hasta convertirme en polvo! ¡No merezco menos! ¡Soy carnaza de perro! ¡El cuarto trasero de un camello! ¡El rabo de un asno… !
—A mí no me disgustaría nada tomarte la palabra —opinó Sond empujando a Pukah con el pie—. Pero no tenemos tiempo. Hemos de encontrar a Nedjma y salir de aquí. Después de todo —añadió con suavidad el djinn—, ¡pronto Kaug te ordenará regresar!
Con una amplia sonrisa, el djinn se agachó para recoger su lámpara y, al instante, ésta se desvaneció bajo su mano. La risa de Kaug pudo oírse resonando por encima del ruido general.
Por un momento, Sond palideció. Después se encogió de hombros.
—No importa. Escaparé de alguna manera.
—¿Y cómo crees que vas a conseguir liberarte? —preguntó Pukah lanzando una amarga mirada al djinn.
—¿Ves algún guardia, acaso? —replicó Sond, echando a andar por el callejón.
—No, pero no hemos estado aquí más que un cuarto de hora.
Emergiendo de las sombras del callejón, los tres inmortales parpadearon ante la deslumbrante luz que el sol derramaba sobre Serinda.
—No creo que encontremos ningún guardia —dijo Sond en voz baja tras estudiar un momento sus alrededores.
El único gobernante en la ciudad de Serinda parecía ser Caos, junto con Desorden como su capitán. Un ejército victorioso que invadiera una ciudad conquistada no habría podido organizar mayor tumulto en las calles. Todo vicio concebible que la carne mortal conocía era practicado en calles y casas, callejuelas y pasajes de Serinda.
—Tienes razón —admitió con tristeza Pukah—. ¿Y por qué no se van todos, entonces?
—¿Te irías tú? —preguntó Sond deteniéndose para observar un juego de dados.
—Desde luego —contestó Pukah con tono altanero—. Supongo que conozco mi deber…
Sond hizo un ruido obsceno con la boca.
—¡Pukah! —exclamó Asrial boquiabierta y agarró al djinn, clavándole las uñas en el brazo—. ¡Pukah, mira! —señaló—. ¡Un… un arcángel!
Y se tapó la boca con la mano.
—¿Una ar… qué?
—¡Arcángel! ¡Uno… uno de mis superiores!
Volviéndose, el djinn vio a un hombre vestido con hábitos blancos similares a los de Asrial, que se apoyaba en el marco de una puerta. Con sus alas temblequeando, estaba disfrutando de los favores que, entre risitas, le prodigaba una deidad menor de la diosa Mimrim. Olvidando su compostura, Pukah soltó una risa disimulada. Asrial le clavó una furiosa mirada.
—¡No… no debería estar haciendo… esas cosas! —balbució el ángel mientras un rubor carmesí teñía sus mejillas—. Promenthas se sentiría profundamente disgustado. ¡I… iré y se lo diré, ahora mismo!
El ángel se dispuso a abrirse camino a empujones a través de la hormigueante y apretada muchedumbre.
—¡No creo que eso sea muy buena idea! —dijo Pukah apartándola de un tirón de debajo de las narices de un caballo cuyo jinete, otro bárbaro, estaba azuzando al animal hacia el mismísimo corazón de la multitud sin importarle aquellos que caían atropellados y pisoteados.
—Me dijiste que vosotros, los ángeles, no os entregabais a este tipo de cosas —agregó provocadoramente Pukah arrastrando a Asrial hasta el cobijo de una tienda de ferretería.
—¡Y así es! —contestó Asrial parpadeando rápidamente, y Pukah vio lágrimas brillando en sus largas pestañas.
—¡No llores!
Al djinn se le derritió el corazón. Secándole las lágrimas con una mano, se aprovechó de la situación para deslizar la otra en torno a la delgada cintura del ángel, felicitándose a sí mismo por saber manejarse con las alas.
—Eres demasiado inocente, mi dulce niña. Sabiendo que su dios los desaprueba, imagino que vuestros ángeles de más alto rango habrán aprendido a mantener sus asuntos amorosos en privado…
—¿Asuntos? ¡No hay asuntos amorosos! Ninguno de nosotros pensaría nunca siquiera en hacer… algo… algo…
Y, volviéndose para mirar a la pareja de la puerta, los ojos se le abrieron de par en par. Un rojo vivo se extendió por su rostro y, enseguida, apartó la mirada.
—¡Algo anda mal aquí, Pukah! —dijo ella con gran seriedad—. Terriblemente mal. Debo irme y advertir a Promenthas.
El corazón del djinn, que tras haberse derretido corría por todo su cuerpo como mantequilla caliente, se heló de repente adquiriendo la consistencia de un trozo de madera.
—¡No, no me dejes! —suplicó—. Quiero decir, no… nos dejes —balbució—. ¿Qué le vas a decir a tu dios, después de todo? Estoy de acuerdo contigo. Es cierto que algo anda mal, pero ¿qué es? No hay guardias. Da la impresión de que aquí no se retiene a nadie en contra de su voluntad. Ayúdanos a encontrar a Nedjma —continuó Pukah, inspirado—. Ella nos lo contará todo y, entonces, podrás llevar esa información a Promenthas, tal como yo se la llevaré a Akhran.
La idea de ser el portador de semejantes noticias a su propio dios aligeró considerablemente el nudo que se había formado en el corazón de Pukah. Ya se imaginaba a Akhran escuchando con profunda admiración mientras su djinn le describía los numerosos y horribles peligros que él, Pukah, había afrontado en el temerario rescate de Nedjma y el descubrimiento de los Inmortales Perdidos. Podía imaginarse la recompensa de Akhran…
—¿Cómo vas a ir a Akhran si ahora perteneces a Kaug? —reflexionó Asrial.
—¿A ese cara de pez? —dijo Pukah divertido—. Su cerebro no puede ocuparse de tantas cosas al mismo tiempo. Cuando yo no estoy frente a él, es probable que ni se acuerde de que existo. ¡Seré capaz de ir y venir como me parezca!
Asrial parecía tener sus dudas.
—Iré con vosotros a buscar a la amiga de Sond y escucharé lo que tenga que decir. Después debo regresar con Promenthas. Aunque no entiendo muy bien —añadió con un temblor en su voz— de qué forma va a ayudar esto a Mateo.
—Tu protegido está con mi amo —dijo Pukah abrazándola consoladoramente— Khardan lo protegerá. Cuando hayas informado a tu dios y yo al mío, ¡entonces iremos tú y yo juntos a buscarlos!
—¡Oh, Pukah! —Los ojos de Asrial centellearon a través de sus lágrimas, y su luz interior los hizo brillar con más belleza que las estrellas del cielo, al menos para el embelesado djinn—. ¡Eso sería maravilloso! Pero… —la luz se oscureció—, ¿y qué hay de Kaug?
—¡Oh, al infierno con Kaug! —estalló Pukah con impaciencia.
De hecho, no estaba tan seguro de sí como pretendía en lo que se refería a la dureza de mollera del
'efreet
y no le hacía ninguna gracia que se lo recordasen a cada instante.
—¡Vamos, Sond! ¿Es que piensas quedarte ahí parado durante el próximo milenio?
—Simplemente estaba considerando cuál sería la mejor manera de buscarla —repuso Sond mirando con aire desolado a los cientos de personas que pululaban a su alrededor por la calle—. Tal vez deberíamos separarnos…
—Puesto que ni Asrial ni yo sabemos como es ella, eso no parece ser muy buena idea —observó ácidamente Pukah—. Por lo que tú me has contado de ella, yo sugeriría que simplemente estemos atentos al sonido del
tambour
y la
quaita
y echemos una ojeada a las bailarinas.
El rostro de Sond se oscureció de ira y comenzó a hincharse de un modo alarmante.
—Sólo estoy tratando de ayudar —agregó Pukah con tono sosegador.
Murmurando algo que por fortuna no llegó a los oídos del ángel —o Asrial seguramente los habría dejado al instante—, Sond comenzó a abrirse camino a codazos por entre la multitud.
Pukah, lanzando un guiño al ángel, marchó tras él.
La sugerencia de Pukah los condujo directamente hasta Nedjma. Por desgracia, el djinn no tuvo la oportunidad de regodearse con ello.
No fue sin cierta dificultad como lograron abrirse camino a través de la ciudad muerta de Serinda…, ahora posiblemente la más viva ciudad de este mundo y del siguiente. Los dos djinn y el ángel eran constantemente abordados por jaraneros que intentaban arrastrarlos a sus orgías.
—Gracias —dijo Pukah desenredándose de un tropel de dioses y diosas de Uevin que andaban zigzagueando sin más ropa que unas hojas de parra y sosteniendo jarras de vino que se llevaban una y otra vez hasta sus bocas teñidas de púrpura—, pero nos falta una chica, ¿veis? ¡Estamos buscando una para mi amigo! —explicó a los incontables pares de ojos cristalinos más o menos enfocados hacia él—. Sí, muy bien. Ahora, si sois tan amables de dejarnos pasar… ¡No, no! Tú no, me temo, querida mía. Estamos buscando una muchacha
concreta
. Pero, si no la encontramos, te lo volveré a traer.
—Yo no soy tu «chica» —dijo fríamente Asrial intentando soltar su mano de la de Pukah.
—¡Muy bien! —respondió el djinn exasperado—. ¡Cuando haya rescatado a mi amo y tu loco de vete a saber qué atolladero en que puedan haber aterrizado sin mí, entonces volveré de inmediato aquí!
—¡Mateo no está loco! —replicó Asrial con indignación—. ¡Y no me importa adónde vayas… !
—¡Chhhs!
Pukah se llevó el dedo a los labios solicitando silencio, algo prácticamente imposible de conseguir entre aquel bullicio que los rodeaba.
—¿Qué?
—¡Escucha!
Elevándose por encima de las risas, carcajadas, gritos y canturreos, se podía oír, muy vagamente, las agudas, desentonadas y sinuosas notas de la
quaita
acompañadas del batiente cascabeleo del
tambour
.
Sond miró con furia a Pukah.
—¡Muy bien! —dijo el joven djinn encogiéndose de hombros—. Olvídalo.
Sin decir una palabra, Sond se volvió y cruzó la calle en dirección a un edificio cuyos arqueados soportales ofrecían un fresco respiro contra el sol. Unas rosas trepaban enredadas a una celosía decorando la fachada. Dos djinn con caftán de seda holgazaneaban fuera de la entrada fumando en unas largas y delgadas pipas. Sond no miró ni a derecha ni a izquierda, ni arriba ni abajo, sino que caminó derecho por entre los djinn, quienes se quedaron mirándolo con cierto asombro.
—Ansioso, ¿no? —comentó uno.
—Debe de ser un recién llegado —repuso el otro, y ambos se rieron.
Levantando la vista hacia los niveles superiores del edificio, Pukah vio varias hermosas djinniyeh que se apoyaban con gesto seductor en los balcones, arrojaban flores o llamaban incitadoramente la atención a los hombres que pasaban por la calle.
Pukah sacudió la cabeza y miró a una grave y solemne Asrial.
—¿Estás segura de que quieres entrar aquí? —le susurró.
—No. Pero tampoco quiero quedarme fuera.
—Supongo que tienes razón —admitió Pukah con un gesto despectivo al bárbaro pelirrojo que parecía andar siguiéndolos—. Bien —dijo, agarrándole la mano otra vez y sonriendo al sentir los dedos de ella apretarse contra los suyos—, tú no te alejes de mí.
Tirando de Asrial tras él, Pukah pasó por entre los dos djinn que descansaban junto a la entrada.
—Qué, amigo, ¿te traes la tuya? —comentó uno, dando a Pukah unas palmaditas en el hombro.
—¡Conozco esa voz! —dijo Pukah volviéndose para mirar con detenimiento al djinn—. ¿Baji? ¡Sí, eres tú! —exclamó dándole una palmada al djinn en su musculoso brazo—. ¡Baji! ¡Debería haber sabido que te encontraría aquí! ¿No has reconocido a Sond, que ha pasado justo delante de ti?