La mano de Mateo se cerró sobre la de Zohra. Volviéndose para mirar al mar, ésta se dejó caer sentada junto al joven brujo. ¡Las llamas no consumían la embarcación! Ardiendo furiosamente, el navio se precipitaba a través de las tempestuosas olas, empujado hacia la orilla por los huracanados vientos. La voz del trueno retumbaba en torno a él; un estandarte negro se abrió desde la punta del palo mayor. Contorneada de llamas, apareció en él la imagen de una serpiente cercenada.
—¡Nos obligarán a subir a bordo de eso! —susurró Zohra con una voz hueca y ahogada.
—Zohra —se esforzó inútilmente Mateo, poniéndole las manos en los hombros—, no pasará nada…
—¡No!
Con un chillido salvaje, ella se liberó de él. Poniéndose en pie de un salto, y con su miedo absorbiendo el dolor de su tobillo herido, Zohra corrió enloquecida en la dirección opuesta al mar, lejos de aquel infierno flotante. Se huida cogió a todo el mundo desprevenido; el Paladín Negro, irritado por la lentitud del barco en tocar tierra,tenía su mirada fija en el mar, lo mismo que todos aquellos que no estaban ocupados en tareas más apremiantes. Un revoloteo de seda captado con el rabillo del ojo, llamó la atención de Kiber. A un grito suyo, los
goums
que vigilaban a los cautivos y la mercancía salieron al instante en su persecución.
El miedo da fuerzas, pero también las mina, y, cuando el pánico remite, el cuerpo está más débil como resultado. El fuego de la nave parecía lanzar sus llamas a través de la pierna de Zohra; su tobillo ya no pudo soportar por más tiempo su peso y cedió. Lejos de la orilla del mar y de los refrescantes vientos de la tormenta, Zohra sintió el calor que ascendía desde la superficie salada absorbiéndole el aliento y secando su garganta. El deslumbrante reflejo del sol en la arena cristalina le hería los ojos y penetraba en su cerebro. Tras ella, podía oír la jadeante respiración y el crujido de botas de los
goums
.
Tambaleándose ciegamente, Zohra tropezó y cayó. Su mano se cerró en torno a la empuñadura de su daga escondida y, cuando unas rudas manos la agarraron, ella embistió con su cuchillo hacia ellas. Incapaz de ver a través de su enmarañado cabello, empezó a soltar tajos al aire al sonido de sus voces y de su esforzada y áspera respiración. Un gruñido y una rabiosa maldición le indicaron que había hecho brotar sangre y eso la incitó a luchar con redoblada furia.
Una voz fría ladró una orden. Unas manos se cerraron en torno a su muñeca, sus huesos crujieron y su brazo ardió de dolor. Medio asfixiada, soltó la daga.
Agarrándola firmemente de los brazos, los
goums
—uno de ellos sangrando de una raja transversal en el pecho— la arrastraron a través de la arena. El barco había echado anclas a cierta distancia de la orilla y se elevaba ardiente sobre el agua como un horrible faro. La vista de las pequeñas barcas, como manchas negras contra las llamas, deslizándose lentamente hacia la playa, renovó el terror de Zohra.
La mujer se debatía contra sus capturadores, tirando hacia atrás con todo el peso de su cuerpo.
Sudando con profusión, los
goums
la llevaron a rastras ante el Paladín Negro. Zohra se sacudió el pelo de delante de sus ojos; su deslumbrada vista se había recuperado lo bastante como para poder verlo. El hombre la miraba con fría calma y aire pensativo, tal vez preguntándose si valía la pena molestarse. Tomada su decisión, Ibn Jad levantó la mano y golpeó.
—¡Atadlo de manos y brazos! Frotándose los nudillos, Auda ibn Jad desplazó la mirada de la desmayada Zohra que yacía a sus pies a la enajenada lucha de Khardan contra los
goums
.
—Si persiste en causar problemas, dejadlo sin sentido también.
—¡Khardan! —suplicaba Mateo—, ¡cálmate! ¡No hay nada que podamos hacer! ¡No tiene sentido luchar! ¡Debemos simplemente tratar de sobrevivir!
Tímidamente, puso una mano tranquilizadora sobre el musculoso brazo de Khardan que los soldados habían torcido por detrás de su espalda y amarrado firmemente con cuerdas de cáñamo trenzado utilizadas para sujetar las cargas a los lomos de los camellos. Clavándole una mirada feroz, Khardan se apartó con desdén del joven. Sus forcejeos cesaron sin embargo pero, si fue debido a que comprendía la lógica de las palabras de Mateo o sólo porque estaba atado, eso era algo que el joven brujo no habría podido decir.
Con el cuerpo temblando como el de un caballo que acaba de ser derribado, Khardan permaneció allí de pie con la cabeza inclinada. Viéndolo calmado al menos por un momento, Mateo dejó al califa para atender a Zohra, quien yacía tirada como un bulto en el suelo, con su largo pelo negro brillando con el salado rocío que levantaban las olas al romper contra la orilla.
Mateo miró con cautela hacia los
goums
, pero éstos no hicieron el menor intento de detenerlo. Los crueles e inexpresivos ojos del Paladín volvieron en ese instante su mirada hacia él y Mateo vaciló, como un pájaro atrapado y paralizado por la mirada hipnotizante de la cobra.
En aquel momento Kiber habló, Ibn Jad desvió la atención hacia su capitán y, con un tembloroso suspiro, Mateo siguió deslizándose hacia adelante.
—Estos dos son un problema —protestó el líder de los
goums—
. ¿Por qué no los dejamos como pago junto con los esclavos?
—Zhakrin no nos agradecería que desperdiciásemos unos cuerpos y almas tan magníficos y saludables. Esta mujer —dijo Ibn Jad inclinándose para acariciar un mechón del cabello negro de Zohra— es soberbia. Me gusta su espíritu. Ella criará muchos seguidores fuertes para nuestro dios. Tal vez la tome yo mismo para mí. En cuanto al demonio barbudo —añadió el Paladín enderezándose para mirar a Khardan y valorando fríamente con sus ojos la musculatura del joven—, ya sabes lo que le espera. ¿No merece esto ciertos esfuerzos a los ojos de Zhakrin?
El tono de Auda ibn Jad era severo. Kiber se encogió por dentro, como si la adusta reprimenda del caballero le cortase la carne.
—Sí, efendi —dijo con voz apagada.
—Ve a recibir a la partida de desembarque —ordenó Ibn Jad—. Y mantén a tus hombres ocupados en subir la mercancía a bordo. Envíame a los marineros. Yo me haré cargo de ellos.
Con una reverencia, Kiber se alejó presuroso a llevar a cabo sus órdenes. A Mateo le pareció que, ante la mención de los marineros, el bronceado rostro de Kiber se tornaba inusitadamente pálido y tenso.
Zohra lanzó un gemido y la atención de Mateo se volvió hacia ella.
—Será mejor que la despiertes y la lleves a bordo de las barcas lo más rápidamente posible, mi flor —dijo el Paladín Negro con ligereza—. Los marineros vendrán a pedirme su pago y ambas corréis peligro aquí.
¿Pago? Mateo vio los ojos viperinos del Paladín Negro dirigirse hacia los esclavos quienes se acurrucaban todos juntos en un miserable montón, encadenados de pies y manos por los
goums
tan pronto como sus labores estuvieron terminadas. Lastimosamente flacos y demacrados, con los huesos marcándose bajo una piel cubierta de cicatrices de látigo, los esclavos miraban el barco de fuego con unos ojos enloquecidos de terror, obviamente adivinando que serían obligados a embarcarse en él.
Mateo, sin embargo, tuvo el repentino y escalofriante presentimiento de que los temores de los pobres desgraciados estaban infundados; o, más bien, mal encaminados. Rápidamente ayudó a Zohra a ponerse en pie. Rodeándole con un brazo los hombros, puso el otro en torno a su cintura y, medio en brazos, medio a rastras, la llevó a través de la arena hasta el lugar donde los
goums
estaban vigilando a Khardan con ojos cautelosos. Aturdida pero consciente, Zohra se agarró a él. La sangre le goteaba de un labio partido. Debía de dolerle terriblemente la cabeza, y un ligero gemido de dolor se le escapaba cada vez que su pie lesionado tocaba el suelo.
No lanzó ninguna queja, sin embargo, e hizo cuanto pudo por mantenerse a la par de Mateo, cuyo miedo creciente estaba prestando más y más ímpetu a sus zancadas. El joven caminaba ahora de cara a las barcas que se acercaban y sus ojos examinaban aquella tripulación que navegaba en un barco en llamas a través de unas aguas sacudidas por la tempestad y que ahora se dirigía hacia la orilla para reclamar el pago por sus servicios.
No parecía haber nada extraño en ellos. Seres humanos, varones, que manejaban sus remos con disciplinada destreza. Saltando por los costados al agua poco profunda de la playa, arrastraron sus barcas hasta la orilla y las dejaron bajo la custodia de Kiber. A las órdenes de éste, los
goums
comenzaron de inmediato a colocar su cargamento a bordo de ellas. Kiber supervisó en persona la carga de las grandes vasijas de marfil. Aunque todos llevaban a cabo su trabajo con eficiencia, Mateo se dio cuenta de que cada uno de los
goums
, Kiber incluido, mantenía sus ojos temerosamente pendientes de los marineros.
Éstos eran todos hombres jóvenes y musculosos de cabello rubio y hermosas y rectilíneas facciones. Al alcanzar la orilla, se detuvieron y miraron a los
goums
con dureza durante largos momentos; en sus ojos se reflejaba misteriosamente el resplandor anaranjado del fuego que ardía en el agua tras ellos. Kiber les dirigió una mirada rápida y asustada. Enseguida, sus ojos se fueron rápidamente hacia Auda ibn Jad y después a sus hombres de nuevo, quienes no se estaban moviendo lo bastante ligeros para su gusto. La voz de Kiber, gritando a los
goums
, sonaba quebrada por el miedo.
—En el nombre de Zhakrin, dios de la Noche y del Mal, os ofrezco mis saludos —dijo Auda ibn Jad.
Los ojos de los marineros abandonaron de mala gana a los
goums
para mirar, todos a una, al Paladín Negro que se erguía frente a ellos sobre la playa a cierta distancia de la orilla. Mateo contuvo el aliento; de pronto dejó de sentir sus brazos y casi dejó caer a Zohra. Se había quedado paralizado de asombro.
Todos los marineros eran absolutamente idénticos entre sí. La misma nariz, la misma boca, las mismas orejas, los mismos ojos. Todos eran de la misma estatura y la misma corpulencia. Se movían igual, caminaban igual y vestían todos igual, con unos calzones estrechamente ajustados. El agua brillaba en sus pechos desnudos.
Zohra se hundió fatigadamente en los brazos de Mateo. No levantó la vista, y algo le advirtió a Mateo que debía asegurarse de que no lo hiciera. Quitándose el velo de su cara, se lo echó a la mujer sobre la cabeza. Los ojos de los marineros pasaron por encima de ellos como un viento helado. Mateo sabía que debía avanzar, que debía completar los pocos pasos que le quedaban para encontrarse bajo la protección de Kiber y sus
goums
. Pero sus pies estaban dormidos y su cuerpo paralizado por un miedo que procedía de lo más profundo de aquella parte de su mente donde acechaban las pesadillas.
—Hemos respondido a tus llamadas y navegado hasta aquí para atender tus peticiones —habló uno de los marineros… o tal vez fueron todos los marineros, ya que las cincuenta bocas se movieron a la vez, si bien Mateo no oyó más que una sola voz—. ¿Dónde está nuestra recompensa?
—Vuestra recompensa está aquí —dijo Auda ibn Jad y señaló a los esclavos.
Los marineros miraron y asintieron satisfechos, y entonces su aspecto comenzó a cambiar. Las mandíbulas se proyectaron hacia adelante, los labios se separaron y se echaron para atrás dejando al descubierto unos dientes brillantes que se prolongaron hasta convertirse en colmillos. Sus ojos comenzaron a arder, no ya con el reflejo de las llamas de su navio, sino de un apetito insaciable. Sus voces se transformaron en rugidos, las uñas de sus dedos en largas y afiladas garras. Con un ansioso alarido, los marineros se precipitaron hacia adelante, levantando al pasar un viento que sacudió a Mateo con una oleada fría y pestilente, como si alguien hubiese abierto las puertas de un panteón profanado.
No necesitó mirar las huellas dejadas por aquellas criaturas en la arena para saber qué clase de monstruos eran. Sabía lo que vería: no la marca de unos pies humanos, sino las hendidas pezuñas de un asno.
—¡Ghuls! —murmuró, estremeciéndose de terror.
Los esclavos vieron a la muerte corriendo hacia ellos. Sus lastimeros chillidos desgarraban el corazón de quienes los escuchaban. Zohra comenzó a levantar la cabeza, pero Mateo, abrazándola estrechamente contra sí, le tapó los ojos con su mano y se lanzó a la carrera, arrastrándola consigo.
—¡No mires! —jadeaba, repitiendo estas palabras una y otra vez e intentando desoír lo que estaba ocurriendo detrás de él.
Un gran trapaleo de cadenas…, los esclavos tratando desesperadamente de escapar. Los terribles lamentos cuando se dieron cuenta de que todo era inútil y, entonces, el primer grito horrible, y luego más gritos y los espantosos ruidos de dientes y garras desgarrando y hundiéndose en la carne viva y devorándola.
Zohra era ahora un peso muerto en los brazos de Mateo. Vencida por el dolor, había perdido el sentido. Temblando con todo el cuerpo, incapaz de dar un paso más, él la depositó en el suelo. El propio Kiber corrió hacia ellos para levantar a la mujer y llevarla hasta las barcas. El
goum
mantuvo los ojos apartados de la horripilante masacre mientras dirigía a sus hombres en sus tareas con gritos y maldiciones.
—¡Que
hazrat
Akhran tenga piedad de nosotros!
La voz era de Khardan, pero Mateo apenas la reconoció. El rostro del califa estaba blanco; su barba parecía azul contra la pálida piel. Sus ojos, ribeteados de blanco, miraban desorbitados y unas manchas amoratadas coloreaban su piel. El sudor le chorreaba por la cara y sus labios temblaban.
—¡No mires! —le imploró Mateo intentando obstruir su visión de la horrenda carnicería.
Khardan se precipitó hacia adelante. Atado o no, era obvio que tenía intención de acudir en ayuda de los desdichados esclavos.
Mateo lo agarró por los hombros. Debatiéndose con furia, Khardan intentó liberarse, pero el joven se aferró estrechamente a él con la fuerza de la desesperación.
—¡Son ghuls! —le gritó Mateo con la voz estancándose en su ardiente garganta—. ¡Se alimentan de carne humana! ¡Pronto habrá terminado! ¡No hay nada que puedas hacer!
Tras él, podía oír los gritos de los moribundos mientras sus cuerpos, todavía vivos, eran despedazados miembro a miembro. Sus alaridos le desgarraban la cabeza y el corazón.