Levantando la cabeza, Mateo miró a Khardan. Los ojos del joven brujo se abrieron de par en par y en ellos había una mirada tan suplicante y aterrorizada que Khardan se sobrecogió.
—¡No me preguntes!
Las palabras salieron en una jadeante exhalación.
Los labios de Khardan se tensaron de cólera y frustración. El miedo del muchacho era contagioso. Khardan lo sintió helar su propia sangre y este sentimiento lo irritó. Jamás había experimentado un miedo como aquél anteriormente, y había afrontado la muerte en la batalla desde que tenía diecisiete años de edad. Aquel miedo era como el miedo de un niño a la oscuridad: irracional, ilógico y, al mismo tiempo, muy real.
Mateo desistió de su intento de deshacer el nudo; las manos le temblaban con demasiada violencia. Se dispuso a retirarse con intención de ir a sentarse junto a Zohra, quien descansaba agachada sobre el caliente suelo, próxima a los pies de Khardan. El califa volvió a agarrarlo del brazo.
Lenta y reaciamente, Mateo volvió su mirada hacia él. Su cara estaba llena de terror y sus ojos imploraban a Khardan para que lo dejase en paz. El califa se tragó las palabras que iba a pronunciar. Quería incorporarse; el pesado metal de su armadura se le estaba clavando dolorosamente en la espalda. Pero, si se movía, podía atraer la atención de Ibn Jad y deseaba hablar tanto como fuese posible sin ser molestado.
—¿Qué sucedió en el Tel, entonces? —dijo hoscamente Khardan, frunciendo el entrecejo—. ¡Sin duda podrás responderme a eso! ¿Cómo llegamos a caer en manos de este traficante de esclavos?
Tal como él esperaba, Zohra volvió la cabeza ante esa pregunta. Miró fijamente a su esposo, intercambió una rápida y sombría mirada con Mateo y, después, se volvió de espaldas y en silencio se puso a mirar de nuevo el mar.
—Las fuerzas del amir saquearon el campamento y se llevaron a todo el mundo prisionero, incluidas mujeres y niños… —respondió Mateo en voz baja y con cautela.
—Eso ya lo sé —interrumpió Khardan con impaciencia—. Yo lo vi. Quiero decir después.
—Nosotros, Zohra y yo, escapamos ocultándonos en una tienda. —Los ojos de Mateo, mientras hablaba, estaban enfocados en la serpiente que decoraba la armadura de Khardan—. Tú… caíste en el combate. Nosotros… te encontramos en el campo de batalla. Los hombres del amir estaban cogiendo prisioneros, ¿sabes?, y temimos que te llevaran; así que te alejamos del campo de batalla…
—… disfrazado de mujer.
La fría e inexpresiva voz irrumpió en medio de su conversación. Atento al relato de Mateo, Khardan no había oído aproximarse al hombre. Retorciéndose, levantó los ojos hacia el negro rostro enmascarado de Auda ibn Jad.
¿Qué tonterías estaba diciendo aquel hombre? Khardan se incorporó hasta sentarse, abrasado de calor dentro de su pesada armadura. Haciendo caso omiso de Ibn Jad, el califa miró a Mateo esperando que éste continuase con su relato, pero se quedó pasmado al ver que el joven se había vuelto mortalmente blanco y se mordía el labio inferior. La mirada de Khardan se fue entonces hacia Zohra. Ésta seguía dándole la espalda, pero ahora tenía una postura rígida y estirada, con la cabeza erguida, que él conocía bastante bien.
—¿Es verdad eso? —preguntó con enojo el califa.
—¡Sí, es verdad! —dijo Zohra volviéndose bruscamente hacia él, con su pelo agitándose en torno a ella con el viento que venía del mar—. ¿Cómo crees que habrías podido escapar de otro modo? ¿Crees que el amir es tan amable como para decir: «Ah, pobre tipo, está herido, lleváoslo de aquí y atendedlo»? ¡Ja! ¡Más bien una espada a través de la garganta y los chacales festejando con tus sesos, por poca comida que encontraran ahí!
Una sombra de sonrisa se dibujó en la comisura de los labios de Auda ibn Jad.
—¡Es una… vergüenza!
El rostro de Khardan se puso rojo de ira y gotas de sudor brillaron sobre sus cejas. Apretó los puños mientras luchaba por tomar aliento.
—¡Me habéis deshonrado!
—Fue lo único que se nos ocurrió —balbució Mateo.
Levantando la mirada, el joven brujo vio que los ojos de reptil de Ibn Jad estaban observando con interés y puso una temblorosa mano apaciguadora en el brazo de Khardan.
—Puedes estar seguro de que nadie nos vio. Había demasiado humo y confusión. Nos escondimos entre la alta hierba, cerca del oasis…
—La joven está diciendo la verdad, nómada —intervino Ibn Jad—. Fue allí donde te encontré, en el oasis, vestido con sedas rosas. ¿No me crees?
Y, agachándose frente a Mateo, el mercader de esclavos tiró de su esbelta mano y agarró al joven por la barbilla.
—Mira esta cara, nómada. ¿Cómo iba a mentir semejante belleza? Mira sus ojos verdes. ¿No ves el amor que sienten por ti? La pequeña flor, aquí, lo hizo por amor, nómada —añadió Ibn Jad soltando con rudeza a Mateo y dejando sus dedos claramente marcados en el blanco rostro del muchacho—. En cambio ésta —dijo el mercader de esclavos volviéndose para mirar con admiración a Zohra, quien deliberadamente fingía no oírlo—, yo diría que lo hizo por desprecio.
Y, poniéndose en pie, Auda ibn Jad añadió con indiferencia:
—No es que eso importe demasiado, allí donde vas ahora, nómada.
—¿
Adónde
vamos ahora? —preguntó Zohra con frío desdén, como si estuviese preguntando a un esclavo qué iban a servir de cena.
—A través de éstas, las aguas del mar cuya existencia tú te niegas a reconocer, princesa —dijo Auda ibn Jad con una sonrisa y un gesto de su mano—, iremos a la isla-fortaleza de Galos, donde habita el último reducto de aquellos que adoran a Zhakrin, dios de la Noche.
—Jamás he oído hablar de ese dios —declaró Zohra, desechando a Zhakrin del mismo modo que desechaba el océano.
—Eso es porque ha sido depuesto de su trono celestial. Algunos lo creen muerto: un lamentable error. Zhakrin vive, y en su palacio nos reunimos ahora para preparar su retorno.
—¿Nos? —dijo Zohra con un rictus de desprecio burlón en los labios.
La voz de Ibn Jad sonó fría y reverente.
—Los Paladines Negros, los Sagrados Caballeros del Mal.
Paladines Negros, Zhakrin… Estas palabras no significaban nada para Zohra, excepto que estaba en un lugar donde no quería estar, que aquel hombre la tenía prisionera y que Mateo había abortado su tentativa de escape. Zohra no creía ni una palabra de toda aquella absurda historia de viajar a Idrith y, más allá todavía, hasta un mar que no existía. El Tel estaba cerca. Tenía que estarlo. Ibn Jad les estaba mintiendo para disuadirlos de todo intento de huida, y Mateo se había tragado aquella mentira. Y también Khardan, por lo visto. En cuanto a la extraña posición del sol en el firmamento, un sol de verano (era primavera cuando había cerrado los ojos para dormir el sueño de la fatiga en el oasis) eso tendría una explicación. Sabía que la tendría, si pudiese alejarse de aquel hombre de ojos perturbadores y descubrir la verdad. Lo que necesitaban era acción, luchar, hacer algo en lugar de quedarse allí sentados… ¡como unas viejas! Zohra miró con un rictus de desprecio burlón en sus labios a los dos hombres que la acompañaban. Al menos Khardan había intentado pelear. Se había sentido orgullosa de él en aquel momento. Pero ahora, su cólera y su orgullo herido habían privado al hombre de su razón y lo habían sumido en una especie de estupor. No hacía más que mirar fijamente sus manos, apretando y abriendo los puños y respirando con cortas inhalaciones. En cuanto al joven brujo, Zohra lo miraba con desdén.
—¡Ya ha exhibido
su
valía! —murmuró la mujer por lo bajo—. ¡Que podría medirse con excrementos de cabra!
Por su parte, ella se hallaba en desventaja ahora con su tobillo lesionado. En desventaja, sí, pero no indefensa. Su mano se desplazó hasta su pecho, donde se ocultaba la daga de la que se había apoderado durante la reyerta. Podía sentir el metal, cálido y tranquilizador, apretado contra su carne. Nadie la haría jamás subir a bordo de un barco, si ésa era la intención de aquel hombre. Ni nadie la llevaría a ningún palacio de ningún dios muerto.
La voz de Mateo, hablando al Ibn Jad, la distrajo de sus pensamientos.
—¿De modo que es así como lo hiciste? —dijo el joven levantando la mirada hacia Auda ibn Jad con sobrecogido respeto.
Zohra apartó los ojos de él con repulsión.
—¿Es así como nos hiciste sumir en este sueño encantado? Tú no eres un brujo…
—No, mi flor —dijo ibn Jad frunciendo el entrecejo ante la idea—. Yo soy un verdadero caballero y mi poder proviene de Zhakrin, no de Sul. Hace mucho tiempo, en mi juventud, aprendí los poderes de Zhakrin. Lo acepté como mi dios y entregué a él mi vida y mi alma. Yo, y todos los de mi orden, hemos trabajado sin cesar para hacer posible el retorno de nuestro dios a este mundo.
—¡Un sacerdote! —exclamó Zohra con una sonrisa burlona.
Ella no vio cómo aquellos ojos crueles se estrechaban peligrosamente mientras la miraban.
—¡No! —se apresuró a decir Mateo—. No un sacerdote. O, en todo caso, un sacerdote que es también un guerrero. Alguien que puede —aquí el joven hizo una pausa, y luego agregó con pesadumbre— matar en el nombre de su dios.
—Sí —asintió fríamente el Paladín Negro—. He ofrendado muchas almas en el altar de Zhakrin —dijo, y la punta de su bota escarbó ociosamente el salado suelo en torno a la base de una de las vasijas de marfil que se erguían al lado de ellos—. Matamos sin piedad pero, sin embargo, nunca sin razón. Nuestro dios se enfurece si se asesina sin sentido alguno, puesto que los vivos son más valiosos a su servicio que los muertos.
—Por eso nos mantuviste vivos —dijo en voz baja Mateo—. Para servir a tu dios. Pero… ¿y cómo?
—¿Todavía no te lo has imaginado, mi flor? —preguntó Auda ibn Jad mirándolo con sarcasmo—. ¿De verdad? Entonces, prefiero mantenerte ignorante. El miedo a lo desconocido es mucho más debilitador.
La tormenta se iba condensando cada vez más. El agua, que antes había estado en calma, se estrellaba ahora violentamente contra la orilla. Todo el mundo estaba empapado por la salada aspersión que levantaba. El sol había desaparecido tras las espesas nubes tormentosas, que proyectaban su sombra oscura sobre ellos. La voz de Kiber se elevó con urgencia. El Paladín Negro se volvió para mirar hacia el mar.
—¡Ah! Barco a la vista. Tan sólo unos momentos antes de tomar tierra. Estoy seguro de que me excusaréis —dijo Ibn Jad saludando—. Hay algunos asuntos que debo atender.
Volviéndose, se acercó hasta Kiber. Ambos conversaron brevemente y, después, el líder de los
goums
se apresuró a instruir a sus hombres, gesticulando y voceando órdenes. Los soldados se pusieron de inmediato en acción, unos corriendo hacia los camellos, otros tomando posiciones en torno a las mercancías y otros obligando a los esclavos a ponerse en pie.
Zohra miró con curiosidad hacia el mar.
Había oído historias de
dhough
, navios hechos de madera que flotaban en el agua y tenían alas para conducirlos al empuje del viento, pero jamás había visto alguno. De hecho, jamás había visto una extensión de agua tan grande como aquélla y estaba secretamente admirada de ello, o lo habría estado si semejante emoción no hubiese constituido una forma de debilidad. Mirando con ojo crítico el barco mientras se aproximaba, Zohra se sintió en un principio decepcionada.
El
meddah
, el narrador de cuentos, había dicho que aquellos navios eran como aves marinas de alas blancas que descendían graciosamente sobre las aguas, pero aquel
dhougb
se asemejaba a un gigantesco insecto arrastrándose sobre la superficie del océano. Una fila de remos sobresalía de cada lado debatiéndose sobre las olas como si fueran patas y propulsando al insecto hacia adelante contra los dientes del viento. Sus rasgadas alas negras se agitaban enloquecidas.
Zohra no sabía nada de barcos ni de navegación, pero le resultaba imposible comprender como aquél en particular lograba mantenerse a flote. Una y otra vez le parecía verlo a punto de perecer. La embarcación se zambullía y emergía de nuevo entre las altas olas, con su proa deslizándose por una superficie que era tan empinada y lisa como acero pulido. De pronto desaparecía y daba la impresión de que se había desvanecido para siempre bajo las arremolinadas aguas. Pero, entonces, volvía a hacerse súbitamente a la vista brotando de la sima acuática como un animal con muchas patas luchando por recobrar su sostén.
La decepción de Zohra se convirtió en inquietud, una inquietud que crecía y se agudizaba a medida que el barco se aproximaba.
—Ma-teo —dijo en voz baja acercándose al joven brujo, cuya mirada estaba fija, como la suya, en la embarcación—, ¿tú has navegado en uno de esos
dhough
?
—Sí.
La voz del joven sonaba tensa y forzada.
—¿Has navegado a través de un mar?
Ella no había creído su historia todavía. Tampoco estaba segura de creerla ahora, pero necesitaba confirmación. Él asintió con la cabeza mientras miraba el navio con los ojos completamente abiertos.
—Parece tan frágil… ¿Cómo se las arregla para sobrevivir a semejante vapuleo?
—Ningún barco normal lo resistiría —repuso él entre toses.
Tenía la boca seca.
—Ése… —vaciló, chupándose los labios—, ése no es un barco corriente, Zohra. Como tampoco es ésa una tormenta corriente. Ambos son sobrenaturales.
Él utilizó este término de su propia lengua y ella se quedó mirándolo sin comprender. Mateo hurgó en su mente en busca de palabras.
—Mágico, encantado.
Al oír esto, Khardan levantó la cabeza, como si su rabia hubiese sido disipada por el viento frío y cortante de las palabras de Mateo. El califa clavó su mirada en el barco, que ahora estaba tan cerca que podían verse figuras caminando por su inclinada cubierta. Un quebrado relámpago embistió desde las negras y arremolinadas nubes y alcanzó el palo mayor. Las llamas danzaron a lo largo de las vergas. Tocadas por el fuego, las jarcias se incendiaron y las velas se convirtieron en sábanas ardientes cuyo fulgurante resplandor se reflejaba en la bañada cubierta y titilaba con el movimiento ascendente y descendente de los remos. El navio se había convertido en una embarcación de fuego.
Conteniendo el aliento, Zohra miró a Auda ibn Jad, esperando de él alguna exclamación, alguna enojada reacción. El hombre se paseaba a lo largo de la orilla con aire de evidente preocupación, pero las miradas que lanzaba hacia la nave eran, evidentemente, de impaciencia, no de consternación.