El paladín de la noche (11 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
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—¡No mi padre!

—¡Tu padre más que ninguno! —dijo Saiyad agitando sus manos—. ¡Toma! —y sacó una espada de su fajín—. Majiid me pidió que entregase esto a la madre de Khardan, pero no he tenido el valor. Haz con ella lo que quieras.

Al ver un resplandor de acero pasar del visitante al prisionero, el guardia se apresuró a intervenir, con imán o sin él.

—¡Ah, perros! —los imprecó—. Os haré azotar a los dos…

Rápidamente, el imán se adelantó y se interpuso ante el soldado, extendiendo uno de sus esbeltos brazos entre él y los nómadas.

—¡No es nada de importancia, te lo aseguro!

—¿Nada? He visto a ese hombre entregar una espada al muchacho…

—Cierto —interrumpió el imán; y, estirando la mano a través de las barras, asió la flaccida mano de Achmed y sostuvo la espada en alto para facilitar su inspección—. Es una espada, en efecto. Pero ¿qué daño puede causar esto?

Mirando el arma con atención, el guardia hizo un gesto de desdén; luego soltó una breve carcajada y se volvió a alejar, sacudiendo la cabeza ante la estupidez de aquellos que calentaban su cerebro al sol.

La hoja de la espada estaba rota; sólo quedaba de ella la empuñadura y unos siete centímetros de acero.

—Tu propio padre hizo esto con un hacha —susurró Saiyad una vez que el imán se hubo alejado de nuevo.

Achmed sostuvo el arma partida —la espada de Khardan— con mano vacilante y se quedó mirándola acongojado.

—Yo… no entiendo… —dijo desconcertado.

—Tu padre proclamó a Khardan muerto —suspiró Saiyad y, estirando la mano a través de las rejas, dio unas palmaditas a Achmed en el brazo, en un embarazoso intento de darle ánimo—. Majiid es un hombre acabado. Ya no tenemos líder. Día tras día, permanece sentado sin hacer otra cosa que mirar fijamente hacia el este, por donde se dice que Khardan desapareció.

—Pero, ¿cómo pudo saberlo él? ¿Vio él a Khardan… ?

—No, pero hubo uno que lo vio. Fedj, el djinn.

—¿El sirviente de Jaafar? ¿Un djinn hrana? —Un fuego repentino evaporó las lágrimas que habían comenzado a brillar en los ojos de Achmed—. Nadie lo creería…

—Hizo el Juramento de Sul, Achmed —dijo en voz baja Saiyad—. Y camina todavía entre nosotros.

El joven se quedó mirando aturdido a Saiyad. No podía hablar; sentía como si la lengua se le hubiese hinchado y tenía la garganta seca. El Juramento de Sul era la más terrible y comprometida promesa que un inmortal podía hacer.

«Si lo que ahora repito no es la verdad, que Akhran me coja ahora mismo, me encierre en mi vivienda y arroje ésta a la boca de Sul, y que Sul me trague y me mantenga en la oscuridad de su barriga durante mil años. »

Así rezaba la promesa. Muchas veces había visto Achmed a los djinn (en especial a Pukah) amenazados con dicha promesa, y cada una de ellas los había visto retractarse, rehusándose a hacerla. Ésta es la primera vez que había oído jamás de alguien que se atreviera a jurar por ella.

Confuso y cegado por las lágrimas, únicamente pudo susurrar:

—¿Cómo?

—Fedj no se hallaba presente en la batalla. Fue interceptado por Raja, el djinn de Zeid, que lo atacó. Temiendo por su amo, Fedj abandonó el combate tan pronto como pudo, sólo para encontrarse con que la batalla había terminado. Entonces descubrió a Jaafar tendido entre los heridos. Una vez que se aseguró de que éste estaba a salvo, Fedj fue a ver si había alguno más que necesitase su ayuda. Los soldados del amir estaban incendiando el campamento y todo estaba en desorden. La noche estaba comenzando a caer y el aire estaba lleno de humo. Fedj oyó ruido y vio a tres mujeres aprovechando la confusión para huir de los soldados. Pensando que podría serles de ayuda, voló hacia ellas. Justo cuando se disponía a hablarles, vio cómo el velo facial de una de las mujeres se desprendía…

Viendo el dolor en los ojos de Achmed, Saiyad dejó de hablar y se quedó mirando a sus pies.

—¿Khardan? —murmuró el joven casi inaudiblemente, casi más un suspiro que una palabra hablada.

Saiyad asintió en silencio.

Achmed agarró con fuerza el fragmento de espada y la estampó contra las barras de la verja. Después, lleno de rabia, exclamó:

—¡No lo creo! ¡Tal vez estaba herido, inconsciente, y lo estaban ayudando!

—Si es así, ¿por qué no ha vuelto? ¡Él sabe que su gente lo necesita! A menos que…

—¿A menos que qué? —lo apremió Achmed.

—A menos que sea en verdad un cobarde…

Agarrando a Saiyad de su vestidura, Achmed tiró de él con tanta violencia que le estrelló la cara contra las rejas.

—¡Cerdo! ¿Quién es el cobarde? ¿Quién ha venido arrastrándose sobre su panza? ¡Te mataré, so… !

El imán vio que Saiyad se hallaba en peligro esta vez. Entre él y el guardia consiguieron liberar al hombre de las manos estranguladoras de Achmed.

—Al portador de malas noticias siempre se lo trata como si él fuera el causante de ellas —murmuró Saiyad respirando con dificultad y volviendo a ponerse las ropas en su lugar—. Otros tuvieron miedo de decírtelo, pero yo pensé que debías saberlo.

—¡El portador de malas noticias es tratado así sólo cuando experimenta placer en transmitirlas! —replicó Achmed—. ¡Tú has odiado a Khardan desde el día en que te puso en ridículo con el asunto del loco!

Las últimas palabras salieron tan sofocadas que resultaron prácticamente ininteligibles.

—¡Vete de mi vista, perro! —gritó Achmed agitando la espada partida—. ¡Mi padre está bien! ¡Khardan está muerto!

El rostro de Saiyad enrojeció de ira.

—¡Por su bien y por el tuyo, espero que así sea! —bramó.

Medio cegado por la rabia, Achmed se lanzó de nuevo contra las barras y lanzó tajos a Saiyad con el arma rota como si ésta tuviera todavía la hoja.Alarmado ante esta reacción y temiendo que el joven se hiciera daño a sí mismo, el imán empujó a Saiyad apartándolo de la verja.

—¡Regresa a tu casa! —le aconsejó el sacerdote en voz baja—. ¡Ya no te queda nada por hacer aquí!

Varios guardias acudieron corriendo desde el otro lado del recinto. Sujetando a Achmed de ambos brazos, se lo llevaron forcejeando lejos de la verja. Saiyad miró desafiante al sacerdote y se acercó de nuevo unos pasos.

—¡Escúchame, Achmed! ¡Estamos acabados como pueblo y como nación! ¡Akhran nos ha abandonado! Tú y los otros que están aquí —dijo señalando con la cabeza hacia la prisión— tenéis que afrontarlo. Ahora ya sabes por qué me he convertido a Quar. ¡Él es un dios que protege y recompensa a los suyos!

Con sus últimas fuerzas, Achmed arrojó la espada rota a Saiyad.

—Ya has hecho bastante, amigo mío —dijo fríamente el imán—. ¡Vete a tu casa!

Reuniendo los restos de dignidad que le quedaban, Saiyad se volvió y se encaminó hacia los
souks
.

—Llevad al joven a su celda —ordenó el imán—. Tratadlo bien —añadió el sacerdote, viendo las miradas intercambiadas entre los guardias y adivinando que intentarían utilizar aquel despliegue de desafío como excusa para castigar a su prisionero—. ¡El menor rasguño en su cuerpo y responderéis por ello ante Quar!

Los guardias se llevaron al prisionero y lo volvieron a colocar en su celda sin la más leve señal de violencia. Pero, cuando dejaron al joven, se dirigieron entre sí sonrisas de oreja a oreja al tiempo que se frotaban las manos de satisfacción. El imán tenía aún mucho que aprender. Siempre hay métodos y maneras que no dejan marcas.

En medio de la oscuridad y el hedor de la celda, Achmed yacía sobre su lecho doblado por un dolor que retorcía su alma más de cuanto los golpes habían retorcido su cuerpo.

Khardan estaba muerto. Y también lo estaba su dios.

Capítulo 3

Abandonando la prisión, Feisal caminó despacio a través de la multitud que iba abriéndose a su paso, muchos de ellos hincándose de rodillas y extendiendo sus manos en espera de su bendición, bendición que él impartía de un modo mecánico, tocándoles distraídamente la frente con sus delgados dedos y murmurando las palabras rituales según pasaba. Absorto en sus pensamientos, el imán ni siquiera era consciente de dónde estaba hasta que el perfume de incienso y la fresca oscuridad del templo interior le acariciaron la piel proporcionándole un alivio contra el calor del mediodía.

Paseando de un lado al otro ante la dorada cabeza de carnero que se elevaba sobre el altar de su dios, Feisal meditaba sobre todo cuanto había oído.

Convencido de que la fe de Achmed estaba comenzando a flaquear, el imán había llevado al nómada, Saiyad, a la prisión con la simple intención de demostrar al joven que aquellos de los suyos que habían permanecido en el desierto se hallaban dispersos y desesperados, mientras que aquellos que habían acudido a Quar habían encontrado una oportunidad de mejorar sus vidas. Eso era todo. El sacerdote se había quedado tan sorprendido como Achmed al oír aquellas noticias acerca de Khardan y ahora estaba considerando lo que haría al respecto.

El imán tenía sus espías, de lo mejor en su oficio y consagrados por entero a él y a Quar. Feisal sabía cuántos gajos de naranja comía el amir por la mañana en su desayuno y qué mujer escogía para acompañarlo en su lecho cada noche. Qannadi había sido muy discreto, aunque al parecer no lo suficiente, cuando dio a Gasim, su capitán favorito, la orden secreta de que se asegurara de que el alma de Khardan fuera la primera en ser enviada a Quar. El imán se había enojado no poco al enterarse de que se había hecho caso omiso de los deseos de su dios, de que Qannadi había actuado contra su mandato expreso de que los
kafir
, los infieles, fuesen traídos vivos ante Quar. Sin embargo, la cólera no había enceguecido a Feisal. El sacerdote detestaba el derramamiento de sangre, pero era lo bastante sabio en su conocimiento de la terca naturaleza del hombre como para saber que había quienes únicamente verían la luz de Quar cuando ésta brillase a través de los agujeros de su carne. Qannadi era un habilidoso general. Sería imprescindible para lograr que las ciudades sureñas se arrodillasen en actitud de entrega y adoración. Feisal sabía que, de vez en cuando, tenía que arrojar un hueso a aquel perro feroz para mantenerlo amistoso y, por consiguiente, prefirió ocultarle su conocimiento de que la muerte de Khardan había sido un deliberado acto asesino.

Pero ahora… ¿estaba muerto Khardan? Evidentemente, Quar no lo creía así. Si no lo estaba, ¿cómo había logrado escapar el califa? Y, lo que era más importante, ¿dónde estaba?

Tal vez una persona conociese la respuesta a aquel enigma. La misma que había estado actuando de un modo misterioso desde la batalla del Tel.

Haciendo sonar una pequeña campana de plata, el imán hizo acudir a un sirviente semidesnudo que se arrojó sobre el pulido suelo de mármol a los pies de su maestro.

—Tráeme a Meryem, la concubina —ordenó Feisal.

Abandonando el templo interior, el imán recorrió una corta distancia por un corredor hasta la estancia donde daba audiencia. Al igual que el templo interior, la sala daba la impresión de estar aislada del mundo exterior. No tenía ventanas y sus únicas entradas se alcanzaban sólo tras recorrer largos y sinuosos pasillos. El suelo era de mármol negro. Unas altas columnas de mármol sostenían un techo de marfil labrado que había sido transportado en bloques desde las Grandes Estepas de Tara-kan y cuyas figuras decorativas representaban las numerosas bendiciones que Quar otorgaba a su gente. Iluminada por enormes braseros de carbón que descansaban en trípodes en cada esquina de la cuadrada estancia, la cámara de audiencias del imán estaba vacía de todo objeto a excepción de un único pero maravilloso sillón de madera.

Aquel sillón había sido enviado desde Khandar, y su valor superaba probablemente al del templo entero con todo el resto del mobiliario, ya que había sido tallado en
saksaul
. Existente solamente en las arenas impregnadas de sal del Pagrah oriental, el
saksaul
era un árbol venerado desde siempre por sus inusitadas propiedades. Su madera negra era muy dura y, sin embargo, a la hora de tallarla, se astillaba y rompía como el cristal. Por esta razón, el artesano había de trabajar con extraordinario cuidado y hasta las piezas más pequeñas podían llevar muchos meses de trabajo. La madera era pesada y se hundía en el agua. Cuando se quemaba, el
saksaul
desprendía unos humos fragantes y especiosos que producían una especie de embriaguez. La ceniza que quedaba era a menudo cuidadosamente preservada y utilizada por los médicos para la elaboración de diversas medicinas.

Y, lo más curioso de todo, el árbol crecía bajo la arena; su serpentíneo tronco, que llegaba a medir más de diez metros de largo, yacía enterrado a más de veinticinco centímetros por debajo de la superficie.

Sentado en el sillón de
saksaul
, de cuyos labrados ornamentales se decía que habían llevado a varios artesanos muchos años de penosa labor, Feisal comenzó a repasar en su mente todos los informes que había recibido y todo cuanto él mismo había observado acerca de Meryem. Uno por uno los fue considerando y tanteando, del mismo modo que un mendigo tantea monedas de oro.

Los soldados de Qannadi habían encontrado a la espía y concubina del amir yaciendo inconsciente en el campamento de los nómadas. La habían desposeído de la mayor parte de sus ropas y enseres, incluyendo todos sus poderosos avíos mágicos. Cuando el amir la interrogó, Meryem le había dicho que uno de sus soldados la había confundido con una sucia
kafir
y había intentado violarla. Indicó cuál era el hombre y contempló con ofendida inocencia cómo lo castigaban azotándolo casi hasta la muerte.

El amir, sin embargo, no la había creído, ni tampoco Feisal. Los soldados de Qannadi habían recibido órdenes, bajo pena de castración, de no molestar a ninguna mujer. También habían recibido instrucciones de vigilar a Meryem y de rescatarla de los nómadas si veían que se encontraba en peligro. La idea de que uno de sus hombres llegara a arriesgar su vida violentando a la concubina del amir resultaba ridicula. Pero el amir no tenía prueba alguna, aparte de las desesperadas protestas de inocencia del soldado, de modo que no había tenido más remedio que castigar al pobre infeliz. Qannadi no llevó a cabo su amenaza de castración en este caso, pero una buena azotaina de vez en cuando resultaba bastante útil para mantener la disciplina; y, si el soldado no merecía el castigo por aquella infracción, seguramente lo merecía por alguna otra cosa.

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