Mateo se apresuró a apartar sus ojos. Ella misma se había metido en esto; ella sola tendría que salir. Él nada podía hacer ni decir en su ayuda, y no se atrevía a atraer sobre si la atención del mercader de esclavos. A juzgar por la evidencia, Auda ibn Jad estaba diciendo la verdad. Habían emprendido un largo viaje, obviamente bajo alguna especie de conjuro que aparentaba la muerte y, sin embargo, los mantenía vivos.
«Los guardias de la ciudad no registran los cuerpos de los muertos. »
Aquella afirmación estaba comenzando a cobrar sentido. La mano de Mateo se deslizó subrepticiamente hacia la bola que contenía los dos peces. Ibn Jad se la había dado antes para escabulliría al registro de los guardias en la ciudad de Kich. Ahora él había vuelto a ser su instrumento, al parecer, para hacer lo mismo con los guardias de Idrith. Ésa era la razón por la que Ibn Jad había cogido cautivo a Mateo, en lugar de matarlo y recuperar su bola de cristal. Mateo recordó el momento de terror en que se había despertado entre las altas hierbas del oasis. Al ver al traficante de pie encima de él, había supuesto que el hombre se proponía darle muerte. En cambio, Ibn Jad se había limitado a sumirlo en un profundo sueño.
Pero ¿por qué capturar a Khardan? ¿Por qué llevarse también a Zohra? ¿Por qué los había llevado hasta allí? ¿Para qué los barcos? ¿Adónde los estaban llevando? Con toda seguridad, si los había hecho ir tan lejos, Ibn Jad no tenía intención de matarlos ahora.
Al mirar el rostro liso e impenetrable y los estáticos párpados de Auda, al mirar las aguas de aquel mar que se volvían más y más inquietas por momentos, al mirar aquella sombra que cubría el agua y darse cuenta de que era la oscuridad de una tormenta que se acercaba con rapidez —una tormenta extraña, una tormenta que parecía desatada tan sólo sobre una parte del océano—, Mateo se preguntó con desesperación si no sería una bendición que les llegase la muerte en aquel momento.
—No me gusta este lugar —dijo con frialdad Zohra—. Me voy.
Mateo levantó los ojos y la miró con asombro.
Recogiéndose con una mano los pliegues de sus vestiduras, que se agitaban con el creciente viento, y sujetándose con la otra el velo contra la nariz y la boca, Zohra volvió la espalda a Auda ibn Jad y comenzó a caminar hacia el oeste sobre aquella tierra agrietada y torturada.
Encogiéndose de hombros, Ibn Jad se desplazó hasta la orilla y permaneció allí con la mirada hacia el este, fija en la tormenta. Los
goums
observaban a Zohra, y se intercambiaban codazos; algunos de ellos señalaron al sol y rieron. Kiber dijo algo a Auda ibn Jad, quien miró a Zohra por el rabillo del ojo y volvió a encogerse de hombros.
Mateo la miraba estupefacto. Habiendo vivido en el desierto, ella sabía mejor que él que no pasarían más de unas pocas horas allá fuera hasta que la falta de agua la sumiera en la locura. El viento tormentoso que soplaba desde el mar le arrancó el velo de la cabeza y envió su largo cabello negro agitándose sobre su cara y casi cegándola. Todavía debilitada por los efectos del encantamiento, Zohra tropezó en el quebrado y desigual suelo y cayó. Tras detenerse un momento para tomar aliento, volvió a ponerse en pie, tambaleante, y prosiguió su marcha cojeando.
«¡Se ha torcido el tobillo! ¡No resistirá ni cien pasos!», observó Mateo. Oyó que los
goums
estaban haciendo apuestas a ver cuán lejos era capaz de llegar antes de desplomarse. «¡Es lo más estúpido e insensato que se le podía ocurrir! —rumió enfurecido Mateo para sí—. ¿Por qué no se ha clavado simplemente un cuchillo en el corazón? ¿Tan importante es su orgullo? ¿Más importante que su vida?»
¡Y pensar que aquella gente lo consideraba a
él
loco!
Luchando por ponerse de pie, Mateo lanzó una mirada cautelosa hacia Ibn Jad. Viéndolo completamente absorto en el horizonte, a la espera de los barcos, el joven brujo se dispuso a ir tras Zohra. Ésta se debilitaba con rapidez. Su cojera era ahora más pronunciada; cada momento debía hacerla rabiar de dolor. Mateo alcanzó enseguida a la mujer y la agarró del brazo.
Volviéndose, ella vio quién la sostenía y se apartó de un tirón.
—¡Déjame ir! —ordenó.
Al ver su rostro desencajado de dolor, sus acartonados labios ya agrietados y sangrantes por el salobre aire y el feroz orgullo y determinación que enmascaraban el temor en sus negros ojos, Mateo sintió que las lágrimas se le agolpaban en la garganta. Si eran lágrimas de compasión, de admiración o de rabia desesperada, eso era algo que no habría sabido decir. Su instinto lo impulsaba a cogerla en brazos y consolarla, hacerle saber que no estaba sola en el miedo y la desesperación que con tanto denuedo se esforzaba por esconder. Y, sin embargo, el brujo tenía la profunda certeza de que, una vez que pusiera las manos en aquella turbulenta mujer, la sacudiría hasta que los dientes le rechinaran.
—¡Zohra! ¡Deténte! ¡Escúchame! —la apremió Mateo agarrándola de nuevo y, esta vez, con toda firmeza.
Incapaz de liberarse, ella se quedó mirándolo con ojos furiosos.
—¡Sólo estás empeorando las cosas! ¿Es que no sabes qué clase de muerte te espera ahí fuera?
Los ojos negros de la mujer seguían imperturbablemente clavados en él.
«Sí que lo sabe», pensó Mateo tragándose el nudo de la garganta.
—Zohra —volvió a intentar—, sea lo que fuere lo que nos espera, no puede ser tan malo como eso. ¡No me abandones! ¡No dejes a Khardan! ¡Tenemos que atravesar esto juntos! ¡Es nuestra única posibilidad!
Los ojos de la mujer parpadearon y su mirada se fue de Mateo a Khardan; sus agrietados labios se torcieron en una leve sonrisa. No gustándole el aspecto de dicha sonrisa, Mateo volvió rápidamente su mirada.
Auda ibn Jad seguía con la espalda vuelta hacia ellos, mirando el mar. Desarmado, sin otra arma que sus desnudas manos, Khardan se había levantado de la litera y corría a través de la arena hacia el traficante de esclavos.
Con los dientes rechinándole de frustración y el corazón paralizado de miedo, Mateo observó impotente, esperando que los
goums
se precipitasen sobre el califa o que Kiber sacara su brillante espada y lo abatiera de un tajazo. Sin embargo, nadie hizo el menor movimiento. Nadie gritó siquiera para advertir a Ibn Jad, quien seguía dando la espalda a su cada vez más próximo enemigo.
Khardan se arrojó contra el mercader de esclavos con las manos extendidas.
El final llegó rápidamente y todo ocurrió tan deprisa que Mateo no estaba seguro de lo que había pasado. Vio a Auda ibn Jad apartarse hacia un lado con una increíble ligereza. Khardan saltó sobre su espalda y cerró los brazos en torno al cuello del mercader. Las manos de Auda agarraron los brazos del califa y, con un rápido movimiento, el mercader se inclinó hacia adelante, tirando de Khardan consigo. Propulsado por su propio impulso, Khardan voló por los aires y cayó con un sonoro chapoteo en las aguas de escasa profundidad que bordeaban la orilla. Allí yació, desconcertado y aturdido, con la mirada hacia el cielo.
—¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco? ¿Es que acaso todos los nómadas os complacéis en entregarnos a los brazos de la Muerte con tanta rapidez como sea posible? —inquirió Mateo con amargura.
—¡Nosotros no somos cobardes! —susurró Zohra luchando sin fuerzas por escapar de sus manos—. ¡No somos como tú! ¡Yo moriré antes de que nadie me tenga prisionera, sea cual sea la razón!
—¡A veces requiere más valor seguir viviendo! —respondió Mateo con la voz espesa y sofocada.
Zohra se quedó mirándolo, a él y a las ropas femeninas que llevaba, y no dio ninguna respuesta.
Auda ibn Jad estaba gritando órdenes. Varios
goums
corrieron hacia ellos. Agarrando a Zohra y a Mateo, los llevaron de nuevo ante el mercader de esclavos. Otros
goums
, bajo la supervisión de Kiber, estaban levantando del agua a Khardan. Mateo fue empujado y obligado a caer sobre la arena junto a los enseres que habían de ser cargados en los esperados bajeles. Zohra cayó junto a él y Kiber, respirando pesadamente, arrojó a Khardan a sus pies. Mateo se inclinó sobre el califa, simulando comprobar si éste estaba herido pero, en realidad, para ocultar su rostro, y vio que Zohra lo miraba con sus oscuros ojos inusitadamente pensativos.
Volvió la cabeza evitando encontrarse con su mirada, temeroso de que, si ella era capaz de ver en su interior, viera en él aquel miedo enfermizo que lo avergonzaba y convertía sus palabras en una farsa.
Magullado y dolorido, Khardan se contentó por el momento con tomar aliento y considerar la situación. Su ataque contra Auda ibn Jad no había sido tan temerario y disparatado como le había parecido a Mateo. El califa sabía que la caída de un líder sume en la confusión y el desorden incluso al más disciplinado de los ejércitos. Había muchas posibilidades de que aquel mercader de esclavos gobernase tan sólo mediante el terror, y sus seguidores podrían mostrarse muy agradecidos al hombre que retirase la espada de sus gargantas.
«Pero no parece que ese hombre pueda ser yo, al menos no por el momento», pensó Khardan mirando a Ibn Jad con forzado respeto. ¡El mercader de esclavos se había desembarazado de él con la facilidad de un padre jugando con sus niños! Al mirar la larga espada curva que Ibn Jad llevaba en su costado, el califa adivinó que el hombre sería sin duda igualmente diestro con ella. Y, cuanto más observaba Khardan a Kiber y sus
goums
, más evidente se le hacía que servían a Ibn Jad con inquebrantable lealtad, la clase de lealtad que jamás podría estar generada por el miedo.
«Lo que ahora necesito son respuestas», pensó Khardan reflexionando. Naturalmente, éstas habían de provenir del joven de pelo rojo, aquel a quien él había salvado la vida. El califa había reconocido al mercader de esclavos como el hombre del palanquín blanco que lo había mirado con tanta malevolencia en la ciudad de Kich. Más de una vez se había despertado Khardan durante la noche, sudando y temblando con el recuerdo de las promesas de venganza que había en aquellos ojos fríos e inexpresivos…, los ojos de una serpiente.
Khardan podía entender la cólera de Ibn Jad; el califa le había robado uno de sus esclavos, después de todo. Pero también había sabido desde el principio, desde que aquellos ojos mortales atravesaron por primera vez su alma, que había algo más que eso. Era como si el califa le hubiese arrebatado la única cosa que daba a Ibn Jad una razón de vivir. Y Auda había prometido, en aquella mirada, que la recobraría.
¿Cómo se llamaba el joven, por cierto? Khardan intentó recordar a través de la bruma de dolor y confusión. Mat-eo. Algo así. Había oído pronunciarlo a Zohra. Pensando en su esposa, quien no era más esposa para él de cuanto podía serlo el muchacho, Khardan dirigió una mirada a Zohra. Ésta estaba sentada junto a Mateo y, a diferencia de éste, quien lo estaba mirando con expresión preocupada, ella no parecía mostrar el menor interés por el bienestar de Khardan. Éste no podía ver su cara, ya que su negro cabello, que volaba con el viento, estaba cubierto por un velo. Frotándose con la mano el tobillo herido, Zohra tenía la mirada fija en el mar y parecía perdida en sus pensamientos.
Khardan se preguntaba cuánto sabría ella acerca del joven. Era demasiado tarde para preguntárselo. Lamentó amargamente no haber interrogado a ese Mateo sobre su pasado, de dónde procedía y por qué había decidido ocultar su sexo a todo el mundo bajo unas ropas de mujer. De pronto se dio cuenta de que no había hablado más de veinte palabras con él durante todo el tiempo en que el joven había estado en el campamento de los nómadas.
«¿Quién podría culparme?», reflexionó ceñudamente el califa levantando los ojos hacia aquel muchacho con el pelo del color del fuego y la cara tan lisa y delicada como la de cualquier mujer. Tras arrodillarse al lado de Khardan, Mateo estaba haciendo una desmañada tentativa de aflojar las ataduras de la coraza que cubría el pecho del califa.
«¡Un hombre que se disfraza de mujer! ¡Un hombre que deja que lo adopten en el harén de otro hombre! ¡Ya fue bastante malo tener que vivir con semejante deshonra… como para que encima me viesen interesarme por él!
»Demasiado había en mi cabeza para preocuparme por él… El jeque Zeid, Meryem… » —El corazón de Khardan dio un vuelco. ¡Meryem! ¡Ella había estado en peligro! La batalla… Recordaba haber visto su cara justo antes de perder el sentido. ¿Qué había sido de ella? ¿Qué había sido de todos ellos, de su gente? ¿Por qué estaba él allí? Volvió a mirar hacia el sol, cuya posición en el cielo significaba que habían pasado dos meses por lo menos. Desde Idrith hasta el mar de Kurdin… ¡Respuestas! ¡Necesitaba respuestas!
Estirando la mano, cogió al joven por el brazo.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó en voz baja.
Sobresaltado, Mateo miró a Khardan y enseguida apartó la cara. Estaba tratando de desatar un nudo en una de las tiras de cuero que sujetaban las dos caras de la coraza. La mano de Khardan se cerró sobre la suya deteniendo su tarea con una firme presión.
—¿Cómo te llamas?
—Mateo —fue la apenas audible respuesta del joven mientras bajaba los ojos.
—Ma-teo —repitió Khardan trabándose con la extraña palabra y logrando terminarla al fin de un modo y con un acento similar al de Zohra—. Mateo, es evidente que estamos aquí por ti. Así que tengo derecho a preguntarte qué quiere este hombre de ti.
Mateo bajó la cabeza. Mechones de llameante pelo rojo asomaban bajo el velo de mujer que llevaba, ocultando parcialmente su rostro. Pero Khardan vio que el rubor teñía las blancas mejillas, vio sus labios curvados temblar y pudo adivinar la respuesta que al muchacho tanto le avergonzaba dar.
—Entonces, él no sabe que tú eres un…
Khardan se detuvo.
El tinte carmesí de las mejillas se hizo más vivo. Mateo negó con la cabeza. Khardan sintió cómo temblaban las manos del joven; sus dedos estaban helados al tacto a pesar del terrible calor.
Soltando la mano del joven brujo, Khardan miró con cautela a su alrededor. Auda ibn Jad y Kiber estaban de pie, conversando en voz baja y dirigiendo de vez en cuando miradas al mar. La atención de los
goums
también estaba centrada en el mar. Los esclavos se hallaban sentados amontonados junto a los camellos, con las cabezas caídas y sin el menor interés por nada.
—Ésa no es la verdad, Ma-teo —dijo Khardan lentamente, volviendo de nuevo la mirada hacia el joven brujo—. Él no te quiere para el lecho. Si yo no te hubiese rescatado en Kich, te habría vendido a otro. Existe otra razón por la que él te quiere, y ésa es la razón de que estemos aquí. Dime cuál es.