El primer impulso de Mateo —y tan fuerte que casi se apodera de él— fue arrojar los objetos malditos al mar. Esto es lo que su conciencia le dictaba hacer, lo que le habían enseñado a hacer.
Pero, en esos momentos, no se podía permitir el lujo de hacerlo.
De modo febril, entre arcada y arcada, examinó los objetos uno por uno.
No había muchos. Contando con su belleza y encanto y con la ingenuidad de los nómadas para sucumbir a ellos, Meryem no se había considerado nunca realmente en peligro. Había llevado consigo una pequeña varita de unos quince centímetros de longitud, diseñada para que pudiera ser fácilmente ocultada en una bolsita o metida en la pechera de un vestido. Mateo la estudió con atención, intentando, tal como le habían enseñado, deducir su utilidad analizando el material del que estaba hecha. La base de la varita era de madera petrificada. Sobre ésta habían colocado una pieza de ónice negro en forma de cubo con las esquinas allanadas. Era un ejemplo notable de trabajo manual y el más poderoso de los tesoros arcanos que poseía Mateo en aquel momento. Sintió un cosquilleo en los dedos al tocarlo, y una sensación de adormecimiento se extendió por todo su brazo. La varita se escurrió de su insensibilizada mano.
«¡Esto no puede ser! —se dijo malhumorado Mateo comenzando a ver la luz de la esperanza titilar y apagarse—. Yo puedo vencer esta aversión natural; cualquier brujo disciplinado puede hacerlo. Después de todo, es una cuestión mental, no física. ¡He visto al archimago demostrar la utilidad de objetos mucho más oscuros y malignos que éstos!»
Resueltamente, recogió la varita de donde había caído, y la sostuvo con firmeza en la mano. La fría sensación se extendió al instante desde su palma hasta el codo y, después, hasta su hombro. Empezó a sentir dolor y pinchazos en el brazo. Mordiéndose el labio para aguantar el dolor, Mateo aferró con fuerza la varita. En su mente vio el rostro de Khardan y la mirada de burla y desprecio en los ojos de éste. «¡Le demostraré que soy capaz! ¡Se lo demostraré!».
Lentamente, el adormecimiento pasó. La sensibilidad volvió a su mano y entonces descubrió Mateo que había estado agarrando la varita tan apretadamente que los afilados bordes del poliedro se le habían clavado en la carne. Con cuidado, la volvió a meter en su bolsita.
Si ahora pudiera recordar lo que hacía… Hizo un recuento mental de todos los hechizos posibles que podían conferirse a una varita; consideró también los poderes naturales del ónice negro en sí. Trató de hallar la respuesta mientras examinaba apresuradamente los otros objetos. Pero su mente estaba obnubilada por el mareo y el terror. Cada vez que oía pasos en la cubierta se sobresaltaba y miraba con temor por encima de su hombro, seguro de que había sido descubierto.
—Ónice negro —murmuró para sí, recostándose contra un baúl de madera.
Una nueva oleada de náuseas lo invadió. Cerrando los ojos, se vio a sí mismo en el aula, con los pupitres de madera y sus altos taburetes diseñados para copiar, el olor a polvo de tiza, el claqueteo de las pizarras y la monótona voz de un anciano brujo recitando el texto.
«Ónice negro. Negro para autoprotección, el poder del pensamiento disciplinado. Ónice, poseedor de una energía que puede ser utilizada para controlar y ordenar, con frecuencia útil en la intercesión directa ante aquellos que habitan en el plano de existencia de Sul. Madera petrificada…, la que una vez estuvo viva, pero que ahora está muerta, desprovista de vida, imitando su forma. A menudo utilizada como base para varitas debido a la capacidad que la madera posee de absorber la vida del que la empuña y transferirla a la piedra. »
Añádase a esto el extraño diseño de la punta de ónice de la varita; no esférica, lo que habría indicado una armonía con la naturaleza, ni tampoco un cubo perfecto, que habría representado el orden, sino un cubo con los vértices limados… ¿Orden convertido en caos?
¿Qué podía significar todo aquello? Mateo sacudió débilmente la cabeza. No podía imaginárselo. No podía pensar. Se ahogaba y eructaba, pero en su estómago no había nada que purgar. Al parecer su cuerpo, bajo el conjuro del Paladín Negro, no había requerido alimento. Sabiendo que estaba debilitándose poco a poco y temiendo ser descubierto, Mateo comenzó a meter de nuevo en la bolsa, uno por uno, los restantes objetos mágicos. De todos modos, parecían relativamente carentes de valor. Un par de rollos curativos, un rollo de protección menor contra objetos puntiagudos (esto para Zohra y su daga; Meryem se había protegido contra ello), un amuleto esculpido en forma de falo que afectaba a la potencia masculina (¿para utilizar a favor de Khardan o en contra de él?) y, por último, un anillo.
Mateo se detuvo a estudiar el anillo. Era de plata y de una hechura no muy elegante. Era obvio que la piedra, un cuarzo ahumado, estaba destinada a ser más funcional que ornamental. De todos los objetos, éste era el único que no hacía al joven brujo sentirse perturbado o inquieto cuando lo sostenía. De lo que dedujo que también era el único objeto cuya magia no era perniciosa. Cuarzo ahumado…, protección contra todo daño; «al mostrarnos la oscuridad, nos atrae hacia la luz».
No le sería de ayuda. Si seguía adelante con su plan, podía de hecho entorpecerlo. Se volvió hacia Zohra, que yacía cerca de él. No le habían quitado sus joyas. Levantando su inerte mano izquierda, Mateo deslizó el anillo sobre su dedo. Se veía pobre y rudimentario junto a sus otras alhajas, más hermosas. Mateo esperaba que ella no reparase en él, al menos hasta que hallase la oportunidad de susurrarle una rápida explicación.
El joven brujo cerró la bolsa y se la metió en el corpiño de su vestido, junto a la bola que contenía los peces. Entonces se entregó a una febril deliberación.
«Este plan es una pura locura. Terminará en desastre. ¡Lo que me propongo pone en peligro no sólo mi vida, sino también mi alma inmortal! Nadie espera tanto de mí» Ni Zohra ni, desde luego, tampoco Khardan. Ni siquiera yo mismo.
»Estoy indefenso, tal como estaba cuando vine a esta maldita tierra e Ibn Jad masacró a mis camaradas y me tomó cautivo.
»Me encuentro con los ojos tapados al borde de un precipicio. ¡Tal vez, si me quedo completamente quieto y no me muevo, no me suceda nada! ¡Si comienzo a andar, seguro que me caeré, ya que no puedo ver adónde voy! ¡Estoy indefenso! ¡Impotente!»
Pero esto no era del todo cierto, y el alma de Mateo se revolvió inquieta. Meses atrás, cuando las aguas lo habían arrojado a la orilla donde los huesos de sus amigos yacían ahora enterrados en la ensangrentada arena,
si
se había encontrado indefenso. Estaba desprovisto de toda magia, la única arma con la que podía defenderse.
Mateo descansó su mano sobre la bolsita escondida entre sus ropas. Ahora tenía la posibilidad de actuar. Tenía la posibilidad de dar un paso que podía conducirlo —conducirlos a todos— a salvo hasta el fondo del precipicio.
Tenía el poder.
Si pudiera encontrar el valor.
—Pobre Sond —se lamentaba Pukah revoloteando a través de los éteres con la lámpara del djinn firmemente cogida entre sus manos—. Vas a ser encarcelado en una oscura mazmorra, en una ciudad que ha estado muerta y enterrada durante siglos. Encadenado de pies y manos, con el agua goteando sobre tu cabeza y las ratas mordisqueando los dedos de tus pies…, si es que las ratas son capaces de vivir en tan desolado lugar; y espero por tu bien, mi pobre Sond, que no lo sean. Lo siento por ti, amigo mío, créeme que lo siento de verdad. Por supuesto —añadió Pukah con un suspiro—, lo tuyo no es nada, absolutamente nada comparado con la tortura que yo me voy a ver obligado a soportar como esclavo de ese monstruo con cabeza de ostra. Oh, claro que tendré libertad para ir y venir tanto como me parezca. Y sin duda es cierto que, puesto que Kaug tiene conchas de almeja por sesos, soy yo, Pukah, el que con toda probabilidad terminará haciéndose el amo y él, Kaug, mi esclavo. Además, tendré a mi precioso ángel conmigo.
»¡Ah, Sond! ¡Ella me adora! —continuó Pukah con otro suspiro, esta vez uno de éxtasis—. Deberías habernos visto juntos en mi cesta antes de que ese labios-de-calamar volviera. Ella me arrastró hasta la cama y comenzó a abanicarme con sus alas. Me besó una y otra vez y…, bueno…, los dos somos hombres de este mundo, ¿no es cierto, mi pobre Sond? Creo que ya te puedes imaginar lo que quería de mí.
»“Ah, querida mía”, dije yo con tristeza, “estaría más que contento de poder corresponderte, aquí y ahora, pero éste dista de ser un marco lo bastante romántico. Ese crustáceo que se hace llamar
'efreet
puede regresar de un momento a otro. Y ahí conocer está mi pobre amigo Sond, que se encuentra en el más calamitoso apuro”, añadí, tratando resueltamente de liberarme de su abrazo. Pero ella continuó con sus caricias, y ¿qué podía hacer yo? La cesta no es muy grande, ya sabes, y yo no quería hacer demasiado ruido. Creo que le diré a Kaug que estoy indispuesto esta noche. Él podrá encontrar a algún otro que le cocine su platija. Tan pronto como descubra dónde se esconde mi palomita de alas blancas, dispondremos de tiempo libre para terminar con lo que empezamos.
Deteniéndose para respirar, Pukah escrutó a través de las arremolinadas brumas del plano inmaterial.
—¡Condenado material! Esto está tan espeso como la mollera de Jaafar. ¡No puedo ver nada! Ah, espera. Se está aclarando. Sí, aquí es. Creo, mi pobre Sond, que hemos llegado.
Colocando la
chirak
a sus pies, Pukah miró a su alrededor maravillado.
—¿Esto es Serinda? ¿Aquí es donde tienen a los inmortales… prisioneros?
Mucho tiempo atrás, tantos siglos atrás que no valía la pena contarlos, cuando la grande y gloriosa ciudad de Khandar no era más que un simple agujero para abrevar camellos, floreció una hermosa ciudad llamada Serinda.
Poca gente en la actualidad recordaba Serinda. Y los únicos que lo hacían eran por lo general eruditos. La ciudad estaba señalada en los mapas del emperador, y muchas eran las tardes en la corte de Khandar en que mentes instruidas debatían larga y ardientemente sobre el misterio de Serinda; una ciudad que existía, y que se suponía había prosperado, en medio de un desierto.
Kuo Shou-ching, un hombre de vasta sabiduría que había viajado hasta la corte del emperador desde las lejanas tierras orientales de Simdari, sostenía que el desierto de Pagrah no siempre había sido un desierto. Era un hecho conocido en Simdari que el volcán Galos había hecho erupción por aquel tiempo; había desparramado sus mortales cenizas, vomitado toneladas de roca al aire y enviado ríos de lava —la sangre caliente del corazón del mundo— que se extendieron por la llanura.
La erupción había sido tan poderosa, afirmaba Kuo Shou-ching, que una enorme nube negra de ceniza permaneció colgando en el cielo durante un año, tapando el sol y convirtiendo el día en noche. Fue durante este tiempo cuando la ciudad de Serinda sufrió su horrible final. Sus habitantes perecieron con el aliento abrasador del volcán, y sus cuerpos y la ciudad entera quedaron enterrados en las cenizas. Galos continuó vomitando fuego y humo esporádicamente durante años, lo que cambió para siempre la faz de las tierras de Sardish Jardan.
Entre los que discrepaban con la teoría de Kuo Shou-ching estaba Hypatia, una sabia mujer de la tierra de Lamish Jardan. Ésta sostenía que la ciudad de Serinda había sido fundada
después
de la erupción de Galos, que los nativos —que estaban muy avanzados en los caminos de la ciencia y la tecnología— habían conducido las aguas del mar de Kurdin a través de un notable sistema de acueductos y que así habían hecho florecer el desierto. Afirmaba además, aquella mujer, que dichos nativos habían construido barcos para navegar por aquel mar interior, formado por la erupción del volcán, y que comerciaron con los pueblos de las Grandes Estepas y la gente de Lamish Jardan.
De acuerdo con Hypatia, la caída de Serinda había sido provocada por los nómadas del desierto, quienes temían que la ciudad se estuviese volviendo demasiado poderosa e intentase, bien absorberlos en ella, o bien echarlos fuera de sus tierras. Así, las feroces tribus cayeron un día sobre la pacífica Serinda y pasaron por la espada a cada hombre, mujer y niño.
(Huelga decir que ésta era la teoría que gozaba del favor del emperador, quien se había mostrado cada vez más irritado ante los informes que había estado recibiendo sobre los nómadas del desierto de Pagrah, y quien comenzaba a pensar que tal vez sería algo excelente para el mundo si los nómadas eran borrados por completo de la faz de la tierra. )
Asimismo, estaba la teoría de Thor Hornfist, de las Grandes Estepas, quien afirmaba que la ciudad de Serinda y sus habitantes habían sido comidos por un oso gigante. Casi nadie prestó atención a Thor Hornfist.
Los inmortales, por supuesto, conocían la verdad pero, encontrando muy divertidas las teorías de los mortales, se la guardaban para sí.
Sin embargo, la historia de la ciudad muerta de Serinda no se hallaba en la mente de Pukah, mientras éste contemplaba absorto el lugar. Lo que había en la mente del joven djinn era el hecho de que, para ser una ciudad muerta, ¡Serinda estaba desde luego bien llena de vida!
—¡Un día de mercado en Khandar no es nada al lado de esto! —exclamó Pukah boquiabierto.
Las calles estaban tan concurridas que resultaba difícil caminar por ellas. Atronaban de ruido: comerciantes ensalzando sus géneros, compradores regateando, animales balando, ladrando y rebuznando… Los
arwats
y las casas de café estaban desarrollando un próspero negocio; tan abarrotadas estaban que sus clientes literalmente se salían por puertas y ventanas. Nadie parecía hacer ningún intento de mantener el orden. Todo el mundo se dedicaba a hacer aquello que se le antojaba y el placer parecía ser el seudónimo de la ciudad.
Pukah se hallaba ahora en un callejón oscuro entre los bazares de los armeros y los de los comerciantes de seda. En el relativamente corto espacio de tiempo que necesitó para orientarse, el djinn vio dos peleas a puñetazos, un borracho al que abofeteaban y una pareja besándose apasionadamente en un rincón infestado de basura.
Escandalosas risotadas resonaban en las calles. Mujeres asomadas a ventanas con cortinas de seda lanzaban dulces incitaciones a los que pasaban por debajo. El oro y la plata corrían como el agua, aunque no tan caudalosamente como el vino. Todos los rasgos posibles de cada raza perteneciente al mundo de Sularin se hallaban visibles ante sus ojos: lacios cabellos negros, rizos dorados, ojos inclinados y oscuros, ojos azules y redondos, pieles tan blancas como la leche, pieles bronceadas por el viento y el sol, pieles negras y brillantes como el ónice… Todos se mezclaban allí bulliciosamente, se saludaban unos a otros como amigos, caían unos sobre otros como enemigos, intercambiaban vino, risas, artículos, oro e insultos.